miércoles, 30 de agosto de 2017

Cosmos o Sistema




Kósmos: unidad y diversidad

Los antiguos griegos, con su particular sensibilidad, denominaron al mundo kósmos (orden). Intuyeron que la naturaleza no es algo caótico sino ordenado, y reflexionando sobre ello y su origen dieron comienzo al pensar filosófico.
Hablar de orden significa hablar de una multiplicidad de elementos, cada uno de los cuales ocupa el lugar que le corresponde, lo cual a su vez implica que a cada uno le corresponde efectivamente un lugar, es decir, hay un “lugar” que para cada cual es el “suyo”. Hablar de orden, por tanto, implica hablar de diversidad, pues si todo fuese pura unidad, habría un único elemento, una sola entidad, y entonces ya no tendría sentido hablar de “orden”. Pero no se trata de una multiplicidad fragmentada, cuyos integrantes no tuviesen entre sí algún tipo de vínculo; no es una multiplicidad de solitarios, disgregados y encerrados en sí mismos. La diversidad que hay en el orden no es una diversidad inconexa, caótica, absurda, sino una diversidad armónica, es decir, una multiplicidad en la que los distintos miembros se hallan entrelazados entre sí de modo consonante y complementario, dando lugar a una particular clase de todo unitario. Hablar de “orden”, en definitiva, es hablar de unidad en la diversidad. Eso es lo que los antiguos griegos supieron ver en la naturaleza cósmica y lo que los romanos tradujeron con una palabra que expresa el mismo concepto: universo, es decir, unidad en lo diverso.
Dentro de esta perspectiva, en la que cada integrante tiene un lugar propio que se corresponde con su naturaleza, el orden y su riqueza no surgen como producto de la homogeneización, sino de la fidelidad de cada uno a sí mismo. Es justamente ocupando ese lugar suyo como cada uno favorece al orden del todo, es estando en lo propio como cada uno aporta al conjunto. Esto da una especial relevancia a la identidad de cada particular e implica una visión positiva de los límites que hacen posible esa identidad. Cada miembro tiene un modo propio de ser y ese modo es precisamente el límite que hace posible que A sea A, que B sea B, que A no sea B. Ese límite posibilita que cada particular no se diluya en una totalidad confusa y licuada, es decir en un des-orden. Ese límite permite, en la medida en que cada uno le sea fiel, mantener la consistencia de cada uno y fortalecer la diversidad sin la que el orden no sería posible. La unidad entre los muchos necesita que éstos sean realmente muchos, y por tanto diversos entre sí, y esta diversidad necesita a su vez que cada uno de esos diversos mantenga su unicidad, su unidad intrínseca, su “coincidencia consigo mismo” y se ocupe de crecer en lo suyo, de ocupar cada vez mejor su lugar.
Esto, como decíamos, no implica hablar de los diversos como algo cerrado. No es una invitación al aislamiento y a la desvinculación, sino la única posibilidad para una auténtica apertura y relación con los demás. Sólo puede haber auténtico vínculo y verdadero encuentro si cada uno de los vinculados es a la vez auténtica y verdaderamente sí mismo. La consistencia de los sujetos que se relacionan no empobrece la relación, muy por el contrario, si la relación floreciera desde la inconsistencia de quienes se relacionan probablemente resultaría también ella inconsistente y en consecuencia débil, efímera y superficial. Que los miembros de una relación se diluyan en la relación misma abandonando las particularidades que los hacen ser lo que son, no favorece a la relación misma, sino que la debilita por empobrecer a los que se relacionan.
Esta concepción del orden natural es entonces, por un lado, una invitación a aceptar y mantener el lugar propio –único, irrepetible, intransferible– pero también  una invitación al encuentro con el otro en su unicidad. Es un llamado a un vínculo “especializado” con cada uno en su particularidad también única, irrepetible, intransferible, superando la tentación de considerarlo solamente una parte del todo o un elemento a ser utilizado en favor de lo propio.


El orden artificial

Los últimos siglos, por diversas razones (históricas, pero también filosóficas e incluso teológicas), han ido perdiendo la sensibilidad para esta concepción de la naturaleza como algo en sí mismo (intrínsecamente) ordenado. Como consecuencia de ello ha ganado terreno una actitud de ordenamiento extrínseco de lo real. Si la realidad deja de ser concebida como portadora de un orden objetivo y un sentido intrínseco que debiéramos respetar y favorecer, y puesto que sin orden no se puede vivir, entonces se impone la necesidad de instaurar un orden artificial, extrínseco, apriorístico y deductivo, que surge desde la planificación “racional” de la mente humana hacia las cosas y se imprime sobre ellas. La armonía no sería ya algo que nace con las cosas mismas (no sería natural porque no sería in-nata), sino algo impuesto por el hombre sobre una materia amorfa, en la que no hay límites naturales según los cuales cada uno tuviese un lugar propio. Tanto el límite como la eventual armonía pasan a tener entonces un origen externo a la realidad misma.



Desde esta otra perspectiva, la unidad y la diversidad dejan de estar íntimamente entrelazadas y pasan a convertirse en antinomias. El ordenamiento “racional” (que es, más bien, “racionalista”), elaborado primeramente in mente y plasmado luego in re, suele tender hacia la esquematización, clasificación y etiquetación de los componentes de una realidad que, por tanto, se ve forzada a coincidir con las conceptualizaciones abstractas y simplificadoras preconcebidas en la mente del hombre. En su afán de sistematizar y estructurar lo real con claridad “racional”, se evitan todos aquellos matices  que pudiesen escapar y obstaculizar esa claridad. Lo importante pasa a ser el sistema y lo que no entra dentro su planificación termina siendo desechado para que no genere grietas que pudiesen hacerlo tambalear. El sistema regula y procura que no haya excepciones que fuesen una “falla”, por eso su ordenamiento extrínseco lleva inscripto en su misma tendencia una actitud simplificadora, una vocación a desdibujar las diferencias y empequeñecer la riqueza multiforme de las cosas para poder “hacerlas encajar” en su sistematización clara y distinta. Se trata de una postura en sí misma abstractificadora, estandarizante, homogeneizante, mutiladora y en consecuencia violenta y totalitaria: las particularidades de lo diverso y único deben ser dejadas de lado para que no entorpezcan la unificación y esquematización hacia la cual apunta este ordenamiento extrínseco.
La multiplicidad, la diversidad tiene siempre algo que escapa a la clasificación y a las etiquetas, por ello resulta en cierto sentido inmanejable, lo cual se contradice con una actitud que pretende manejar las cosas imponiéndoles un orden preconcebido. En consecuencia, esta actitud de ordenamiento-dominio conlleva el menosprecio de las particularidades de lo concreto y el rechazo de las diferencias.


¿Oposición al sistema?

Esta postura totalitaria, que muchas veces intenta manifestarse como poderosa, es en realidad fruto del temor y la desconfianza. Desde ella no hay apertura al otro posible, pues la apertura supone la superación de ese miedo que caracteriza a toda voluntad de dominio, superación que sólo es posible desde cierta confianza primordial en el otro y desde la valentía del que sabe tomar el riesgo que implica ser permeable a algo que escapa a su dominio.
Al no haber apertura ni aceptación del otro en cuanto tal, éste o bien es concebido como obstáculo para el “orden” que se pretende imponer (y por lo tanto debe ser excluído, o al menos deben ser mutilados aquellos componentes suyos que no encajen con el sistema, como hemos dicho) o bien queda reducido a instrumento (y por lo tanto se lo mediatiza, pasa a ser una mera herramienta en vistas a objetivos que lo trascienden, es decir, se lo emplea para fines que no son él mismo – lo cual también es una suerte de mutilación).
Por tales caminos, resulta claro, no se puede estimular su crecimiento, su desarrollo, su plenitud. No es raro, por tanto, que una ordenación de este tipo, que reduce al otro a los conceptos a priori del sistema, que lo enfrasca dentro de los esquemas que se pretenden imponer, que lo estandariza y lo termina reduciendo a una cifra, que bajo el pretexto de la igualdad conduce a la uniformidad, en definitiva, que oprime y obstaculiza la actualización de las potencialidades propias de cada uno, sea generalmente experimentada como violentación y dé lugar a la rebelión.
Frente a un orden así experimentado, la respuesta puede ser el sometimiento (de parte de aquellos que pasivamente caen en esa homogeneización, con la consecuente anulación de su espontaneidad personal) o bien la rebeldía (la oposición a esa estandarización, a ese orden extrínseco, con el fin de hacer prevalecer la espontaneidad). En cierta medida hay mayor mérito en la segunda, pero esta rebeldía se manifiesta no pocas veces como oposición a todo orden posible, puesto que se presupone que todo ordenamiento es de suyo extrinsecista y violento. Se trata de una oposición subordinada, porque acepta el planteo de base del adversario. De tal modo, esas rebeliones terminan cayendo en tendencias anárquicas que rechazan todo principio, todo sentido, toda autoridad, todo lógos.



Estas rebeldías suelen apoyarse (o buscar fundamento) en corrientes escépticas y nihilistas, desde las cuales se termina relativizándolo todo, fomentando un rechazo por toda verdad (en la que, sospechan, se esconde siempre una voluntad de poder) y todo valor (en el cual ven un modo de opresión). En nombre de la democratización se rechaza toda jerarquía, en nombre de la libertad se rechaza toda obediencia, en nombre de la autonomía y la aperturidad se rechaza toda objetividad, y en nombre de la diversidad se rechaza toda unidad.
Pero esta postura, lejos de favorecer a los particulares, termina jugando en su propia contra. Anula la posibilidad de una vida intelectual sana y, si bien se proclama como “apertura mental”, arrastra en realidad hacia el encierro, una vez negada toda posibilidad de descubrir un sentido en las cosas. Se proclama como “afectividad liberada”, pero en realidad entumece la vida afectiva al desarrollar la falta de compromiso y la primacía del capricho tras haberse desvinculado de todo bien objetivo que pudiera motivar profundamente el corazón. Inutiliza la libertad al convertir a todas las opciones en igual de válidas y obstaculizar por tanto toda posibilidad de tomar decisiones lúcidas. Haciendo puro hincapié en la diversidad, aísla a los individuos empobreciendo los lazos sin los cuales el individuo mismo, en la asfixia de su encierro, se aprisiona en una agonía creciente. Psicológicamente los predispone a la conformidad y al colectivismo después de haber generado la incertidumbre propia de quien está a la deriva y la angustia del que se siente cercado en su propia clausura. En resumen, su ausencia de vínculos fructíferos con algo dado, con lo demás y con los demás, no termina fortaleciendo su consistencia individual, sino que lo diluye en una confusión reinante tanto en su vérselas con lo otro como en su relación consigo mismo.


Volver al cosmos

Quizás sea tiempo de repensar tanto las teorías como las prácticas, habiendo tomando nota de que la unidad y la diversidad no son entre sí contradictorios ni excluyentes, sino complementarios. Que lo colectivo necesita de lo particular, sobre cuya robustez puede alcanzar verdadera vitalidad, y que lo particular no crece en su propia consistencia si no desde una actitud de apertura y entrega al otro. Que la unidad de los muchos supone y necesita de la existencia de los muchos, de su consistencia, de su unidad individual, y que esa unidad individual está llamada a plenificarse en la unión con otros, que presupone la apertura y permite el encuentro sincero y por tanto también la fecundidad.
Entonces podrá haber verdadera unión, pero también diversidad. Habrá presencia de uno en otro, pero no confusión. El otro ha de alcanzar su crecimiento en lo que a él le corresponde, en el “lugar” que le es propio, y nosotros hemos de poner nuestras fuerzas al servicio de que así sea. Ese servicio, empero, sólo podrá ser exitoso si también nosotros estamos en el “lugar” que nos corresponde y crecemos en lo que nos es propio. Hablar de esa misteriosa dinámica entre unidad y diversidad, que mencionábamos al comienzo, implica volver al concepto de kósmos y, especialmente, volver al orden del cosmos mismo y a los desafíos que éste nos plantea.
No puede haber un nosotros (unidad) si no hay una auténtica relación yo-tú. Y no puede haber relación yo-tú si cada yo y cada no son auténticamente ellos mismos (diversidad). Pero, a su vez, (¿paradójicamente?) cada yo aprende a ocupar mejor su “lugar” al entregarse a un y logra ser mejor yo no encerrándose en sí mismo, sino abriéndose y poniéndose al servicio de un , favoreciendo la plenitud de él, que será por tanto también la de nosotros.


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...