martes, 2 de junio de 2015

"Sé lo que eres" (eidopóiesis)


Del griego "conócete a ti mismo"


Cambio y libertad


Los seres de la naturaleza estamos sometidos al paso del tiempo, es decir, pertenece a nuestra realidad la inevitabilidad del cambio. No podemos no cambiar, no somos libres de obedecer o no a esta ley natural. El cambio y el paso del tiempo, sin embargo, manifiesta un doble rostro: tiene algo de negativo (implica desgaste, envejecimiento, corrupción…) pero también algo de positivo (posibilita la maduración, el crecimiento, el progreso). Los entes no-racionales (sean éstos causa de su cambio, como los entes vivos, o dependan para cambiar exclusivamente de factores externos, como los entes inertes) están encadenados al proceso de cambio siguiendo leyes relativamente fijas. El “proyecto” de su existencia en devenir se halla predeterminado por normas que escapan a su iniciativa. En cambio, en el caso del hombre las modificaciones que se producen tienen lugar de manera muy distinta. Si bien el hombre tampoco tiene libertad para decidir cambiar o no (y algunos de sus cambios también obedecen a layes naturales sobre las cuales no tiene dominio), el hombre sí tiene libertad para direccionar algunos de sus cambios en base a las propias decisiones. El ser humano, por su libertad, tiene en sus manos el timón de su propia existencia y es, en consecuencia, artífice de su propio destino, en buena medida. Claro está que muchas cosas le suceden sin que él intervenga con su elección, pero el hombre tiene la particularidad de ser dueño de sí mismo y la posibilidad de elegir qué es lo que quiere hacer de sí mismo a lo largo de su cambiante existencia. Esto es lo que brinda al ser humano un valor y una dignidad especial, pero implica también el peligro de acertar o no en las decisiones que dirigen sus cambios.

El llamado a la eidopóiesis


Por la ya mencionada libertad, este proceso de cambio adquiere en el hombre algunas particularidades de relevancia moral. Intentaremos señalarlas haciendo referencia a dos modos distintos de encarar los cambios en el caso del hombre: parállaxis y eidopóiesis.

Parállaxis (del griego pará, “hacia” y allo, “otro”). Es el cambio hacia otra cosa, hacia algo distinto; es el cambio de tipo alterativo (del latín alterum, otro). Supongamos el caso de alguien que continuamente cambia de rumbo en algún aspecto: en sus amores, en sus estudios, en sus intereses, en sus ocupaciones… A primera vista podría parecer que hay allí mucha vitalidad, mucho movimiento y dinamismo, incluso podría parecer que hay mucho avance, pues siempre encara alguna cosa nueva, desechando lo anterior, sin estancarse en ninguna cosa en particular. Pero si se piensa detenidamente, se observará que esa supuesta dinamicidad es más bien un engaño; está más ceca de la quietismo de  lo que se sospecharía en un principio. Quien da un paso en una dirección, luego otro en otra, luego vuelve a cambiar de rumbo, y luego vuelve a cambiar… ¿hacia dónde se dirige en definitiva? ¿Ha habido allí verdadero avance? Más bien parecería que el sujeto casi no se ha alejado del punto cero de su camino (puesto que, en realidad, no hay “camino”) y que, por cambiar alterativamente a cada paso, lo suyo es un incesante tener que volver a empezar una y otra vez desde el principio. Casi no se ha alejado del punto de partida y casi no podría en este caso hablarse de progreso alguno. En el cambio permanente hacia otra cosa parece haber mucha vitalidad, pero en realidad se produce una curiosa forma de estancamiento. Por ejemplo, quien en sus relaciones continuamente pasa a “otro” podrá parecer portador de una vida afectiva muy dinámica, pero sus relaciones y difícilmente superen los pasos iniciales y alcancen la madurez y profundidad que se adquiere a través de la permanencia y la fidelidad. Quien continuamente cambia el tema de sus estudios, podrá juntar información muy diversa, pero difícilmente logre profundizar y encontrar un conocimiento sólido sobre algún tema.
La parállaxis pone en evidencia que no hay verdadero cambio si no hay permanencia. Solemos pensar cambio y permanencia como realidades opuestas, pero de hecho están íntimamente relacionados: sólo puede cambiar y progresar algo que, a través del cambio, ha permanecido de alguna manera el mismo.
En el hombre reviste esto una importancia radical, en especial en lo que a su relación consigo mismo se refiere. El ser humano es, en la naturaleza, el que corre el peligro de no ser fiel a sí mismo, de querer convertirse en otro, de ir ad alterum y por tanto adulterarse, es decir, de querer ser algo o alguien que no es. Evidentemente aquí es imposible el progreso e inevitable el fracaso. Filosóficamente hablando, el cambio es actualización de una potencialidad, es decir la adquisición de una perfección que antes no se tenía. Pero si bien previamente no se poseía esa perfección, sí se estaba ya en “posibilidad de adquirirla”. El paso de esta posibilidad a su realidad (paso de estar en potencia a estar en acto, diría Aristóteles) es en lo que justamente consiste el cambio. Pero uno no puede actualizar otras potencialidades que no sean las propias. Éstas pueden ser muchas, sin duda, pero que sean muchas no quiere decir que sean infinitas ni que sean todas. Como ser finito que es, el hombre posee potencialidades limitadas; no puede serlo todo ni puede ser todos. Solamente puede llegar a ser él mismo, solamente puede avanzar si es coherente consigo y fiel a sí. Pero para eso hay que buscar una vía distinta de la parállaxis.

Eidopóiesis: (del griego eidos, “esencia” y póiesis, “realización”, “desarrollo”) A diferencia del cambio paraláctico, el cambio eidopoiético consiste en el movimiento de realización de la propia esencia (kínesis eidopoiós). Es el cambio de aquel que se mantiene fiel a sí mismo, de aquel que verdaderamente crece puesto que no busca ser quien no es, sino que conociendo sus potencialidades se preocupa por llevarlas a la actualización y así logra ser él mismo cada vez más, creciendo en identidad, integridad y consistencia. No es estancamiento, porque hay cambio; pero no un cambio alterativo que adultera y falsea, llevando al fracaso y a la frustración, sino el cambio perfectivo que implica permanencia. Así, quien permanece fiel a sí mismo y crece siendo cada vez más el que es, se mantiene también fiel a las cosas que son “lo suyo” (intereses, ocupaciones, amores, estudios), profundizando en ellas, encontrando siempre algo novedoso dentro de lo mismo en lugar de cambiar de rumbo a cada paso. Y, a su vez, eligiendo una y otra vez lo que es “lo suyo” se elije cada vez más a sí mismo. Aquí hay progreso porque hay camino, y hay camino porque la marcha mantiene una misma dirección.
Cada uno de nosotros no solamente es, sino que es de un modo que le es propio. Cada cual tiene su modo de ser, único e irrepetible. Ese modo de ser es la esencia de cada uno, que nos impone un límite (nos hace ser hasta-aquí), pero un límite positivo, ya que es gracias a ese límite que somos quienes somos y no otros, ni nos diluimos en una totalidad impersonal. Ahora bien, esta esencia no está ya plenificada desde un comienzo, sino que necesita trabajo. Un trabajo que ha de respetar ese límite, pero ha de procurar desarrollar todo lo que se pueda desarrollar dentro del marco que éste impone.[1]  
No podemos no cambiar, decíamos al comienzo. Pero de nosotros depende si hemos de cambiar para ser cada vez más plenamente nosotros mismos, o si hemos de adulterarnos intentando ser alguien que en realidad no somos, ni seremos.




En la frustración hay ante todo un engaño, es decir, que la realización de un impulso, de un deseo, de una volición está vinculada estrechamente al acierto y que, si no hemos acertado, nos hemos frustrado. Entonces no es solamente un problema de impulso, de energía, de tendencia, sino también de adonde va este impulso, si va al centro, si está acertado o está desacertado.
La frustración tiene mucho de desacierto. El desacierto es absolutamente inevitable si la realidad acerca de mí no me interesa, pues de esta manera pierdo de vista lo que me conviene. La elección entre varios valores, su comparación, es posible si tengo claro qué es aquello que de veras quiero. Si no conozco la verdad acerca de mí mismo, no puedo decidir bien. El conocimiento de sí mismo es una sólida valla contra la frustración, contra las críticas extremas y produce no ya insensibilidad, pero sí una cierta independencia frente al qué dirán. [...]
Toda la vida ética está marcada entre dos principios. Uno es el “Conócete a ti mismo”, inscripto en el Oráculo de Delfos, en Grecia, y del cual hizo un programa de filosofía Sócrates. Hay que entenderlo dinámicamente: conocerme siempre más y mejor. Es el punto de partida de toda vida ética, de toda realización personal. El segundo dice: “Sé lo que eres”. Es del poeta griego Píndaro. Sé actualmente lo que ya eres potencialmente. En la medida en que nos estamos conociendo como somos, tenemos que realizarnos. [...]
El hombre bueno es un hombre perfecto. El concepto de lo perfecto ha quedado recubierto de polvo y olvido en los últimos siglos. Es muy difícil decir qué significa “perfecto”, qué es la perfección moral. Todo esfuerzo ético es un esfuerzo de perfección. Los términos que significan virtud moral significan en el fondo perfección, son términos positivos, de realización. [...]
El hombre necesita llegar a lo alto, pero no puede ser perfecto si no lo es en su línea. Tiene que elaborar su rostro, explicitar sus posibilidades, no las de su vecino.

E. Komar, La verdad como vigencia y dinamismo, Sabiduría Cristiana, p. 24-25


He de querer ser el que soy: querer ser yo realmente, y sólo yo. Debo ponerme en mi yo, tal como es, asumiendo la tarea que con eso me está propuesta en el mundo. La forma básica de todo lo que se llama “oficio”, “vocación”; pues desde ahí me acerco a las cosas, y hacia ahí asumo las cosas.
[...]
Debo renunciar a tener cualidades que me están rehusadas; debo reconocer mis límites y mantenerlos. Esto no significa la renuncia al esfuerzo de elevarse. Eso puedo y debo hacerlo; pero en la línea de lo que se me ha dado... Tampoco puedo sucumbir al resentimiento, esa actitud que revela que no he aceptado realmente ni he renunciado de veras, y que consiste en hacer malo lo que se me ha rehusado.
En la raíz de todo está el acto por el cual me acepto a mí mismo. Debo estar de acuerdo con ser el que soy. De acuerdo con tener las propiedades que tengo. De acuerdo con estar en los límites que se me han trazado.
R. Guardini, La aceptación de sí mismo, Lumen, p. 19-23




[1] “El hombre, en efecto, nunca «es», sino que «deviene»; el hombre nunca puede decir «yo soy el que soy», sino «yo soy el que llega a ser», o «yo llego a ser el que soy»: llego a ser actu (en realidad) el que «soy» en potencia (posibilidad). Sólo Dios puede decir «yo soy el que soy»; sólo él puede llamarse así. Porque Dios es actus purus, es potencia actuada, posibilidad realizada. En Dios hay una congruencia de existencia y modo de ser, de existencia y esencia. Pero en el hombre el ser, por una parte, y el poder y el deber ser, por otra, discrepan siempre entre sí. Esta discrepancia, esta distancia entre la existencia y la esencia, es lo propio del ser humano. Si el sentido del ser humano estriba en reducir esta discrepancia, en acortar esta distancia, en una palabra: en aproximar la existencia a la esencia, no se puede olvidar que nunca se trata de «la» esencia, como sería una esencia «del» hombre que el hombre tuviese que realizar o representar, sino de la esencia propia de cada uno; se trata de la realización de la posibilidad axiológica reservada a cada individuo. La máxima «llega a ser el que eres» no significa sólo «llega a ser el que puedes y debes ser», sino también «llega a ser lo único que puedes y debes ser». No se trata sólo de que yo sea hombre, sino de que llegue a ser yo mismo.” V. Frankl, El hombre doliente, p. 118

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