jueves, 11 de diciembre de 2014

La vivencia del tiempo (I)

Tiempo y eternidad

Dice Platón que el tiempo es la imagen móvil de la eternidad. La frase es, desde el punto de vista literario, un prodigio. Lo que hay que ver es, si además de ser una genialidad poética, se trata también de un acierto filosófico; es decir si, además de ser una frase bonita, es también una idea verdadera.


Subrayemos inicialmente lo que la frase parece querer decir. Que el tiempo sea la imagen móvil de la eternidad señala, en lo inmediato, que el tiempo no es eternidad, pero tampoco algo completamente desvinculado de ésta. Es su imagen, una suerte de copia o reflejo y, por lo tanto, algo en cierta medida similar. El tiempo es, según la frase platónica, semejante a lo eterno, aunque no llegue a ser lo mismo.
Señalemos también lo siguiente: no dice Platón que la eternidad sea una imagen del tiempo, sino lo inverso. No es que la eternidad se parezca al devenir, sino que es el devenir el símil de lo eterno. Esto establece una prioridad; no temporal por cierto, sino una prioridad en el ser y también, de alguna manera, causal. Es decir, invita a concebir la temporalidad como algo que proviene de lo eterno y tiene en ello su molde ejemplar; implica ver al tiempo como algo «hecho de» eternidad.
Nuestro modo de pensar suele tomar el camino inverso. Suele ir desde lo temporal hacia lo eterno y reflexionar sobre lo segundo en base a los datos que tiene sobre lo primero. Esto no tiene por qué resultar extraño; es justamente el tiempo y su incesante fluir lo que nos resulta más cercano y en consecuencia es completamente razonable que, procurando elevarnos hasta lo desconocido desde los suelos de lo que conocemos, sea lo temporal el punto de partida de nuestras percepciones y pensamientos, mientras que lo eterno nos resulta incierto y misterioso. Que el conocimiento vaya en un sentido determinado no quiere decir, empero, que también lo haga la realidad y el ser de las cosas. Como en muchas otras ocasiones, nuestra captación sobre este asunto parece estar forzada a ir en contramano, de la copia al paradigma y del efecto a la causa.

Pero dejemos eso y volvamos sobre la genialidad platónica. Si el tiempo es, como dice el hombre de anchas espaldas, la imagen móvil de la eternidad, entonces debe haber en aquel cierta huella de lo sempiterno. Habría que ponerse a hurgar en las cosas sujetas al incesante cambio, para ver si encontramos algo que sea de alguna manera inmune a la erosión que provoca el transcurrir de las horas.

Es tentador encarar la cuestión de la eternidad por el lado de la propia existencia, su finitud y la sed de inmortalidad. Cada tanto nos insertamos en la meditación sobre la propia inmortalidad para reflexionar en torno al interrogante de si hay en mí algo que logre trascender alguna vez la sucesión y el ir-pasando de las cosas. Sin embargo, no es esa la manera en la que interesa plantear el tema aquí, principalmente porque sería plantear otro tema. Cuando el interrogante se presenta de esa manera, más bien parece que la preocupación pasa por la (in)finitud temporal y la (in)corruptibilidad. Pero la noción de eternidad no es solamente una negación de aquello, ni lo es principalmente. La noción de lo eterno no es la de lo que no tiene un fin en el tiempo; eso está implicado, es verdad, pero quiere decir mucho más y supera la idea de infinitud. Lo eterno es, más propiamente, lo que no tiene tiempo. No la sucesión interminable de momentos que discurren, sino el presente constante, sin sucesión ni discurrir.
Boecio –«el último de los romanos»–  supo sintetizar lo esencial de este concepto, con su característico genio para la definición y la lengua latina como herramienta inmejorable. Define a la eternidad  como interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio: «posesión total, simultánea y perfecta de una vida interminable». Ciertamente lo de «interminable» nos remite a la infinitud, pero lo esencial no está ahí, sino en lo de «simultánea»: todo a la vez, todo junto, todo presente, sin un pasar de una cosa a otra, sin fluir.
No es un pequeño matiz ni un tecnicismo escolástico. Lo de «simultánea» es, insistimos, esencial. Implica pensar la eternidad no ya como algo que dura mucho, o que dura para siempre, sino más propiamente como algo que no dura, pues supera la idea de sucesión. Es, para decirlo en analogía geométrica, algo más cercano a la noción de punto que a las de recta o semirecta. Desde esta perspectiva, la eternidad resulta más cercana, en consecuencia, a la noción de instante. Un instante henchido de tal plenitud que logra trascender la fugacidad que a los instantes solemos atribuir.
Podemos entonces plantear la inquietud inicial de otra manera. Sin preocuparnos explícitamente por el tema de la muerte, sin apuntar con la luz – mucha o poca – de nuestro entendimiento hacia esa inquebrantable certeza de nuestra vida, a saber, que  ésta terminará en un futuro, podemos volcar nuestra mirada sobre el presente, sobre los instantes que habitan nuestro tiempo, tan inconmoviblemente fugaz al parecer, para preguntarnos si es posible encontrar en ellos alguna huella de lo eterno, y para ver en qué sentido puede haber presencia o semejanza respecto de ello en el devenir. 


Martín Susnik

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