martes, 29 de noviembre de 2016

Filosofía y realidad

Permita, estimado lector, que comience las presentes líneas –últimas de este año que se encamina hacia su ocaso– con una reciente anécdota personal:
En uno de los distritos en los que trabajo como docente, la materia Filosofía fue designada para tener “evaluación integradora”. Se trata de una instancia evaluativa particular que debe realizarse sobre el fin del ciclo lectivo en algunas asignaturas elegidas, mediante la cual se evalúan todos o buena parte de los contenidos estudiados a lo largo del año. La metodología que decidí utilizar esta vez para diseñar la evaluación consistía, en una de las consignas, en lo siguiente: el alumno recibía un texto de mediana extensión que simulaba ser la página del diario íntimo de un estudiante a punto de egresar del secundario. Cada párrafo del texto era identificable con el planteo de alguno de los filósofos estudiados a lo largo del año, de modo que la consigna solicitaba que el alumno señale de qué filósofo se trata en cada caso y cómo o por qué logró identificarlo. Así, por ejemplo, un párrafo hacía especial referencia a la finalización de un ciclo, a la imposibilidad de volver al pasado, al incesante cambio de las cosas… el alumno debía entonces señalar que eso se relacionaba con Heráclito de Éfeso y su célebre metáfora del río. Otro párrafo reflexionaba sobre la libertad con la que un joven adulto ha de proyectarse hacia el porvenir, creando su propia esencia mediante sus acciones y siendo plenamente responsable de ello, con la consecuente angustia, etc… es decir, Jean Paul Sartre. Otro fragmento del texto se preguntaba si había que encarar la vida tendiendo hacia la felicidad o bien haciendo hincapié en el deber sin importar las propias inclinaciones… Aristóteles y Kant, respectivamente. Y así.
La consigna era apropiada por varias razones: volvía sobre casi todos los contenidos estudiados, exigía conocimiento para ser resuelta con éxito, evitaba el rendimiento “memorístico”, era dentro de todo sencilla de corregir y, además, permitía relacionar las diversas propuestas filosóficas con las inquietudes de los jóvenes. Y es sobre esto último sobre lo que quisiera posar la mirada.
Al recorrer el aula supervisando cómo lo estaban resolviendo los estudiantes y preguntando si encontraban alguna dificultad en especial, uno de los alumnos me comentó: “Esto es demasiado real, profe.” En primera instancia no estuve seguro de haber comprendido su comentario, de modo le solicité que lo reiterara. “Que el texto es demasiado real… cuesta relacionarlo con la filosofía.”
Fue una estocada que no esperaba y de la que probablemente el alumno en cuestión no fue consciente. Desde mi sorpresa balbuceé una tartamudeada observación del tipo “¡Claro que es real! ¡De eso se trata!” Pero, evidentemente, si el alumno había hecho ese comentario es porque a lo largo del año no supe hacerle ver que la filosofía, al menos según mi modo de entenderla, está íntimamente ligada con la realidad. Claramente, para este alumno (y seguramente no es el único) los temas filosóficos no tienen que ver con lo cotidiano, sino que se mueven en un ámbito de reflexiones desconectadas de lo real, en un mundo de abstracciones, ideas, teorías alejado de lo que en verdad nos pasa, del mundo concreto, de la “realidad”.
Semejante apreciación del quehacer filosófico es bastante común. Con el mismo acento anecdótico recuerdo las repetidas ocasiones en las que, al explicar a comienzo del año las teorías presocráticas sobre el principio de la naturaleza, he escuchado comentarios del tipo “esta gente sí que no tenía nada que hacer…” o “hay que estar al pedo para ponerse a pensar estas cosas…”. Es bastante común, insisto, esta identificación del filosofar con una reflexión que poco o nada tiene que ver con la vida real, que sólo surge cuando no hay nada “más importante” que hacer, que de alguna manera significa incluso una pérdida de tiempo, un “cuelgue”, un distanciamiento respecto a las cosas… ¿Por qué?
Una de las razones consiste seguramente en el hecho de que la filosofía es concebida y ejercida de manera tal que se presta a aquella concepción de la misma. Ciertamente hay pensadores (y profesores) que –en consonancia con sus intenciones o a pesar de ellas– filosofan personalmente o exponen el filosofar de otros como algo no relacionado con lo que las cosas son. Valdría reflexionar sobre los rasgos de algunas líneas de pensamiento y de algunos modos de transmitir la filosofía, sobre la manera en que llevamos a cabo estas tareas, sobre el público al que las dirigimos, sobre la finalidad que con ellas perseguimos…
Resulta claro que el filosofar de corte idealista, que considera que el pensamiento es el fundamento de su propio contenido y que lo “conocido” (si es que vale el término) es producto del sujeto, es por su misma esencia un filosofar que termina desconectado de lo real. También la actitud academicista termina dando una sensación similar en el público que, al no pertenecer a la elite de especialistas, difícilmente pueda evitar pensar que lo que se expone son elucubraciones distanciadas de lo cotidiano. Lo mismo vale para cuando presentamos el filosofar como un conjunto de juegos lógicos intramentales, o cuando adoptamos una actitud exclusivamente deconstructivista que apunta precisamente a señalar que toda propuesta filosófica no es más que un “relato” que jamás da con el ser, o cuando en el extremo del nihilismo presuponemos directamente que no hay ningún ser con el cual podríamos entrar en contacto contemplativamente.
Esto por un lado. Sin embargo, puede inquirirse otra de las razones –no inconexa a las anteriores, por cierto– no ya en el modo mismo de filosofar, sino en la valoración que pudiera haber de semejante actividad en un mundo como el nuestro. Pues, ¿qué es lo que hoy por hoy solemos considerar lo importante, qué es lo real para la actual sociedad? ¿Qué es lo que tendemos a juzgar como una pérdida de tiempo y qué como su ganancia? ¿Qué es lo que, en general, consideramos que nos conecta con lo existente y qué lo que nos distancia de ello? ¿Qué es “estar en las nubes” y qué no?


El filósofo, ¿un colgado?

Siguiendo con el tono anecdótico del comienzo, recuerdo una de las primeras clases en el curso de ingreso a la universidad. El profesor Oscar Beltrán utilizó entonces un dibujo del genial Quino que aún hoy utilizo también yo en mis primeras clases del año.



Lo humorístico del dibujo reside justamente en el hecho de que se supone que el protagonista se dedica a responder (sin mayores dificultades) interrogantes que le son formulados, sin embargo es él mismo el que los está formulando (y, para colmo, no parece encontrar respuesta alguna a sus inquietudes).
Claro está que las preguntas que nuestro hombre se está haciendo no son las mismas que vienen a formularle a él. Imaginamos que los demás le preguntarían cosas como, por ejemplo, dónde queda la oficina tal, cuáles son los pasos a seguir para determinado trámite, horarios de atención, ubicación del baño, etc. Las preguntas que él se hace, por su parte, son de otra índole; son preguntas existenciales, filosóficas, con características bien distintas. Lo que le consultan a él apunta claramente a un hacer (tienen finalidad práctica), lo que él se pregunta no. Lo que le preguntan a él busca respuestas concretas, puntuales, simples y rápidas. Lo que él se pregunta exige detenimiento, reflexión pausada y no es posible responderlo con rapidez (si es que siquiera es posible responderlo). Ahora bien, las preguntas que él recibe ¿son más “reales” que las que él se está haciendo? ¿Tienen mayor relación con la realidad? ¿Son más importantes?
¿Acaso interrogarse sobre el origen y el sentido de la existencia no es preguntarse por algo real? Interrogarse qué estamos haciendo aquí, si todo tiene algún objetivo y si, en caso de que lo tuviera, podemos conocerlo, ¿es alejarse de la vida concreta, o es más bien una manera de estar profundamente metido en ella? Preguntarnos qué somos, ¿es una manera de desconectarnos de lo que somos? ¿Quién está más cerca de perder el tiempo: el que intenta comprender su naturaleza o el que lo dedica solamente a alcanzar fines inmediatos, transitorios, efímeros sin siquiera tomar nota de ello? ¿Quién vive  de modo más real: el que se pregunta por el sentido de la vida misma o el que, sin preguntarse por su contenido, se preocupa exclusivamente en prolongarla?
¿Quién está más “en la realidad”? ¿El protagonista del dibujo con sus interrogantes existenciales, o los personajes secundarios del fondo, tan apurados, tan ocupados, tan miopes, tan desdibujados? ¿Quién es el “colgado”: quien se detiene e intenta escudriñar profundamente sobre las causas últimas (o primeras) de lo que acontece, o quien se desliza por la superficie, reduciendo su existir al de un funcionario del sistema, al de “empleado” (o sea, utilizado), o al de un hiperactivo que con su incesante “laboriosidad” (omnipresente tanto en sus horas laborales como en su supuesto tiempo libre) pretende tal vez llenar un vacío que prefiere no enfrentar, por lo cual se busca siempre algo para tener entre manos? ¿Quién es el distraído, el alejado, el que está “al pedo”?
No exageremos, de todos modos. De nada serviría dedicarse a indagar los por qué y para qué de la existencia si uno no se procurara los medios para que ésta continúe, en la limitada medida de lo posible. Pero nos preguntamos hasta qué punto sigue siendo humano dedicarse a prolongar la existencia sin detenerse nunca en sus porqués y paraqués. ¿Hasta qué punto nos hemos dejado convencer de que lo que no está esencialmente ligado a la utilidad y a lo inmediato no vale la pena? ¿Hasta qué punto hemos terminado identificando lo importante con lo urgente, lo práctico con lo valioso y lo profundo con lo superfluo? Nos preguntamos, en definitiva, si no hemos reducido lo que llamamos “real” a lo que es solamente uno de sus aspectos, dejando fuera de esa consideración toda una serie de cuestiones y elementos de nuestra vida y también si, lamentablemente, no estamos colaborando así con nuestra propia deshumanización.


¿Adentrarse o alejarse?

Hay maneras diversas de pensar la filosofía y, como hemos dicho, no todos consideran que tenga que ver con un profundizar en lo real. Quien esto escribe, empero, considera que sí. Como dice Pieper:

Filosofar significa alejarse, no de las cosas cotidianas, sino de sus interpretaciones corrientes, de las valoraciones de estas cosas que rigen ordinariamente. Y esto no en virtud de una decisión de distinguirse, de pensar de otra forma que los muchos, que el vulgo, sino porque repentinamente se manifiesta un nuevo semblante de las cosas. Exactamente es esta realidad: que en las mismas cosas que manejamos todos los días se hace perceptible una faz más profunda de lo real; que a la mirada dirigida a las cosas que nos encontramos en la experiencia diaria le sale al paso lo no habitual, lo que no es en absoluto obvio y evidente de esas cosas.[1]

Si vale lo dicho, entonces una filosofía fiel a su vocación no es alejamiento, sino adentramiento. Su grado de abstracción no es sino un intento de exploración de lo esencial, de lo íntimo de la realidad. Su supuesto “elevado vuelo” (a veces más elevado, otras veces no tanto) no es compatible con la desconexión respecto a lo cotidiano, sino una vuelta de tuerca a la mirada de lo que a diario nos rodea estimulada por el asombro contemplativo.
Habrá que ver entonces si somos capaces de mantener nuestra capacidad de asombrarnos y dejarnos conmover por lo cotidiano y su misterio, o si nos hemos estandarizado ya demasiado, si hemos achatado nuestras inquietudes y aburguesado nuestra vocación humana de adentrarnos en la hondura de lo real.




[1] J. Pieper, “¿Qué significa filosofar?” en El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid, 1998, p. 126.

sábado, 29 de octubre de 2016

Libertad y mundo fragmentado

Benito Prieto "Paz y guerra"
Fuente: http://www.alfayomega.es/

Postmodernidad y “racionalidades múltiples”

A fines de los años ochenta el filósofo italiano Gianni Vattimo analizaba en su libro “La sociedad transparente” el papel determinante de los medios masivos de comunicación en la denominada sociedad postmoderna. Su tesis es que los mass media desempeñaron un rol determinante en el nacimiento de tal sociedad, una sociedad que no es más “transparente” (en el sentido de que fuera más “iluminada”, consciente de sí, más conocedora de “la realidad”) sino más compleja, plural, “contaminada” incluso, caótica y, en la cual, tiene lugar la liberación de las diferencias y la aparición de lo que Vattimo denomina “racionalidades múltiples” que superan la pretensión de una racionalidad unitaria, de una visión única (que hasta aquí había sido además eurocéntrica) de la historia, de la cultura y de las cosas en general.
En su análisis, Vattimo se diferencia de la preocupación que tenía Adorno, quien en lo referente a los medios de comunicación de masas preveía que éstos conducirían a una homologación de la sociedad a través de la propaganda y la imposición de una visión determinada del mundo, generando tierra fértil para la formación de nuevas dictaduras y gobiernos totalitarios. La tesis de Vattimo es que la proliferación de los medios masivos de comunicación, por un lado y como hemos dicho, no ha conducido al ideal ilustrado de una sociedad transparente, ni tampoco a una homogeneización del pensamiento general, a una monopolización de parte de poderes políticos o económicos. Y no porque éstos no lo hayan intentado, sino porque la liberación de las múltiples y variadas Weltanschauungen (cosmovisiones) a las que los mass media han dado lugar, la aparición de múltiples imágenes, interpretaciones y reconstrucciones del mundo que los medios han permitido en los últimos años, favorecen la desaparición de planteos que defiendan algún tipo de “verdad única” y conducen a la pérdida del “sentido de realidad”. Y esto, según Vattimo, no es algo para lamentar, sino muy por el contrario. La pérdida del “sentido de realidad”, el debilitamiento de la concepción de la realidad como algo sólido, unitario, estable, ordenado (propio del pensamiento metafísico) tiene, según el filósofo turinés, un alcance emancipador y liberador.
Se trata de una emancipación que consiste en “un extrañamiento, que es, además y al mismo tiempo, un liberarse por parte de las diferencias, de los elementos locales, de todo lo que podríamos llamar, globalmente, el dialecto.”[1] En la época de los mass media, cada minoría étnica, sexual, religiosa, cultura o estética tiene la posibilidad de tomar la palabra y hacer oír su voz ante la ausencia de una racionalidad central de la historia, ante la desaparición de una versión única de las cosas. Pero esto es apenas el primer paso de lo que Vattimo rescata; lo central del efecto emancipador de la mencionada liberación de las diferencias no reside (sólo) en que cada una de estas minorías pueda sacar a la luz su ser auténtico, verdadero (esto sería todavía demasiado metafísico), sino precisamente en el extrañamiento que viene anexo a esta liberación de lo múltiple.
                            
“Si hablo mi dialecto en un mundo de dialectos seré consciente también de que la mía no es la única «lengua», sino precisamente un dialecto más entre otros. Si profeso mi sistema de valores –religiosos, éticos, políticos, étnicos– en este mundo de culturas plurales, tendré también una aguda conciencia de la historicidad, contingencia y limitación de todos estos sistemas, empezando por el mío.”[2]



En un mundo donde ya no hay versiones únicas, donde reina la pluralidad, la fragmentariedad, la interpretación, donde ya no hay una verdad y abandonamos las pretensiones de alcanzar el conocimiento de la realidad, se abren, según la tesis de Vattimo, las puertas a la emancipación. Creemos ser fieles a su pensamiento si lo resumimos de la siguiente manera: el adiós a la verdad nos hará libres.


Libertad y sujeto fragmentado
                               
A casi treinta años de aquellas reflexiones de Vattimo, lo primero que podemos observar es que esta fragmentación, esta liberación de lo múltiple, ha crecido con el tiempo. Se han multiplicado las versiones, los contenidos, y también las herramientas mediante las cuales accedemos a ellos. Los medios de comunicación han encontrado nuevas vías de “comunicar” y somos muchos los que nos hemos convertido en “comunicadores”. La variedad de dispositivos va en aumento y éstos ya no están necesariamente en manos monopólicas o hegemónicas, sino que todos recibimos y enviamos cosas, todos subimos y bajamos textos, mensajes, versiones, miradas… Cada vez más herramientas –pantallas, pantallitas, pantallotas…– a las cuales dedicamos además cada vez más tiempo. Cada vez más contenidos a nuestra disposición. Cada vez más “racionalidades múltiples”, cada vez más voces, más perspectivas. Cada vez más cosas para ver, para escuchar… Pero por ello también cada vez menos tiempo para dedicarle a cada una de ellas. Cada vez más velocidad, más dispersión, más zapping (de un canal a otro, de un dispositivo a otro). Cada vez menos detenimiento y por ello cada vez menos profundidad. Cada vez más extrañamiento, más fragmentación… ¿Cada vez más libertad?

Milan Rubio "Hombre fragmentado"
Acrílico sobre lienzo, extraído de http://www.artelista.com

El razonamiento anti-dogmático (o pro-relativista) se entiende con facilidad: si abandonamos las pretensiones de encontrar la cosa-en-sí y de arrimarnos al conocimiento de una verdad objetiva, debería dejar de tener sentido el intento de imposición de un pensamiento único que se supusiera verdadero, así como la condena de otros pensamientos que serían, en consecuencia, erróneos. Nos preguntamos, sin embargo, si la alternativa (una fragmentación caleidoscópica y caótica) logra ser una solución real al problema de la manipulación del hombre y si es un camino acertado hacia su liberación. Porque, no lo olvidemos, una cosa es que seamos realmente libres y otra es que creamos serlo y nos sintamos como tales. Incluso más, qué mejor para la anulación de las libertades personales que convencer a las víctimas de que son libres cuando en realidad no es así; de esta manera no sólo se impide el ejercicio de la libertad sino también se evita toda posible rebelión gracias a que las víctimas no saben que lo son.
Preguntémonos, entonces: ¿cuáles son las consecuencias de una “aguda conciencia” de que todo es histórico, contingente, de que no hay nada firme a nivel cognoscitivo, ético, afectivo, político…? Tal vez sea una mayor emancipación. O tal vez, una inestabilidad existencial, una vida a la deriva que surge de ese extrañamiento y de la sensación de que ya no hay de qué agarrarse. ¿Es esto liberador? ¿O, por el contrario, produce inseguridad en un sujeto cada vez más frágil y, por tanto, menos dispuesto a tomar en sus manos el timón de la propia existencia? Tal vez la multiplicación ajerárquica, el “todo vale” (que es, en el fondo, un “todo vale lo mismo” y, paradójicamente, implica un “nada vale”), en lugar de liberar al sujeto, lo arrastra a una situación en la que ya no sabe lo que quiere, puesto que  ya no tiene razones para querer verdaderamente algo, para preferir una opción sobre otras con algún tipo de convicción o real interés. Un sujeto que ya no sabe lo que piensa, puesto que ya no hay razones (ni tiempo) para sentarse a pensar seriamente en algo.[3]
Ahora bien, ¿podemos seguir considerando la fragmentación del sujeto, la ausencia de pensamiento propio, de criterios fundamentales, de convicciones, de valores consistentes, como factores que habrían de favorecer la libertad del hombre de nuestro tiempo? ¿O son elementos que, por debilitarlo, lo convierten en un sujeto inseguro, lleno de dudas, errante y, en consecuencia, más susceptible a la sugestión de intereses ajenos (aunque él, desde su propia inconsistencia, los experimente como propios), más predispuesto a compensar su incertidumbre enlistándose en algún rebaño, más manipulable, más “dócil” a diversos tipos de propagandas (ya no únicas, sino para colmo múltiples y caóticas) y, en definitiva, menos libre?
“Divided we fall” alerta la conocida frase. Apela habitualmente a la cohesión social, a la unión de una pluralidad de individuos. Pero vale también para cada individuo en cuanto tal. Cuanto más esté internamente dividido, fragmentado (y su fragmentariedad interna se relaciona circularmente con su víncluo fragmentado con la realidad), dis-traído (arrastrado hacia diferentes direcciones a la vez), más predispuesto estará para caer en algunas redes que poco interés tienen en su verdadera libertad.




[1] G. Vattimo, La sociedad transparente, Paidós, Buenos Aires, 1990, p. 84
[2] Ibidem, p. 85
[3] Fromm, al señalar los factores que desalientan y obstaculizan el pensamiento original, enumera la excesiva importancia que se le concede a la información (como acumulación de hecho no acompañada de teoría), el relativismo (considerar toda verdad como algo enteramente subjetivo), la confusión (que fomenta una suerte de elitismo intelectual y bloquea al hombre común el acceso a los problemas báscios de la vida individual y social) y la destrucción de toda imagen estructurada del mundo. Cfr. Fromm E., El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 2004, pp. 237-241. ¿Acaso no coinciden estos factores con lo que vivimos en el mundo postmoderno de la comunicación masificada?

martes, 20 de septiembre de 2016

¿Crisis de valores?



Crisis de…

Se ha vuelto un lugar bastante común hablar de la actual “crisis de valores” como característica de nuestra época. Son muchas las voces que en los últimos años (y van unos cuántos, podríamos decir que décadas…) han alzado su protesta señalando que lo que antes era considerado “valioso”, “importante”, “correcto”, “respetable” parece haber perdido su vigencia en los tiempos que corren. “Antes había más respeto” se escucha en algunos ámbitos, “ahora a nadie le importa nada” se quejan más allá, “cada uno piensa sólo en salvarse él y el resto que se embrome” observan otros, “ya nadie valora el esfuerzo, hay una cultura facilista” profieren, y la lista podría continuar largamente.
Es cierto que a veces estas observaciones vienen sazonadas de una sospechosa nostalgia y un discutible aferrarse a tiempos pretéritos por el hecho de ser pretéritos – esa mentalidad del “todo tiempo pasado fue mejor” que obstaculiza las posibilidades de notar algunas eventuales mejoras que hayan venido con los nuevos tiempos. No obstante, más allá de lo que esa mirada pueda tener de distorsionada, la observación de la tan mentada crisis de valores de nuestra época no parece reducirse a una cuestión de mera nostalgia. Incluso buena parte de la bibliografía filosófica, sociológica y psicológica tiende a realizar un análisis en tono similar.



Cabría preguntarse, sin embargo, si se trata realmente de una crisis de los valores en sí mismos o si es, por decir de alguna manera, una crisis de los valorantes, es decir de aquellos a los que nos toca valorar. ¿Pero cómo –observará el lector­– acaso podemos hablar de “valores en sí mismos”? ¿Acaso los valores no son tales justamente porque nosotros los valoramos? En cierto sentido, si dejamos de valorarlos parecería que dejan de ser “valores”, y eso explica este asunto de la crisis, ¿o no? Sin embargo, si los valores, para ser valiosos y por tanto valores, dependen de nuestra valoración, entonces la mencionada crisis de los mismos resulta, tarde o temprano, prácticamente inevitable. Si no atribuimos a lo “valioso” cierta objetividad y, por tanto, cierta independencia respecto a su ser-valorado-por-nosotros, no debería resultar sorprendente que los valores cambien al compás inestable de nuestras caprichosas y cambiantes valoraciones. Resultaría incluso contradictorio pretender que se mantengan vigentes, que no se derrumben, que no entren en crisis, si su fundamento no es otra cosa que nuestro (cada vez más) cambiante valorar.
Pero la fundamentación subjetiva, así como hace que la crisis de valores sea en cierta medida inevitable, la convierte también (paradójicamente) en imposible. En efecto, ¿basados en qué podríamos todavía hablar de “crisis”? ¿En qué habríamos de apoyarnos –después de haber quitado a los valores toda objetividad– para seguir sosteniendo que algo debería seguir siendo valioso? ¿Por qué habríamos de añorar ciertos valores caídos en desuso, si es solamente el uso lo que los convertía en valores?
Al hablar de “crisis de valores” (para quienes gustan hacerlo) lo primero a tener en cuenta es que la crisis o no es tal o no es propiamente de los valores, sino de los que hemos dejado de valorar aquellas cosas que, en sí mismas y objetivamente, siguen siendo valiosas. Es decir, el problema no son los valores, sino nuestra aptitud para ser movidos por ellos.[1]




¿Alternativas?

¿Pero acaso no podríamos buscarle otra vuelta al asunto sin tener que considerar a los valores como algo “objetivo”, “absoluto”, etc.? ¿Por qué no pensar lo axiológico como un campo en el que estamos llamados al diálogo y al consenso? Sería cuestión de ponernos de acuerdo sobre lo que consideraríamos “bueno” sin necesidad de que esos valores se nos impongan desde fuera. Parecería incluso más “democrático” (o, dirían algunos, parecería la única manera de hacerlo democrático).
Sin embargo, hay razones para objetar la propuesta. Por un lado habría que ver qué tan sustentable es, en la práctica concreta, la confianza depositada en la posibilidad de alcanzar ese consenso mediante el diálogo, o si se quiere ser aún más severo, cuántas posibilidades hay en realidad de establecer un verdadero diálogo. La confianza ciega en la idea de “hablando se arreglan las cosas” tiene mucho de loable sin duda, pero a la vez podría estar pecando de ingenua. Una lectura de la historia humana e incluso la simple observación atenta de la convivencia cotidiana invitan no ya a denostar las propuestas de diálogo (en sí mismas, muy valorables, insistimos) pero sí a desconfiar de esa ciega certidumbre respecto al éxito. Eso por una parte, más bien práctica. Por otra, de tipo más teórico, la propuesta del consensualismo no deja de pisar su propia cola: al considerar el diálogo y el consenso como algo respetable, válido y valioso en sí mismo, objetivamente, incurre claramente en contradicción. Salvo, claro, que se pretenda fundamentar el consesualismo mismo en algún consenso, lo cual no deja de ser poco convincente. Imaginemos a alguien que interrogase por qué debería someterse él a lo convenido y se le respondiese que por consenso se ha establecido que se debe hacer lo que se establece por consenso…
¿Y si liberamos a los valores de todo rasgo absoluto, de toda pretendida objetividad, y los dejamos librados a la consideración de cada cual con el único requisito de que no afecten negativamente la vida de los demás? El problema sigue siendo el mismo, pues propone el respeto del otro como un límite objetivo y considera al prójimo como algo en sí mismo valioso y por tanto respetable.
Sea por donde fuere que intentemos, la necesidad de cierta objetividad se nos impone o, en su defecto, lo que se termina imponiendo es la imposibilidad de seguir hablando seriamente de valores y de pretender defenderlos. Esto no significa que tengamos que pensar la objetividad de los valores al modo como Platón pensaba la “objetividad” de las ideas (esencias), salvo que querramos hablar de la solidaridad-en-sí, la honestidad-en-sí, la responsabilidad-en-sí, etc. En todo caso, el debate sobre un platonismo axiológico, su importancia y sus limitaciones, excede los límites de lo propuesto para estas páginas. Pero no sería poco para los tiempos que corren que volvamos a tener en cuenta la importancia de algún en-sí que es fundamento de los valores y que, por su importancia, los hace en sí mismos valiosos y les reconoce una objetividad que supera nuestro mero consenso y nuestra muchas veces tan caprichosa subjetividad.

“Sólo si es valioso en sí el pensamiento, podemos defender la libertad de expresión; sólo si la vida humana es valiosa en sí podemos calificar al maltrato, la miseria, el desempleo, el analfabetismo, la tiranía, la tortura y cualquier forma de agresión de ilegítimos. El espanto que causa en nuestro interior la noticia acerca de una beba de seis meses agonizante a causa de la golpiza que le diera la pareja de su madre, no es atribuible al hecho de que el personaje en cuestión haya transgredido las costumbres o una ley positiva <consensuada>, sino a la misma niña de seis meses cuya dignidad ha sido ultrajada.”[2]


Docilidad

Si, como proponíamos renglones arriba, la habitualmente denunciada crisis de valores no es un problema de los valores sino de nuestra capacidad de ser movidos y atraídos por ellos, entonces las posibilidades de lograr alguna mejora en este ámbito está estrechamente ligada a nuestro crecimiento en esa capacidad. Se trata de afinar nuestra sensibilidad, nuestra docilidad ante lo que verdaderamente importa, ante la presencia del otro, ante lo que es valioso en sí.[3] No nos referimos a la “docilidad” que hace al hombre manipulable, claro está, sino a aquel “dejarse enseñar” que permite armonizar lo objetivo con lo subjetivo, internalizar lo otro (sin que deje de ser otro) para nutrirse con ello y estimular la acertada respuesta personal.
Esta docilidad no se afina principalmente con exhortaciones oratorias, con charlas motivacionales ni con exposiciones teóricas desde un púlpito o una cátedra (o un blog…). Puede que estos ayuden a la hora de emprender el camino de mejora; en todo caso, siempre es recomendable tener una mirada más clara para evitar confusiones y, en ese sentido, los “empujones emocionales” o las “disertaciones explicativas” pueden tener alguna utilidad. Pero incluso la mirada teórica (contemplativa) y la motivación se desarrollan en última instancia en la vivencia directa del valor. Dice Spaemann: “La capacidad de conocer valores crece si uno está dispuesto a someterse a ellos, y disminuye cuando no se da esa disposición. Ese conocimiento de los valores no se alcanza ante todo por el discurso, o la enseñanza, sino por la experiencia y la práctica.”[4]
La cuestión se presenta entonces de manera circular, como suele suceder en estos casos: para experimentar y vivir los valores hay que ser dócil ante ellos, y para favorecer esta docilidad hay que experimentarlos y entablar una vivida relación con ellos. La misma circularidad vale también en sentido contrapuesto: cuando menos dóciles seamos para lo valioso, menos lo experimentaremos, lo cual irá aumentando nuestra indocilidad.
Si es esa indocilidad la que se halla en el núcleo de la crisis, entonces tal vez más nos valdría no perder el tiempo…










[1] Recordemos que el griego axios (valioso, válido, digno) proviene etimológicamente de ágo (empujar, arrastrar, llevar). Lo valioso, por ser valioso, nos mueve (motiva), nos lleva.
[2] M. Mosto, Quereme así piantado, Areté, Buenos Aires, 2000, p. 140
[3] “Hay dos factores que convergen en la química de la atracción de un bien. Uno viene del lado del objeto. Lo que nos atrae tiene algo en sí mismo que es capaz de despertar nuestra tendencia. Es común que se denomine a esa cualidad del objeto valor. Lavelle gustaba definir al valor como aquello que rompe nuestra indiferencia afectiva. Pero a nivel natural no basta la presencia del valor para que la atracción se realice, es necesaria también la disposición del sujeto: la presencia atenta del sujeto y su capacidad de recibirlo. Puede darse que seamos ciegos frente a determinados valores o que nuestra percepción privilegia unos y se cierre frente a otros.”  M. Mosto, op.cit., p. 120
[4] R. Spaemann, Ética: Cuestiones fundamentales, Eunsa, Navarra, 2010, p. 55

lunes, 15 de agosto de 2016

La pesadez de la liviandad



La vida light y la vida pesada

A fines del siglo pasado (nos referimos al siglo XX, por si todavía hay algún despistado) apareció en las estanterías de las librerías y con mucho éxito el libro del psiquiatra español Enrique Rojas titulado “El hombre light”. Algún día cabría detenerse en el éxito de obras de este tipo, puesto que se trata de uno de los muchos libros en los que se analiza, por decirlo en breve, “lo mal que estamos”. No digo que el éxito sea llamativo porque los diagnósticos sean desacertados. Quien esto escribe adhiere de hecho a buena parte del análisis que Rojas realiza en el libro mencionado. Lo que resulta llamativo, y da qué pensar, es que resulte exitosa una literatura cuyo contenido es tan crítico respecto al estilo de vida contemporáneo; como si hubiera un cierto gusto en reconocer que las cosas no andan tan bien – tal vez porque estos autores logran poner bajo la lupa y luego en palabras sensaciones generalizadas del hombre de a pie. Podría ser esto una muestra de que solemos tener una mirada en cierta medida negativa sobre el modo en que estamos llevando a cabo nuestras existencias. Por otro lado, y no es menos curioso, a la vez que apelamos a este tipo de lecturas, no parece que terminemos de encontrarle la vuelta al asunto. Los diagnósticos como el de Rojas, lejos de haber perdido vigencia con los años, resultan tan o quizás incluso más válidos y acertados que cuando fueron escritos. “El hombre light”, por ejemplo, es de 1992. Está pronto a cumplirse ya un cuarto de siglo desde su aparición. Y aún hoy –al menos es lo que observo en mis experiencias con los estudiantes– cuando alguien conoce sus páginas, lo más común es que la mayoría tienda a coincidir con las observaciones que allí se exponen y con el carácter preocupante de las mismas.
¿Y cuáles son estas observaciones? Las que se resumen en el título del libro: los hombres y mujeres de finales del siglo XX somos “hombres light”, envueltos en la tetralogía hedonismo-consumismo-permisividad-relativismo, y así como los productos light, carecemos de sustancia. Al analizar el perfil psicológico del hombre promedio de nuestra época, señala el autor:
                                           
“Se trata de un hombre relativamente bien informado, pero con escasa educación humana, muy entregado al pragmatismo, por una parte, y a bastantes tópicos, por otra. Todo le interesa, pero a nivel superficial; no es capaz de hacer la síntesis de aquello que percibe, y, en consecuencia, se ha ido convirtiendo en un sujeto trivial, ligero, frívolo, que lo acepta todo, pero que carece de unos criterios sólidos en su conducta. Todo se torna en él etéreo, leve, volátil, banal, permisivo. Ha visto tantos cambios, tan rápidos y en un tiempo tan corto, que empieza a no saber a qué atenerse o, lo que es lo mismo, hace suyas las afirmaciones como «Todo vale», «Qué más da» o «Las cosas han cambiado». Y así, nos encontramos con un buen profesional en su tema, que conoce bien la tarea que tiene entre manos, pero que fuera de ese contexto va a la deriva, sin ideas claras, atrapado – como está – en un mundo lleno de información, que le distrae, pero que poco a poco le convierte en un hombre superficial, indiferente, permisivo, en el que anida un gran vacío moral.”[1]

Rojas sostiene que vivimos en la era de plástico, donde todo está hecho para usar y tirar; se debilitan los vínculos, decrece el compromiso y aumenta la indiferencia, se genera una desorientación ante los grandes interrogantes de la existencia y surge un nuevo tipo de inmadurez. Se trata de “un ser humano rebajado a la categoría de objeto, repleto de consumo y bienestar, cuyo fin es despertar admiración o envidia” pero que tarde o temprano se irá quedando “huérfano de humanidad”.[2]

Posiblemente sean muchos los lectores que coincidan con ese análisis. Por otra parte, sin embargo, intuyo que no serían pocos los que estarían también de acuerdo si señaláramos que cierta parte de nuestras existencias tardo-modernas están también signadas por una sensación de pesadez. En el uso metafórico utilizamos el adjetivo “pesado” para referirnos a aquellas realidades o experiencias que resultan molestas, fatigosas, agobiantes, cansadoras. Lo “pesado” es lo difícil de sobrellevar. Y así nos podemos quejar por lo “pesada” que es una tarea, una persona, una película o una obra literaria, una conversación, una clase… Utilizamos esta expresión para referirnos a aquellas cosas y vivencias que resultan una carga para nosotros, debido a lo cual muchas veces preferiríamos desprendernos de ellas.
Lo paradójico –aunque en el fondo no tanto– es que parece haber una íntima relación entre estos dos aspectos, la liviandad  (la vida “light”) y la pesadez. Lo que explica esta vinculación que aquí intentamos señalar es la superficialidad, pues se trata de un elemento común a ambos.
En la vida “light” predomina, como leíamos, una relación superficial con lo otro (con las personas, con las cosas, con las tareas, con las ideas, con los valores, con la belleza…). Una superficialidad que es señal de la falta de encuentro íntimo con lo real y que produce un vacío que en general intenta luego ser superado de diversas maneras (la multiplicación de la cantidad de experiencias pretende suplantar la falta de calidad de las mismas, la velocidad y la hiperactividad aumentan ante la ausencia de algo que invite al detenimiento y la quietud, las tendencias e intereses se dispersan, el sujeto se fragmenta, el ruido pretende suplantar la insoportable vacuidad del silencio). Buscamos caminos que posibiliten una fuga ante el vacío que generan las relaciones puramente epidérmicas que, en cuanto tales, no logran “llenarnos”, no nos alimentan, no llegan a producir una experiencia profunda de sentido.
Esta superficialidad es también un elemento propio de la pesadez. La vida, o al menos algunos momentos de ella, se torna “pesada” cuando es aburrida. Y lo que genera el aburrimiento (aborrecimiento) es justamente la sensación de vacío que viene ligada al modo superficial de habérnoslas con las cosas. Ese mismo vacío resulta agobiante, fastidiante, molesto, y genera un tipo particular de cansancio. No nos referimos al cansancio por el gasto de energía que se da al intentar superarlo, sino al agobio que la misma experiencia de vacío genera en el sujeto, y esto porque precisamente no invita a poner en juego nuestras energías. Lo más “cansador” no es el gasto de energías, sino el no poder hacer uso de ellas porque la relación con la realidad es tal que no nos moviliza a hacerlo. Así, por ejemplo, una hora de clase puede ser muy “pesada” no por el verdadero peso de su contenido, sino porque lo que falta es justamente contenido, porque es una clase demasiado “light”. Lo que hace “pesada” una conversación es que justamente no haya en ella nada que saborear ni nada que nos nutra. Una tarea se hace “pesada” cuando no vislumbramos ni su por qué ni su para qué y por tanto nos resulta carente de sentido alguno.





Dos tipos de cansancio

Cuando hay vínculo, cuando hay encuentro profundo (y, por tanto, también compromiso), sin duda hacemos uso de nuestras fuerzas y las dedicamos a aquello con lo que estamos comprometidamente vinculados. Esto implica, claro está, que habrá cansancio. Pero esa fuerza empleada se convierte, en virtud de ese mismo vínculo, en una suerte de energía renovable. Las fuerzas se renuevan e incluso multiplican gracias a ese encuentro (y en la misma proporción en la que en ese encuentro haya profundidad). Porque nuestras energías no son puramente espontáneas, autogenerantes, sino que brotan por la motivación que un “algo” con el que entramos en relación genera en nosotros. Es en el encuentro con ello donde somos “movidos”.[3]
Así, por ejemplo, una persona que se compromete seriamente con su trabajo –no por un sentido vacío del deber, sino porque ha encontrado un sentido profundo en su tarea– seguramente dedicará mucho esfuerzo y gastará energías en ello, pero en virtud de ese sentido descubierto su fuerza no deja de alimentarse con su misma labor. Un maestro verdaderamente interesado en lo que enseña y en sus alumnos, potenciador de ese mismo interés en sus estudiantes, seguramente terminará cansado al final de la jornada, y lo mismo vale para los alumnos; pero se tratará de un cansancio que se abre a la espera de retomar el recorrido del aprendizaje la próxima vez. Un artista inspirado pasará trasnochadas horas dedicándose a su producción creativa, pero con el regocijo de saber que esa actividad le renueva el entusiasmo e incluso profundiza su inspiración. Es una suerte de cansancio reparador, como hemos dicho ya en alguna oportunidad.[4]
Cuando, en cambio, las cosas son experimentadas con demasiada liviandad, cuando las relaciones no superan lo epidérmico y no logra darse el verdadero vínculo, lo que queda es el tedio, el aburrimiento, la pesadez, que al no poner en juego nuestras energías, las termina aniquilando. Se trata de una especie particular de agotamiento, de una suerte de cansancio por inanición, por falta de nutrientes, nutrientes que no pueden llegar a nosotros si nuestro vínculo con las cosas queda a nivel de lo meramente superficial. Es el tipo de “cansancio” consanguíneo de la apatía. Se manifiesta en el desgano, la falta de vitalidad, la ausencia de ímpetu. Pero recordemos que la apatía no se da por exceso de “padecimiento” en nuestro vérnoslas con lo otro, sino más bien por ausencia de él, como señala la etimología del término (del griego a-pathos, no-padecimiento).
Curiosamente entonces, cuando por temor al cansancio optamos por la ausencia de vínculos, cuando para evitar el desgaste escogemos la falta de compromiso, cuando con la ilusión de hallarnos más a resguardo caemos en la liviandad, lo que hacemos es condenar nuestras energías a la agonía y nuestra vida al peligro de una desgastante pesadez.

Una vida “light” resulta, a la larga, algo muy “pesado”, desgastante, difícil de sobrellevar. Y es de esperar que intentemos evitar esa pesadez. La cuestión estriba en tomar nota de que esa pesadez se debe precisamente a la liviandad y de que es esto último lo que convendría remediar si pretendemos vislumbrar una salida exitosa. De lo contrario, con el fin de paliar los efectos sin tener en cuenta sus causas, podemos caer en “remedios” que no sean tales y buscar caminos de fuga en actividades que aumenten el carácter superficial de nuestra relación con las cosas. De esa manera, la liviandad irá en aumento, y en consecuencia también la pesadez, que es lo que pretendíamos superar.





[1] Enrique Rojas, El hombre light, Buenos Aires, Planeta, 1992, pp. 13-14
[2] Ibidem, p. 17
[3] La filosofía clásica tenía esto muy en claro: “la voluntad necesita arrancar del impulso de algo exterior que la mueva para su primer movimiento” dice Sto. Tomás de Aquino en Suma Teológica I-IIae, 9, 4.
[4] Cfr. nuestra entrada en este mismo espacio sobre “entrega y cansancio”: http://ablfilo.blogspot.com.ar/2014/11/sobre-la-entrega-parte-iv.html

miércoles, 20 de julio de 2016

No somos nada...


Es sabido que hay ocasiones que se prestan especialmente para el surgimiento de ideas y frases existenciales. Por ejemplo, los velorios. Es verdad también que muchas veces se recurre a lugares comunes sobre cuya profundidad valdría sospechar, puesto que se enuncian como al pasar o por simple necesidad de llenar el vacío que resuena en un silencio quizás incómodo e inquietante. En esos casos se dicen las cosas por decirlas y tal vez habría que aprender a amigarse con el silencio en momentos en los que en verdad no hay mucho para decir. Otras veces, empero, las ideas y las frases surgen con sinceridad existencial y brotan de un corazón honestamente conmovido, aun cuando se trate de expresiones comunes.
“No somos nada” pertenece a ese listado de frases velatorias, y en no pocas ocasiones es dicha por decir, pero en otras brota con sincera profundidad. Una profundidad existencial que surge ante la evidencia incontestable de la muerte, ante esa realidad póstuma que habitualmente atemoriza y sobre la cual sin embargo tenemos una certeza que no se compara con ninguna otra. Omnia incerta, sola mors certa, decía San Agustín; todo es incierto, sólo la muerte es algo seguro. Y Schopenhauer a su vez observaba que nada tememos tanto como ver llegar el término de una existencia (vista por él con poco entusiasmo, por cierto) y, sin embargo, es de lo único de lo que podemos estar seguros.



“No somos nada” nace primeramente como comprobación amarga de nuestra finitud temporal. Nacemos, vivimos, crecemos, pero tarde o temprano (y casi siempre lo intuimos más como temprano que como tarde) la cosa llega a su fin y quedamos en nada. El que estaba hasta hace recién entre nosotros se ha vuelto ausencia, no-ser. Y tomamos nota de que lo mismo habrá de sucedernos a nosotros.
Esta evidencia de la finitud temporal (al menos en lo que esta vida terrena respecta) además invita a pensar sobre la finitud ontológica, que es condición de la anterior. No sólo algún día dejaremos de ser (insisto, al menos en el sentido en que lo conocemos aquí), sino que el punto es que nunca somos plenamente. No somos el Ser, por decirlo en abstracto. Si lo fuéramos, si nuestra esencia se identificara simplemente con “ser”, entonces seríamos plenamente y, como consecuencia, no dejaríamos de ser jamás. Nuestra naturaleza consistiría en ser, precisamente. Pero no es el caso. El hecho de que podamos dejar-de-ser parece mostrar que hay algo de no-ser inscripto ya en nuestra naturaleza, que hay algo de “nada” en nuestra misma constitución ontológica. Como si hubiera un no-ser que forma parte esencial de nuestro modo de ser, paradójicamente. Como si estuviéramos hechos de nada en última instancia, y la muerte no fuese más que la explicitación definitiva de ese núcleo existencial que sería una suerte de no-existencia.


Si hacia la nada vamos, es porque la nada parece estar de alguna manera siempre latentemente presente en nosotros. Si hacia la nada vamos, parece comprensible la idea de que, en primera instancia, de la nada venimos. O si se prefiere al revés, si de la nada venimos, ¿a dónde habríamos de ir en definitiva si no hacia la nada? Y si es así, que otra cosa decir sobre nuestro modo de ser que no sea lo que expresa la amarga frase: no somos nada… 






Si en el fondo, entonces, somos primariamente nada, esta nihilidad se revela no como oposición secundaria al ser, sino que parece que el ser fuera más bien una oposición a la nada originaria. La vida y todas sus actividades se manifestarían bajo esta luz (un tanto oscura, tal vez) como intentos de sublevarse y sobreponerse a una nada primaria. Una nada abismal, ante la cual nuestra respuesta existencial, intrínseca a la estructura ontológica de la existencia misma, es la angustia. Y después vemos… vemos si es la evitación de esa angustia la que nos empuja a hacer lo que hacemos, con el afán de huir de esa nada y sumergirnos en la superficialidad de lo anónimo, en la existencia inauténtica, como señala Heidegger. O si asumimos esa angustia y hacemos lo que hacemos para enfrentarnos a ese vacío estructural. Decía García Morente: “justamente para salvarse del abismo de la nada, para afirmarse como ser, para seguir siendo, para existir como ente, es por lo que el hombre hace todas esas cosas de pensar el ser de las cosas, de discurrir la ciencia, la alimentación, el vestido, la civilización, todo eso.”[1]

Sin embargo, a pesar de la posible profundidad de estas ideas, hay algo que no convence. Que seamos simplemente “nada” choca contra la experiencia más evidente (y no por eso menos profunda). Aquí estamos, somos. Estamos siendo y siendo algo. Ese elemento de nihilidad, al que hacíamos recién referencia, resultaría incluso incomprensible sin un apoyo en la entidad. Lo que haya en nosotros de nada sólo es posible porque, de hecho, somos.
Claro está que no podemos atribuirnos el Ser sin más, ya se ha dicho. Para hacerlo habría que ser Dios y –sean cuales fueren nuestras convicciones– podemos estar seguros de dos cosas: de que no somos Dios y de que cada vez que hemos pretendido serlo el resultado no fue otra cosa que alguna macana. No somos “el Ser”. Lo evidencia nuestra existencia signada por la fragilidad, continuamente expuesta a la posibilidad de ya no ser, permanentemente enfrentada a la certeza de una involuntaria derrota. Nos sabemos murientes, obligados a esa inconsistencia que se traduce en devenir (que como señalaban ya Heráclito y Platón, y a su manera también Hegel, es una mezcla de ser y no-ser). Incluso más, tomamos conciencia ya no sólo de la posibilidad de no-ser, sino también del misterioso ¿capricho? de ser cuando tranquilamente podríamos no haber sido.

Y sin embargo… somos. Somos, sin ser el Ser. Y esto nos abre a la visualización de la gratuidad de la existencia. La nuestra propia y la de todo lo que nos rodea. La cuestión estriba tal vez en cómo pensamos esa gratuidad y cómo la experimentamos. En definitiva, como vivenciamos y vivimos nuestra finitud.

Podemos experimentar esa gratuidad como sinsentido, como absurdo, como carencia de fundamento. Somos cuando podríamos no haber sido y, por lo tanto, somos porque sí, azarosamente, por casualidad. Si tal es el caso, la angustia se revela como elemento constitutivo de una existencia “arrojada” que toma nota del carácter caprichoso de nuestro estar en el mundo. Enfrentarla, asumirla, hacerse cargo de su esencialidad sería señal de la profundidad última con la cual habríamos de sobrellevar nuestra finitud. Sería, como sostiene Heidegger, la manera de tener una existencia auténtica. Y puede que esta experiencia resulte liberadora y esclarezca nuestras perspectivas y proyecciones, o puede también que redunde en la náusea sartreana que se sigue de la concientización de que todo está “de más”.
Pero también podemos experimentar la gratuidad como donación recibida, como don, injustificable en última instancia, no por falta de fundamento, sino por el carácter libre de ese fundamento; como gratia. Si soy sin ser el Ser, es porque debe haber un Ser en cuya voluntad se halla el sostén de que yo sea. Si tal es el caso, el grado de profundidad última ya no se halla en la angustia, sino en la captación y aceptación de sí mismo como don recibido. Como sostiene Guardini, desde esta perspectiva, es cuestión de experimentar que “yo soy para mí lo absolutamente dado”.[2] O como analiza Edith Stein:

“Mi ser, tal como yo lo encuentro y tal como yo me encuentro en él, es un ser vano; yo no existo por mí mismo y por mí mismo nada soy; me encuentro a cada instante ante la nada y se me debe hacer el don del ser momento tras momento. Y sin embargo, este ser vano es un ser y por eso yo toco a cada instante la plenitud del ser.” [3] 

Somos y no somos, decía Heráclito. Misterio del devenir, misterio de la finitud. Somos, pero tenemos un modo de ser que consiste en “tener ser” sin serlo. Justamente, por nuestro modo-de-ser tenemos un ser hasta-acá, que no encuentra en sí mismo justificación ni fundamento. Encarar este hecho es empezar el camino de amigarse con la propia finitud. Tal vez para concluir que nada tiene fundamento ni justificación. Tal vez para aceptarse como don y, partiendo de la fragilidad y vacuidad del propio ser, experimentarse como misteriosamente partícipe en el ser:

“al hecho innegable de que mi ser es fugaz y se prolonga de un momento a otro y se encuentra expuesto a la posibilidad del no ser, le corresponde otro hecho también innegable y es éste: yo, a pesar de esta fugacidad, soy y soy conservado en el ser de un instante al otro; en fin, en mi ser fugitivo, yo abrazo un ser duradero. […] En mi ser yo me encuentro entonces con otro ser que no es el mío, sino que es el sostén y el fundamento de mi ser que no posee en sí mismo ni sostén ni fundamento.”[4]








[1] Manuel García Morente, Lecciones Preliminares de Filosofía, Losada, Buenos Aires, 1938, p. 400
[2] Romano Guardini, La aceptación de sí mismo, Lumen, Buenos Aires, 1994, p.13
[3] Edith Stein, Ser finito y Ser eterno, Méjico, FCE, 1996, p. 72
[4] Ibidem, p. 75

miércoles, 25 de mayo de 2016

Yo soy yo contigo



Los unos y los otros

Acá estoy yo. Ocupando una parcela del universo. De modo sumamente minúsculo tal vez, pero también de modo único. Acá estoy yo infranqueablemente. En todo el cosmos no hay nada ni nadie que ocupe el lugar que yo estoy ocupando en este momento. Y no se trata solamente de un hecho físico, sino que ocupo un lugar metafísico – con perdón del oxímoron – que nadie más puede ocupar. Acá estoy. Soy, y nadie puede ser acá donde soy yo, porque nadie es yo.
Una sensación de soberanía ontológica hace ebullición en nosotros ante semejante redescubrimiento. Plantamos nuestra bandera dentro de este fragmento de lo existente que es propiedad privada de cada cual. Pero al notar que nada ni nadie puede depositar los pies de su existencia en el distrito en el que se hallan los nuestros, descubrimos también que no podemos salirnos de ese aquí. Yo estoy acá. Soy esto y soy hasta acá. La sensación de soberanía se entremezcla entonces con cierta asfixia. Soberano y prisionero. Murallas de protección y separación. No puedo salirme de mí… ¿o acaso sí? No puedo liberarme de mí. ¿Habría que intentarlo? ¿Para qué, si no es siquiera posible? (y, sin embargo, tantas veces lo he hecho…) ¿Para qué querría salirme de esto que soy? ¿Para convertirme en qué? ¿En quién? ¿Qué sería de mí si mi yo estuviese fuera de sí? Nada, probablemente. La aniquilación, en su estricto sentido, parece ser el único resultado posible, la condena para un yo que decide no ser él.
O tal vez estemos reflexionando mal… Tal vez no hay por qué asfixiarse. Tal vez la vida nos está dando la posibilidad de abrir nuestras puertas y ventanas (que las tenemos, aunque lo olvidemos con frecuencia, ¿no es cierto, Leibniz?). Abrirlas para salir de nosotros sin alejarnos de nosotros, sin dejar de ser cada cual su yo. Para salir de mí - conmigo. Es más ¡tal vez la vida misma consista en ello!
Pero… ¿hacia dónde he de ir? ¿hacia qué? ¿hacia quién?...


Persona y apertura

Una definición clásica de “persona” nos ha sido legada, junto con otras célebres definiciones[1], por el filósofo Boecio (480-524). En su obra De Duabus Naturis señala que la persona es la substancia individual de naturaleza racional. De esta manera el pensador identifica a la persona como aquel ente que, por su capacidad intelectual, se distingue del resto de las substancias individuales. La segunda parte de la definición (…de naturaleza racional) es posiblemente la parte más destinada al debate y a la polémica. Es también, a primera vista, la parte más importante, puesto que señala la diferencia específica que, justamente, especifica a la persona en cuanto tal. Sin embargo, nos detendremos aquí en la primer parte de la definición. ¿Qué nos dice esto de que la persona es una substancia individual?
Con ello Boecio señala, que la persona es un ente concreto que posee su propia existencia, que tiene el ser en sí mismo (sin que esto signifique que lo tiene de sí mismo), que no es –en sentido aristotélico– un mero accidente que tuviese su ser en otro como su sujeto (si bien puede tener su ser de otro). Es decir que la persona tiene cierta independencia ontológica, que es un ente de alguna manera cerrado, con consistencia propia. No es simplemente parte de un ente mayor, cuya importancia se redujera justamente al hecho de ser un elemento constitutivo de otro, sino que se trata de algo que no entra en confusión con una totalidad, puesto que ella misma es en sí una suerte de totalidad. De ahí que cada persona tenga importancia como individuo y no es un mero momento del desarrollo de un Todo que lo supere.
Ahora bien, aunque la concientización de la substancialidad de la persona conduce al respeto de la misma como algo individual y hasta cierto punto independiente, sería un error si concibiéramos a la persona como algo totalmente “cerrado”. Mi ser, como substancia, se distingue del ser de mis vecinos, eso es cierto. Yo soy algo y tú eres algo distinto de mí, y él es a su vez otra cosa distinta, y cada uno de nosotros es más que un mero elemento de una unidad englobadora; cada uno de nosotros es una unidad en sí mismo. Sin embargo, esta consistencia ontológica exige, para su propio crecimiento y realización, del contacto con otras substancias. Si las personas, por reconocernos como individuos y como una totalidad cada uno en sí mismo, cayéramos en la tentación del auto-encierro, esto sería esencialmente perjudicial para nuestra individualidad. Vale decir, la apertura hacia el otro (sea este otro la naturaleza, el prójimo, el Creador) no amenaza nuestra consistencia como personas, sino que, al contrario, es algo imprescindible en vistas a esa consistencia. En este sentido es que podemos decir que no es la persona algo “cerrado”.
La apertura hacia el otro es una exigencia de nuestra naturaleza. Es por ello que el egoísta no sólo perjudica a los demás, de quienes se ha olvidado, sino que con su actitud se perjudica también a sí mismo. Es de vital importancia que, al captar nuestra propia substancialidad y consistencia, no olvidemos tener presenta a la par nuestra naturaleza social, nuestra vocación a la apertura hacia los demás, que nos distingue como seres humanos.
Cuando esta naturaleza social es olvidada y no respetada –lo cual sucede en las sociedades de tendencia individualista– surge en el hombre, consciente o inconscientemente, la angustia de la soledad y la sensación de aislamiento. Esta se manifiesta tarde o temprano, puesto que, como hemos dicho, el auto-encierro no le es connatural al hombre (y la naturaleza siempre se encarga de manifestar la fuerza de sus normas). Es entonces cuando el hombre busca la salida de esta angustia en actitudes de sociabilidad inauténtica. Nuestro yo, habiéndose tornado débil por no haberse alimentado con un contacto auténtico con el otro, se desliza en la fusión en la masa para perder de vista esa sensación de aislamiento y la insatisfacción que ella le provoca. “La persona que se despoja de su yo individual y se transforma en un autómata, idéntico a los millones de otros autómatas que lo circundan, ya no tiene por qué sentirse solo y angustiado. Sin embargo, el precio que paga por ello es muy alto: nada menos que la pérdida de su personalidad.”[2]



Este tipo de actitudes pueden en principio parecer muy “sociales”, pero en realidad no lo son, puesto que la verdadera vida social surge a partir de personas fuertes y consistentes en sí mismas, y sólo ellas son capaces de actos correspondientes a tal tipo de vida.
No es posible pretender una vida social fortalecida, si no están fortalecidos los miembros que conforman un grupo social. Así mismo, tampoco es posible lograr una vida personal fortalecida sin una vida social auténtica. La sociedad –el grupo social, del tipo que fuese– y el individuo no son realidades contrarias que chocan entre sí (como señalan perspectivas como la de Hobbes y otros muchos herederos de su planteo), sino realidades íntimamente relacionadas y mutuamente necesarias y complementarias. No hay la primera sin la segunda, ni la segunda sin la primera.


Yo contigo

Si por miedo yo no soy capaz de entregarme a ti, entonces no seré más yo. Sólo una auténtica relación contigo, posibilitará y facilitará que yo sea cada día yo de modo más pleno. Y si yo soy en verdad yo, y tú eres en verdad , podré tener una auténtica relación contigo. En cambio, si ambos renunciamos a nuestra individualidad y nos enmascaramos en yo-s inauténticos, yo ya no seré yo, ni tú serás , y lo que haya entre nosotros no será jamás una auténtica relación, sino apenas un infructuoso intento de fuga hacia la transitoria inconsciencia de nuestras sendas alienaciones.

Ir hacia el otro, saliendo conmigo de mí. ¿Y el otro? Me dejará entrar, a mí, para estar yo en él… y así también él entrará en mí, sin dejar de ser él. Y mi yo, fuera de sí, estará más en sí que vez alguna, fortalecido por el otro en mí. Y el otro será él, estando yo en él sin dejar de ser yo, sino siendo más yo que nunca.

Y yo seré con el otro.
Yo seré yo contigo, y vos serás conmigo…

Y ya no hay asfixia, sino soberanía en la comunión.



[1] Célebres son también sus definiciones de »eternidad« (»Posesión total y perfecta de una vida simultánea«) y de »felicidad« (»Estado perfecto por la posesión de todos los bienes«), que se encuentran en su conocida obra La consolación de la filosofía.
[2] Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires 2004,  p. 184.
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