La norma vital
El
hombre es un ser en relación. Nada hay de novedoso en semejante afirmación,
pero quisiéramos volver a posar nuestra mirada sobre esta realidad, a pesar de
su evidencia. El hombre es un ser cuya existencia teje múltiples relaciones con
su entorno. Ésta no es una exclusividad suya, por cierto; la capacidad de
interactuar con el medio en el que se halla es una característica de todo ente
vivo y es una norma vital para él el
que su ser se despliegue y desarrolle en contacto con dicho entorno. A medida
que avanzamos en la escala de los entes, sin embargo, esta capacidad se amplía
y se ensancha el campo de las relaciones posibles, hasta llegar al nivel del
ente vivo libre, en el que esta norma
vital, además de ser una cuestión de hecho, se convierte también en norma moral, en una cuestión de deber y
derecho.
El
hombre, justamente en cuanto ser libre, tiene la posibilidad de ser
voluntariamente fiel a estos reclamos de su naturaleza y asentir a ellos
libremente, o puede también intentar negarse a ser lo que es, querer desentenderse,
hasta cierto punto al menos, de las exigencias de su propio modo de ser, hacer
oídos sordos a esta norma y/o desvirtuarla de alguna manera. Ningún otro ente
en la naturaleza tiene tan abiertas las posibilidades de entrar en comunión con
lo otro ni le es permitida tanta profundidad en esas relaciones como al hombre,
y a la vez a ningún otro le resulta esta vocación de encuentro tan
problemática. Tal vez sea por ello que volvemos sobre este tema una vez más.
El
hombre es un ser en relación y a cada instante está llamado a interactuar con
las cosas que lo rodean, por más esfuerzo que ponga en mantener una vida
ermitaña. El problema no estriba entonces en si tenemos que vérnoslas con lo
otro, pues es esta una exigencia de su naturaleza e incluso una inevitabilidad
fáctica, sino en la manera en que este relacionarse se lleva a cabo.
Múltiples
factores dificultan las relaciones óptimas, las bloquean, falsean o enmascaran
de alguna forma. Miedos, soberbias, desconfianzas, inseguridades, heridas,
complejos... forman parte de la ingente lista de causas que traban e impiden el
encuentro fecundo. Ejemplo de ello son las relaciones instrumentalizadoras y
utilitarias: brotan desde una actitud dominadora y el encuentro con lo otro resulta
inauténtico o, sería preferible decir, el encuentro no resulta. El dominador en
efecto no se abre a lo otro, ya que su mirada está dirigida en última instancia
a sí mismo y en consecuencia su atención apenas si rebota en la superficie de
aquello con lo cual está tratando. Quien reduce a lo otro a instrumento sólo
logra ver en ello lo que a él le resulta provechoso, y en consecuencia no mira
francamente a lo otro sino a sí. Por ello la mirada instrumental es siempre
reducida y parcial y aquello, a lo que supuestamente dirigimos nuestro interés,
no revela más que un aspecto incompleto, sin dejar ver su núcleo íntimo y
profundo. Como si se tratara de una represalia vengativa, lo otro termina
resultando insulso e insuficiente para nuestra sed de comunión y en
consecuencia no llega a ser el verdadero alimento que podría haber sido. El
crecimiento que en la relación, de haber sido auténtica, se hubiera producido,
termina resultando imposible. Dada su inautenticidad, estas relaciones
deformadas por la búsqueda del propio provecho resultan finalmente las menos
provechosas.
Para
que las relaciones favorezcan el crecimiento y den por resultado una vitalidad
fortalecida deben constituirse sobre otros fundamentos y otra actitud. Todo
encuentro supone una apertura y una desnudez, sin las cuales no hay verdadero
contacto ni tampoco fecundidad. La observación de la realidad física y de la
espiritual lo confirma. El sujeto que, en lugar de anclar la atención en sí
mismo, logra superar su deseo de dominio y abrirse a lo otro, supera las
limitaciones de la mirada solipsista y gana en consecuencia en anchura y
profundidad. Sale de sí, se entrega a lo otro y capta lo íntimo de aquello a lo
cual se entrega porque se entrega
justamente. En ese salir de sí para penetrar en lo otro le es permitido
saborear el sentido profundo de aquello en lo cual se interna y en ese
encuentro auténtico alcanza su alimento y se ve vivificado por él, fortalecido
y encaminado hacia el propio crecimiento y realización. Entregarse es, curiosamente,
al mismo tiempo recibir.
La clave parece residir entonces en la disposición a la entrega, en la capacidad de darse. Para decirlo en retrospectiva: hay desarrollo cuando hay alimento, hay alimento cuando lo otro es profundo, lo otro resulta profundo cuando capto su sentido, y sólo capto su sentido cuando soy capaz de entregarme y mirarlo (a él, a ella, a ello) en lugar de mirarme a mí mismo. Bajo esta luz comienza a comprenderse aquel paradojal misterio que enseña que para encontrarse a sí mismo hay que olvidarse de sí, y quien fuere incapaz de ello termina perdiéndose a sí mismo.
Sin embargo, la cuestión no es tan sencilla. Muy por el contrario, podríamos afirmar sin mayores temores que es la más dificultosa, y esto por múltiples razones. Algunas de ellas residen en los obstáculos interiores de cada uno, los conflictos personales que impiden o dificultan la disposición de entrega, como hemos mencionado. Por un lado tenemos entonces el no-poder-entregarse. Pero, por otro, podría analizarse el fenómeno de los casos en los que sí parece haber entrega, para ver las características con las que ésta se da y cuáles son sus consecuencias. ¿Es toda entrega de por sí garantía de encuentro fecundo? ¿Hay acaso diferentes maneras de entregarse? ¿En qué consiste la entrega fructífera?
Será tema para las próximas entrada...
Martín Susnik
Que placer leerte Martín! buen texto. Abrazo Grande.
ResponderBorrar