Del griego "conócete a ti mismo" |
Cambio y libertad
Los seres de la naturaleza estamos sometidos al paso del
tiempo, es decir, pertenece a nuestra realidad la inevitabilidad del cambio. No
podemos no cambiar, no somos libres de obedecer o no a esta ley natural. El
cambio y el paso del tiempo, sin embargo, manifiesta un doble rostro: tiene
algo de negativo (implica desgaste, envejecimiento, corrupción…) pero también
algo de positivo (posibilita la maduración, el crecimiento, el progreso). Los
entes no-racionales (sean éstos causa de su cambio, como los entes vivos, o
dependan para cambiar exclusivamente de factores externos, como los entes
inertes) están encadenados al proceso de cambio siguiendo leyes relativamente
fijas. El “proyecto” de su existencia en devenir se halla predeterminado por
normas que escapan a su iniciativa. En cambio, en el caso del hombre las
modificaciones que se producen tienen lugar de manera muy distinta. Si bien el
hombre tampoco tiene libertad para decidir cambiar o no (y algunos de sus
cambios también obedecen a layes naturales sobre las cuales no tiene dominio),
el hombre sí tiene libertad para direccionar algunos de sus cambios en base a
las propias decisiones. El ser humano, por su libertad, tiene en sus manos el
timón de su propia existencia y es, en consecuencia, artífice de su propio
destino, en buena medida. Claro está que muchas cosas le suceden sin que él
intervenga con su elección, pero el hombre tiene la particularidad de ser dueño
de sí mismo y la posibilidad de elegir qué es lo que quiere hacer de sí mismo a
lo largo de su cambiante existencia. Esto es lo que brinda al ser humano un
valor y una dignidad especial, pero implica también el peligro de acertar o no
en las decisiones que dirigen sus cambios.
El llamado a la eidopóiesis
Por la ya mencionada libertad, este proceso de cambio
adquiere en el hombre algunas particularidades de relevancia moral.
Intentaremos señalarlas haciendo referencia a dos modos distintos de encarar
los cambios en el caso del hombre: parállaxis
y eidopóiesis.
Parállaxis (del griego pará, “hacia” y allo, “otro”). Es el cambio hacia otra
cosa, hacia algo distinto; es el cambio de tipo alterativo (del latín alterum, otro). Supongamos el caso de
alguien que continuamente cambia de rumbo en algún aspecto: en sus amores, en
sus estudios, en sus intereses, en sus ocupaciones… A primera vista podría
parecer que hay allí mucha vitalidad, mucho movimiento y dinamismo, incluso
podría parecer que hay mucho avance, pues siempre encara alguna cosa nueva,
desechando lo anterior, sin estancarse en ninguna cosa en particular. Pero si
se piensa detenidamente, se observará que esa supuesta dinamicidad es más bien un engaño; está más ceca de la quietismo
de lo que se sospecharía en un
principio. Quien da un paso en una dirección, luego otro en otra, luego vuelve
a cambiar de rumbo, y luego vuelve a cambiar… ¿hacia dónde se dirige en
definitiva? ¿Ha habido allí verdadero avance? Más bien parecería que el sujeto
casi no se ha alejado del punto cero de su camino (puesto que, en realidad, no
hay “camino”) y que, por cambiar alterativamente a cada paso, lo suyo es un
incesante tener que volver a empezar una y otra vez desde el principio. Casi no
se ha alejado del punto de partida y casi no podría en este caso hablarse de
progreso alguno. En el cambio permanente hacia otra cosa parece haber mucha
vitalidad, pero en realidad se produce una curiosa forma de estancamiento. Por
ejemplo, quien en sus relaciones continuamente pasa a “otro” podrá parecer
portador de una vida afectiva muy dinámica, pero sus relaciones y difícilmente
superen los pasos iniciales y alcancen la madurez y profundidad que se adquiere
a través de la permanencia y la fidelidad. Quien continuamente cambia el tema
de sus estudios, podrá juntar información muy diversa, pero difícilmente logre
profundizar y encontrar un conocimiento sólido sobre algún tema.
La parállaxis
pone en evidencia que no hay verdadero cambio si no hay permanencia. Solemos
pensar cambio y permanencia como realidades opuestas, pero de hecho están
íntimamente relacionados: sólo puede cambiar y progresar algo que, a través del
cambio, ha permanecido de alguna manera el mismo.
En el hombre reviste esto una importancia radical, en
especial en lo que a su relación consigo mismo se refiere. El ser humano es, en
la naturaleza, el que corre el peligro de no ser fiel a sí mismo, de querer
convertirse en otro, de ir ad alterum
y por tanto adulterarse, es decir, de querer ser algo o alguien que no es.
Evidentemente aquí es imposible el progreso e inevitable el fracaso.
Filosóficamente hablando, el cambio es actualización de una potencialidad, es
decir la adquisición de una perfección que antes no se tenía. Pero si bien
previamente no se poseía esa perfección, sí se estaba ya en “posibilidad de
adquirirla”. El paso de esta posibilidad a su realidad (paso de estar en potencia a estar en acto, diría Aristóteles) es en lo que justamente consiste el cambio. Pero uno
no puede actualizar otras potencialidades que no sean las propias. Éstas pueden
ser muchas, sin duda, pero que sean muchas no quiere decir que sean infinitas
ni que sean todas. Como ser finito que es, el hombre posee potencialidades
limitadas; no puede serlo todo ni puede ser todos.
Solamente puede llegar a ser él mismo, solamente puede avanzar si es coherente
consigo y fiel a sí. Pero para eso hay que buscar una vía distinta de la parállaxis.
Eidopóiesis: (del griego eidos, “esencia”
y póiesis, “realización”,
“desarrollo”) A diferencia del cambio paraláctico, el cambio eidopoiético
consiste en el movimiento de realización de la propia esencia (kínesis eidopoiós). Es el cambio de
aquel que se mantiene fiel a sí mismo, de aquel que verdaderamente crece puesto
que no busca ser quien no es, sino que conociendo sus potencialidades se
preocupa por llevarlas a la actualización y así logra ser él mismo cada vez
más, creciendo en identidad, integridad y consistencia. No es estancamiento,
porque hay cambio; pero no un cambio alterativo que adultera y falsea, llevando
al fracaso y a la frustración, sino el cambio perfectivo que implica
permanencia. Así, quien permanece fiel a sí mismo y crece siendo cada vez más
el que es, se mantiene también fiel a las cosas que son “lo suyo” (intereses,
ocupaciones, amores, estudios), profundizando en ellas, encontrando siempre
algo novedoso dentro de lo mismo en lugar de cambiar de rumbo a cada paso. Y, a
su vez, eligiendo una y otra vez lo que es “lo suyo” se elije cada vez más a sí
mismo. Aquí hay progreso porque hay camino, y hay camino porque la marcha
mantiene una misma dirección.
Cada uno de nosotros no solamente es, sino que es de un
modo que le es propio. Cada cual tiene su modo de ser, único e irrepetible. Ese
modo de ser es la esencia de cada uno, que nos impone un límite (nos hace ser hasta-aquí), pero un límite positivo, ya
que es gracias a ese límite que somos quienes somos y no otros, ni nos diluimos
en una totalidad impersonal. Ahora bien, esta esencia no está ya plenificada
desde un comienzo, sino que necesita trabajo. Un trabajo que ha de respetar ese
límite, pero ha de procurar desarrollar todo lo que se pueda desarrollar dentro
del marco que éste impone.[1]
No podemos no cambiar, decíamos al comienzo. Pero de
nosotros depende si hemos de cambiar para ser cada vez más plenamente nosotros
mismos, o si hemos de adulterarnos intentando ser alguien que en realidad no
somos, ni seremos.
En la frustración hay ante
todo un engaño, es decir, que la realización de un impulso, de un deseo, de una
volición está vinculada estrechamente al acierto y que, si no hemos acertado,
nos hemos frustrado. Entonces no es solamente un problema de impulso, de
energía, de tendencia, sino también de adonde va este impulso, si va al centro,
si está acertado o está desacertado.
La frustración tiene mucho de
desacierto. El desacierto es absolutamente inevitable si la realidad acerca de
mí no me interesa, pues de esta manera pierdo de vista lo que me conviene. La
elección entre varios valores, su comparación, es posible si tengo claro qué es
aquello que de veras quiero. Si no conozco la verdad acerca de mí mismo, no
puedo decidir bien. El conocimiento de sí mismo es una sólida valla contra la
frustración, contra las críticas extremas y produce no ya insensibilidad, pero
sí una cierta independencia frente al qué dirán. [...]
Toda la vida ética está
marcada entre dos principios. Uno es el “Conócete a ti mismo”, inscripto en el
Oráculo de Delfos, en Grecia, y del cual hizo un programa de filosofía
Sócrates. Hay que entenderlo dinámicamente: conocerme siempre más y mejor. Es
el punto de partida de toda vida ética, de toda realización personal. El
segundo dice: “Sé lo que eres”. Es del poeta griego Píndaro. Sé actualmente lo
que ya eres potencialmente. En la medida en que nos estamos conociendo como
somos, tenemos que realizarnos. [...]
El hombre bueno es un hombre
perfecto. El concepto de lo perfecto ha quedado recubierto de polvo y olvido en
los últimos siglos. Es muy difícil decir qué significa “perfecto”, qué es la
perfección moral. Todo esfuerzo ético es un esfuerzo de perfección. Los
términos que significan virtud moral significan en el fondo perfección, son
términos positivos, de realización. [...]
El hombre necesita llegar a lo
alto, pero no puede ser perfecto si no lo es en su línea. Tiene que elaborar su
rostro, explicitar sus posibilidades, no las de su vecino.
E. Komar, La verdad como vigencia y dinamismo, Sabiduría Cristiana, p. 24-25
He de querer ser el que soy:
querer ser yo realmente, y sólo yo. Debo ponerme en mi yo, tal como es,
asumiendo la tarea que con eso me está propuesta en el mundo. La forma básica
de todo lo que se llama “oficio”, “vocación”; pues desde ahí me acerco a las
cosas, y hacia ahí asumo las cosas.
[...]
Debo renunciar a tener
cualidades que me están rehusadas; debo reconocer mis límites y mantenerlos.
Esto no significa la renuncia al esfuerzo de elevarse. Eso puedo y debo
hacerlo; pero en la línea de lo que se me ha dado... Tampoco puedo sucumbir al
resentimiento, esa actitud que revela que no he aceptado realmente ni he
renunciado de veras, y que consiste en hacer malo lo que se me ha rehusado.
En la raíz de todo está el
acto por el cual me acepto a mí mismo. Debo estar de acuerdo con ser el que
soy. De acuerdo con tener las propiedades que tengo. De acuerdo con estar en
los límites que se me han trazado.
R. Guardini, La aceptación de sí mismo, Lumen, p.
19-23
[1] “El hombre, en efecto,
nunca «es», sino que «deviene»; el hombre nunca puede decir «yo soy el que
soy», sino «yo soy el que llega a ser», o «yo llego a ser el que soy»: llego a
ser actu (en realidad) el que «soy» en potencia (posibilidad). Sólo Dios
puede decir «yo soy el que soy»; sólo él puede llamarse así. Porque Dios es actus
purus, es potencia actuada, posibilidad realizada. En Dios hay una
congruencia de existencia y modo de ser, de existencia y esencia. Pero en el
hombre el ser, por una parte, y el poder y el deber ser, por otra, discrepan
siempre entre sí. Esta discrepancia, esta distancia entre la existencia y la
esencia, es lo propio del ser humano. Si el sentido del ser humano estriba en
reducir esta discrepancia, en acortar esta distancia, en una palabra: en aproximar
la existencia a la esencia, no se puede olvidar que nunca se trata de «la»
esencia, como sería una esencia «del» hombre que el hombre tuviese que realizar
o representar, sino de la esencia propia de cada uno; se trata de la
realización de la posibilidad axiológica reservada a cada individuo. La máxima
«llega a ser el que eres» no significa sólo «llega a ser el que puedes y debes
ser», sino también «llega a ser lo único que puedes y debes ser». No se trata
sólo de que yo sea hombre, sino de que llegue a ser yo mismo.” V. Frankl, El
hombre doliente, p. 118
QUIZÁS TAMBIÉN TE INTERESE:
"Let it go" (Frozen y la libertad)
Libertad ¿para qué?
Sueño de libertad
que lindo
ResponderBorrar