LAS DOS LIBERTADES
Soñamos libertad. O al menos eso
es lo que nos gusta creer. La anhelamos, la buscamos, la defendemos, luchamos
por ella… Su nombre aparece en mayúsculas en muchas de las banderas que hacemos
flamear. Le dedicamos canciones, poemas y películas a montón. Casi nadie se
animaría a hablar en su contra y la usamos como fundamento y fin de muchas de
nuestras causas, sean de derecha, de izquierda, de arriba o de abajo.
Pero ¿qué es la libertad? Como
suele suceder con este tipo de “palabras importantes”, la libertad plantea
algunas dificultades para una esclarecida comprensión, y además parece tener
más de un significado. Se trata, como gustan decir los filósofos, de uno de
esos “términos análogos”, que tienen significados diversos aunque en cierto
punto semejantes y relacionados. Sería desubicado pretender exponer aquí las
diversas “clasificaciones” de libertades,
pero sí haremos referencia a una de ellas, que consideramos básica: la de la libertad
en el obrar y la libertad en el querer.
En el primer caso se trata evidentemente
de una libertad referida a la acción. Es esta, pues, una dimensión externa de
la libertad. Una libertad tal se da en aquel sujeto que no padece un
impedimento que le prohibiera o hiciera imposible que sus deseos se vuelvan
acciones, o bien que no está obligado desde fuera a una acción que no coincida
con su propia voluntad. Se trata de un “poder hacer”, que puede ser de variada
índole. Puede ser una libertad física
(cuando no hay impedimentos materiales), libertad
civil (cuando no hay prohibiciones legales), libertad de expresión, de culto, de circulación… La defensa de
estas libertades y la lucha por ellas son de no poca importancia y pelear por
esta dimensión externa de la libertad es necesario y muy loable en algunos
casos, pues coincide con el respeto por los derechos del hombre. Sin embargo,
no es esta la dimensión más profunda de la libertad.
La libertad en el querer es la dimensión interna de la libertad. No se
trata ya del obrar libre, sino del querer libre, de la posibilidad de elegir nosotros
mismos qué es lo que queremos; es decir, de la posibilidad de que queramos lo
que queremos porque queremos. Nuestra
relación afectiva con los bienes con los que nos topamos a diario no está
determinada de antemano. No está predeterminado si nuestra voluntad habrá de
querer o no determinados bienes. Si finalmente los quiere, es porque ella misma
se determina a ello. Y esta capacidad de autodeterminación de la voluntad es
justamente su libertad interna. Debido a ella el ser humano es, como diría
Guardini, no sólo causa, sino autor
de sus actos (de aquellos, claro está, que brotan de esta libertad suya). “Tal
acción no sólo acaece a través de mí, sino que procede de mí. Y no sólo
procede, sino que tiene en mí propia y realmente su principio., de tal manera,
que yo soy dueño de él. En su ejecución no soy causa, sino autor, no un “algo”
que obra, el cual remitiría, como tal a otros “algos”; sino un “yo”, una
persona que es en sí consciente de sí y poderosa por sí misma.”[1]
Esta capacidad de
autodeterminación es una propiedad del ser humano y fundamento de su particular
dignidad personal, pues indica que cada uno es dueño de sus decisiones y
elecciones, dueño de sus quereres, en definitiva, dueño de sí mismo.[2]
Sobre su existencia testifica claramente el psicólogo Viktor Frankl quien, a
pesar de (y debido a) sus experiencias en los campos de exterminio durante la
segunda guerra, donde la coacción externa fue severa como pocas veces,
concluye: “El hombre puede conservar un
vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso en las
terribles circunstancias de tensión psíquica y física. (...) Al hombre se le
puede arrebatar todo salvo una cosa; la última de las libertades humanas – la
elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias – para
decidir su propio camino. (...) A diario, a todas horas, se ofrecía la
oportunidad de tomar una decisión, decisión que determinaba si uno se sometería
o no a las fuerzas que amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad
interna; que determinaban si uno iba o
no iba a ser el juguete de las circunstancias, renunciando a la libertad y a la
dignidad, par dejarse moldear hasta convertirse en un recluso típico.”[3]
En la película The
Shawshank Redemption [4], Andy
Dufresne (Tim Robbins),
es condenado a dos cadenas perpetuas por el asesinato de su esposa y del amante
de ésta, pena que ha de llevar a cabo en la prisión de Shawshank, donde trabará
amistad con Red (el siempre cumplidor Morgan Freeman). Como en toda película de
prisión, el tema de la libertad en el obrar sobrevuela permanentemente y uno no
deja de pensar en la posibilidad de que el condenado logre escapar finalmente
del presidio. Pero no es ese el centro del largometraje. Lo atractivo de la
historia es la libertad interna del protagonista, cuyos objetivos, convicciones y personalidad han
permanecido lo suficientemente consistentes como para no dejarse vencer por
presiones ajenas ni por flaquezas propias. Lo que distingue a Dufresne a lo
largo de toda su estadía en Shawshank es que no pierde la esperanza y que no
deja de ser jamás profundo dueño de sí mismo. Dufresne nunca llega a ser un
preso institucionalizado, porque interiormente siempre ha permanecido libre, más
allá de cuál termine siendo su destino final.
Sin esta libertad interior, la
posibilidad externa de pasar a la acción pierde su rasgo humano. Podemos tener
la posibilidad de obrar, podemos estar exentos de impedimentos y obligaciones
externas, pero todo ello no tiene ningún carácter personal si no elegimos
primero en nuestro foro interno, si esta acción hacia afuera no tiene su fuente
en las decisiones de las que somos capaces en el núcleo de la propia intimidad.
Podemos agitar nuestras banderas, exigir y luchar por nuestra libertad
exterior, pero todo ello termina siendo superfluo si somos incapaces de
conservar nuestra libertad interna.
El sujeto que teme a su propia
interioridad, que vive volcado exclusivamente hacia lo externo por miedo al
encuentro consigo mismo, no podrá mantener ni fortalecer la verdadera libertad,
pues ésta se encuentra precisamente en esa interioridad de la cual huye. Si no
habita en su interior, entonces no puede ser dueño de sí mismo pues no está
parado sobre los propios pies y su posición es demasiado débil, facilitando la
manipulación externa. La moda, la opinión ajena, la publicidad, las ideologías,
las cosmovisiones le serán impuestas sin obstáculos dado que él mismo no cuida
su hogar interno y corre el riesgo de que otros se adueñen de él. Y lo que es
particularmente peligroso, en no pocas oportunidades sitiarán su intimidad en
nombre de la “liberación” convenciéndolo de hacer lo que quiera, después de
haber obstaculizado la posibilidad de un querer auténticamente libre.
Mucho se habla, incluso se grita, sobre la libertad. A primera vista la defendemos todos y en su nombre también cada cual vende su mercancía. Sin embargo, habrá que estar atento para no perder el cuidado de la vida interior y no huir del encuentro con uno mismo, de lo contrario ese griterío no pasará de ser un vacuo bullicio y esas ventas se convertirán en totalitarismos invisibles que juegan con nuestra debilidad. Tal vez no sean pocas las veces en que somos esclavos inconscientes, de esos que incluso están satisfechos con su esclavitud, pues la confusión impide que la reconozcan como tal.
[1] R. Guardini, Libertad, gracia y destino, Lumen, Bs.
As., p. 16
[2] Los idiomas eslavos
muestran con acierto que, justamente por su libertad (“svoboda”), cada uno es “propio” (“svoj”), soberano de sí mismo. Cfr. M. Komar, Pot iz mrtvila, SKA, Buenos Aires, 1965, p.61 (edición en castellano La salida del letargo, Ed. Sabiduría Cristiana, 2014, p. 59.
[3] V. Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 2001, pp.
98-99.
[4] Cadena perpetua en España, Sueños de libertad
en la Argentina, película de 1994
dirigida por Frank Darabont, basada en la novela de Stephen King, Rita Hayworth y la redención de Shawshank.
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