Tiempo y profundidad
Es
evidente que, en un sentido literal, estas ocasiones que hemos puesto como
ejemplo en la entrada anterior no logran desprenderse totalmente del devenir.
Una contemplación estética no es sempiterna, si por ello se entiende quedarse frente
a un cuadro mirando hasta el fin de los días. Un abrazo no puede ser
ininterrumpido tampoco; sería una situación de lo más incómoda. Esos instantes,
en tanto están anclados en la incesante ley de la sucesión, tienen ese
inevitable rasgo de fugacidad. Pero la cuestión está en captar que, a pesar de
estar arraigados al tiempo y a las leyes del cambio, logran trascender a estos
y tener un sabor a imperecedero.
Al
hablar aquí de trascendencia no la
estamos pensando como «alejamiento». Si así fuera, en nuestro habérnoslas con
las cosas y experimentar su semejanza con la eternidad, tendríamos la sensación
de distanciamiento, pero no es eso lo que ocurre. Muy por el contrario, la
sensación es de haber penetrado en su profundidad. Se trata entonces de una trascendencia que es profundización, de un ir más allá que es, en realidad, un ir más adentro. Es descubrir, como hemos
dicho ya, el vestigio de eternidad en la
temporalidad misma y las cosas que en ella existen. Se trata de una
trascendencia íntima a las cosas.
Por
eso, las experiencias cercanas a lo eterno, en la limitada medida en que
podemos nosotros alcanzarlas, sólo pueden darse en lo profundo. Sólo son
posibles en ese tipo de relaciones o encuentros en los que superamos la
epidermis de la superficie, para calar en la médula de lo otro. Solamente las
miradas profundas, esas que en su silencio dicen mucho, logran ser miradas que
trascienden el tiempo. Sólo las amistades profundas logran superar los cambios
que pueden producirse con los años. Sólo la profunda experiencia estética y
contemplativa logra introducirnos en una dimensión en la que las agujas del
reloj parecen detenerse. Sólo los profundos valores irradian una luz que con el
tiempo no se desvanece.
Volviendo
a la definición de Boecio que ya habíamos mencionado (en la parte I), lo eterno es simultáneo e interminable porque es perfecto.
Perfección implica plenitud, riqueza de sentido, contenido, luminosidad. Cuanta
mayor perfección tiene algo, más profundo podemos internarnos en su interior,
más nos dice, más nos alimenta, y mayores serán las posibilidades de que el
encuentro con ello nos permita trascender el devenir. Si, en cambio, no hay
plenitud o no la podemos descubrir, el paso del tiempo revela su rostro más
temible. Si nos hacemos incapaces de penetrar en la riqueza de lo íntimo,
vagamos erráticamente entre sombras para correr a ninguna parte en un frenesí
que, lejos de ser verdadero progreso, paradójicamente, se parece más a la
estaticidad de lo inerte. Entonces quedamos sometidos – inconscientemente a veces
y voluntariamente otras – al reinado de Chronos para ser devorados como hijos
suyos que (también) somos.
S. Hurtrelle (1648-1724), "Saturno devorando uno de sus hijos" |
Si
no hay plenitud, no hay profundidad, y viceversa. Sin éstas la superación de la
sucesión carcomiente es imposible y el paso del tiempo revela un hegemónico
poder. En la mera superficialidad no hay donde anclar la mirada del alma; todo
se torna inconsistente y resbaladizo, no nos satisface, no nos colma y no nos
calma. Entonces no queda otra opción que pasar a otra cosa y, como esa otra
cosa no nos satisface tampoco, pasamos a otra y así sucesivamente. Todo es
dominado por el tiempo, todo es mero pasar.
Esta
incesante sucesión de constantes cambios se disfraza muchas veces de vitalidad,
energía, entusiasmo, evolución. Así nos la venden incluso algunos sofistas de
nuestros días. Pero bajo la máscara esconde su verdadera esencia, a saber, que
está más cerca de lo agónico que de lo vital.
De
esta manera repercute también en el sujeto que la experimenta, aunque él mismo
se empeñe en negarlo. Lo superficial no genera entusiasmo, sino aburrimiento.
En la superficialidad estamos inquietos e hiperactivos porque nos aburrimos, y
el que se aburre con una cosa necesita pasar a otra distinta porque aquello en
lo que está no le transmite nada, no lo alimenta, no lo moviliza por dentro.
Entonces allí no hay verdadera vitalidad, sino abulia falsamente disfrazada de
vigor. Son intentos de suplantar con la cantidad lo que ha quedado insatisfecho
desde el punto de vista de la calidad. Pero esa suplantación no deja jamás de
ser inauténtica y desde allí no hay satisfacción verdadera posible.
Innumerables escenarios de nuestras sociedades y múltiples situaciones de
nuestras vidas cotidianas sabrían ilustrarlo.
El
aburrimiento también está relacionado con nuestras experiencias del tiempo.
Experiencias radicalmente distintas de aquellas en las que rozamos lo eterno.
Algunas lenguas utilizan, para referirse al aburrimiento, expresiones que
significan etimológicamente «tiempo-largo». También aquí hay una referencia a
lo interminable, pero no «interminable»
por su plenitud y perfección (como sucede con lo eterno), sino «interminable» en un sentido negativo por
el tedio que provoca. Quisiéramos que termine de una buena vez y parece no
terminar jamás, esa es la vivencia psicológica del tiempo en los casos de
aburrimiento. Una vivencia en la que la relación con el tiempo se torna
negativa, y en consecuencia hay que buscar como «matarlo». El intento de
semejante asesinato, sin embargo, no llega a ser nunca verdadero triunfo, sino
a lo sumo una negación desde la inconsciencia. Ahí no hay superación del tiempo
ni profundización en él para trascenderlo. Ahí el tiempo reina, bloquea toda
salida posible, parece no acabar jamás y prolonga insoportablemente su vacío,
aunque no queramos verlo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario