En la jerga cotidiana la noción de
“poder” parece generar cierta desconfianza y rechazo, por no decir directamente
temor. Causa de ello tal vez sea que asociamos el concepto de poder con ideas
tales como dominación o control. En este sentido, parecería que
“tener poder” significaría ser capaz de apoderarse
de los otros, aniquilando de esta manera sus libertades. Pues bien, ¿es esto
necesariamente así? ¿Qué es, en verdad, el
poder?¿Es el poder necesariamente un dispositivo de violencia y
esclavización para con el otro? ¿Hay alguna manera distinta de pensar en el poder y en el poderoso?
Si el poder fuese
siempre dominación y control esclavizante, valdrían, no sólo como descripción
sino como máxima de acción, aquellas palabras de Foucault: “Donde hay poder,
hay resistencia” y la vida social humana se vería condenada a un incesante
choque de fuerzas en conflicto. La existencia social implicaría entonces una
contradicción interna insalvable: para desarrollarnos como personas necesitamos
vivir en sociedad, para vivir en sociedad necesitamos que haya cierto orden,
para que haya orden necesitamos de una autoridad, pero la autoridad – a través
del ejercicio del poder – entorpece nuestro desarrollo como personas. O esa es
la contradicción inherente a nuestra existencia social, o hay que buscar una
alternativa, pensar el poder y su ejercicio de una manera distinta, de una
manera que resulte fecunda para el ser humano, libre y social por naturaleza.
Proponemos algunas ideas a tal fin:
El poder fecundo implica obediencia. No nos referimos aquí a que se
exija obediencia al que tiene el poder, sino de parte del que lo posee. Es el “poderoso” el que (también) debe
obedecer, y ha de hacerlo en primer lugar. No como una cuestión estratégica de
convencimiento (“yo lo hago, ahora háganlo también ustedes”), sino por absoluta
necesidad, en caso de que el ejercicio del poder pretenda ser verdaderamente
fecundo. ¿Pero a qué ha de obedecer el hombre poderoso? A las exigencias de las
cosas mismas. Tan simple y a la vez tan complejo como eso. Cada situación, cada
problemática se plantea de una determinada manera, en unas determinadas
circunstancias, y pide también por una acción determinada, para que ésta se
cumpla en diálogo fértil con lo que la realidad exige. El ejercicio del poder
debe estar edificado sobre el conocimiento contemplativo de esa realidad, sobre
la mirada lúcida de la situación y sus exigencias, y debe dar a luz la acción,
el mandato que se ajuste – y que, por tanto, sea justo – a lo que la realidad solicita. Toda acción del hombre es
una respuesta a las cosas; si esa respuesta brota desde la mirada sincera,
desde la escucha atenta de la realidad y con obediencia a las objetivas necesidades y oportunidades de cada
caso, puede ser fecunda y el ejercicio del poder se hace verdaderamente
eficiente. Si el poder, en cambio, se ejerce desde la cerrazón, desde una
mirada distorsionada, caprichosa y desobediente, se convierte en manipulación
estéril y contraproducente.[1]
El poder fecundo supone y respeta la libertad. No nos referimos
aquí, una vez más, a la libertad del “poderoso” (aunque tampoco la excluyamos,
claro está), sino de los que están a su cargo. Y los que están a su cargo son personas, seres libres cuya dignidad
debe respetarse. No sólo por una cuestión estratégica de evitar malestares en
los miembros del grupo social que pudieran ocasionar alguna revuelta en
perjuicio de quien ostenta el poder, sino porque la fecunda vida social
necesita de la fecunda vida personal de los individuos que conforman la
sociedad. Donde no hay vida personal (y la vida personal exige el respeto por
la libertad), la vida social se desmorona, queda carente de energías
auténticas, se sistematiza burocráticamente convirtiéndose en una maquinaria
carente de vitalidad y creatividad que se dirige, tarde o temprano, a su
disecación y fracaso, podríamos decir “por muerte natural”. La corta vida de
los sistemas totalitarios del siglo XX puede servirnos de muestra para
comprender cómo se desgasta por ineficiencia interna la vida de una sociedad
planteada desde el no respeto por las libertades individuales.
Se objetará al respecto que el ejercicio exitoso del poder
necesita que los subordinados obedezcan las órdenes del o de los están a su
cargo, y que, consecuentemente, no queda lugar para la libertad. Pero esta
objeción parte de la errónea suposición de que libertad y obediencia son
mutuamente excluyentes. La suposición es falsa porque nada impide que alguien
pueda decidir libremente obedecer (y no nos referimos a esas obediencias por
temor, que en el fondo no son libres). El hombre puede obedecer sin menoscabo
alguno de su libertad cuando ve que la orden es justa y se
condice con lo que la realidad solicita. Por ello, para que este segundo punto pueda darse, es necesario que se dé el que señalábamos en primer lugar: la obediencia primera del poderoso a la verdad de las cosas. Quien ocupa
el lugar de la autoridad, por lo tanto, debe dar órdenes que se condigan con lo
que las cosas son y lo que la situación concreta exige, pero además debe
fomentar la “visión” de los demás, a quienes esas órdenes se dirigen. El
gobernante, el director, el pedagogo, el jefe deben procurar no solamente “ver”
ellos, sino que los demás también “vean”, para que la obediencia no sea
violencia, sino lúcida y libre aceptación. Si la verdad intenta imponerse desde
afuera, la dinámica es coactiva, por más sutileza y seducción que se utilice en
ello. La propaganda es despersonalizante y termina fracasando, pues es artificial
y genera rebeldía e indisciplina. Pero si la verdad es descubierta por el
sujeto mismo, ella obra desde su interior y su aceptación no hiere su libertad
individual. Por el contrario, la libertad queda salvaguardada e incluso
fortalecida por el encuentro enriquecedor con lo verdadero y lo valioso, que es
descubierto por el sujeto mismo desde su libre interioridad. El ejercicio
fecundo del poder debe, en consecuencia, estimular la vida interior de los
subordinados, la presencia de ellos en sí mismos, para que desde sus
profundidades salgan al encuentro profundo con las profundidades de lo real y
su sentido intrínseco.[2]
El poder fecundo es servicio. Suelen pensarse las cosas de modo
contrario; solemos considerar que la
actitud servicial es lo que compete al
subordinado, mientras que al que ejerce el poder le corresponde ser servido. En
lo fáctico es esta una dinámica frecuente, sin lugar a dudas, pero eso no
alcanza para considerarla normativa. La esencia de la autoridad consiste en
potenciar al sujeto a su cargo o bien en dirigir al grupo bajo su tutela para
que éste obtenga su meta que es el bien común, y el bien común – si es
rectamente entendido – es el bien a su vez de cada de los miembros del grupo.
De modo que una autoridad que ejerce eficientemente su poder busca en realidad
el bien de los individuos que tiene a su cargo y, si se permite la expresión,
verdaderamente “trabaja para ellos”. En esto se da una curiosa situación que a
veces dificulta la comprensión: el que da las órdenes las da no en beneficio
propio (al menos, no exclusivamente), sino en beneficio (no exclusivo tampoco)
de los que reciben las órdenes. Y la obediencia a esas directivas (siempre y cuando sean óptimas, claro está) no es en
favor del que ejerce la autoridad, sino en beneficio del grupo y, por tanto, de
cada uno; mientras que la desobediencia termina redundando en prejuicio propio
del que desobedece.
El poder fecundo es, entonces, la capacidad de mandar a otros, pero para beneficio mismo de los
que son mandados.
Se objetará que esta concepción debilita a la autoridad y al
poder, pero está muy lejos de ello. Liderar fecundamente es darse libremente a los liderados y estar
a su servicio – a veces, a pesar de los mismos beneficiarios. Esta capacidad de
entrega y servicio no es una señal de debilidad, sino de fuerza, pues solamente
da el que puede, y puede dar el que tiene. El servicio es entonces una
señal de poder fecundo, mientras que la necesidad de aprovechamiento y
dominación del otro es señal de la propia impotencia.[3] El
que instrumentaliza para sí, es el que debe llenar un vacío. El genuinamente
poderoso es el que tiene, y por lo tanto también el que sabe dar y darse a los
demás.
[1] De ahí que la prudencia –
en el sentido clásico del término, como recta
razón en el obrar – sea, junto con la justicia, un requisito esencial del
buen gobernante: “Allí donde falten la
prudencia y la justicia, falta el elemento de aptitud humana sin el cual no es
posible desempeñar en su plenitud de sentido el ejercicio del poder (…) Ahora
bien, la imagen del prudente que propone la ética occidental no es ni mucho
menos la del simple «táctico», que sabe obtener con éxito lo que se propone.
Por prudencia se entiende la objetividad que se deja determinar por la
realidad, por la visión de lo que existe, prudente es el que sabe escuchar
en silencio, el que es capaz de dejar que se le diga algo, por tal de alcanzar
un conocimiento más exacto, más claro y más rico de lo real. J. Pieper, Las virtudes
fundamentales, Rialp, Madrid, 1997, p. 149. El
subrayado es nuestro.
[2] Estas ideas podrían
ensamblarse con lo que Erich Fromm denommina “autoridad racional”: una
autoridad que tiene su fuente en la competencia, que es respetada sin necesidad
de intimidación ni terror, que requiere de escrutinios y críticas. Se opone a
la “autoridad irracional” que ejerce poder físico o mental sobre la gente, se
cimienta sobre el temor y prohíbe la crítica (cfr. E. Fromm, Ética y psicoanálisis,
F.C.E., México, 2004, p. 21). La distinción de Fromm, sin embargo, parece
quedarse en el aspecto formal; distingue el cómo
de la autoridad, sin entrar en el qué
(cómo dirigir, sin hablar sobre el contenido de esa directiva). Consideramos, en cambio, que el qué está íntimamente ligado al cómo.
[3] “Así, el término poder puede significar una de estas dos cosas:
dominación o potencia. Lejos de ser idénticas, las dos cualidades son
mutuamente exclusivas. La impotencia, usando el término no tan solo con
respecto a la esfera sexual, sino también a todos los sectores de las
facultades humanas, tiene como consecuencia el impulso sádico hacia la
dominación; en la medida en que un individuo es potente, es decir, capaz de
actualizar sus potencialidades sobre la base de la libertad y la integridad del
yo, no necesita dominar y se halla exento del apetito de poder. El poder, en el
sentido de dominación, es la perversión de la potencia del mismo modo que el
sadismo sexual es la perversión del amor sexual.” E. Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 2004, pp.
163-164. Así, para Fromm, el deseo de poder como voluntad de dominio “constituye el intento desesperado de
conseguir un sustituto de la fuerza al faltar la fuerza genuina.” (ibídem)
La observación remite a las teorías de Adler, para quien la voluntad de poder es una tendencia a
contrarrestar la inseguridad e inferioridad del sujeto. El complejo de
superioridad, por el cual el sujeto adopta posturas prepotentes y arrogantes en
el trato con los demás, vendría a compensar sus sentimientos de inferioridad.
Al sentirse débil, el sujeto busca sentirse fuerte haciendo que los otros se
sientan débiles. La diferencia que Fromm señala entre su planteo y el de Adler
radica en que según el primero estas tendencias son irracionales, mientras que
Adler ve meramente el aspecto racional de tales fenómenos (cfr. ibídem, p. 153)
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