viernes, 30 de enero de 2015

Tiempo libre (III)

Recuperar el ocio

Para reconquistar nuestro tiempo libre ha de ser menester recuperar el sentido clásico del “ocio”. El término ha perdido su significación original. No se trata, ciertamente de la dispersión en un tiempo libre enajenado, ni tampoco del simple descanso reparador, necesario para volver después al trabajo. Aún entendiéndolo de esta última manera, el ocio no dejaría de ser funcional al trabajo y no habríamos superado la visión que reduce al hombre solamente a un trabajador. “La pausa se hace para el trabajo. Su misión es suministrar «nuevas fuerzas para trabajar de nuevo», como el concepto de descanso reparador indica; uno se repone tanto del trabajo como para el trabajo”[1] En cambio de lo que aquí se trata es de volver a recuperar lo que trasciende ese “mundo del trabajo”[2] y que, sin embargo, pertenece esencialmente a las exigencias de la naturaleza humana; lo que para el hombre es una real necesidad, no ya para vivir y sobrevivir, sino para lograr una vida plenamente humana.
El desprevenido lector contemporáneo podría sorprenderse al descubrir que Aristóteles deja en claro que la felicidad no ha de buscarse en el descanso reparador y la diversión (puesto que estos no son más que medios en vistas a poder retomar la actividad)[3] pero, a la vez y en la misma obra, afirma que “trabajamos para tener ocio”.[4] Se nos antojaría pensar que hay en ello una contradicción o que el filósofo está hablando de una circularidad que oscila pendularmente entre trabajo y descanso. Pero eso ocurre porque nos hemos acostumbrado a identificar “descanso y diversión” con “ocio”, cosa que no hace el filósofo de Estagira. Nosotros hemos reducido el ocio al descanso laboral, quizás porque hemos reducido al hombre a un trabajador, y por lo tanto a su tiempo libre como mero descanso del trabajo o como fuga de la situación angustiante que la vida laboral le genera.
El tiempo libre, si ha de ser plenamente libre y además liberador, no puede reducirse a un tiempo funcional al mundo del trabajo, sino que ha de ser una elevación por sobre la funcionalidad laboral del hombre (“La simple pausa en el trabajo, ya dure ésta una hora o una semana o más aún, sigue perteneciendo a la vida del trabajo cotidiano. Está incluida en el transcurso cronológico de la jornada de trabajo, es una parte de él. […] El ocio corta perpendicularmente el término de la jornada del trabajo. […] El ocio no encuentra su justificación en el hecho de que el «funcionario» actúe en la medida de lo posible sin tropiezos y sin fallos, sino en el hecho de que el funcionario continúe siendo hombre.”[5]) Tampoco puede reducirse a un tiempo dedicado a la relación con el placer enajenante que pretende anestesiar al hombre de su aburrimiento (ver entrada anterior). Ha de ser un tiempo que favorezca en el sujeto una íntima presencia en sí mismo y, en consecuencia, una relación plenamente humana con las cosas.



Ya hemos señalado en previos posteos que no se trata de una cuestión solamente “material”, sino de una actitud interior. No alcanza con decir a qué dedicar el tiempo libre (si dedicarlo al conocimiento, al arte, a la relación con el prójimo, a lo religioso), sino posar la mirada crítica sobre la manera en que nos relacionamos con estas y otras cuestiones. Se puede uno relacionar alienadamente con el conocimiento, cuando en esa relación se impone una actitud posesiva, racionalizadora, objetivante, dominadora[6]; pero también es posible recuperar la vocación contemplativa a la que está llamado el hombre y a la que lo invitan los misterios del mundo y su verdad. Es factible que tengamos una relación alienada con el arte, haciendo uso de él como ocasión de distracción, pero también somos capaces de entregarnos al encuentro fecundo y purificador que el buen arte es capaz de realizar sobre el espectador que se abre a la belleza. Se puede tener una relación alienante y narcisista con el prójimo, reduciéndolo a instrumento, cosificándolo desde una mirada utilitarista que redunda en una cosificación de nosotros mismos, o bien subsumiéndonos y diluyéndonos en el grupo para convertirnos en los autómatas que los demás esperan que seamos[7], pero también podemos superar esa actitud mezquina y esforzarnos en la auténtica entrega al otro que permite el diálogo fértil de las intimidades personales que se unen sin perder su propia individualidad y potenciándola en esa unión. Muchas veces tenemos una relación alienante con lo Sagrado, convirtiendo la actitud religiosa en vía de escape, de sumisión masoquista e idolátrica[8], pero también es posible participar de una relación íntima y profunda con Aquel que nos trasciende infinitamente y a la vez habita como fundamento en nuestra profunda intimidad.
Cuando estas vivencias se dan de modo enajenado, por más que se disfracen de placer, seguirán alejándonos de nosotros mismos y de nuestra libertad. Pero pueden estimular nuestra autoposesión cuando nos entregamos a ellas desde nuestra profundidad personal y logramos descubrir que no se trata de exigencias que nos sean ajenas, sino de reclamos de nuestro propio modo de ser. Entonces podremos descubrir también que “lo que es propio de cada uno por naturaleza es lo mejor y los más agradable para cada uno”.[9]

Martín Susnik




[1] J. Pieper, El Ocio y la Vida Intelectual, p. 49
[2] Por “mundo del trabajo” entendemos, siguiendo a Pieper, “el mundo del día de labor, el mundo de la utilización, del servicio a fines, del resultado o producto, del ejercicio de una función; es el mundo de las necesidades y del rendimiento, el mundo del hambre y de su satisfacción.” Cfr. ¿Qué significa filosofar? en El ocio y la Vida Intelectual, pp. 80-81
[3] Ética a Nicómaco, 1176 b 34: “Ocuparse y trabajar por causa de la diversión parece necio y muy pueril; en cambio, divertirse para afanarse después parece, como dice Anacarsis, estar bien; porque la diversión es como un descanso, y como los hombres no pueden estar trabajando continuamente, necesitan descanso. El descanso, por tanto, no es un fin, porque tiene lugar por causa de la actividad.”
[4] Ibidem 1177 b 4
[5]  J. Pieper, op. cit., pp.49-50.
[6] Cfr. E. Fromm, ¿Tener o Ser?, pp. 53-55 y 145; Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, pp. 61-63, 145-147 (en estas páginas encontramos una interesante coincidencia con la distinción entre ratio e intellectus que realiza la filosofía de inspiración clásica y a la que también se refiere Pieper en El ocio y la Vida Intelectual, pp. 21 ss.)
[7] Cfr. El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 2004, pp- 146-158, 183 y ss.; Psiconanálisis de la sociedad contemporánea, p. 58-60.
[8] Para la posición de Fromm sobre estas cuestiones cfr. ¿Tener o Ser? pp. 55-57; Ética y psicoanálisis, pp.213 y ss; Psicología de la sociedad contemporánea 150; El arte de amar, pp. 67 y ss.
[9] Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1178 a 5.

miércoles, 28 de enero de 2015

Tiempo libre (II)

Placer y enajenación

En la entrada anterior hemos planteado algunos interrogantes sobre el tiempo libre y el modo alienante de vivirlo en la cultura contemporánea. Surge ahora un interrogante dentro de la misma temática. Parece acertado decir que mayormente dedicamos nuestro tiempo libre a algunas satisfacciones y placeres con el fin de acercarnos al menos transitoriamente a un estado de mayor felicidad. La pregunta a la que invitamos es si se trata de placeres que en verdad ayuden a tener una existencia más plena y feliz, o si se trata de placeres que broten y potencien el estado de enajenación.
La identificación entre placer y felicidad ya fue planteada, si no antes, por los antiguos griegos. De manera explícita la formularon los Cirenaicos, escuela socrática menor, allá por el siglo IV a. C. La escuela cirenaica, con Aristipo a la cabeza, sostuvo un hedonismo estricto: la felicidad reside en el placer que se disfruta en el instante y la búsqueda de dicho placer es el primer motor de la existencia.[1] A pesar de semejante premisa, sin embargo, los cirenaicos sostuvieron que el hombre debe dominar los placeres y no ser dominado por ellos, salvaguardando así el autodominio y evitando el exceso. 
El planteo hedonista cirenaico fue luego heredado y rectificado por Epicuro (341 – 270 a. C.) y los denominados “filósofos del jardín”. También según los epicúreos el bien se identifica con el placer, entendido ahora como ausencia de dolor, o para decir mejor, como superación del dolor que justamente surge cuando se ausenta el placer.[2] El placer que es la base de la ética epicúrea, pues es el fundamento de la vida feliz que es a su vez la meta de la ética y del filosofar, posee un carácter negativo. Lo que se procura alcanzar es la aponía (ausencia de dolor en el cuerpo) y la ataraxia (ausencia de perturbación anímica),[3] es decir que el placer (hedoné) se define más como ausencia de su contrario que como una efectiva presencia. En consecuencia, el placer en el que consiste la vida feliz según la ética epicúrea, no consiste en la satisfacción de cualesquiera deseos. “Entonces, cuando decimos que el placer es el fin, no hablamos de los placeres de los disolutos ni de los que residen en el goce regalado, como creen algunos que ignoran o no están de acuerdo o que interpretan mal la doctrina, sino de no padecer dolor en el cuerpo ni turbación en el alma.”[4] Por ello no todo placer debe ser elegido ni todo dolor ha de ser evitado; aunque el placer sea un bien y el dolor un mal, en algunas circunstancias es conveniente omitir algunos placeres de los cuales se desprenderían luego una molestia, o preferir algunos dolores de los cuales se seguiría luego un mayor placer.[5] Por lo tanto, una vida venturosa no es una vida ciegamente entregada al placer, sino una vida que exige un sobrio razonamiento para saber elegir correctamente, es decir, una vida prudente.[6] A fin de colaborar con la elección prudente que encaminara a la aponía y a la ataraxia, Epicuro realiza una clasificación de los deseos. Según el pensador helénico, los deseos se clasifican en tres grupos: 
Epicuro

a) Naturales necesarios, dentro de los cuales están los necesarios para vivir (relacionados con el hambre y la sed), para la ausencia de malestar en el cuerpo (albergue, vestimenta, etc.) y para la felicidad (la filosofía y la amistad, que liberan de la inquietud del alma). 
b) Naturales no necesarios, que son aquellos cuya no satisfacción no es causante de dolor, implican sólo una variación en el placer (deseos relacionados con el placer de los sentidos, los deseos estéticos, sexuales). 
c) Vanos, que infringen el límite establecido por la naturaleza, no proporcionan ningún placer y acaban acarreando dolores y pesares (deseo de poder, de fama, de riqueza, etc.)[7] 
Se podrá coincidir o no con la clasificación, pero que los pensadores hedonistas de la primera hora hayan realizado una clasificación es ya señal de la importancia de algunas distinciones, a las que sin embargo no parece tan proclive el hombre contemporáneo.

En tiempos más cercanos, Erich Fromm ha sido también uno de los pensadores que ha notado la necesidad de discriminar distintos tipos de placeres, apoyándose en los descubrimientos del psicoanálisis y los presupuestos de una ética humanista.[8] El autor distingue entre:
- Satisfacción: se trata del placer que resulta del alivio de la tensión que se sigue del deseo hasta entonces no satisfecho que es causado por una necesidad fisiológica. El resultado de esta “satisfacción” es el final de la tensión.
- Placer irracional: tiene su origen en una necesidad psíquica irracional que, sin embargo, se disfraza de necesidad fisiológica (por ejemplo, la ansiedad que se manifiesta como hambre). También en estos casos se produce una tensión cuyo alivio resulta placentero pero en comparación con lo anterior, aquí el sujeto no encuentra saciedad y no se alcanza la satisfacción.
- Gozo: a diferencia de las dos anteriores, no responde a una escasez, sino a la abundancia. No es el alivio de una tensión, sino el producto de la actividad interior del hombre. Implica la realización productiva de las propias potencialidades.
- Gratificación: es el resultado de haber logrado una meta que uno se había propuesto.
- Placer: basado en el descanso y la inactividad, lo cual tiene una importante función biológica.

De esta clasificación Fromm llega a las siguientes conclusiones: la satisfacción, la gratificación y el placer (sin más) son éticamente neutros, el placer irracional es éticamente negativo y el gozo es éticamente bueno. Éste último es el que, según el autor, puede identificarse con felicidad y es señal de éxito parcial o total en el arte de vivir, pues implica el pleno desarrollo de la productividad del ser humano.
Los mencionados análisis y conclusiones ayudan a subrayar algo que habían intuido ya los antiguos. La sola experiencia subjetiva, en lo que se refiere a placer y felicidad, es engañosa. Podemos vernos atraídos hacia algo que en realidad, objetivamente, no favorece el crecimiento y desarrollo personales, incluso hacia algo que es nocivo para nuestra persona, y sin embargo creer subjetivamente que eso es bueno para nosotros, que hace nuestra vida mejor, más placentera, más feliz. Si la felicidad equivaldría a la sensación de felicidad, esta dicotomía no sería posible. Pero si la felicidad es algo más que un estado mental, si es algo sobre lo cual es posible un engañoso pensamiento ilusorio, entonces es posible que el sujeto se crea feliz cuando en realidad no lo es.[9]
Teniendo en cuenta estas observaciones podemos entonces replantearnos a qué placeres apuntamos en nuestro tiempo libre. ¿A aquellos que nos ayudan a crecer como personas y desarrollarnos productivamente como seres humanos, a aquellos que simplemente nos permiten descansar en vistas a la posterior vuelta al trabajo, o a aquellos que son racionalizaciones engañosas y que no conducen a un gozo verdadero? ¿Buscamos aquello que en verdad nos hace bien, o nos conformamos con aquello que nos sirve para olvidarnos que no es tan bien como estamos?



La cuestión no se reduce sólo a un aspecto “material”, sobre a qué placeres recurrimos, sino también (y quizás principalmente) a cómo buscamos el placer, desde qué posición de nuestro yo; si lo buscamos para intentar un mayor encuentro con nosotros mismos, o bien desde una actitud de fuga que nos aleja de nosotros. Si la búsqueda del placer es llevada a cabo desde la actitud de fuga, el resultado no podrá ser otro que la ampliación de la separación, el empeoramiento del estado de enajenación que, paradójicamente, estamos tratando de evadir. La búsqueda de un estado más feliz y de mayor plenitud, entonces, se descarrila en la dispersión que reemplaza esa felicidad pretendida por estado de anestesia que en lugar de resolver el problema se conforma con la insensibilidad y el engañoso encubrimiento de los síntomas que el problema genera y que seguirá generando posiblemente de manera cada vez más fuerte, puesto que no ha sido resuelto.[10] Como planteábamos más arriba en relación con la libertad, la manera por la que optamos para superar la enajenación puede ser causa de una enajenación creciente, si buscamos la felicidad en un estado de pasividad interior y en la actitud de consumo que a veces parece haber penetrado por completo en la vida del hombre enajenado.
Martín Susnik





[1] Cfr. G. Reale – D. Antiseri, Historia del Pensamiento Filosófico y Científico, Herder, Barcelona, 1991, pp. 102-103
[2] “Nos ha menester el placer cuando, por no estar presente, padecemos dolor; pero cuando no padecemos dolor no nos es preciso el placer.” Carta a Meneceo, 128
[3] Téngase presente que, a pesar de esta distinción, en Epicuro tanto la mente o alma (dianoia o psiché) como el cuerpo (sarx, carne) son realidades corpóreas, materiales. Cfr. Alberto Relancio Menéndez, La física y ética en Epicuro, Seminario Orotava de la Historia de la ciencia, año VII, 1998, p. 286.
[4] Carta a Meneceo, 131
[5] Ibidem, 129
[6] “El principio de todo esto y el mayor bien es la prudencia […] pues ella nos enseña que no es posible vivir placenteramente sin vivir juiciosa, honesta y justamente, ni vivir de manera juiciosa, honesta y justa sin vivir placenteramente.” Ibidem, 132
[7]  Cfr. Carta a Meneceo, 127; Máximas Capitales 26, 29.
[8] Fromm no sigue a Epicuro, sino que se apoya en autores que considera humanistas, especialmente Aristóteles y Spinoza, pues su concepción de la felicidad está lejos de la ataraxia  y aponía epicúreas, como se señala más adelante. La distinción entre diversos tipos de “placeres” que aquí citamos se encuentra en Ética y psicoanálisis, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2004, pp. 198-207
[9] Fromm señala que la felicidad y la infelicidad son más que estados de la mente; son expresiones del estado del organismo entero, de la personalidad total. Como posibilidad de distinguir la “ilusión de felicidad” de la felicidad real, observa que muchas veces las manifestaciones físicas son más patentes que las mentales. Ética y psicoanálisis, p. 197.
[10] Fromm señala que la felicidad no es opuesta a la tristeza o a la pena, porque en ese caso debería consistir en una insensibilidad que redunda en la imposibilidad de la felicidad misma. El autor contrapone la felicidad a la depresión y el aburrimiento (señalando que entre estos dos hay sólo una diferencia de grado) y observa que el tedio es justamente uno de los males más penosos de la existencia porque uno es incapaz de sentir ni alegría ni tristeza. Ahora bien, este mal puede evitarse, o sería mejor decir, puede tratar de evitarse de dos maneras: siendo productivo y sintiendo, en consecuencia, felicidad, o tratando de evitar sus manifestaciones. Su diagnóstico sobre la opción más frecuente en el hombre contemporáneo es tajante: “Este último intento parece caracterizar la carrera tras la diversión y el placer del individuo ordinario de hoy. Siente su depresión y aburrimiento, que se hace manifiesto cuando está a solas consigo o con las personas más allegadas a él. Todas nuestras diversiones sirven al propósito de facilitarle la huida de sí mismo y del tedio amenazador, refugiándose en los muchos caminos de escape que nuestra cultura le ofrece; pero el ocultar un síntoma no pone fin a las condiciones que la producen.” Psicología de la sociedad contemporánea, p. 171. Cfr. Ética y psicoanálisis, p. 205

lunes, 26 de enero de 2015

Tiempo libre (I)



Tiempo ¿libre?

Cuando hablamos popularmente de “tiempo libre” o de "ocio" solemos hacer referencia a aquellos momentos en los que uno puede hacer lo que quiere y lo que le gusta, por contraposición al tiempo que uno le dedica a lo que debe y necesita hacer para satisfacer lo básico en vistas a la subsistencia o a un determinado nivel de vida deseado. Son los momentos en los que, haciendo una pausa en nuestras obligaciones laborales, disponemos del tiempo libre de aquellos menesteres que muchas veces no coinciden con lo que uno quisiera y le gustaría estar haciendo, libre de aquellos deberes que con tanta frecuencia no coinciden con nuestros verdaderos intereses, o al menos no con todos ellos. Por eso es habitual que añoremos el “tiempo libre”, entendido como posibilidad de vivencias placenteras y felices.
Se podría suponer que los inconvenientes referentes al “tiempo libre” estarían relacionados principalmente con su limitación y transitoriedad, como si el problema central fuera que esos momentos resultan demasiado breves y se terminan antes de que uno quisiera. Sin embargo, hay algunas otras aristas en las que vale detenerse alguna vez. Intentemos con una de ellas, que no es nueva ni mucho menos. La mayoría de los lectores seguramente se habrá planteado alguna vez la siguiente cuestión: si el tiempo libre es el tiempo dedicado a hacer lo que uno quiere, ¿lo dedica el hombre a hacer lo que verdaderamente, en su profundidad personal, quiere? ¿O lo dedica a hacer lo que cree que quiere porque le han hecho creer que ese es su querer genuino sin que lo sea en realidad? Formulándolo de modo breve: ¿es nuestro tiempo libre verdaderamente “libre”?

Tiempo libre y enajenación

En 1955 Erich Fromm se preguntaba si la gente que vive en el mundo occidental del siglo XX era en general mentalmente sana o no.[1] Su diagnóstico se inclina mayormente a responder de manera negativa. No podemos detenernos aquí a pormenorizar su análisis pero sí hemos de mencionar que una de las principales señales de que no estamos tan sanos como solemos creer, según Fromm, es el fenómeno de la enajenación o alienación.
Ya Marx había utilizado el concepto para describir la situación del hombre cuyos actos le terminan resultando ajenos, situados sobre él y contra él. Fromm vuelve sobre el concepto explicándolo de la siguiente manera: “Entendemos por enajenación un modo de experiencia en que la persona se siente a sí mismo como un extraño. […] No se siente a sí mismo como centro de su mundo, como creador de sus propios actos y las consecuencias de ellos se han convertido en amos suyos, a los cuales obedece y a los cuales quizás hasta adora.”[2] De esta enajenación se sigue, según el autor, una relación idolátrica –con respecto a Dios, al Estado, a otra persona, a las propias pasiones irracionales– puesto que “el hombre se inclina ante la proyección de una cualidad parcial suya y se somete a ella. No se siente a sí mismo como el centro de donde irradian actos vivos de amor y de razón. Se convierte en una cosa, y su vecino también se convierte en una cosa, así como sus dioses también son cosas.”[3] Esta enajenación, tal como según el autor la encontramos en la sociedad moderna, no se limita al ámbito laboral, sino que se ha convertido en una enajenación casi total. Afecta las relaciones del hombre con su trabajo: el trabajador, despojado de su derecho de pensar y moverse libremente, se convierte en instrumento de la dirección burocrática y despersonalizante; se convierte en “empleado”, es decir, es utilizado para realizar una pequeña función aislada dentro de un complicado proceso cuyo producto final no siente como propio, salvo que lo compre luego. En consecuencia su función laboral le genera una actitud de descontento para con su actividad, la cual es experimentada como algo antinatural y desagradable.[4] También afecta su relación con las cosas que adquiere y a las que accede sin la necesidad de hacer un esfuerzo cualitativamente proporcionado con lo adquirido; basta con que uno tenga dinero y ya puede obtener mercancía, independientemente de cómo vaya a usarlas. Lo adquirido se convierte en objeto de consumo, y también con las cosas que consume se ve afectada la relación: consumimos sin que ello sea una experiencia humana significativa, lo hacemos para satisfacer fantasías artificialmente estimuladas, que no pueden ser jamás satisfechas ya que están desligada de nuestras necesidades reales como seres humanos. Esta insatisfacción genera una necesidad de consumo aún mayor y una creciente dependencia respecto de esas necesidades artificiales.[5]

Dentro de semejante situación, en la que el hombre se siente a sí mismo como un extraño, resulta evidente que la posibilidad de la persona de estar presente a sí mismo y en sí mismo se ve peligrosamente amenazada. En definitiva queda amenazada la posibilidad de que el hombre haga verdadero uso de su libertad. Y esto no sólo dentro del ámbito laboral, sino también en el supuesto “tiempo libre”. También en el ocio el sujeto está alienado y permanece como consumidor pasivo. El ser humano, reducido a “empleado” y consumidor, emplea y consume también su tiempo libre.

¿Qué podemos esperar? Si un hombre trabaja sin verdadera relación con lo que está haciendo, si compra y consume mercancías de un modo abstractificado y enajenado, ¿cómo puede usar su tiempo libre de un modo activo y con sentido? Sigue siendo siempre el consumidor pasivo y enajenado. «Consume» partidos de beisbol, películas, periódicos y revistas, libros, conferencias, paisajes, reuniones sociales, del mismo modo enajenado y abstractificado en que consume las mercancías que compra.[6]


Tesis similares ha expuesto Guy Debord doce años después, en 1967, en su obra La sociedad del espectáculo.[7] También él, anclado en las ideas de Marx sobre alienación y fetichismo mercantil, señala que dicha alienación ha superado el horario de trabajo y colonizado toda la vida del hombre, incluyendo el ocio. El hombre ha perdido el contacto directo con la realidad bajo la omnipresencia del “espectáculo”: “Toda la vida de las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación.” (tesis 1). Este “espectáculo” no es una decoración o complemento del mundo real, sino la manera en que el hombre se relaciona, enajenadamente, con las cosas, toda vez que éstas han sido reducidas a mercancías. De un modo de producción alienada se sigue un modo de consumo alienado, y de ahí toda la vida social es alcanzada por la mercancía. En la medida en que la economía ha sometido totalmente a los hombres, así estos se ven sometidos por el “espectáculo”. La sociedad es esencialmente espectaculista. “Bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de entretenimientos, el espectáculo constituye el modelo actual de la vida socialmente dominante. Es la afirmación omnipresente de una elección ya hecha en la producción, y de su consumo que es su corolario. Forma y contenido del espectáculo son, idénticamente, la justificación total de las condiciones y fines del sistema vigente. El espectáculo es también la presencia permanente de la justificación, en tanto colonización de la parte principal del tiempo vivido fuera de la producción moderna” (tesis 6). El espectáculo se ha convertido así en el nuevo “opio de los pueblos”, es la “reconstrucción material de la ilusión religiosa […] la realización técnica del exilio de los poderes humanos en un más allá, la escisión consumada en el interior del hombre.” (tesis 20), el culmen de la alienación humana en un inmanentismo irrespirable del cual parecería no haber salida. Y así como Nietzsche hablaba del seguir soñando sabiendo que se sueña, Debord sostiene que “a medida que la necesidad resulta socialmente soñada, el sueño se hace necesario. El espectáculo es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que – en última instancia – no expresa sino su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián de ese sueño” (tesis 21), es decir la anestesia que guarda la inconsciencia y nos mantiene en ella. 
Posiblemente el lector contemporáneo tenga la sensación de que estos análisis no han perdido vigencia y de que incluso hemos encontrado nuevas formas de entretenernos enajenadamente en los tiempos que corren, en especial gracias al desarrollo de las nuevas tecnologías. Si el diagnóstico es acertado, la situación puede parecernos asfixiante. Buena parte de la existencia del hombre estaría dedicada a la labor de procurarse medios de subsistencia en un sistema enajenante que provoca pesar y el resto del tiempo que bien podría y debería estar enfocado a encontrar una salida a esa situación, potencia la alienación. Ese intento de salida se convierte en una “fuga de” en lugar de ser una verdadera “salida hacia”. El hombre alienado no huye de la alienación, sino que huye alienadamente, que no es lo mismo, sino más bien lo contrario. Al querer alejarse de la alienación de sí mismo, termina huyendo de sí mismo y radicalizando la alienación. Esto, en consecuencia, no representa una verdadera solución, una salida hacia arriba, una superación cualitativa en el modo de vérnoslas con la realidad, sino sólo un cambio de realidades con las que permanecemos relacionándonos de la misma manera enajenada.
En nuestro tiempo “libre”, seguimos sin estar verdaderamente presentes a y en nosotros mismos. El tiempo “libre” entonces pierde el rasgo de tal. ¿Cómo habríamos de saber lo que interiormente queremos, si no habitamos en nuestra interioridad? ¿Y cómo habríamos, en consecuencia, de ejercer nuestra libertad interior, si nos hemos desligado y fugado de nosotros mismos?
Quien no habita en su morada corre el riesgo de que otros invadan su interior. Y no lo harán de manera anunciada y a gritos pues eso nos pondría en alerta, sino con la sutileza y seducción necesaria como para que su invasión no nos perturbe y no nos haga falta siquiera tomar conciencia de ella. Así nos convertimos en víctimas y victimarios a la vez. Victimarios, porque somos nosotros los que nos dejamos seducir y los que nos dejamos invadir. Víctimas, porque nuestra interioridad ha sido invadida con una violencia silenciosa que por ser silenciosa no deja de ser menos violenta. Y desde allí somos manipulados, sin que quizás lleguemos a tomar nota de ello, en el sagrario de nuestra intimidad que debería permanecer inmanipulable. Entonces ya sabemos lo que ocurre: bajo el título de “libertad” nos venden lo que es un mero “poder hacer”, después de haber conquistado e inutilizado nuestra capacidad de elegir. Nos convencen de que somos libres de decir lo que pensamos, después de adoctrinarnos sobre lo que debemos pensar. Nos permiten consumir lo que queramos, después de habernos convencido de que queremos consumir y qué es lo debemos querer consumir. Nos abren las puertas a miles de distracciones, después de haberse asegurado de que deseemos distraernos. Nos dan la posibilidad de cubrir todas nuestras necesidades, después de haberlas convertido en “necesidades” para nosotros. 


¿Qué queda de libertad en un “tiempo libre” vivido de esta manera? ¿Qué sentido tiene el tiempo libre, del cual disponemos mucho más que en épocas anteriores,  si en el fondo no disponemos de nosotros mismos? Si tal es la situación del hombre contemporáneo, entonces vale para él el diagnóstico de Fromm:

no es libre de gozar «su» tiempo disponible; su consumo de tiempo disponible está determinado por la industria, lo mismo que las mercancías que compra; su gusto está manipulado, quiere ver y oír lo que se le obliga a ver y oír; la diversión es una industria como cualquiera otra, al consumidor se la hace comprar diversión lo mismo que se le hace comprar ropa o calzado.[8]

Se trata entonces de un tiempo libre en el cual no hay auténtica libertad pero en el cual se cree que la hay. Los últimos decenios tal vez hayan inventado la mejor manera de generar un totalitarismo sin oposiciones: convirtiéndolo en invisible.[9]


Martín Susnik


[1] Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1962.
[2] Ibidem, p. 106
[3] Ibidem, p. 107
[4] Ibidem, pp. 151-154
[5] Ibidem, pp. 114-118
[6] Ibidem, pp. 118-119.
[7] La Marca, Buenos Aires, 1995.
[8] Ibidem, p. 119
[9] Sobre la historia de la manipulación de los gustos y deseos del consumidor basada en la aplicación de las teorías psicoanalíticas, especialmente en Estados Unidos, cfr. The century of the self, serie documental de la B.B.C. realizada por Adam Curtis en 2002. 
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