martes, 23 de diciembre de 2014

La vivencia del tiempo (IV)

Los dos rostros del tiempo

El paso del tiempo tiene evidentemente su costado trágico. El tiempo desgasta, roe, corrompe, lleva a las cosas por la senda del envejecimiento hacia su muerte. Esto, en el caso del ser humano, es particularmente angustiante, pues si bien no somos los únicos en la naturaleza que estamos sujetos a semejante ley, somos los únicos que tomamos consciencia de ello y nos planteamos el problema. Sabemos que ser vivientes implica ser, a la vez, murientes, como decía San Agustín. Tal es nuestra situación y negarla no ofrece solución alguna. Si a veces preferimos pasar por alto este punto, pronto descubrimos que el intento de semejante negación no sólo está destinado al fracaso, sino que propicia además otros fracasos más.
Vivir en el tiempo es ir pasando y, en definitiva, ir muriendo a la vez. Implica desvanecimiento, nos enfrenta a la muchas veces triste realidad de que hay parajes de nuestra existencia a los que no habremos de volver, esquinas de nuestras vidas por las que no volveremos a doblar y aromas de otros tiempos que no podremos percibir ya nunca más. Todo eso es cierto y aflige los corazones. En consecuencia, si la muerte nos acongoja y la vida misma es un ir muriendo, resultan al menos comprensibles las ideas de tantos contemporáneos que predican de la vida un carácter intrínsecamente angustioso. Ello está implícito en este costado trágico del tiempo. Pero no significa, sin embargo, que haya que tenerlo por algo único, ni hacerlo se revela como el mejor de los síntomas. Podemos descubrir en lo temporal mismo, su otro rostro, su costado positivo.
Algunos requisitos, digamos así, para ello ya han sido mencionados en entradas anteriores: profundidad (intimidad) y plenitud (perfección). Estos no son propiedad exclusiva de los instantes sobresalientes y extraordinarios, sino que son aplicables también a la sucesión. Con ellos la vivencia del tiempo goza de riqueza. Pero para ello hay que sumar un elemento más: la unidad. La unidad es una exigencia de nuestra propia naturaleza (aunque seamos nosotros mismos los que a veces atentamos contra ella) y también una exigencia en relación con nuestra vivencia del tiempo y del transcurrir; por eso no nos alcanza con pasar de una cosa a otra, cambiando constantemente de rumbo.
Sin cierta unidad que enlace los cambios, nos domina el sinsentido del tiempo atomizado: cuando lo único que descubrimos es un sucederse de momentos inconexos entre sí, fragmentos que están temporalmente yuxtapuestos, donde después de uno viene el otro, y luego otro, y luego otro..., pero sin un hilo conductor que los entrelace. Es frecuente en nuestros días la tendencia a hacer muchas cosas, hay dedicación a una multiplicidad de temas, intereses, actividades, pero bajo la intermitencia de lo fragmentado. Eso, a la larga, no plenifica, aunque pueda llegar a entretenernos por un buen rato. 
Esta dispersión no satisface porque los hombres tenemos necesidad de unidad.  La misma posibilidad que tenemos de vivir el tiempo con mayor amplitud, manteniendo vivo en nosotros el pasado o previendo el porvenir, nos exige que esta tridimensionalidad de lo temporal esté entretejida y unificada.
Claro que una unidad temporal plena no nos es literalmente posible; la misma noción de temporalidad implica ya que la unidad no va a darse en estado pleno, porque el tiempo incluye de por sí imperfección y no-ser. Situados en el transcurrir y sucederse de las cosas no podemos pretender que todo esté ahí, simultáneamente presente. Estar insertos en el tiempo implica ver que hay cosas que son, pero también que hay otras que ya no son y otras que no son aún. El tiempo incluye cierta nada – bien lo sabía Platón – y por eso no puede darse en su dominio la absoluta plenitud ni tampoco la perfecta unidad. Éstas implican la absoluta simultaneidad que es patrimonio exclusivo de lo que es Eterno con todas las letras. Sin embargo, aunque tal unidad (absoluta) sea, desde nuestra posición, inalcanzable, esto todavía no quiere decir que tengamos que volcarnos a la dispersión y la fragmentación de vivencias temporales inconexas y atómicamente sueltas.
El tiempo no es eternidad, pero es su imagen. Cierta unidad es posible, cuando los diferentes momentos, siendo sucesivos, están entrelazados entre sí, entretejidos por un mismo lógos, dibujando un mismo camino bajo la luz de un sentido unificante. Si damos un paso en una dirección, luego al costado, luego en dirección inversa, otro poco al otro costado, y luego en otra nueva dirección... no habrá unidad y, en consecuencia, tampoco habrá sentido ni real progreso. Pero es posible también avanzar en verdad, manteniendo, lo mejor que se puede, la fidelidad a una misma dirección. En ese caso hay sucesión, hay cambio, pero también hay sentido, porque en la sucesión hay unidad.
Es, podría decirse, la «vocación melódica» que tiene la existencia humana. A diferencia del concepto de «armonía», que tiene un matiz más estático y hace referencia a la simultaneidad, el concepto de «melodía» es esencialmente una categoría temporal y hace referencia a la sucesión. Las melodías viven en el tiempo y sus diversas notas discurren una después de la otra. Pero este discurrir no las convierte en notas dispersas y fragmentadas. Cada una tiene su propio matiz, su propia riqueza, existen incluso saltos pronunciados entre algunas de ellas, pero toda esa sucesión está atada a una misma línea de sentido. Las notas que ya han sonado, no mueren simplemente diluyéndose en la nada de lo pretérito, sino que viven en las notas que continúan dibujando esa misma línea. Las notas que aún no suenan tampoco provienen de una nada absoluta, sino que germinan en la senda de lo que ya es; brotan en la misma travesía y le dan continuidad, crecimiento y perfección. Algo análogo puede también pensarse (y pretenderse) para nuestras existencias.


Esto es lo que se denomina crecimiento, y es el costado positivo de nuestra estadía en el tiempo, junto con las experiencias puntuales que nos permiten trascenderlo. El tiempo ofrece la posibilidad de que, si bien vamos muriendo, podamos ir creciendo también. Y en ese crecer superamos la tiranía del devenir, ya que todo crecimiento implica fidelidad y estabilidad. Lo que constantemente cambia hacia otra cosa se adultera; lo que crece, por el contrario, cambia dentro de lo propio y es cada vez más él mismo. Crecimiento implica permanencia, y la permanencia es una especie de triunfo sobre el devenir. Esto le da sentido al todo, logrando que la existencia sea mucho más que una yuxtaposición de fragmentos aislados, y ese sentido del todo fortalece a su vez el sentido de cada una de los instantes que lo conforman.

Sus momentos – es inevitable – se suceden unos a otros y están, en ese sentido, atados a las leyes de la movilidad. Pero pueden hacer uso de esas leyes como suelo sobre el cual van edificando su sentido unitario, en el que los instantes plenifican la totalidad y la totalidad es refugio imperecedero para cada uno de los instantes.

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