En el posteo anterior comenzábamos señalando
que nos gusta creer que estamos a favor de la libertad, que la defendemos casi
todos, que la anhelamos. Sin embargo, ser libre implica algunas consecuencias
que no siempre resultan atractivas para el ser humano. Como estas
consecuencias, muchas veces no placenteras, forman parte esencial de la liberad
humana, puede suceder que alguna vez rechacemos la libertad justamente por no
querer aceptar esas consecuencias.
En primer lugar: ser libre implica ser responsable. No nos referimos a aquella
“responsabilidad” que es una virtud, como cuando alguien cumple con sus tareas
y obligaciones en tiempo y forma, sino a aquella “responsabilidad” que es un
elemento esencial de la vida libre del ser humano, por más que éste haga mal uso
de su libertad (también la persona irresponsable
en el primer sentido es, en este segundo sentido, responsable – responsable de su irresponsabilidad – y esto
justamente porque es libre). Que el
hombre sea responsable significa que debe responder.
Donde todo está determinado de antemano no hay lugar para la responsabilidad,
pero donde el hombre puede elegir entre hacer o no hacer, entre hacer esto o
aquello, allí debe también responder por qué eligió de tal o cual manera. Sólo
un sujeto libre puede ser responsable porque solamente un sujeto libre puede
querer también la acción contraria. Si
los actos (y también omisiones), deseos, pensamientos del hombre tienen su
fuente en la elección de la propia voluntad, si no están determinados salvo por
el hecho de que la voluntad personal se determina a sí misma, entonces la
persona debe también responder por ellos y aceptar sobre los propios hombros el
peso de su cualidad y sus consecuencias.
Este llamado a la responsabilidad – a
responder – manifiesta el carácter dialogal de la vida humana. Toda nuestra
vida es, de alguna manera, un diálogo. Con las cosas, con el prójimo... Y el
hombre está llamado a responderles, pues su vida es una especie de interrogante
constante que le es formulado día tras día; un interrogante abierto al cual hay
que responder, día tras día, con la vida misma.[1] Quien
acepta este hecho reconoce más fácilmente la seriedad y el peso específico de
la propia existencia. Aceptar el peso de esta responsabilidad, empero, no es
algo tan sencillo. Para algunos pensadores incluso reside en ello la causa de
la angustia que, según ellos, es esencial a la existencia humana.[2]
Muchas veces es más fácil caer en la tentación de soltar el timón de la propia
vida y permitir que lo tome otro entre sus manos. Vencer estas tentaciones
exige valentía y madurez, por ello la verdadera libertad es algo a lo cual teme
el pusilánime y no acepta el inmaduro, ya que lo atemoriza la obligación de la
tener que responder. De ahí que muchos, huyendo ante la responsabilidad, terminen
renunciando también a su libertad.
Segundo: ser libre implica elegir y toda
elección supone una renuncia. Toda
decisión es una escisión, un corte.
Quien dice “sí” a algo, también dice “no” a otra cosa. Sin embargo, renunciar
tampoco es sencillo y en muchos casos es incluso doloroso, pues mayormente no
elegimos entre algo que nos atrae y algo que no, sino entre opciones que nos
atraen simultáneamente. En todas las cosas hay algo de bueno y por eso en todas
hay algo de atractivo. Las opciones a las que renunciamos no son, en
consecuencia, algo “malo” en sí mismo, sino algo “bueno” ante lo cual no somos
indiferentes y que, de hecho, podríamos también elegirlo. Pero no se puede
todo, hay que elegir, entregarse a una de las opciones y descartar el resto.
Quien no tenga fuerza suficiente para
renunciar, tampoco tendrá fuerza para elegir. Su libertad no podrá superar el
estado de deliberación y desconcierto, convirtiéndose así en indecisa,
ineficaz, inútil y destinada al fracaso. Deseará todo y no obtendrá nada. Deseará
todos los caminos y será incapaz de escoger uno de ellos, por lo cual se le
imposibilitará el progreso, ya que todo progreso exige el avanzar por un camino
determinado renunciando a otros senderos posibles. Quien sea incapaz de
renunciar, a pesar de lo costoso que esto a veces resulta, será incapaz de una
libertad madura. Por ello, quien le escapa a la renuncia, le está escapando
también a la libertad.
Tercero: toda decisión concreta incluye una
dosis de riesgo. Todo aquel que
elige en una situación concreta, realiza una suerte de salto a un futuro que
para el ser humano tiene, en mayor o menor medida según el caso, algo de
incierto. Esto no justifica que nos lancemos a decidir sin esforzarnos a tener
lo más en claro posible las consecuencias de nuestros quereres y acciones, sin
que nos preguntemos lo suficiente por el acierto o no de lo que habremos de
elegir. La previsión es una posibilidad y un deber para el ser humano como ser
racional. Pero ha de tenerse en cuenta que nuestra razón es limitada y que en
consecuencia lo son también nuestra capacidad de prever y nuestro análisis de
las situaciones concretas en las que nos encontramos y en las cuales debemos
tomar decisiones. La vida no es matemática, aunque el racionalismo pretendía
que lo fuera, y por ello nuestra tendencia a la claridad no puede exigir una
seguridad absoluta y un rigor silogístico en cada elección.[3] Es
previsible que haya imprevistos. Exigir una certeza absoluta en los casos
concretos termina acarreándonos a la angustia de la inseguridad y a la
indecisión, pues el hombre que busca exageradamente la certeza donde no le es
posible hallarla y no acepta el riesgo que está implicado en cada elección,
tampoco podrá superar la deliberación y terminará no concluyendo en decisión
alguna. Por eso la vida libre exige coraje; no aquel coraje mentiroso que es
producto de la soberbia, sino el coraje auténtico que brota de la humildad, del
reconocimiento de la falibilidad de nuestro conocer. Elegimos a sabiendas de
que existe la posibilidad de que nuestra elección sea errónea. Esto
naturalmente nos invita a mantener la mayor atención posible, pero también a
tomar conciencia de que somos falibles. Quien no tenga este coraje y huya ante
el riesgo, huye también ante la libertad.
La libertad es el fundamento de nuestra
especial dignidad y grandeza como seres humanos. Pero ser verdaderamente
hombres es una tarea ardua y un gran desafío. A veces cuesta aceptar el rol
protagónico que nos corresponde y buscamos excusas para “liberarnos de nuestra
libertad” y sus consecuencias. Estaríamos lejos de acertar si creyéramos que la
esclavitud es una realidad superada hace tiempo. De múltiples maneras huimos
ante nuestra libertad: cedemos, tal vez sin darnos cuenta, ante fuerzas
anónimas (o no) para no tener que soportar el peso de la responsabilidad; nos
diluimos en grupos determinados para que ellos decidan en lugar nuestro; nos
encadenamos a la rutina para evitar la incertidumbre de nuevos caminos;
permitimos que desde fuera dirijan nuestros pensamientos y deseos; aceptamos
que nos conviertan en medios instrumentales para vaya-a-saber qué fines;
marchamos por senderos cuyas direcciones desconocemos y sobre las cuales tal
vez no nos preguntemos siquiera, solamente por el hecho de que hay otros que
también marchan como nosotros y así evitamos la soledad; permitimos que
colonicen incluso nuestro tiempo “libre” con diferentes opios de los pueblos que estimulan la fuga de nuestra interioridad,
donde reside la libertad auténtica; nos entregamos a la mercantilización de
nuestro ser buscando la supervivencia, sin examinar si esa supervivencia nos
aleja de una vida verdaderamente humana; nos entregamos a un activismo
interminable, sin reflexionar quizás si acaso no nos es impuesto desde
afuera... Muchas veces y de muchas maneras preferimos caer en la (visible o
invisible) esclavitud.
La libertad es un don, pero es también una
tarea. Es esencial a nuestra naturaleza humana, pero hay que defenderla y
luchar por ella. Por ser el hombre un sujeto libre puede, paradójicamente,
atentar contra su libertad. Por eso la libertad exige disciplina, coraje,
fortaleza, sacrificio. La libertad es un bien arduo; si no la aceptamos en su
totalidad, incluso con sus consecuencias no siempre tan agradables, y no nos
preocupamos por ella, nos puede ser hurtada en cierta medida. Un crimen en el
cual somos a la vez víctimas y victimarios.
Martín Susnik
[1] “Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de la
vida y, en vez de ello, pensar en nosotros como en seres a quienes la vida les
inquiriera continua e incesantemente. (…) En última instancia, vivir significa
asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas
que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada
individuo.” (V. Frankl, El
hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, pp. 113-114) “En una
palabra, a cada hombre se le pregunta por la vida y únicamente puede responder
a la vida respondiendo por su propia
vida; sólo siendo responsable puede contestar a la vida.” (ibid. p. 153)
[3] “En las resoluciones o actos de imperio de la prudencia, esencialmente
referidos a lo concreto, falto por sí de necesidad y no existente aun, no encontraremos
la seguridad de que se hospeda en la conclusión de un raciocinio teorético (…)
Es inútil que el hombre espere ni aguarde, para emitir la «conclusión» del
imperio, al momento de contar con la certeza teorética de una conclusión que
fuerce a su asentimiento. (…) El prudente no espera certeza donde y cuando no
la hay, ni se deja tampoco embaucar por las falsas certezas.” J. Pieper, Las virtudes fundamentales,
Rialp, Madrid, p. 51-52
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