Los dos rostros del tiempo
El
paso del tiempo tiene evidentemente su costado trágico. El tiempo desgasta,
roe, corrompe, lleva a las cosas por la senda del envejecimiento hacia su
muerte. Esto, en el caso del ser humano, es particularmente angustiante, pues
si bien no somos los únicos en la naturaleza que estamos sujetos a semejante
ley, somos los únicos que tomamos consciencia de ello y nos planteamos el
problema. Sabemos que ser vivientes implica ser, a la vez, murientes, como decía San Agustín. Tal es nuestra situación y
negarla no ofrece solución alguna. Si a veces preferimos pasar por alto este
punto, pronto descubrimos que el intento de semejante negación no sólo está
destinado al fracaso, sino que propicia además otros fracasos más.
Vivir
en el tiempo es ir pasando y, en definitiva, ir muriendo a la vez. Implica
desvanecimiento, nos enfrenta a la muchas veces triste realidad de que hay
parajes de nuestra existencia a los que no habremos de volver, esquinas de
nuestras vidas por las que no volveremos a doblar y aromas de otros tiempos que
no podremos percibir ya nunca más. Todo eso es cierto y aflige los corazones.
En consecuencia, si la muerte nos acongoja y la vida misma es un ir muriendo, resultan al menos comprensibles las ideas de tantos contemporáneos que predican
de la vida un carácter intrínsecamente angustioso. Ello está implícito en este
costado trágico del tiempo. Pero no significa, sin embargo, que haya que
tenerlo por algo único, ni hacerlo se revela como el mejor de los síntomas.
Podemos descubrir en lo temporal mismo, su otro rostro, su costado positivo.
Algunos
requisitos, digamos así, para ello ya han sido mencionados en entradas anteriores: profundidad
(intimidad) y plenitud (perfección). Estos no son propiedad exclusiva de los
instantes sobresalientes y extraordinarios, sino que son aplicables también a
la sucesión. Con ellos la vivencia del tiempo goza de riqueza. Pero para ello
hay que sumar un elemento más: la unidad. La unidad es una exigencia de nuestra
propia naturaleza (aunque seamos nosotros mismos los que a veces atentamos
contra ella) y también una exigencia en relación con nuestra vivencia del
tiempo y del transcurrir; por eso no nos alcanza con pasar de una cosa a otra,
cambiando constantemente de rumbo.
Sin
cierta unidad que enlace los cambios, nos domina el sinsentido del tiempo
atomizado: cuando lo único que descubrimos es un sucederse de momentos
inconexos entre sí, fragmentos que están temporalmente yuxtapuestos, donde
después de uno viene el otro, y luego otro, y luego otro..., pero sin un hilo
conductor que los entrelace. Es frecuente en nuestros días la tendencia a hacer muchas
cosas, hay dedicación a una multiplicidad de temas, intereses, actividades,
pero bajo la intermitencia de lo fragmentado. Eso, a la larga, no plenifica, aunque pueda llegar a entretenernos
por un buen rato.
Esta
dispersión no satisface porque los hombres tenemos necesidad de unidad. La
misma posibilidad que tenemos de vivir el tiempo con mayor amplitud,
manteniendo vivo en nosotros el pasado o previendo el porvenir, nos exige que
esta tridimensionalidad de lo temporal esté entretejida y unificada.
Claro
que una unidad temporal plena no nos es literalmente posible; la misma noción
de temporalidad implica ya que la unidad no va a darse en estado pleno, porque
el tiempo incluye de por sí imperfección y no-ser. Situados en el transcurrir y
sucederse de las cosas no podemos pretender que todo esté ahí, simultáneamente
presente. Estar insertos en el tiempo implica ver que hay cosas que son, pero también que hay otras que ya no son y otras que no son aún. El tiempo incluye cierta nada – bien lo sabía Platón –
y por eso no puede darse en su dominio la absoluta plenitud ni tampoco la
perfecta unidad. Éstas implican la absoluta simultaneidad que es patrimonio
exclusivo de lo que es Eterno con todas las letras. Sin embargo, aunque tal
unidad (absoluta) sea, desde nuestra posición, inalcanzable, esto todavía no
quiere decir que tengamos que volcarnos a la dispersión y la fragmentación de
vivencias temporales inconexas y atómicamente sueltas.
El
tiempo no es eternidad, pero es su imagen. Cierta unidad es posible, cuando los
diferentes momentos, siendo sucesivos, están entrelazados entre sí,
entretejidos por un mismo lógos,
dibujando un mismo camino bajo la luz de un sentido unificante. Si damos un
paso en una dirección, luego al costado, luego en dirección inversa, otro poco
al otro costado, y luego en otra nueva dirección... no habrá unidad y, en
consecuencia, tampoco habrá sentido ni real progreso. Pero es posible también
avanzar en verdad, manteniendo, lo mejor que se puede, la fidelidad a una misma
dirección. En ese caso hay sucesión, hay cambio, pero también hay sentido,
porque en la sucesión hay unidad.
Es,
podría decirse, la «vocación melódica» que tiene la existencia humana. A
diferencia del concepto de «armonía», que tiene un matiz más estático y hace
referencia a la simultaneidad, el concepto de «melodía» es esencialmente una
categoría temporal y hace referencia a la sucesión. Las melodías viven en el
tiempo y sus diversas notas discurren una después de la otra. Pero este discurrir
no las convierte en notas dispersas y fragmentadas. Cada una tiene su propio
matiz, su propia riqueza, existen incluso saltos pronunciados entre algunas de
ellas, pero toda esa sucesión está atada a una misma línea de sentido. Las
notas que ya han sonado, no mueren simplemente diluyéndose en la nada de lo
pretérito, sino que viven en las notas que continúan dibujando esa misma línea.
Las notas que aún no suenan tampoco provienen de una nada absoluta, sino que
germinan en la senda de lo que ya es; brotan en la misma travesía y le dan
continuidad, crecimiento y perfección. Algo análogo puede también pensarse (y
pretenderse) para nuestras existencias.
Esto
es lo que se denomina crecimiento, y
es el costado positivo de nuestra estadía en el tiempo, junto con las
experiencias puntuales que nos permiten trascenderlo. El tiempo ofrece la
posibilidad de que, si bien vamos muriendo, podamos ir creciendo también. Y en
ese crecer superamos la tiranía del devenir, ya que todo crecimiento implica
fidelidad y estabilidad. Lo que constantemente cambia hacia otra cosa se
adultera; lo que crece, por el contrario, cambia dentro de lo propio y es cada
vez más él mismo. Crecimiento implica permanencia, y la permanencia es una
especie de triunfo sobre el devenir. Esto le da sentido al todo, logrando que
la existencia sea mucho más que una yuxtaposición de fragmentos aislados, y ese
sentido del todo fortalece a su vez el sentido de cada una de los instantes que
lo conforman.
Sus
momentos – es inevitable – se suceden unos a otros y están, en ese sentido,
atados a las leyes de la movilidad. Pero pueden hacer uso de esas leyes como
suelo sobre el cual van edificando su sentido unitario, en el que los instantes
plenifican la totalidad y la totalidad es refugio imperecedero para cada uno de
los instantes.