miércoles, 23 de julio de 2014

EL PODER - (Filosofía para jefes)

En la jerga cotidiana la noción de “poder” parece generar cierta desconfianza y rechazo, por no decir directamente temor. Causa de ello tal vez sea que asociamos el concepto de poder con ideas tales como dominación o control. En este sentido, parecería que “tener poder” significaría ser capaz de apoderarse de los otros, aniquilando de esta manera sus libertades. Pues bien, ¿es esto necesariamente así? ¿Qué es, en verdad, el poder?¿Es el poder necesariamente un dispositivo de violencia y esclavización para con el otro? ¿Hay alguna manera distinta de pensar en el poder y en el poderoso?
Si el poder fuese siempre dominación y control esclavizante, valdrían, no sólo como descripción sino como máxima de acción, aquellas palabras de Foucault: “Donde hay poder, hay resistencia” y la vida social humana se vería condenada a un incesante choque de fuerzas en conflicto. La existencia social implicaría entonces una contradicción interna insalvable: para desarrollarnos como personas necesitamos vivir en sociedad, para vivir en sociedad necesitamos que haya cierto orden, para que haya orden necesitamos de una autoridad, pero la autoridad – a través del ejercicio del poder – entorpece nuestro desarrollo como personas. O esa es la contradicción inherente a nuestra existencia social, o hay que buscar una alternativa, pensar el poder y su ejercicio de una manera distinta, de una manera que resulte fecunda para el ser humano, libre y social por naturaleza. Proponemos algunas ideas a tal fin:
 
El poder fecundo implica obediencia. No nos referimos aquí a que se exija obediencia al que tiene el poder, sino de parte del que lo posee. Es el “poderoso” el que (también) debe obedecer, y ha de hacerlo en primer lugar. No como una cuestión estratégica de convencimiento (“yo lo hago, ahora háganlo también ustedes”), sino por absoluta necesidad, en caso de que el ejercicio del poder pretenda ser verdaderamente fecundo. ¿Pero a qué ha de obedecer el hombre poderoso? A las exigencias de las cosas mismas. Tan simple y a la vez tan complejo como eso. Cada situación, cada problemática se plantea de una determinada manera, en unas determinadas circunstancias, y pide también por una acción determinada, para que ésta se cumpla en diálogo fértil con lo que la realidad exige. El ejercicio del poder debe estar edificado sobre el conocimiento contemplativo de esa realidad, sobre la mirada lúcida de la situación y sus exigencias, y debe dar a luz la acción, el mandato que se ajuste – y que, por tanto, sea justo – a lo que la realidad solicita. Toda acción del hombre es una respuesta a las cosas; si esa respuesta brota desde la mirada sincera, desde la escucha atenta de la realidad y con obediencia a las objetivas necesidades y oportunidades de cada caso, puede ser fecunda y el ejercicio del poder se hace verdaderamente eficiente. Si el poder, en cambio, se ejerce desde la cerrazón, desde una mirada distorsionada, caprichosa y desobediente, se convierte en manipulación estéril y contraproducente.[1]
El poder fecundo supone y respeta la libertad. No nos referimos aquí, una vez más, a la libertad del “poderoso” (aunque tampoco la excluyamos, claro está), sino de los que están a su cargo. Y los que están a su cargo son personas, seres libres cuya dignidad debe respetarse. No sólo por una cuestión estratégica de evitar malestares en los miembros del grupo social que pudieran ocasionar alguna revuelta en perjuicio de quien ostenta el poder, sino porque la fecunda vida social necesita de la fecunda vida personal de los individuos que conforman la sociedad. Donde no hay vida personal (y la vida personal exige el respeto por la libertad), la vida social se desmorona, queda carente de energías auténticas, se sistematiza burocráticamente convirtiéndose en una maquinaria carente de vitalidad y creatividad que se dirige, tarde o temprano, a su disecación y fracaso, podríamos decir “por muerte natural”. La corta vida de los sistemas totalitarios del siglo XX puede servirnos de muestra para comprender cómo se desgasta por ineficiencia interna la vida de una sociedad planteada desde el no respeto por las libertades individuales.
Se objetará al respecto que el ejercicio exitoso del poder necesita que los subordinados obedezcan las órdenes del o de los están a su cargo, y que, consecuentemente, no queda lugar para la libertad. Pero esta objeción parte de la errónea suposición de que libertad y obediencia son mutuamente excluyentes. La suposición es falsa porque nada impide que alguien pueda decidir libremente obedecer (y no nos referimos a esas obediencias por temor, que en el fondo no son libres). El hombre puede obedecer sin menoscabo alguno de su libertad cuando ve que la orden es justa y se condice con lo que la realidad solicita. Por ello, para que este segundo punto pueda darse, es necesario que se dé el que señalábamos en primer lugar: la obediencia primera del poderoso a la verdad de las cosas. Quien ocupa el lugar de la autoridad, por lo tanto, debe dar órdenes que se condigan con lo que las cosas son y lo que la situación concreta exige, pero además debe fomentar la “visión” de los demás, a quienes esas órdenes se dirigen. El gobernante, el director, el pedagogo, el jefe deben procurar no solamente “ver” ellos, sino que los demás también “vean”, para que la obediencia no sea violencia, sino lúcida y libre aceptación. Si la verdad intenta imponerse desde afuera, la dinámica es coactiva, por más sutileza y seducción que se utilice en ello. La propaganda es despersonalizante y termina fracasando, pues es artificial y genera rebeldía e indisciplina. Pero si la verdad es descubierta por el sujeto mismo, ella obra desde su interior y su aceptación no hiere su libertad individual. Por el contrario, la libertad queda salvaguardada e incluso fortalecida por el encuentro enriquecedor con lo verdadero y lo valioso, que es descubierto por el sujeto mismo desde su libre interioridad. El ejercicio fecundo del poder debe, en consecuencia, estimular la vida interior de los subordinados, la presencia de ellos en sí mismos, para que desde sus profundidades salgan al encuentro profundo con las profundidades de lo real y su sentido intrínseco.[2]
El poder fecundo es servicio. Suelen pensarse las cosas de modo contrario; solemos considerar que la

actitud servicial es lo que compete al subordinado, mientras que al que ejerce el poder le corresponde ser servido. En lo fáctico es esta una dinámica frecuente, sin lugar a dudas, pero eso no alcanza para considerarla normativa. La esencia de la autoridad consiste en potenciar al sujeto a su cargo o bien en dirigir al grupo bajo su tutela para que éste obtenga su meta que es el bien común, y el bien común – si es rectamente entendido – es el bien a su vez de cada de los miembros del grupo. De modo que una autoridad que ejerce eficientemente su poder busca en realidad el bien de los individuos que tiene a su cargo y, si se permite la expresión, verdaderamente “trabaja para ellos”. En esto se da una curiosa situación que a veces dificulta la comprensión: el que da las órdenes las da no en beneficio propio (al menos, no exclusivamente), sino en beneficio (no exclusivo tampoco) de los que reciben las órdenes. Y la obediencia a esas directivas (siempre y cuando sean óptimas, claro está) no es en favor del que ejerce la autoridad, sino en beneficio del grupo y, por tanto, de cada uno; mientras que la desobediencia termina redundando en prejuicio propio del que desobedece. El poder fecundo es, entonces, la capacidad de mandar a otros, pero para beneficio mismo de los que son mandados.

Se objetará que esta concepción debilita a la autoridad y al poder, pero está muy lejos de ello. Liderar fecundamente es darse libremente a los liderados y estar a su servicio – a veces, a pesar de los mismos beneficiarios. Esta capacidad de entrega y servicio no es una señal de debilidad, sino de fuerza, pues solamente da el que puede, y puede dar el que tiene. El servicio es entonces una señal de poder fecundo, mientras que la necesidad de aprovechamiento y dominación del otro es señal de la propia impotencia.[3] El que instrumentaliza para sí, es el que debe llenar un vacío. El genuinamente poderoso es el que tiene, y por lo tanto también el que sabe dar y darse a los demás.







[1] De ahí que la prudencia – en el sentido clásico del término, como recta razón en el obrar – sea, junto con la justicia, un requisito esencial del buen gobernante: “Allí donde falten la prudencia y la justicia, falta el elemento de aptitud humana sin el cual no es posible desempeñar en su plenitud de sentido el ejercicio del poder (…) Ahora bien, la imagen del prudente que propone la ética occidental no es ni mucho menos la del simple «táctico», que sabe obtener con éxito lo que se propone. Por prudencia se entiende la objetividad que se deja determinar por la realidad, por la visión de lo que existe, prudente es el que sabe escuchar en silencio, el que es capaz de dejar que se le diga algo, por tal de alcanzar un conocimiento más exacto, más claro y más rico de lo real. J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1997, p. 149. El subrayado es nuestro.
[2] Estas ideas podrían ensamblarse con lo que Erich Fromm denommina “autoridad racional”: una autoridad que tiene su fuente en la competencia, que es respetada sin necesidad de intimidación ni terror, que requiere de escrutinios y críticas. Se opone a la “autoridad irracional” que ejerce poder físico o mental sobre la gente, se cimienta sobre el temor y prohíbe la crítica (cfr. E. Fromm, Ética y psicoanálisis, F.C.E., México, 2004, p. 21). La distinción de Fromm, sin embargo, parece quedarse en el aspecto formal; distingue el cómo de la autoridad, sin entrar en el qué (cómo dirigir, sin hablar sobre el contenido de esa directiva). Consideramos, en cambio, que el qué está íntimamente ligado al cómo.
[3]Así, el término poder puede significar una de estas dos cosas: dominación o potencia. Lejos de ser idénticas, las dos cualidades son mutuamente exclusivas. La impotencia, usando el término no tan solo con respecto a la esfera sexual, sino también a todos los sectores de las facultades humanas, tiene como consecuencia el impulso sádico hacia la dominación; en la medida en que un individuo es potente, es decir, capaz de actualizar sus potencialidades sobre la base de la libertad y la integridad del yo, no necesita dominar y se halla exento del apetito de poder. El poder, en el sentido de dominación, es la perversión de la potencia del mismo modo que el sadismo sexual es la perversión del amor sexual.” E. Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 2004, pp. 163-164. Así, para Fromm, el deseo de poder como voluntad de dominio “constituye el intento desesperado de conseguir un sustituto de la fuerza al faltar la fuerza genuina.” (ibídem) La observación remite a las teorías de Adler, para quien la voluntad de poder es una tendencia a contrarrestar la inseguridad e inferioridad del sujeto. El complejo de superioridad, por el cual el sujeto adopta posturas prepotentes y arrogantes en el trato con los demás, vendría a compensar sus sentimientos de inferioridad. Al sentirse débil, el sujeto busca sentirse fuerte haciendo que los otros se sientan débiles. La diferencia que Fromm señala entre su planteo y el de Adler radica en que según el primero estas tendencias son irracionales, mientras que Adler ve meramente el aspecto racional de tales fenómenos (cfr. ibídem, p. 153)

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