jueves, 18 de diciembre de 2014

La vivencia del tiempo (III)

Tiempo y profundidad

Es evidente que, en un sentido literal, estas ocasiones que hemos puesto como ejemplo en la entrada anterior no logran desprenderse totalmente del devenir. Una contemplación estética no es sempiterna, si por ello se entiende quedarse frente a un cuadro mirando hasta el fin de los días. Un abrazo no puede ser ininterrumpido tampoco; sería una situación de lo más incómoda. Esos instantes, en tanto están anclados en la incesante ley de la sucesión, tienen ese inevitable rasgo de fugacidad. Pero la cuestión está en captar que, a pesar de estar arraigados al tiempo y a las leyes del cambio, logran trascender a estos y tener un sabor a imperecedero.
Al hablar aquí de trascendencia no la estamos pensando como «alejamiento». Si así fuera, en nuestro habérnoslas con las cosas y experimentar su semejanza con la eternidad, tendríamos la sensación de distanciamiento, pero no es eso lo que ocurre. Muy por el contrario, la sensación es de haber penetrado en su profundidad. Se trata entonces de una trascendencia que es profundización, de un ir más allá que es, en realidad, un ir más adentro. Es descubrir, como hemos dicho ya, el vestigio de eternidad en la temporalidad misma y las cosas que en ella existen. Se trata de una trascendencia íntima a las cosas.
Por eso, las experiencias cercanas a lo eterno, en la limitada medida en que podemos nosotros alcanzarlas, sólo pueden darse en lo profundo. Sólo son posibles en ese tipo de relaciones o encuentros en los que superamos la epidermis de la superficie, para calar en la médula de lo otro. Solamente las miradas profundas, esas que en su silencio dicen mucho, logran ser miradas que trascienden el tiempo. Sólo las amistades profundas logran superar los cambios que pueden producirse con los años. Sólo la profunda experiencia estética y contemplativa logra introducirnos en una dimensión en la que las agujas del reloj parecen detenerse. Sólo los profundos valores irradian una luz que con el tiempo no se desvanece.
Volviendo a la definición de Boecio que ya habíamos mencionado (en la parte I), lo eterno es simultáneo e interminable porque es perfecto. Perfección implica plenitud, riqueza de sentido, contenido, luminosidad. Cuanta mayor perfección tiene algo, más profundo podemos internarnos en su interior, más nos dice, más nos alimenta, y mayores serán las posibilidades de que el encuentro con ello nos permita trascender el devenir. Si, en cambio, no hay plenitud o no la podemos descubrir, el paso del tiempo revela su rostro más temible. Si nos hacemos incapaces de penetrar en la riqueza de lo íntimo, vagamos erráticamente entre sombras para correr a ninguna parte en un frenesí que, lejos de ser verdadero progreso, paradójicamente, se parece más a la estaticidad de lo inerte. Entonces quedamos sometidos – inconscientemente a veces y voluntariamente otras – al reinado de Chronos para ser devorados como hijos suyos que (también) somos. 
S. Hurtrelle (1648-1724), "Saturno devorando uno de sus hijos"
Si no hay plenitud, no hay profundidad, y viceversa. Sin éstas la superación de la sucesión carcomiente es imposible y el paso del tiempo revela un hegemónico poder. En la mera superficialidad no hay donde anclar la mirada del alma; todo se torna inconsistente y resbaladizo, no nos satisface, no nos colma y no nos calma. Entonces no queda otra opción que pasar a otra cosa y, como esa otra cosa no nos satisface tampoco, pasamos a otra y así sucesivamente. Todo es dominado por el tiempo, todo es mero pasar. 
Esta incesante sucesión de constantes cambios se disfraza muchas veces de vitalidad, energía, entusiasmo, evolución. Así nos la venden incluso algunos sofistas de nuestros días. Pero bajo la máscara esconde su verdadera esencia, a saber, que está más cerca de lo agónico que de lo vital.
De esta manera repercute también en el sujeto que la experimenta, aunque él mismo se empeñe en negarlo. Lo superficial no genera entusiasmo, sino aburrimiento. En la superficialidad estamos inquietos e hiperactivos porque nos aburrimos, y el que se aburre con una cosa necesita pasar a otra distinta porque aquello en lo que está no le transmite nada, no lo alimenta, no lo moviliza por dentro. Entonces allí no hay verdadera vitalidad, sino abulia falsamente disfrazada de vigor. Son intentos de suplantar con la cantidad lo que ha quedado insatisfecho desde el punto de vista de la calidad. Pero esa suplantación no deja jamás de ser inauténtica y desde allí no hay satisfacción verdadera posible. Innumerables escenarios de nuestras sociedades y múltiples situaciones de nuestras vidas cotidianas sabrían ilustrarlo.
El aburrimiento también está relacionado con nuestras experiencias del tiempo. Experiencias radicalmente distintas de aquellas en las que rozamos lo eterno. Algunas lenguas utilizan, para referirse al aburrimiento, expresiones que significan etimológicamente «tiempo-largo». También aquí hay una referencia a lo interminable, pero no «interminable» por su plenitud y perfección (como sucede con lo eterno), sino «interminable» en un sentido negativo por el tedio que provoca. Quisiéramos que termine de una buena vez y parece no terminar jamás, esa es la vivencia psicológica del tiempo en los casos de aburrimiento. Una vivencia en la que la relación con el tiempo se torna negativa, y en consecuencia hay que buscar como «matarlo». El intento de semejante asesinato, sin embargo, no llega a ser nunca verdadero triunfo, sino a lo sumo una negación desde la inconsciencia. Ahí no hay superación del tiempo ni profundización en él para trascenderlo. Ahí el tiempo reina, bloquea toda salida posible, parece no acabar jamás y prolonga insoportablemente su vacío, aunque no queramos verlo.


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