domingo, 14 de diciembre de 2014

La vivencia del tiempo (II)

Algunos ejemplos

En la entrada anterior nos preguntábamos sobre el acierto o no de la idea platónica, según la cual, el tiempo es imagen de lo eterno. Intentemos iluminar el asunto desde la experiencia y algunos ejemplos concretos.
Me encuentro con un amigo al que no vi durante largos años, y después de algunos iniciales y breves momentos de extrañeza e incertidumbre mutua, las cosas de antaño parecen volver a salir a flote y hacerse presentes. De repente parece que hubiéramos estado compartiendo alguna aventura hace unas horas apenas, como si todo ese tiempo de lejanía no hubiese transcurrido. Entonces una certeza balsámica envuelve el alma: «sí, es el mismo». Miles de cosas se han modificado, es cierto e inevitable; estados civiles, situaciones laborales, algunos gustos, opiniones políticas... pero no ha cambiado todo. A pesar de los cambios, él sigue siendo el mismo. En algún rincón él es el mismo, y yo soy el mismo, y la amistad ha sobrevivido. Lo intuyo entonces: es como era, el tiempo no ha podido erosionarlo. Es como era, porque es como verdaderamente es, y el tiempo no triunfará sobre ello.
¿Es eso posible? ¿Será sólo una ilusión a la que me aferro para no ser derrotado por el ya-no-ser? ¿Estaré proyectando en el otro cosas suyas de otrora que he guardado celosamente en mis recuerdos, pero que en su persona en realidad ya no se dan? Seguramente esto último ocurra en muchos casos – también eso lo podemos experimentar. Pero ¿es esa la única posibilidad?
La vivencia se resiste a la univocidad de esas explicaciones. Y no hay por qué prejuzgar esa resistencia como desacierto. Por el contrario, parece ser posible también esto: hay personas a las que conocemos para siempre. Hemos alcanzado ese núcleo  íntimo, ese punto interior que en ellas se dará siempre y que la laceración del tiempo no puede alcanzar a degradar. Los hemos conocido con tal intensidad y en su misma sustancialidad, que captamos in aeternum lo que ellos son en su profundo yo, aquello que a pesar de todos los avatares del destino y todo el paso de las horas no perecerá. Parece que hemos alcanzado en ellos una huella de lo eterno.
Pensemos también en este otro ejemplo. La gente sigue visitando las obras de arte de artistas de hace siglos. ¿Por qué? Hay sin duda miles de razones diferentes; algunos lo hacen porque «hay que hacerlo alguna vez», o porque después se lo quieren contar a otros, o porque quieren sacarse una foto... Muchas razones puede haber que sean, como estas, de dudosa autenticidad. Pero también hay gente que va para contemplar esas obras y descubrir la belleza que irradian. Es posible que alguno no logre descubrirla como esperaba, es posible que alguno se esfuerce y se fuerce para que le produzcan gozo porque se supone que son obras que «deberían» gustarle cuando en realidad le dicen poco y nada. Todo eso puede suceder, y de hecho sucede no pocas veces. Pero también es posible que el espectador sí penetre en la belleza de esas obras y sea profundamente conmovido por su luz. Y quien logra semejante encuentro con tal esplendor también es envuelto en la sensación de haberse topado con algo que no pasará, o mejor dicho que no pasa, algo cuyo valor permanece, como de hecho ha permanecido, a lo largo de los siglos porque está como más allá de los siglos. Una vez más estamos ante algo que tiene un atisbo de eternidad. Es lo que tan bien se manifiesta en la maestría de los clásicos. Ellos alcanzan el núcleo íntimo de las cosas, de lo estético, de las cuestiones humanas o, por qué no, de la existencia toda; logran internarse y representar aquello que no está sujeto a la transitoriedad y el cambio, aquello que trasciende la moda y perdura más allá de ella. Por eso perduran sus obras y su riqueza es indemne. Por eso aún hoy visitamos sus cuadros, leemos sus textos y escuchamos sus músicas.

Salvador Dalí - La persistencia de la memoria


Algo similar ocurre también con los genios humorísticos. Se puede hacer humor con las cosas que están en boga, existen incluso modas respecto del humor y sus temáticas, pero los humoristas geniales han sabido siempre trascender las cuestiones del momento y, partiendo muchas veces desde éstas, depositar su particular mirada en esos elementos cómicos que la vida humana alberga en su misma esencialidad atemporal. Y su humor no pasa tampoco, sino que es imperecedero.



La misma huella de perennidad se nos manifiesta también en el descubrimiento de algunas verdades. Un chispazo en nuestra inteligencia de repente nos revela que «eso es así» y que no puede ser de otra manera. Se nos revela de repente, decimos bien, de modo instantáneo, aunque para llegar a ese instante hayan sido necesarios extensos trayectos. Sea como fuere el camino, largo o breve, el llegar es siempre algo instantáneo, y una vez que se llega, ya no se dejará de haber llegado. Así la verdad se nos manifiesta en un instante, que lejos de perecer inmediatamente después, se hace por siempre valedero. Es habitual ejemplificar esto con las matemáticas: páginas y páginas de cálculos, operaciones, razonamientos matemáticos pueden ser necesarios... hasta que finalmente, en un instante, todo revela una definitiva luz con el resultado; un resultado que, si el camino hasta él fue transitado de manera correcta,  valdrá por siempre, y no sólo eso, sino que pareciera que desde siempre estuvo allí, a la espera de  nuestro descubrimiento.

Podríamos seguir citando casos de instantes que rozan lo eterno, que parecen tener con la eternidad una suerte de parentesco. Hay miradas que, por breves que sean, dan un salto fuera del tiempo; hay manifestaciones de afecto que, aunque en sí no hayan durado mucho tiempo, poseen la fuerza suficiente como para no expirar jamás...

Martín Susnik

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