Algunos ejemplos
En la entrada anterior nos preguntábamos sobre el acierto o no de la idea platónica, según la cual, el tiempo es imagen de lo eterno. Intentemos iluminar el asunto desde la experiencia y algunos ejemplos concretos.
Me
encuentro con un amigo al que no vi durante largos años, y después de algunos
iniciales y breves momentos de extrañeza e incertidumbre mutua, las cosas de
antaño parecen volver a salir a flote y hacerse presentes. De repente parece
que hubiéramos estado compartiendo alguna aventura hace unas horas apenas, como
si todo ese tiempo de lejanía no hubiese transcurrido. Entonces una certeza
balsámica envuelve el alma: «sí, es el mismo». Miles de cosas se han
modificado, es cierto e inevitable; estados civiles, situaciones laborales,
algunos gustos, opiniones políticas... pero no ha cambiado todo. A pesar de los
cambios, él sigue siendo el mismo. En algún rincón él es el mismo, y yo soy el
mismo, y la amistad ha sobrevivido. Lo intuyo entonces: es como era, el tiempo
no ha podido erosionarlo. Es como era, porque es como verdaderamente es, y el tiempo no triunfará sobre ello.
¿Es
eso posible? ¿Será sólo una ilusión a la que me aferro para no ser derrotado
por el ya-no-ser? ¿Estaré proyectando en el otro cosas suyas de otrora que he guardado
celosamente en mis recuerdos, pero que en su persona en realidad ya no se dan?
Seguramente esto último ocurra en muchos casos – también eso lo podemos
experimentar. Pero ¿es esa la única posibilidad?
La
vivencia se resiste a la univocidad de esas explicaciones. Y no hay por qué
prejuzgar esa resistencia como desacierto. Por el contrario, parece ser posible
también esto: hay personas a las que conocemos para siempre. Hemos alcanzado ese núcleo íntimo, ese punto interior que en ellas se
dará siempre y que la laceración del
tiempo no puede alcanzar a degradar. Los hemos conocido con tal intensidad y en
su misma sustancialidad, que captamos in
aeternum lo que ellos son en su profundo yo, aquello que a pesar de todos
los avatares del destino y todo el paso de las horas no perecerá. Parece que
hemos alcanzado en ellos una huella de lo eterno.
Pensemos
también en este otro ejemplo. La gente sigue visitando las obras de arte de
artistas de hace siglos. ¿Por qué? Hay sin duda miles de razones diferentes;
algunos lo hacen porque «hay que hacerlo alguna vez», o porque después se lo
quieren contar a otros, o porque quieren sacarse una foto... Muchas razones
puede haber que sean, como estas, de dudosa autenticidad. Pero también hay
gente que va para contemplar esas obras y descubrir la belleza que irradian. Es
posible que alguno no logre descubrirla como esperaba, es posible que alguno se
esfuerce y se fuerce para que le produzcan gozo porque se supone que son obras
que «deberían» gustarle cuando en realidad le dicen poco y nada. Todo eso puede
suceder, y de hecho sucede no pocas veces. Pero también es posible que el
espectador sí penetre en la belleza de esas obras y sea profundamente conmovido
por su luz. Y quien logra semejante encuentro con tal esplendor también es
envuelto en la sensación de haberse topado con algo que no pasará, o mejor dicho que no
pasa, algo cuyo valor permanece, como de hecho ha permanecido, a lo largo
de los siglos porque está como más allá de los siglos. Una vez más estamos ante
algo que tiene un atisbo de eternidad. Es lo que tan bien se manifiesta en la
maestría de los clásicos. Ellos alcanzan el núcleo íntimo de las cosas, de lo
estético, de las cuestiones humanas o, por qué no, de la existencia toda;
logran internarse y representar aquello que no está sujeto a la transitoriedad
y el cambio, aquello que trasciende la moda y perdura más allá de ella. Por eso
perduran sus obras y su riqueza es indemne. Por eso aún hoy visitamos sus
cuadros, leemos sus textos y escuchamos sus músicas.
Salvador Dalí - La persistencia de la memoria |
Algo
similar ocurre también con los genios humorísticos. Se puede hacer humor con
las cosas que están en boga, existen incluso modas respecto del humor y sus
temáticas, pero los humoristas geniales han sabido siempre trascender las
cuestiones del momento y, partiendo muchas veces desde éstas, depositar su
particular mirada en esos elementos cómicos que la vida humana alberga en su
misma esencialidad atemporal. Y su humor no
pasa tampoco, sino que es imperecedero.
La
misma huella de perennidad se nos manifiesta también en el descubrimiento de
algunas verdades. Un chispazo en nuestra inteligencia de repente nos revela que
«eso es así» y que no puede ser de otra manera. Se nos revela de repente, decimos bien, de modo instantáneo, aunque para llegar a ese
instante hayan sido necesarios extensos trayectos. Sea como fuere el camino,
largo o breve, el llegar es siempre algo instantáneo, y una vez que se llega,
ya no se dejará de haber llegado. Así la verdad se nos manifiesta en un instante,
que lejos de perecer inmediatamente después, se hace por siempre valedero. Es
habitual ejemplificar esto con las matemáticas: páginas y páginas de cálculos,
operaciones, razonamientos matemáticos pueden ser necesarios... hasta que
finalmente, en un instante, todo revela una definitiva luz con el resultado; un
resultado que, si el camino hasta él fue transitado de manera correcta, valdrá por
siempre, y no sólo eso, sino que pareciera que desde siempre estuvo allí, a la espera de nuestro descubrimiento.
Podríamos
seguir citando casos de instantes que rozan lo eterno, que parecen tener con la
eternidad una suerte de parentesco. Hay miradas que, por breves que sean, dan
un salto fuera del tiempo; hay manifestaciones de afecto que, aunque en sí no
hayan durado mucho tiempo, poseen la fuerza suficiente como para no expirar
jamás...
Martín Susnik
Martín Susnik
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