miércoles, 20 de julio de 2016

No somos nada...


Es sabido que hay ocasiones que se prestan especialmente para el surgimiento de ideas y frases existenciales. Por ejemplo, los velorios. Es verdad también que muchas veces se recurre a lugares comunes sobre cuya profundidad valdría sospechar, puesto que se enuncian como al pasar o por simple necesidad de llenar el vacío que resuena en un silencio quizás incómodo e inquietante. En esos casos se dicen las cosas por decirlas y tal vez habría que aprender a amigarse con el silencio en momentos en los que en verdad no hay mucho para decir. Otras veces, empero, las ideas y las frases surgen con sinceridad existencial y brotan de un corazón honestamente conmovido, aun cuando se trate de expresiones comunes.
“No somos nada” pertenece a ese listado de frases velatorias, y en no pocas ocasiones es dicha por decir, pero en otras brota con sincera profundidad. Una profundidad existencial que surge ante la evidencia incontestable de la muerte, ante esa realidad póstuma que habitualmente atemoriza y sobre la cual sin embargo tenemos una certeza que no se compara con ninguna otra. Omnia incerta, sola mors certa, decía San Agustín; todo es incierto, sólo la muerte es algo seguro. Y Schopenhauer a su vez observaba que nada tememos tanto como ver llegar el término de una existencia (vista por él con poco entusiasmo, por cierto) y, sin embargo, es de lo único de lo que podemos estar seguros.



“No somos nada” nace primeramente como comprobación amarga de nuestra finitud temporal. Nacemos, vivimos, crecemos, pero tarde o temprano (y casi siempre lo intuimos más como temprano que como tarde) la cosa llega a su fin y quedamos en nada. El que estaba hasta hace recién entre nosotros se ha vuelto ausencia, no-ser. Y tomamos nota de que lo mismo habrá de sucedernos a nosotros.
Esta evidencia de la finitud temporal (al menos en lo que esta vida terrena respecta) además invita a pensar sobre la finitud ontológica, que es condición de la anterior. No sólo algún día dejaremos de ser (insisto, al menos en el sentido en que lo conocemos aquí), sino que el punto es que nunca somos plenamente. No somos el Ser, por decirlo en abstracto. Si lo fuéramos, si nuestra esencia se identificara simplemente con “ser”, entonces seríamos plenamente y, como consecuencia, no dejaríamos de ser jamás. Nuestra naturaleza consistiría en ser, precisamente. Pero no es el caso. El hecho de que podamos dejar-de-ser parece mostrar que hay algo de no-ser inscripto ya en nuestra naturaleza, que hay algo de “nada” en nuestra misma constitución ontológica. Como si hubiera un no-ser que forma parte esencial de nuestro modo de ser, paradójicamente. Como si estuviéramos hechos de nada en última instancia, y la muerte no fuese más que la explicitación definitiva de ese núcleo existencial que sería una suerte de no-existencia.


Si hacia la nada vamos, es porque la nada parece estar de alguna manera siempre latentemente presente en nosotros. Si hacia la nada vamos, parece comprensible la idea de que, en primera instancia, de la nada venimos. O si se prefiere al revés, si de la nada venimos, ¿a dónde habríamos de ir en definitiva si no hacia la nada? Y si es así, que otra cosa decir sobre nuestro modo de ser que no sea lo que expresa la amarga frase: no somos nada… 






Si en el fondo, entonces, somos primariamente nada, esta nihilidad se revela no como oposición secundaria al ser, sino que parece que el ser fuera más bien una oposición a la nada originaria. La vida y todas sus actividades se manifestarían bajo esta luz (un tanto oscura, tal vez) como intentos de sublevarse y sobreponerse a una nada primaria. Una nada abismal, ante la cual nuestra respuesta existencial, intrínseca a la estructura ontológica de la existencia misma, es la angustia. Y después vemos… vemos si es la evitación de esa angustia la que nos empuja a hacer lo que hacemos, con el afán de huir de esa nada y sumergirnos en la superficialidad de lo anónimo, en la existencia inauténtica, como señala Heidegger. O si asumimos esa angustia y hacemos lo que hacemos para enfrentarnos a ese vacío estructural. Decía García Morente: “justamente para salvarse del abismo de la nada, para afirmarse como ser, para seguir siendo, para existir como ente, es por lo que el hombre hace todas esas cosas de pensar el ser de las cosas, de discurrir la ciencia, la alimentación, el vestido, la civilización, todo eso.”[1]

Sin embargo, a pesar de la posible profundidad de estas ideas, hay algo que no convence. Que seamos simplemente “nada” choca contra la experiencia más evidente (y no por eso menos profunda). Aquí estamos, somos. Estamos siendo y siendo algo. Ese elemento de nihilidad, al que hacíamos recién referencia, resultaría incluso incomprensible sin un apoyo en la entidad. Lo que haya en nosotros de nada sólo es posible porque, de hecho, somos.
Claro está que no podemos atribuirnos el Ser sin más, ya se ha dicho. Para hacerlo habría que ser Dios y –sean cuales fueren nuestras convicciones– podemos estar seguros de dos cosas: de que no somos Dios y de que cada vez que hemos pretendido serlo el resultado no fue otra cosa que alguna macana. No somos “el Ser”. Lo evidencia nuestra existencia signada por la fragilidad, continuamente expuesta a la posibilidad de ya no ser, permanentemente enfrentada a la certeza de una involuntaria derrota. Nos sabemos murientes, obligados a esa inconsistencia que se traduce en devenir (que como señalaban ya Heráclito y Platón, y a su manera también Hegel, es una mezcla de ser y no-ser). Incluso más, tomamos conciencia ya no sólo de la posibilidad de no-ser, sino también del misterioso ¿capricho? de ser cuando tranquilamente podríamos no haber sido.

Y sin embargo… somos. Somos, sin ser el Ser. Y esto nos abre a la visualización de la gratuidad de la existencia. La nuestra propia y la de todo lo que nos rodea. La cuestión estriba tal vez en cómo pensamos esa gratuidad y cómo la experimentamos. En definitiva, como vivenciamos y vivimos nuestra finitud.

Podemos experimentar esa gratuidad como sinsentido, como absurdo, como carencia de fundamento. Somos cuando podríamos no haber sido y, por lo tanto, somos porque sí, azarosamente, por casualidad. Si tal es el caso, la angustia se revela como elemento constitutivo de una existencia “arrojada” que toma nota del carácter caprichoso de nuestro estar en el mundo. Enfrentarla, asumirla, hacerse cargo de su esencialidad sería señal de la profundidad última con la cual habríamos de sobrellevar nuestra finitud. Sería, como sostiene Heidegger, la manera de tener una existencia auténtica. Y puede que esta experiencia resulte liberadora y esclarezca nuestras perspectivas y proyecciones, o puede también que redunde en la náusea sartreana que se sigue de la concientización de que todo está “de más”.
Pero también podemos experimentar la gratuidad como donación recibida, como don, injustificable en última instancia, no por falta de fundamento, sino por el carácter libre de ese fundamento; como gratia. Si soy sin ser el Ser, es porque debe haber un Ser en cuya voluntad se halla el sostén de que yo sea. Si tal es el caso, el grado de profundidad última ya no se halla en la angustia, sino en la captación y aceptación de sí mismo como don recibido. Como sostiene Guardini, desde esta perspectiva, es cuestión de experimentar que “yo soy para mí lo absolutamente dado”.[2] O como analiza Edith Stein:

“Mi ser, tal como yo lo encuentro y tal como yo me encuentro en él, es un ser vano; yo no existo por mí mismo y por mí mismo nada soy; me encuentro a cada instante ante la nada y se me debe hacer el don del ser momento tras momento. Y sin embargo, este ser vano es un ser y por eso yo toco a cada instante la plenitud del ser.” [3] 

Somos y no somos, decía Heráclito. Misterio del devenir, misterio de la finitud. Somos, pero tenemos un modo de ser que consiste en “tener ser” sin serlo. Justamente, por nuestro modo-de-ser tenemos un ser hasta-acá, que no encuentra en sí mismo justificación ni fundamento. Encarar este hecho es empezar el camino de amigarse con la propia finitud. Tal vez para concluir que nada tiene fundamento ni justificación. Tal vez para aceptarse como don y, partiendo de la fragilidad y vacuidad del propio ser, experimentarse como misteriosamente partícipe en el ser:

“al hecho innegable de que mi ser es fugaz y se prolonga de un momento a otro y se encuentra expuesto a la posibilidad del no ser, le corresponde otro hecho también innegable y es éste: yo, a pesar de esta fugacidad, soy y soy conservado en el ser de un instante al otro; en fin, en mi ser fugitivo, yo abrazo un ser duradero. […] En mi ser yo me encuentro entonces con otro ser que no es el mío, sino que es el sostén y el fundamento de mi ser que no posee en sí mismo ni sostén ni fundamento.”[4]








[1] Manuel García Morente, Lecciones Preliminares de Filosofía, Losada, Buenos Aires, 1938, p. 400
[2] Romano Guardini, La aceptación de sí mismo, Lumen, Buenos Aires, 1994, p.13
[3] Edith Stein, Ser finito y Ser eterno, Méjico, FCE, 1996, p. 72
[4] Ibidem, p. 75

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...