martes, 18 de noviembre de 2014

Sobre la ENTREGA (Parte III)

El a qué de la entrega

En la entrada anterior hemos procurado reflexionar sobre el como y el desde dónde de la entrega, es decir, sobre la disposición interna y la ubicación del yo en su hábitat íntimo desde el cual sale al encuentro con el mundo. Cabe decir, sin embargo, que también reviste gran importancia el a qué o el a quién de la entrega.
Si sólo tiene lugar el entregarse fecundo cuando parte de la ubicación del yo en el centro de la persona donde es posible la verdadera posesión de sí, si la cuestión estriba en salir de sí sin dejar de estar en sí, como hemos dicho, para poder misteriosamente encontrarse a sí mismo en el encuentro con lo otro, será necesario también que aquello otro sea tal que permita semejante misterio. ¿Y cómo habría de ser posible que me encuentre a mí en lo otro, si aquello es precisamente otro, es decir, algo distinto de mí? ¿Cómo habría de encontrarse el hombre a sí mismo en algo que no es él? La respuesta a tan intrincado interrogante tal vez se halle en la posibilidad de que lo otro, a pesar de distinguirse de mi propio ser, tenga “algo de mí”.







Es este un asunto en el que conviene pisar con cuidado. Una de las tentaciones consiste en terminar identificando sin más el propio yo con lo otro, diluyendo a ambos y aniquilando con una identificación ontológica tanto a lo otro como a mi yo en cuanto tales. Con tal identificación, en lugar de fortalecer la posibilidad de la entrega y encuentro, estaríamos imposibilitándola. La relación supone la existencia de realidades múltiples, pues rigurosamente hablando no habría relaciones si no hubiera multiplicidad. El sujeto, efectivamente, puede “alimentarse” de algo que sume una novedad a su ser, y en consecuencia de algo que no es él. Ahora bien, esta multiplicidad, que es condición de posibilidad de la relación y del encuentro fecundo, plantea justamente el interrogante sobre cómo logra darse semejante encuentro y semejante alimentación.
Aunque hayamos insistido en la necesidad de salir de sí para que esto sea posible, no significa que todo vaya a ser buen alimento para cada uno y que toda entrega, aun cuando se lleve a cabo desde el propio centro, implique necesariamente fecundidad y crecimiento. Para poder salir de sí y no perderme a mi mismo en esa salida, es preciso además que aquello a lo que me entrego sea “lo propio”, es decir, algo que se condiga con las necesidades, exigencias y tendencias de mi propia naturaleza. En este sentido, lo otro, sin dejar de ser otro, tiene a su vez “algo de mí” y en mi entrega a ello puedo yo fortalecerme y ser más yo mismo.
Si, en cambio, me entrego a algo que me es ajeno (que no coincide con lo que me es propio), es lógico que en ello no pueda encontrarme a mí mismo. Puedo entregarme de lleno y con las mejores intenciones a una labor o profesión, pero si eso no es “lo mío” la entrega conduce a la frustración. Puedo entregarme a un grupo de personas y buscar honestamente la comunión con ellas, pero si el grupo no se condice con lo que mi naturaleza busca y necesita, me encamino al desengaño. Puedo entregarme a realidades, tareas, actividades de lo más diversas, pero si en ellas no hay “algo de mí”, algo que armonice con mi propio ser, entonces no estoy en lo propio y el crecimiento queda trunco.
Además de la confianza, la entrega fecunda exige entonces también una profundización, tanto en mí mismo, que permita el autoconocimiento y la posesión de sí, como en la naturaleza de las cosas a las cuales uno habría de entregarse, para auscultar en qué medida son consonantes con uno. Fracasa tanto si uno no está en sí, como si uno no mantiene una mirada atenta a lo distinto de sí para procurar descubrir si aquello, siendo distinto, es a la vez lo propio.
No bastan las buenas intenciones, sino que es necesaria la lucidez y la profundización, para que haya acierto. No alcanza la fuerza de voluntad, sino que es también necesaria la visión clara, en la medida en que ésta nos sea posible. De lo contrario la entrega genera corrosión y arrastra una vez más al vacío, termina alejándonos de nosotros mismos y hace malgastar las energías en cosas que, por ser ajenas a nuestras necesidades y tendencias, producen el desgaste de la persona.

Martín Susnik

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