martes, 23 de diciembre de 2014

La vivencia del tiempo (IV)

Los dos rostros del tiempo

El paso del tiempo tiene evidentemente su costado trágico. El tiempo desgasta, roe, corrompe, lleva a las cosas por la senda del envejecimiento hacia su muerte. Esto, en el caso del ser humano, es particularmente angustiante, pues si bien no somos los únicos en la naturaleza que estamos sujetos a semejante ley, somos los únicos que tomamos consciencia de ello y nos planteamos el problema. Sabemos que ser vivientes implica ser, a la vez, murientes, como decía San Agustín. Tal es nuestra situación y negarla no ofrece solución alguna. Si a veces preferimos pasar por alto este punto, pronto descubrimos que el intento de semejante negación no sólo está destinado al fracaso, sino que propicia además otros fracasos más.
Vivir en el tiempo es ir pasando y, en definitiva, ir muriendo a la vez. Implica desvanecimiento, nos enfrenta a la muchas veces triste realidad de que hay parajes de nuestra existencia a los que no habremos de volver, esquinas de nuestras vidas por las que no volveremos a doblar y aromas de otros tiempos que no podremos percibir ya nunca más. Todo eso es cierto y aflige los corazones. En consecuencia, si la muerte nos acongoja y la vida misma es un ir muriendo, resultan al menos comprensibles las ideas de tantos contemporáneos que predican de la vida un carácter intrínsecamente angustioso. Ello está implícito en este costado trágico del tiempo. Pero no significa, sin embargo, que haya que tenerlo por algo único, ni hacerlo se revela como el mejor de los síntomas. Podemos descubrir en lo temporal mismo, su otro rostro, su costado positivo.
Algunos requisitos, digamos así, para ello ya han sido mencionados en entradas anteriores: profundidad (intimidad) y plenitud (perfección). Estos no son propiedad exclusiva de los instantes sobresalientes y extraordinarios, sino que son aplicables también a la sucesión. Con ellos la vivencia del tiempo goza de riqueza. Pero para ello hay que sumar un elemento más: la unidad. La unidad es una exigencia de nuestra propia naturaleza (aunque seamos nosotros mismos los que a veces atentamos contra ella) y también una exigencia en relación con nuestra vivencia del tiempo y del transcurrir; por eso no nos alcanza con pasar de una cosa a otra, cambiando constantemente de rumbo.
Sin cierta unidad que enlace los cambios, nos domina el sinsentido del tiempo atomizado: cuando lo único que descubrimos es un sucederse de momentos inconexos entre sí, fragmentos que están temporalmente yuxtapuestos, donde después de uno viene el otro, y luego otro, y luego otro..., pero sin un hilo conductor que los entrelace. Es frecuente en nuestros días la tendencia a hacer muchas cosas, hay dedicación a una multiplicidad de temas, intereses, actividades, pero bajo la intermitencia de lo fragmentado. Eso, a la larga, no plenifica, aunque pueda llegar a entretenernos por un buen rato. 
Esta dispersión no satisface porque los hombres tenemos necesidad de unidad.  La misma posibilidad que tenemos de vivir el tiempo con mayor amplitud, manteniendo vivo en nosotros el pasado o previendo el porvenir, nos exige que esta tridimensionalidad de lo temporal esté entretejida y unificada.
Claro que una unidad temporal plena no nos es literalmente posible; la misma noción de temporalidad implica ya que la unidad no va a darse en estado pleno, porque el tiempo incluye de por sí imperfección y no-ser. Situados en el transcurrir y sucederse de las cosas no podemos pretender que todo esté ahí, simultáneamente presente. Estar insertos en el tiempo implica ver que hay cosas que son, pero también que hay otras que ya no son y otras que no son aún. El tiempo incluye cierta nada – bien lo sabía Platón – y por eso no puede darse en su dominio la absoluta plenitud ni tampoco la perfecta unidad. Éstas implican la absoluta simultaneidad que es patrimonio exclusivo de lo que es Eterno con todas las letras. Sin embargo, aunque tal unidad (absoluta) sea, desde nuestra posición, inalcanzable, esto todavía no quiere decir que tengamos que volcarnos a la dispersión y la fragmentación de vivencias temporales inconexas y atómicamente sueltas.
El tiempo no es eternidad, pero es su imagen. Cierta unidad es posible, cuando los diferentes momentos, siendo sucesivos, están entrelazados entre sí, entretejidos por un mismo lógos, dibujando un mismo camino bajo la luz de un sentido unificante. Si damos un paso en una dirección, luego al costado, luego en dirección inversa, otro poco al otro costado, y luego en otra nueva dirección... no habrá unidad y, en consecuencia, tampoco habrá sentido ni real progreso. Pero es posible también avanzar en verdad, manteniendo, lo mejor que se puede, la fidelidad a una misma dirección. En ese caso hay sucesión, hay cambio, pero también hay sentido, porque en la sucesión hay unidad.
Es, podría decirse, la «vocación melódica» que tiene la existencia humana. A diferencia del concepto de «armonía», que tiene un matiz más estático y hace referencia a la simultaneidad, el concepto de «melodía» es esencialmente una categoría temporal y hace referencia a la sucesión. Las melodías viven en el tiempo y sus diversas notas discurren una después de la otra. Pero este discurrir no las convierte en notas dispersas y fragmentadas. Cada una tiene su propio matiz, su propia riqueza, existen incluso saltos pronunciados entre algunas de ellas, pero toda esa sucesión está atada a una misma línea de sentido. Las notas que ya han sonado, no mueren simplemente diluyéndose en la nada de lo pretérito, sino que viven en las notas que continúan dibujando esa misma línea. Las notas que aún no suenan tampoco provienen de una nada absoluta, sino que germinan en la senda de lo que ya es; brotan en la misma travesía y le dan continuidad, crecimiento y perfección. Algo análogo puede también pensarse (y pretenderse) para nuestras existencias.


Esto es lo que se denomina crecimiento, y es el costado positivo de nuestra estadía en el tiempo, junto con las experiencias puntuales que nos permiten trascenderlo. El tiempo ofrece la posibilidad de que, si bien vamos muriendo, podamos ir creciendo también. Y en ese crecer superamos la tiranía del devenir, ya que todo crecimiento implica fidelidad y estabilidad. Lo que constantemente cambia hacia otra cosa se adultera; lo que crece, por el contrario, cambia dentro de lo propio y es cada vez más él mismo. Crecimiento implica permanencia, y la permanencia es una especie de triunfo sobre el devenir. Esto le da sentido al todo, logrando que la existencia sea mucho más que una yuxtaposición de fragmentos aislados, y ese sentido del todo fortalece a su vez el sentido de cada una de los instantes que lo conforman.

Sus momentos – es inevitable – se suceden unos a otros y están, en ese sentido, atados a las leyes de la movilidad. Pero pueden hacer uso de esas leyes como suelo sobre el cual van edificando su sentido unitario, en el que los instantes plenifican la totalidad y la totalidad es refugio imperecedero para cada uno de los instantes.

jueves, 18 de diciembre de 2014

La vivencia del tiempo (III)

Tiempo y profundidad

Es evidente que, en un sentido literal, estas ocasiones que hemos puesto como ejemplo en la entrada anterior no logran desprenderse totalmente del devenir. Una contemplación estética no es sempiterna, si por ello se entiende quedarse frente a un cuadro mirando hasta el fin de los días. Un abrazo no puede ser ininterrumpido tampoco; sería una situación de lo más incómoda. Esos instantes, en tanto están anclados en la incesante ley de la sucesión, tienen ese inevitable rasgo de fugacidad. Pero la cuestión está en captar que, a pesar de estar arraigados al tiempo y a las leyes del cambio, logran trascender a estos y tener un sabor a imperecedero.
Al hablar aquí de trascendencia no la estamos pensando como «alejamiento». Si así fuera, en nuestro habérnoslas con las cosas y experimentar su semejanza con la eternidad, tendríamos la sensación de distanciamiento, pero no es eso lo que ocurre. Muy por el contrario, la sensación es de haber penetrado en su profundidad. Se trata entonces de una trascendencia que es profundización, de un ir más allá que es, en realidad, un ir más adentro. Es descubrir, como hemos dicho ya, el vestigio de eternidad en la temporalidad misma y las cosas que en ella existen. Se trata de una trascendencia íntima a las cosas.
Por eso, las experiencias cercanas a lo eterno, en la limitada medida en que podemos nosotros alcanzarlas, sólo pueden darse en lo profundo. Sólo son posibles en ese tipo de relaciones o encuentros en los que superamos la epidermis de la superficie, para calar en la médula de lo otro. Solamente las miradas profundas, esas que en su silencio dicen mucho, logran ser miradas que trascienden el tiempo. Sólo las amistades profundas logran superar los cambios que pueden producirse con los años. Sólo la profunda experiencia estética y contemplativa logra introducirnos en una dimensión en la que las agujas del reloj parecen detenerse. Sólo los profundos valores irradian una luz que con el tiempo no se desvanece.
Volviendo a la definición de Boecio que ya habíamos mencionado (en la parte I), lo eterno es simultáneo e interminable porque es perfecto. Perfección implica plenitud, riqueza de sentido, contenido, luminosidad. Cuanta mayor perfección tiene algo, más profundo podemos internarnos en su interior, más nos dice, más nos alimenta, y mayores serán las posibilidades de que el encuentro con ello nos permita trascender el devenir. Si, en cambio, no hay plenitud o no la podemos descubrir, el paso del tiempo revela su rostro más temible. Si nos hacemos incapaces de penetrar en la riqueza de lo íntimo, vagamos erráticamente entre sombras para correr a ninguna parte en un frenesí que, lejos de ser verdadero progreso, paradójicamente, se parece más a la estaticidad de lo inerte. Entonces quedamos sometidos – inconscientemente a veces y voluntariamente otras – al reinado de Chronos para ser devorados como hijos suyos que (también) somos. 
S. Hurtrelle (1648-1724), "Saturno devorando uno de sus hijos"
Si no hay plenitud, no hay profundidad, y viceversa. Sin éstas la superación de la sucesión carcomiente es imposible y el paso del tiempo revela un hegemónico poder. En la mera superficialidad no hay donde anclar la mirada del alma; todo se torna inconsistente y resbaladizo, no nos satisface, no nos colma y no nos calma. Entonces no queda otra opción que pasar a otra cosa y, como esa otra cosa no nos satisface tampoco, pasamos a otra y así sucesivamente. Todo es dominado por el tiempo, todo es mero pasar. 
Esta incesante sucesión de constantes cambios se disfraza muchas veces de vitalidad, energía, entusiasmo, evolución. Así nos la venden incluso algunos sofistas de nuestros días. Pero bajo la máscara esconde su verdadera esencia, a saber, que está más cerca de lo agónico que de lo vital.
De esta manera repercute también en el sujeto que la experimenta, aunque él mismo se empeñe en negarlo. Lo superficial no genera entusiasmo, sino aburrimiento. En la superficialidad estamos inquietos e hiperactivos porque nos aburrimos, y el que se aburre con una cosa necesita pasar a otra distinta porque aquello en lo que está no le transmite nada, no lo alimenta, no lo moviliza por dentro. Entonces allí no hay verdadera vitalidad, sino abulia falsamente disfrazada de vigor. Son intentos de suplantar con la cantidad lo que ha quedado insatisfecho desde el punto de vista de la calidad. Pero esa suplantación no deja jamás de ser inauténtica y desde allí no hay satisfacción verdadera posible. Innumerables escenarios de nuestras sociedades y múltiples situaciones de nuestras vidas cotidianas sabrían ilustrarlo.
El aburrimiento también está relacionado con nuestras experiencias del tiempo. Experiencias radicalmente distintas de aquellas en las que rozamos lo eterno. Algunas lenguas utilizan, para referirse al aburrimiento, expresiones que significan etimológicamente «tiempo-largo». También aquí hay una referencia a lo interminable, pero no «interminable» por su plenitud y perfección (como sucede con lo eterno), sino «interminable» en un sentido negativo por el tedio que provoca. Quisiéramos que termine de una buena vez y parece no terminar jamás, esa es la vivencia psicológica del tiempo en los casos de aburrimiento. Una vivencia en la que la relación con el tiempo se torna negativa, y en consecuencia hay que buscar como «matarlo». El intento de semejante asesinato, sin embargo, no llega a ser nunca verdadero triunfo, sino a lo sumo una negación desde la inconsciencia. Ahí no hay superación del tiempo ni profundización en él para trascenderlo. Ahí el tiempo reina, bloquea toda salida posible, parece no acabar jamás y prolonga insoportablemente su vacío, aunque no queramos verlo.


domingo, 14 de diciembre de 2014

La vivencia del tiempo (II)

Algunos ejemplos

En la entrada anterior nos preguntábamos sobre el acierto o no de la idea platónica, según la cual, el tiempo es imagen de lo eterno. Intentemos iluminar el asunto desde la experiencia y algunos ejemplos concretos.
Me encuentro con un amigo al que no vi durante largos años, y después de algunos iniciales y breves momentos de extrañeza e incertidumbre mutua, las cosas de antaño parecen volver a salir a flote y hacerse presentes. De repente parece que hubiéramos estado compartiendo alguna aventura hace unas horas apenas, como si todo ese tiempo de lejanía no hubiese transcurrido. Entonces una certeza balsámica envuelve el alma: «sí, es el mismo». Miles de cosas se han modificado, es cierto e inevitable; estados civiles, situaciones laborales, algunos gustos, opiniones políticas... pero no ha cambiado todo. A pesar de los cambios, él sigue siendo el mismo. En algún rincón él es el mismo, y yo soy el mismo, y la amistad ha sobrevivido. Lo intuyo entonces: es como era, el tiempo no ha podido erosionarlo. Es como era, porque es como verdaderamente es, y el tiempo no triunfará sobre ello.
¿Es eso posible? ¿Será sólo una ilusión a la que me aferro para no ser derrotado por el ya-no-ser? ¿Estaré proyectando en el otro cosas suyas de otrora que he guardado celosamente en mis recuerdos, pero que en su persona en realidad ya no se dan? Seguramente esto último ocurra en muchos casos – también eso lo podemos experimentar. Pero ¿es esa la única posibilidad?
La vivencia se resiste a la univocidad de esas explicaciones. Y no hay por qué prejuzgar esa resistencia como desacierto. Por el contrario, parece ser posible también esto: hay personas a las que conocemos para siempre. Hemos alcanzado ese núcleo  íntimo, ese punto interior que en ellas se dará siempre y que la laceración del tiempo no puede alcanzar a degradar. Los hemos conocido con tal intensidad y en su misma sustancialidad, que captamos in aeternum lo que ellos son en su profundo yo, aquello que a pesar de todos los avatares del destino y todo el paso de las horas no perecerá. Parece que hemos alcanzado en ellos una huella de lo eterno.
Pensemos también en este otro ejemplo. La gente sigue visitando las obras de arte de artistas de hace siglos. ¿Por qué? Hay sin duda miles de razones diferentes; algunos lo hacen porque «hay que hacerlo alguna vez», o porque después se lo quieren contar a otros, o porque quieren sacarse una foto... Muchas razones puede haber que sean, como estas, de dudosa autenticidad. Pero también hay gente que va para contemplar esas obras y descubrir la belleza que irradian. Es posible que alguno no logre descubrirla como esperaba, es posible que alguno se esfuerce y se fuerce para que le produzcan gozo porque se supone que son obras que «deberían» gustarle cuando en realidad le dicen poco y nada. Todo eso puede suceder, y de hecho sucede no pocas veces. Pero también es posible que el espectador sí penetre en la belleza de esas obras y sea profundamente conmovido por su luz. Y quien logra semejante encuentro con tal esplendor también es envuelto en la sensación de haberse topado con algo que no pasará, o mejor dicho que no pasa, algo cuyo valor permanece, como de hecho ha permanecido, a lo largo de los siglos porque está como más allá de los siglos. Una vez más estamos ante algo que tiene un atisbo de eternidad. Es lo que tan bien se manifiesta en la maestría de los clásicos. Ellos alcanzan el núcleo íntimo de las cosas, de lo estético, de las cuestiones humanas o, por qué no, de la existencia toda; logran internarse y representar aquello que no está sujeto a la transitoriedad y el cambio, aquello que trasciende la moda y perdura más allá de ella. Por eso perduran sus obras y su riqueza es indemne. Por eso aún hoy visitamos sus cuadros, leemos sus textos y escuchamos sus músicas.

Salvador Dalí - La persistencia de la memoria


Algo similar ocurre también con los genios humorísticos. Se puede hacer humor con las cosas que están en boga, existen incluso modas respecto del humor y sus temáticas, pero los humoristas geniales han sabido siempre trascender las cuestiones del momento y, partiendo muchas veces desde éstas, depositar su particular mirada en esos elementos cómicos que la vida humana alberga en su misma esencialidad atemporal. Y su humor no pasa tampoco, sino que es imperecedero.



La misma huella de perennidad se nos manifiesta también en el descubrimiento de algunas verdades. Un chispazo en nuestra inteligencia de repente nos revela que «eso es así» y que no puede ser de otra manera. Se nos revela de repente, decimos bien, de modo instantáneo, aunque para llegar a ese instante hayan sido necesarios extensos trayectos. Sea como fuere el camino, largo o breve, el llegar es siempre algo instantáneo, y una vez que se llega, ya no se dejará de haber llegado. Así la verdad se nos manifiesta en un instante, que lejos de perecer inmediatamente después, se hace por siempre valedero. Es habitual ejemplificar esto con las matemáticas: páginas y páginas de cálculos, operaciones, razonamientos matemáticos pueden ser necesarios... hasta que finalmente, en un instante, todo revela una definitiva luz con el resultado; un resultado que, si el camino hasta él fue transitado de manera correcta,  valdrá por siempre, y no sólo eso, sino que pareciera que desde siempre estuvo allí, a la espera de  nuestro descubrimiento.

Podríamos seguir citando casos de instantes que rozan lo eterno, que parecen tener con la eternidad una suerte de parentesco. Hay miradas que, por breves que sean, dan un salto fuera del tiempo; hay manifestaciones de afecto que, aunque en sí no hayan durado mucho tiempo, poseen la fuerza suficiente como para no expirar jamás...

Martín Susnik

jueves, 11 de diciembre de 2014

La vivencia del tiempo (I)

Tiempo y eternidad

Dice Platón que el tiempo es la imagen móvil de la eternidad. La frase es, desde el punto de vista literario, un prodigio. Lo que hay que ver es, si además de ser una genialidad poética, se trata también de un acierto filosófico; es decir si, además de ser una frase bonita, es también una idea verdadera.


Subrayemos inicialmente lo que la frase parece querer decir. Que el tiempo sea la imagen móvil de la eternidad señala, en lo inmediato, que el tiempo no es eternidad, pero tampoco algo completamente desvinculado de ésta. Es su imagen, una suerte de copia o reflejo y, por lo tanto, algo en cierta medida similar. El tiempo es, según la frase platónica, semejante a lo eterno, aunque no llegue a ser lo mismo.
Señalemos también lo siguiente: no dice Platón que la eternidad sea una imagen del tiempo, sino lo inverso. No es que la eternidad se parezca al devenir, sino que es el devenir el símil de lo eterno. Esto establece una prioridad; no temporal por cierto, sino una prioridad en el ser y también, de alguna manera, causal. Es decir, invita a concebir la temporalidad como algo que proviene de lo eterno y tiene en ello su molde ejemplar; implica ver al tiempo como algo «hecho de» eternidad.
Nuestro modo de pensar suele tomar el camino inverso. Suele ir desde lo temporal hacia lo eterno y reflexionar sobre lo segundo en base a los datos que tiene sobre lo primero. Esto no tiene por qué resultar extraño; es justamente el tiempo y su incesante fluir lo que nos resulta más cercano y en consecuencia es completamente razonable que, procurando elevarnos hasta lo desconocido desde los suelos de lo que conocemos, sea lo temporal el punto de partida de nuestras percepciones y pensamientos, mientras que lo eterno nos resulta incierto y misterioso. Que el conocimiento vaya en un sentido determinado no quiere decir, empero, que también lo haga la realidad y el ser de las cosas. Como en muchas otras ocasiones, nuestra captación sobre este asunto parece estar forzada a ir en contramano, de la copia al paradigma y del efecto a la causa.

Pero dejemos eso y volvamos sobre la genialidad platónica. Si el tiempo es, como dice el hombre de anchas espaldas, la imagen móvil de la eternidad, entonces debe haber en aquel cierta huella de lo sempiterno. Habría que ponerse a hurgar en las cosas sujetas al incesante cambio, para ver si encontramos algo que sea de alguna manera inmune a la erosión que provoca el transcurrir de las horas.

Es tentador encarar la cuestión de la eternidad por el lado de la propia existencia, su finitud y la sed de inmortalidad. Cada tanto nos insertamos en la meditación sobre la propia inmortalidad para reflexionar en torno al interrogante de si hay en mí algo que logre trascender alguna vez la sucesión y el ir-pasando de las cosas. Sin embargo, no es esa la manera en la que interesa plantear el tema aquí, principalmente porque sería plantear otro tema. Cuando el interrogante se presenta de esa manera, más bien parece que la preocupación pasa por la (in)finitud temporal y la (in)corruptibilidad. Pero la noción de eternidad no es solamente una negación de aquello, ni lo es principalmente. La noción de lo eterno no es la de lo que no tiene un fin en el tiempo; eso está implicado, es verdad, pero quiere decir mucho más y supera la idea de infinitud. Lo eterno es, más propiamente, lo que no tiene tiempo. No la sucesión interminable de momentos que discurren, sino el presente constante, sin sucesión ni discurrir.
Boecio –«el último de los romanos»–  supo sintetizar lo esencial de este concepto, con su característico genio para la definición y la lengua latina como herramienta inmejorable. Define a la eternidad  como interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio: «posesión total, simultánea y perfecta de una vida interminable». Ciertamente lo de «interminable» nos remite a la infinitud, pero lo esencial no está ahí, sino en lo de «simultánea»: todo a la vez, todo junto, todo presente, sin un pasar de una cosa a otra, sin fluir.
No es un pequeño matiz ni un tecnicismo escolástico. Lo de «simultánea» es, insistimos, esencial. Implica pensar la eternidad no ya como algo que dura mucho, o que dura para siempre, sino más propiamente como algo que no dura, pues supera la idea de sucesión. Es, para decirlo en analogía geométrica, algo más cercano a la noción de punto que a las de recta o semirecta. Desde esta perspectiva, la eternidad resulta más cercana, en consecuencia, a la noción de instante. Un instante henchido de tal plenitud que logra trascender la fugacidad que a los instantes solemos atribuir.
Podemos entonces plantear la inquietud inicial de otra manera. Sin preocuparnos explícitamente por el tema de la muerte, sin apuntar con la luz – mucha o poca – de nuestro entendimiento hacia esa inquebrantable certeza de nuestra vida, a saber, que  ésta terminará en un futuro, podemos volcar nuestra mirada sobre el presente, sobre los instantes que habitan nuestro tiempo, tan inconmoviblemente fugaz al parecer, para preguntarnos si es posible encontrar en ellos alguna huella de lo eterno, y para ver en qué sentido puede haber presencia o semejanza respecto de ello en el devenir. 


Martín Susnik

domingo, 30 de noviembre de 2014

Sobre la ENTREGA (Parte V)

Entrega y libertad

Entregarse a algo o alguien implica, de alguna forma, quedar sujeto a ello. Quien se entrega a la persona amada, por ejemplo, se hace cargo de determinadas responsabilidades que vienen implicadas en dicha entrega, y estas responsabilidades implican también determinadas renuncias. Lo mismo ocurre con el que se entrega a una actividad o profesión. Con la entrega se restringe el abanico de opciones a seguir, pues uno no puede ya dedicarse a “cualquier cosa”, sino que ha de enfocarse en los menesteres que se relacionan con aquello a lo cual uno se ha entregado. Entregarse significa, en definitiva, comprometerse. 




Ahora bien, los compromisos asustan a veces y no son pocos los que los rechazan argumentando que el compromiso anula o disminuye la libertad del sujeto. En efecto, si me comprometo con algo o alguien, mis intereses y energías ya no pueden desparramarse ad libitum por doquier, sino que han de centrarse en el objeto de mi compromiso, lo cual implica para el sujeto una suerte de dependencia y, a primera vista, causaría una disminución de la libertad. Y lo cierto es que nos gustaría ser plenamente libres, con lo cual el valor del compromiso parece quedar en jaque.

He aquí tal vez uno de los equívocos más populares en torno a la libertad: su identificación con la independencia. Quizás no sea superfluo repensar el tema: si libertad e independencia fueran la misma cosa, habría que concluir que el grado máximo de una es también el culmen de la otra. Sin embargo, el análisis de la realidad humana permite formular respecto a esta idea algunas objeciones. En primer lugar, una total independencia es para el ser humano impensable. Ya lo señalábamos al comienzo de estas reflexiones: el hombre es un ser en relación que inevitablemente tiene que vérselas con las cosas. Inevitablemente depende de ellas debido a la indigencia de su propia naturaleza.

En segundo lugar, para el ser humano la independencia, de ser siquiera posible en alguna medida, lo es en el aislamiento y la indiferencia. Sólo aquel hombre que esté solo y al que pocas cosas le importen podría no depender de casi nada. Podría pensarse que a una indiferencia total se corresponde una libertad plenamente abierta a todas las posibilidades, sin ningún tipo de limitación. Así estaríamos más cerca de ser plenamente libres cuanto más nos diera todo lo mismo. Pero ¿es esta indiferencia y esa soledad una experiencia “liberadora” para el sujeto? ¿La indiferencia nos deja verdaderamente abiertas todas las posibilidades, o nos cierra ante todas ellas? ¿Que nos dé todo lo mismo estimula y robustece nuestra libertad o la paraliza y torna inútil? Para el que es indiferente y quiera permanecer en ese estado de aislamiento y desvinculación (suponiendo que desee conservar su supuesta “libertad”) ¿son acaso las diferentes opciones verdaderas “opciones”? ¿O, siendo indiferente a todas, queda huérfano de razones para elegir alguna de todas ellas? Más aún, puesto que la elección es siempre una selección que supone renunciar a algunas opciones para encaminarse a otras, ¿el que quiera conservar todas las posibilidades abiertas sin renunciar, no está condenado a no tener que elegir ninguna? Y si su indiferencia y su afán por la independencia lo condenan a no tener que (ni por qué) elegir... ¿de qué clase de libertad estamos hablando?

La indiferencia y la soledad muy lejos están de ser vividas como liberación y tarde o temprano son experimentadas más bien como aprisionamiento. Supuestamente favorecen una total libertad, pero en realidad conducen a una libertad carente de sentido, que no tiene para qué alguno y se torna inútil, absurda y agonizante. “Lo absurdo no libera, no liga” sostenía Camus. Podríamos explicitarlo: lo absurdo no libera porque no liga; lo absurdo aprisiona porque desliga de todo.
Para un ser finito como es el hombre, la libertad no puede consistir en la desvinculación. Ciertamente el que se entrega y se compromete con algo reduce la amplitud de sus opciones, pues al tener una meta hacia la cual dirigirse debe aceptar el hecho de que no todas los caminos lo llevan en la dirección elegida y que algunos han de ser dejados de lado. Toda finalidad impone límites y genera dependencia. Pero no parece que esta finalidad y estos límites anulen la libertad del sujeto – salvo que insistamos en identificar infructuosamente la libertad con la independencia – sino que la fortalecen dotándola de sentido.
La verdadera libertad no reside en la desvinculación, la no-dependencia y la ausencia de compromiso, sino en el vínculo voluntariamente querido con lo que nos es propio desde el núcleo íntimo de la persona donde uno es dueño de sí y capaz de entregarse, desde la autoposesión, al encuentro fecundo.

Martín Susnik

sábado, 22 de noviembre de 2014

Sobre la ENTREGA (Parte IV)

Entrega y cansancio

Evitemos caer en falsos optimismos o entusiastas ingenuidades. No es que la entrega fructífera, sobre la que hemos hablado en entradas anteriores no canse. El cansancio es, al menos según podemos observarlo, inherente a la realidad humana y toda entrega seria y verdadera, con el esfuerzo que implica, el tiempo y la dedicación que supone, es cansadora en cierto sentido. Pero si la entrega se ha llevado a cabo con acierto, se tratará de un cansancio reconfortante, si se nos permite la expresión.
Parece, en efecto, que podemos distinguir los cansancios que agobian de los cansancios que reconfortan. Cuando se está en lo propio y uno se afana en ello haciendo uso de las propias fuerzas, es lógico que haya cansancio, pues se ha utilizado la energía, pero también hay una alegría íntima que se fortalece, una confirmación que reconforta, pues se está en lo propio. ¿No se cansa acaso el educador que se entrega de lleno a la tarea que le es encomendada? ¡Ciertamente! Pero si esa entrega tiene sus raíces en la vocación de iluminar a otros, guiarlos y hacerlos crecer, su labor – cansadora, por cierto – lo tonifica a su vez y sus energías se revitalizan al mismo tiempo que están dedicadas a su quehacer. ¿No se cansa acaso el artista tras horas y horas de trabajo, en las que se entrega a sus producciones creando, puliendo, corrigiendo, ensayando? ¡Ciertamente! Pero en esa misma tarea cansadora su corazón se llena de sentido hasta hacerlo desconocer horarios y renovando continuamente su fuerza creadora. Ciertamente se cansa el deportista, exigiendo su físico y su mente en su actividad, pero si ello ha sido puesto al servicio del buen desempeño y de la eventual victoria, el ánimo se mantiene alto y la tarea lo vigoriza. Se cansa el estudiante, en las horas dedicadas al progreso en su ciencia, pero cuando eso conduce a la captación de algunas verdades, la pesadez de la extenuación es recompensada con la revitalización y el entusiasmo. 
Equivalentes ideas son aplicables a las relaciones personales. Ya hemos mencionado el caso del educador; lo mismo vale para los amigos, los padres, los amantes... Ciertamente cuidar y velar por otros, estar atentos a sus necesidades, dedicarles tiempo, empatizar con ellos, compartir cruces, ser responsables por el otro y pacientes... todo ello implica una cierta dosis de cansancio. Pero cuando todo aquello está edificado sobre el amor genuino y de él brota, el cansancio está lleno de sentido y es vivificante, pues toda vez que se trate de auténticos “amantes”, la persona amada, siendo un otro, no es para el amante algo externo sino algo propio, y la preocupación por ella es connatural a las propias necesidades.
Ahora, si el trato con los demás carece de esta piedra fundamental que es el amor por el otro, si el estudio es una exigencia meramente externa, si la labor física es experimentada como algo impuesto, si la producción artística queda huérfana del genuino impulso interior y se rige por requerimientos ajenos, si el docente carece de auténtica vocación, todo se torna  pesado y agobiante, las energías se desgastan y no logra producirse su renovación, pues el asunto le es al sujeto fundamentalmente extraño y las fuerzas han sido puestas en algo que no es “lo suyo”. Ese cansancio se convierte prontamente en hartazgo, producto no del haber “tenido suficiente” o “demasiado”, sino, de hecho, del haber tenido demasiado poco, pues está signado por el desacierto y el consecuente vacío. Cuando el menester al que nos entregamos no tiene que ver con lo nuestro, la cosa no puede calmar nuestra sed y nos movemos en escenografías en las que no podemos acomodarnos. No hay sintonía, se dificulta o imposibilita la experiencia de sentido y las fuerzas se extinguen.

A partir de estos dos tipos de cansancio se siguen también dos maneras distintas de encarar el descanso. Todo cansancio nos pide descansar, pero si se trata de un cansancio reconfortante, el descanso se lleva a cabo en vistas al regreso y es experimentado como medio para poder volver luego a la actividad, ya que en ésta, por tratarse de algo propio, el sujeto se siente “como en casa”. Cuando, en cambio, el sujeto se entrega a algo en lo que no “se halla”, el cansancio que de ello deriva conduce a un descanso solicitado y experimentado como fuga sin pretensiones de regreso. Tal vez esta diferencia podría resultarnos útil a la hora de analizar los síntomas y  reflexionar mejor sobre a qué cosas nos estamos entregando y con qué actitud.

Martín susnik

martes, 18 de noviembre de 2014

Sobre la ENTREGA (Parte III)

El a qué de la entrega

En la entrada anterior hemos procurado reflexionar sobre el como y el desde dónde de la entrega, es decir, sobre la disposición interna y la ubicación del yo en su hábitat íntimo desde el cual sale al encuentro con el mundo. Cabe decir, sin embargo, que también reviste gran importancia el a qué o el a quién de la entrega.
Si sólo tiene lugar el entregarse fecundo cuando parte de la ubicación del yo en el centro de la persona donde es posible la verdadera posesión de sí, si la cuestión estriba en salir de sí sin dejar de estar en sí, como hemos dicho, para poder misteriosamente encontrarse a sí mismo en el encuentro con lo otro, será necesario también que aquello otro sea tal que permita semejante misterio. ¿Y cómo habría de ser posible que me encuentre a mí en lo otro, si aquello es precisamente otro, es decir, algo distinto de mí? ¿Cómo habría de encontrarse el hombre a sí mismo en algo que no es él? La respuesta a tan intrincado interrogante tal vez se halle en la posibilidad de que lo otro, a pesar de distinguirse de mi propio ser, tenga “algo de mí”.







Es este un asunto en el que conviene pisar con cuidado. Una de las tentaciones consiste en terminar identificando sin más el propio yo con lo otro, diluyendo a ambos y aniquilando con una identificación ontológica tanto a lo otro como a mi yo en cuanto tales. Con tal identificación, en lugar de fortalecer la posibilidad de la entrega y encuentro, estaríamos imposibilitándola. La relación supone la existencia de realidades múltiples, pues rigurosamente hablando no habría relaciones si no hubiera multiplicidad. El sujeto, efectivamente, puede “alimentarse” de algo que sume una novedad a su ser, y en consecuencia de algo que no es él. Ahora bien, esta multiplicidad, que es condición de posibilidad de la relación y del encuentro fecundo, plantea justamente el interrogante sobre cómo logra darse semejante encuentro y semejante alimentación.
Aunque hayamos insistido en la necesidad de salir de sí para que esto sea posible, no significa que todo vaya a ser buen alimento para cada uno y que toda entrega, aun cuando se lleve a cabo desde el propio centro, implique necesariamente fecundidad y crecimiento. Para poder salir de sí y no perderme a mi mismo en esa salida, es preciso además que aquello a lo que me entrego sea “lo propio”, es decir, algo que se condiga con las necesidades, exigencias y tendencias de mi propia naturaleza. En este sentido, lo otro, sin dejar de ser otro, tiene a su vez “algo de mí” y en mi entrega a ello puedo yo fortalecerme y ser más yo mismo.
Si, en cambio, me entrego a algo que me es ajeno (que no coincide con lo que me es propio), es lógico que en ello no pueda encontrarme a mí mismo. Puedo entregarme de lleno y con las mejores intenciones a una labor o profesión, pero si eso no es “lo mío” la entrega conduce a la frustración. Puedo entregarme a un grupo de personas y buscar honestamente la comunión con ellas, pero si el grupo no se condice con lo que mi naturaleza busca y necesita, me encamino al desengaño. Puedo entregarme a realidades, tareas, actividades de lo más diversas, pero si en ellas no hay “algo de mí”, algo que armonice con mi propio ser, entonces no estoy en lo propio y el crecimiento queda trunco.
Además de la confianza, la entrega fecunda exige entonces también una profundización, tanto en mí mismo, que permita el autoconocimiento y la posesión de sí, como en la naturaleza de las cosas a las cuales uno habría de entregarse, para auscultar en qué medida son consonantes con uno. Fracasa tanto si uno no está en sí, como si uno no mantiene una mirada atenta a lo distinto de sí para procurar descubrir si aquello, siendo distinto, es a la vez lo propio.
No bastan las buenas intenciones, sino que es necesaria la lucidez y la profundización, para que haya acierto. No alcanza la fuerza de voluntad, sino que es también necesaria la visión clara, en la medida en que ésta nos sea posible. De lo contrario la entrega genera corrosión y arrastra una vez más al vacío, termina alejándonos de nosotros mismos y hace malgastar las energías en cosas que, por ser ajenas a nuestras necesidades y tendencias, producen el desgaste de la persona.

Martín Susnik

lunes, 10 de noviembre de 2014

Sobre la ENTREGA (Parte II)

El cómo y el desde dónde de la entrega

Entregar significa dar, donar, conceder. Pero al parecer hay diversas maneras de dar o de experimentar la donación, y en consecuencia podríamos hablar también de diferentes tipos de entrega.
¿Qué es dar? Dar es hacer que algo propio pase a ser de otro. Ahora bien, podría pensarse que, al hacer algo semejante, el hombre experimenta una pérdida, una merma, pues se transforma en ajeno lo que antes era de uno. Dar sería, siguiendo esta lógica, un perder. Y efectivamente, numerosas parecen ser las ocasiones en que experimentamos la situación de esta manera. Desde el niño que frunce su ceño al verse forzado por indicación de algún tutor a compartir su patrimonio en golosinas con sus pares, hasta otras vivencias posteriores, muchas son las experiencias en las que dar nos resulta sinónimo de “dejar de poseer lo que se poseía”.
Pero ¿qué sucede en los casos en que lo que uno da, lo que uno entrega, es su propio yo? Cuando entregamos nuestro tiempo, nuestro trabajo, nuestra intimidad o nuestra vida incluso, nos estamos entregando a nosotros mismos. ¿Qué es lo que ocurre entonces? Si, manteniéndonos en la perspectiva de los recientes renglones, dar fuese sinónimo de perder, o así lo experimentamos al menos, parece consecuente que entregar-se sería también sinónimo de perder-se. Y, en efecto, encontramos casos en los que esto es aplicable: pensemos en el sujeto que se entrega al destino, cansado de la responsabilidad de mantener en sus manos el timón de su existencia; o en el que se entrega al “sistema”, reconociendo que es imposible – o demasiado costoso, al menos – oponérsele; o en el que se entrega a las tentaciones, del tipo que fueren, abandonando su resistencia... Estos ejemplos manifiestan una entrega, pero un tipo de entrega que es una pérdida: la pérdida del propio yo. Múltiples casos más podrían ilustrar esta manera de entregarse, que muy lejos parece estar de la solidez y consistencia que uno busca para sí, como si se tratara de las antípodas del “encontrarse a sí mismo”. Este tipo de salir-de-sí, esta clase de donación de sí mismo, parece más bien propia de aquel que, en lugar de hacerse cargo de su ser, se lo saca de encima. Sale de sí mismo sin ir verdaderamente él en ese viaje, y “se pierde” pues deja de estar en sí; se entrega a sí mismo, pero un sí mismo en el que él ya no está porque se ha convertido en ajeno para sí. En este sentido resulta perfectamente comprensible que el término “entregarse” pueda ser utilizado como sinónimo de conceptos como el de renuncia, resignación, abandono... 
He aquí un tipo de entrega que no favorece al propio yo ni a la entrega misma, ya que ambos quedan signados por el vacío. Se trata, en última instancia, de una fuga en lugar de un encuentro, de una alienación basada en la desconfianza que me empuja a salir de mí pero sin llevarme a mí en esa salida. Podemos intuir el círculo vicioso en esta particular dinámica por inercia de su lógica interna: me entrego fugándome de mí y, como consecuencia, dejo de estar en mí, por lo cual estoy cada vez más entregado, y por lo tanto cada vez menos en mí, y así sucesivamente... Paulatino crecimiento de la ausencia.
Si este tipo de experiencias alienizantes hacen resurgir o robustecen el miedo a la entrega, encerrando al hombre en un supuesto refugio de solipsismo, claro está que el problema no se resuelve, por ir a contramano de la norma vital (véase entrada anterior). Ese refugiarse supuestamente protector termina asfixiando al sujeto en su propio encierro, que también conduce al vacío y la ausencia. Más que una solución parece tratarse del otro extremo de una pendular dialéctica caracterizada por la misma ineficacia.
La salida, sospechamos, solamente es posible en otro tipo de salida. Hay que salir de uno mismo, ya se ha dicho; la cuestión estriba en el cómo, el de dónde y el hacia dónde de ese salir y ese entregarse.
Si bien las experiencias que nos inducen a creer que al entregarnos perdemos al menos una parte de nosotros mismos pueden ser múltiples y seguramente todos hayamos pasado por ello en algunas oportunidades, otras vivencias nos revelan que es posible vencer esa dialéctica de la alienación y la ausencia, y que el darse puede ser vivido de otra manera. Esta otra manera consiste en salir de sí sin dejar de estar en sí. Tal vez nos sorprenda una vez más la aparente paradoja, pero se trata en realidad no sólo de una posibilidad, sino de una verdadera necesidad y exigencia. Pues no puede haber auténtica salida al exterior si no hay verdadera presencia interior, ni puede haber auténtica entrega de uno mismo, si uno no es dueño de sí y no permanece en sí. Nadie da lo que no tiene, y no puedo darme si no me tengo; para entregarme tengo que estar en mí y permanecer en mí.

La profundidad con la que nos es posible penetrar en lo otro es directamente proporcional a la profundidad de la propia “estadía” en nosotros mismos, y de ello dependerá también la profundidad de la relación que se establezca entre ambos términos así como la posibilidad de fecundidad a partir de la misma. Si sólo revoloteamos en nuestra superficie, sólo podemos acceder a la superficie de las demás cosas y establecer con ellas un superficial vínculo, en cambio quien está en su centro y se entrega desde lo íntimo (y, en consecuencia, con todo su ser) puede llegar también al centro de lo otro (a todo su ser) y conocerlo y amarlo de una manera más plena. Todo lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente, decía Aristóteles; lo mismo que vale para la recepción vale también para la entrega. Las relaciones profundas sólo se dan entre profundidades.
Este tipo de vínculos implican la confianza de una manera esencial. Se trata de una confianza que permite la salida, pero evita la fuga; busca el encuentro, pero no cae en la dilución; se abre a lo otro, pero no se deja colonizar. En esta confianza es posible dar sin que haya en ello una pérdida. La confianza necesaria para dar-se sin perder-se es doble: debe ser confianza en el/lo otro, en aquello a lo que el yo se entrega, naturalmente, pero también la confianza del yo en sí mismo, para evitar ese salir de sí sin llevarse a sí. La captación del propio valor es, en consecuencia, de vital importancia, pues sin ella ¿quién habría de permanecer en sí mismo? ¿Cómo habríamos de ubicarnos en nuestro propio centro si somos incapaces de, como dice la prodigiosa expresión de Guardini, “estar de acuerdo con nosotros mismos”? El amor a sí mismo como requisito para toda entrega fecunda y para un verdadero amor hacia al otro parece tornarse más claro desde esta perspectiva...


Podríamos entonces decir que existen dos maneras distintas de entregarse: salir de sí para no estar en nada, en una suerte de ineficiente fragmentación que se convierte en “a-locación” (no estoy en mí y en consecuencia no puedo estar tampoco en lo otro), o salir de sí sin dejar de estar en sí, en una no menos curiosa “bi-locación”, edificada sobre la captación del propio valor, que favorece el encuentro íntimo con el otro, el cual ayuda, a su vez, a un mejor encuentro de cada uno consigo mismo.

Martín Susnik

lunes, 3 de noviembre de 2014

Sobre la ENTREGA (Parte I)

La norma vital

El hombre es un ser en relación. Nada hay de novedoso en semejante afirmación, pero quisiéramos volver a posar nuestra mirada sobre esta realidad, a pesar de su evidencia. El hombre es un ser cuya existencia teje múltiples relaciones con su entorno. Ésta no es una exclusividad suya, por cierto; la capacidad de interactuar con el medio en el que se halla es una característica de todo ente vivo y es una norma vital para él el que su ser se despliegue y desarrolle en contacto con dicho entorno. A medida que avanzamos en la escala de los entes, sin embargo, esta capacidad se amplía y se ensancha el campo de las relaciones posibles, hasta llegar al nivel del ente vivo libre, en el que esta norma vital, además de ser una cuestión de hecho, se convierte también en norma moral, en una cuestión de deber y derecho.
El hombre, justamente en cuanto ser libre, tiene la posibilidad de ser voluntariamente fiel a estos reclamos de su naturaleza y asentir a ellos libremente, o puede también intentar negarse a ser lo que es, querer desentenderse, hasta cierto punto al menos, de las exigencias de su propio modo de ser, hacer oídos sordos a esta norma y/o desvirtuarla de alguna manera. Ningún otro ente en la naturaleza tiene tan abiertas las posibilidades de entrar en comunión con lo otro ni le es permitida tanta profundidad en esas relaciones como al hombre, y a la vez a ningún otro le resulta esta vocación de encuentro tan problemática. Tal vez sea por ello que volvemos sobre este tema una vez más.
El hombre es un ser en relación y a cada instante está llamado a interactuar con las cosas que lo rodean, por más esfuerzo que ponga en mantener una vida ermitaña. El problema no estriba entonces en si tenemos que vérnoslas con lo otro, pues es esta una exigencia de su naturaleza e incluso una inevitabilidad fáctica, sino en la manera en que este relacionarse se lleva a cabo.
Múltiples factores dificultan las relaciones óptimas, las bloquean, falsean o enmascaran de alguna forma. Miedos, soberbias, desconfianzas, inseguridades, heridas, complejos... forman parte de la ingente lista de causas que traban e impiden el encuentro fecundo. Ejemplo de ello son las relaciones instrumentalizadoras y utilitarias: brotan desde una actitud dominadora y el encuentro con lo otro resulta inauténtico o, sería preferible decir, el encuentro no resulta. El dominador en efecto no se abre a lo otro, ya que su mirada está dirigida en última instancia a sí mismo y en consecuencia su atención apenas si rebota en la superficie de aquello con lo cual está tratando. Quien reduce a lo otro a instrumento sólo logra ver en ello lo que a él le resulta provechoso, y en consecuencia no mira francamente a lo otro sino a sí. Por ello la mirada instrumental es siempre reducida y parcial y aquello, a lo que supuestamente dirigimos nuestro interés, no revela más que un aspecto incompleto, sin dejar ver su núcleo íntimo y profundo. Como si se tratara de una represalia vengativa, lo otro termina resultando insulso e insuficiente para nuestra sed de comunión y en consecuencia no llega a ser el verdadero alimento que podría haber sido. El crecimiento que en la relación, de haber sido auténtica, se hubiera producido, termina resultando imposible. Dada su inautenticidad, estas relaciones deformadas por la búsqueda del propio provecho resultan finalmente las menos provechosas.
Para que las relaciones favorezcan el crecimiento y den por resultado una vitalidad fortalecida deben constituirse sobre otros fundamentos y otra actitud. Todo encuentro supone una apertura y una desnudez, sin las cuales no hay verdadero contacto ni tampoco fecundidad. La observación de la realidad física y de la espiritual lo confirma. El sujeto que, en lugar de anclar la atención en sí mismo, logra superar su deseo de dominio y abrirse a lo otro, supera las limitaciones de la mirada solipsista y gana en consecuencia en anchura y profundidad. Sale de sí, se entrega a lo otro y capta lo íntimo de aquello a lo cual se entrega porque se entrega justamente. En ese salir de sí para penetrar en lo otro le es permitido saborear el sentido profundo de aquello en lo cual se interna y en ese encuentro auténtico alcanza su alimento y se ve vivificado por él, fortalecido y encaminado hacia el propio crecimiento y realización. Entregarse es, curiosamente, al mismo tiempo recibir.



La clave parece residir entonces en la disposición a la entrega, en la capacidad de darse. Para decirlo en retrospectiva: hay desarrollo cuando hay alimento, hay alimento cuando lo otro es profundo, lo otro resulta profundo cuando capto su sentido, y sólo capto su sentido cuando soy capaz de entregarme y mirarlo (a él, a ella, a ello) en lugar de mirarme a mí mismo. Bajo esta luz comienza a comprenderse aquel paradojal misterio que enseña que para encontrarse a sí mismo hay que olvidarse de sí, y quien fuere incapaz de ello termina perdiéndose a sí mismo.

Sin embargo, la cuestión no es tan sencilla. Muy por el contrario, podríamos afirmar sin mayores temores que es la más dificultosa, y esto por múltiples razones. Algunas de ellas residen en los obstáculos interiores de cada uno, los conflictos personales que impiden o dificultan la disposición de entrega, como hemos mencionado. Por un lado tenemos entonces el no-poder-entregarse. Pero, por otro, podría analizarse el fenómeno de los casos en los que sí parece haber  entrega, para ver las características con las que ésta se da y cuáles son sus consecuencias. ¿Es toda entrega de por sí garantía de encuentro fecundo? ¿Hay acaso diferentes maneras de entregarse? ¿En qué consiste la entrega fructífera? 

Será tema para las próximas entrada...


Martín Susnik

jueves, 24 de julio de 2014

El infierno... ¿son los otros?

Una película argentina, Hobbes, Freud, Sartre… y el otro.


La convivencia con el prójimo parece ser, en muchas ocasiones, una cuestión problemática. Ahí están los vecinos que no barren su vereda, o los que escuchan música a un nivel de volumen perturbador, ahí están las desavenencias en las aventuras del tránsito ciudadano, los empujones en las calles, la competencia en el trabajo, los desacuerdos, la desconfianza… Y ahí están nuestras puertas, cerradas. Con llave, de ser posible.
La película argentina El hombre de al lado escenifica la cuestión con acertada sencillez y tono cómico-dramático. Leonardo (Rafael Spregelburd) es un diseñador exitoso, admirado por colegas y discípulos, que al parecer goza de buena fama e ingresos. Un tipo “top” podríamos decir, o muy “cool”. Vive en la Casa Curutchet (La Plata) diseñada por el famoso arquitecto suizo Le Corbusier. Una mañana lo despiertan los mazazos que un albañil está realizando sobre su medianera, lindante con el vecino Victor. Victor (Daniel Araoz) es un hombre con mucha calle, bastante rústico en sus formas, vendedor de autos usados, practicante de la caza y escultor vocacional de dudoso gusto. Un tipo “grasa”, podríamos decir, o al menos eso es lo que diría Leonardo. Los mazazos son el origen del conflicto: Victor expone su necesidad de hacer una ventana en la medianera “para atrapar unos rayitos de sol”, mientras que Leonardo contra argumenta que eso implicaría una violación de su intimidad y de la ley. Pero estas argumentaciones parecen ser más bien un pretexto; lo cierto es que Leonardo no quiere de ninguna manera que Victor tenga una ventana mirando a su prestigiosa casa. ¿Por qué no? ¿Por una cuestión estética? ¿Por temor? ¿Por pudor? 


¿Por qué es molesta la presencia del otro?

Hace unos siglos ya el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) planteaba que el hombre es lobo para el hombre.[1] El ser humano, egoísta por naturaleza, intenta satisfacer sus intereses sin otra limitación que su propia fuerza, de lo cual se sigue un inevitable choque de fuerzas que origina un estado de naturaleza en la que el ser humano no ve en el prójimo otra cosa que a un enemigo al que debe vencer y exterminar. Los hombres, guiados por su instinto de supervivencia, el egoísmo, la desconfianza, la competencia por el afán de fama y reputación, se hallan inmersos en un estado de naturaleza que es una guerra de todos contra todos. La única solución estriba en que los seres humanos constituyan entonces, por medio de un contrato, la sociedad civil. El contrato consiste en que los individuos transfieren sus poderes individuales a un solo hombre o una asamblea de hombres; el Estado se convierte entonces en Soberano Absoluto, el Leviatán – nombre del monstruo bíblico, que todo lo devora -  cuyo poder aúna todos los derechos individuales que le han sido transferidos.[2]

Freud (1856-1939) reflexiona por una senda similar. La vida en sociedad implica el sacrificar la satisfacción de los instintos básicos que pugnan por el placer (implica restricciones al principio de placer que se contradicen con la libertad y una “distribución” de la libido para fines no sexuales) y la represión de los instintos agresivos (que brotan de una hostilidad primordial entre los hombres, en lo que coincide con Hobbes). Esta agresividad es entonces introyectada y terminan fomentando el aumento del sentimiento de culpabilidad. Este es el precio pagado por el progreso de la cultura: la pérdida de la felicidad por el aumento del sentimiento de culpabilidad.[3]

       Pero el problema de Leonardo no parece ser de tipo Hobbesiano. Al fin y al cabo Victor no se muestra como un competidor, como rival temible ni como aquel del que hubiere que desconfiar. Tampoco parece ser un conflicto Freudiano. Victor no es una metáfora del super-yo moral como autoridad internalizada convertida en conciencia moral; ni siquiera llega a ser causa de restricciones al principio de placer. ¿Cuál es entonces el problema? El problema es que Victor es simplemente (y nada menos que) el otro, el distinto de uno. Su sola presencia es molesta, insoportable, sin que haga falta que sea peligrosa o amenazante.
    El conflicto nos recuerda más aquella frase de Sartre (1905-1980) según la cual “el infierno son los otros”.[4] Su simple mirada es perturbadora, es un elemento de desintegración de mi universo, puesto que entre los objetos de este universo mío ha aparecido uno que es sujeto y, por tanto, en torno al cual se agrupa todo un espacio que está hecho con mi espacio. Ser visto por el otro significa ser vulnerable, convertirse en ese yo que otro conoce, en un mundo que otro me ha alienado. Ser mirado es captarse como objeto de apreciaciones de valor incognoscibles, como un ser indefenso ante una libertad que no es la propia; ser objeto de la mirada ajena es esclavitud. El prójimo, a través de su mirada, me constituye en objeto para él.[5]


Mateo Krasevec, "La mirada de los otros"


¿Cómo no habría de molestar, entonces, la presencia del hombre de al lado? Nada tiene Leonardo en su contra, siempre y cuando no moleste. Siempre y cuando su existencia sea "ajena" y no pretenda interferir en su mundo. Es más, hasta le viene bien la ventana para espiar al vecino de noche. El problema es que no quiere que el vecino también pueda mirarlo a él. Porque lo que Leonardo quiere es que lo dejen tranquilo en ese mundo "suyo", ese mundo donde tiene éxito y lo aplauden, el mundo de su familia, de sus amigos, de sus colegas, de sus alumnos…
Pero ¡un momento! ¿Un mundo en el que el matrimonio es una farsa, en la que el diálogo es simulado y las muestras de cariño (si es que las hay) son gélida rutina? ¿Una familia en la que la relación y el diálogo con la hija son o inexistentes o absurdos? ¿Unos amigos con los cuales el vínculo es mera formalidad superficial y esteticista, y de los cuales nada impide hablar mal cuando se van? ¿Unos colegas que apenas si sirven de instrumento para los propios fines? ¿Unos alumnos frente a los cuales, si no se es un arrogante con aires de superioridad prepotente, es porque se ha de intentar seducirlos?

¿O será entonces que en realidad en el caso de Leonardo el infierno no es el otro, sino que es él mismo? O mejor dicho, que se experimenta al otro como lo perturbador (lo "infernal") porque en realidad la perturbación está dentro de la propia morada, cuya decrepitud es justamente producto de la no apertura al otro… ¿Cómo no habría de ser perturbadora la presencia del otro cuando es masturbatoria le existencia propia?

Quizás el otro no sea el infierno, sino la posibilidad de salvación. Quizás el otro, el hombre de al lado, el prójimo, no sea necesariamente causa de conflicto, sino de encuentro. Quizás el otro no sea el infierno, sino el ángel que puede socorrernos cuando estemos encerrados en el peligro de perdernos a nosotros mismos y lo que es nuestro...

Eso sí. No puedo contarles el final de la película...




Martín Susnik



[1]Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primero, la competencia; segundo, la desconfianza; tercero, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido. Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la guerra no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente.” T. Hobbes, Leviathan, cap. XIII, p. 96. Trad. de M. Frassineti de Gallo.
[2]El único modo de erigir un poder común semejante, capaz de defender [a los hombres] de la invasión de extranjeros y de los daños que cada uno puede infligir a otro y que les proporcione así seguridad de modo tal que puedan nutrirse y vivir satisfactoriamente de su propia industria o de los frutos de la tierra, es conferir todo ese poder y fuerza a un hombre o una asamblea de hombres que pueda reducir sus voluntades (…) a una sola (…). Esto es más que consentimiento o concordia; es una real unidad de todos en una y la misma persona; como si cada uno dijera a otro. “Autorizo y traslado mis derechos de gobernante a este hombre o Asamblea de hombres con la condición de que tú hagas los mismo”. Esa multitud así unida en una persona se llama Estado. Esta es la génesis del gran leviatán (…) ese Dios mortal al cual debemos, pero debajo del Dios inmortal, nuestra paz y defensa. (…) Y el que lleva en sí mismo esa persona es el soberano y tiene poder soberano; todo el que está por debajo de él es su súbdito.” T. Hobbes, Leviathan, cap. XVII,  pp.131-132
[3] cfr. S. Freud, El malestar en la cultura en Obras Completas, Siglo XXI, Bs. As., 2013, Tomo 22, pp. 3017-3067.
[4] J. P. Sartre, A puerta cerrada, Losada, Bs. As., 2001, p. 41
[5] cfr. J. P. Sartre, El ser y la nada, documento en línea: http://www.bsolot.info/wp-content/uploads/2011/02/Sartre_Jean_Paul-El_ser_y_la_nada.pdf,  3ª parte, cap. I, 4, pp. 162-190 (consulta 22-07-13)

miércoles, 23 de julio de 2014

EL PODER - (Filosofía para jefes)

En la jerga cotidiana la noción de “poder” parece generar cierta desconfianza y rechazo, por no decir directamente temor. Causa de ello tal vez sea que asociamos el concepto de poder con ideas tales como dominación o control. En este sentido, parecería que “tener poder” significaría ser capaz de apoderarse de los otros, aniquilando de esta manera sus libertades. Pues bien, ¿es esto necesariamente así? ¿Qué es, en verdad, el poder?¿Es el poder necesariamente un dispositivo de violencia y esclavización para con el otro? ¿Hay alguna manera distinta de pensar en el poder y en el poderoso?
Si el poder fuese siempre dominación y control esclavizante, valdrían, no sólo como descripción sino como máxima de acción, aquellas palabras de Foucault: “Donde hay poder, hay resistencia” y la vida social humana se vería condenada a un incesante choque de fuerzas en conflicto. La existencia social implicaría entonces una contradicción interna insalvable: para desarrollarnos como personas necesitamos vivir en sociedad, para vivir en sociedad necesitamos que haya cierto orden, para que haya orden necesitamos de una autoridad, pero la autoridad – a través del ejercicio del poder – entorpece nuestro desarrollo como personas. O esa es la contradicción inherente a nuestra existencia social, o hay que buscar una alternativa, pensar el poder y su ejercicio de una manera distinta, de una manera que resulte fecunda para el ser humano, libre y social por naturaleza. Proponemos algunas ideas a tal fin:
 
El poder fecundo implica obediencia. No nos referimos aquí a que se exija obediencia al que tiene el poder, sino de parte del que lo posee. Es el “poderoso” el que (también) debe obedecer, y ha de hacerlo en primer lugar. No como una cuestión estratégica de convencimiento (“yo lo hago, ahora háganlo también ustedes”), sino por absoluta necesidad, en caso de que el ejercicio del poder pretenda ser verdaderamente fecundo. ¿Pero a qué ha de obedecer el hombre poderoso? A las exigencias de las cosas mismas. Tan simple y a la vez tan complejo como eso. Cada situación, cada problemática se plantea de una determinada manera, en unas determinadas circunstancias, y pide también por una acción determinada, para que ésta se cumpla en diálogo fértil con lo que la realidad exige. El ejercicio del poder debe estar edificado sobre el conocimiento contemplativo de esa realidad, sobre la mirada lúcida de la situación y sus exigencias, y debe dar a luz la acción, el mandato que se ajuste – y que, por tanto, sea justo – a lo que la realidad solicita. Toda acción del hombre es una respuesta a las cosas; si esa respuesta brota desde la mirada sincera, desde la escucha atenta de la realidad y con obediencia a las objetivas necesidades y oportunidades de cada caso, puede ser fecunda y el ejercicio del poder se hace verdaderamente eficiente. Si el poder, en cambio, se ejerce desde la cerrazón, desde una mirada distorsionada, caprichosa y desobediente, se convierte en manipulación estéril y contraproducente.[1]
El poder fecundo supone y respeta la libertad. No nos referimos aquí, una vez más, a la libertad del “poderoso” (aunque tampoco la excluyamos, claro está), sino de los que están a su cargo. Y los que están a su cargo son personas, seres libres cuya dignidad debe respetarse. No sólo por una cuestión estratégica de evitar malestares en los miembros del grupo social que pudieran ocasionar alguna revuelta en perjuicio de quien ostenta el poder, sino porque la fecunda vida social necesita de la fecunda vida personal de los individuos que conforman la sociedad. Donde no hay vida personal (y la vida personal exige el respeto por la libertad), la vida social se desmorona, queda carente de energías auténticas, se sistematiza burocráticamente convirtiéndose en una maquinaria carente de vitalidad y creatividad que se dirige, tarde o temprano, a su disecación y fracaso, podríamos decir “por muerte natural”. La corta vida de los sistemas totalitarios del siglo XX puede servirnos de muestra para comprender cómo se desgasta por ineficiencia interna la vida de una sociedad planteada desde el no respeto por las libertades individuales.
Se objetará al respecto que el ejercicio exitoso del poder necesita que los subordinados obedezcan las órdenes del o de los están a su cargo, y que, consecuentemente, no queda lugar para la libertad. Pero esta objeción parte de la errónea suposición de que libertad y obediencia son mutuamente excluyentes. La suposición es falsa porque nada impide que alguien pueda decidir libremente obedecer (y no nos referimos a esas obediencias por temor, que en el fondo no son libres). El hombre puede obedecer sin menoscabo alguno de su libertad cuando ve que la orden es justa y se condice con lo que la realidad solicita. Por ello, para que este segundo punto pueda darse, es necesario que se dé el que señalábamos en primer lugar: la obediencia primera del poderoso a la verdad de las cosas. Quien ocupa el lugar de la autoridad, por lo tanto, debe dar órdenes que se condigan con lo que las cosas son y lo que la situación concreta exige, pero además debe fomentar la “visión” de los demás, a quienes esas órdenes se dirigen. El gobernante, el director, el pedagogo, el jefe deben procurar no solamente “ver” ellos, sino que los demás también “vean”, para que la obediencia no sea violencia, sino lúcida y libre aceptación. Si la verdad intenta imponerse desde afuera, la dinámica es coactiva, por más sutileza y seducción que se utilice en ello. La propaganda es despersonalizante y termina fracasando, pues es artificial y genera rebeldía e indisciplina. Pero si la verdad es descubierta por el sujeto mismo, ella obra desde su interior y su aceptación no hiere su libertad individual. Por el contrario, la libertad queda salvaguardada e incluso fortalecida por el encuentro enriquecedor con lo verdadero y lo valioso, que es descubierto por el sujeto mismo desde su libre interioridad. El ejercicio fecundo del poder debe, en consecuencia, estimular la vida interior de los subordinados, la presencia de ellos en sí mismos, para que desde sus profundidades salgan al encuentro profundo con las profundidades de lo real y su sentido intrínseco.[2]
El poder fecundo es servicio. Suelen pensarse las cosas de modo contrario; solemos considerar que la

actitud servicial es lo que compete al subordinado, mientras que al que ejerce el poder le corresponde ser servido. En lo fáctico es esta una dinámica frecuente, sin lugar a dudas, pero eso no alcanza para considerarla normativa. La esencia de la autoridad consiste en potenciar al sujeto a su cargo o bien en dirigir al grupo bajo su tutela para que éste obtenga su meta que es el bien común, y el bien común – si es rectamente entendido – es el bien a su vez de cada de los miembros del grupo. De modo que una autoridad que ejerce eficientemente su poder busca en realidad el bien de los individuos que tiene a su cargo y, si se permite la expresión, verdaderamente “trabaja para ellos”. En esto se da una curiosa situación que a veces dificulta la comprensión: el que da las órdenes las da no en beneficio propio (al menos, no exclusivamente), sino en beneficio (no exclusivo tampoco) de los que reciben las órdenes. Y la obediencia a esas directivas (siempre y cuando sean óptimas, claro está) no es en favor del que ejerce la autoridad, sino en beneficio del grupo y, por tanto, de cada uno; mientras que la desobediencia termina redundando en prejuicio propio del que desobedece. El poder fecundo es, entonces, la capacidad de mandar a otros, pero para beneficio mismo de los que son mandados.

Se objetará que esta concepción debilita a la autoridad y al poder, pero está muy lejos de ello. Liderar fecundamente es darse libremente a los liderados y estar a su servicio – a veces, a pesar de los mismos beneficiarios. Esta capacidad de entrega y servicio no es una señal de debilidad, sino de fuerza, pues solamente da el que puede, y puede dar el que tiene. El servicio es entonces una señal de poder fecundo, mientras que la necesidad de aprovechamiento y dominación del otro es señal de la propia impotencia.[3] El que instrumentaliza para sí, es el que debe llenar un vacío. El genuinamente poderoso es el que tiene, y por lo tanto también el que sabe dar y darse a los demás.







[1] De ahí que la prudencia – en el sentido clásico del término, como recta razón en el obrar – sea, junto con la justicia, un requisito esencial del buen gobernante: “Allí donde falten la prudencia y la justicia, falta el elemento de aptitud humana sin el cual no es posible desempeñar en su plenitud de sentido el ejercicio del poder (…) Ahora bien, la imagen del prudente que propone la ética occidental no es ni mucho menos la del simple «táctico», que sabe obtener con éxito lo que se propone. Por prudencia se entiende la objetividad que se deja determinar por la realidad, por la visión de lo que existe, prudente es el que sabe escuchar en silencio, el que es capaz de dejar que se le diga algo, por tal de alcanzar un conocimiento más exacto, más claro y más rico de lo real. J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1997, p. 149. El subrayado es nuestro.
[2] Estas ideas podrían ensamblarse con lo que Erich Fromm denommina “autoridad racional”: una autoridad que tiene su fuente en la competencia, que es respetada sin necesidad de intimidación ni terror, que requiere de escrutinios y críticas. Se opone a la “autoridad irracional” que ejerce poder físico o mental sobre la gente, se cimienta sobre el temor y prohíbe la crítica (cfr. E. Fromm, Ética y psicoanálisis, F.C.E., México, 2004, p. 21). La distinción de Fromm, sin embargo, parece quedarse en el aspecto formal; distingue el cómo de la autoridad, sin entrar en el qué (cómo dirigir, sin hablar sobre el contenido de esa directiva). Consideramos, en cambio, que el qué está íntimamente ligado al cómo.
[3]Así, el término poder puede significar una de estas dos cosas: dominación o potencia. Lejos de ser idénticas, las dos cualidades son mutuamente exclusivas. La impotencia, usando el término no tan solo con respecto a la esfera sexual, sino también a todos los sectores de las facultades humanas, tiene como consecuencia el impulso sádico hacia la dominación; en la medida en que un individuo es potente, es decir, capaz de actualizar sus potencialidades sobre la base de la libertad y la integridad del yo, no necesita dominar y se halla exento del apetito de poder. El poder, en el sentido de dominación, es la perversión de la potencia del mismo modo que el sadismo sexual es la perversión del amor sexual.” E. Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 2004, pp. 163-164. Así, para Fromm, el deseo de poder como voluntad de dominio “constituye el intento desesperado de conseguir un sustituto de la fuerza al faltar la fuerza genuina.” (ibídem) La observación remite a las teorías de Adler, para quien la voluntad de poder es una tendencia a contrarrestar la inseguridad e inferioridad del sujeto. El complejo de superioridad, por el cual el sujeto adopta posturas prepotentes y arrogantes en el trato con los demás, vendría a compensar sus sentimientos de inferioridad. Al sentirse débil, el sujeto busca sentirse fuerte haciendo que los otros se sientan débiles. La diferencia que Fromm señala entre su planteo y el de Adler radica en que según el primero estas tendencias son irracionales, mientras que Adler ve meramente el aspecto racional de tales fenómenos (cfr. ibídem, p. 153)
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