domingo, 30 de noviembre de 2014

Sobre la ENTREGA (Parte V)

Entrega y libertad

Entregarse a algo o alguien implica, de alguna forma, quedar sujeto a ello. Quien se entrega a la persona amada, por ejemplo, se hace cargo de determinadas responsabilidades que vienen implicadas en dicha entrega, y estas responsabilidades implican también determinadas renuncias. Lo mismo ocurre con el que se entrega a una actividad o profesión. Con la entrega se restringe el abanico de opciones a seguir, pues uno no puede ya dedicarse a “cualquier cosa”, sino que ha de enfocarse en los menesteres que se relacionan con aquello a lo cual uno se ha entregado. Entregarse significa, en definitiva, comprometerse. 




Ahora bien, los compromisos asustan a veces y no son pocos los que los rechazan argumentando que el compromiso anula o disminuye la libertad del sujeto. En efecto, si me comprometo con algo o alguien, mis intereses y energías ya no pueden desparramarse ad libitum por doquier, sino que han de centrarse en el objeto de mi compromiso, lo cual implica para el sujeto una suerte de dependencia y, a primera vista, causaría una disminución de la libertad. Y lo cierto es que nos gustaría ser plenamente libres, con lo cual el valor del compromiso parece quedar en jaque.

He aquí tal vez uno de los equívocos más populares en torno a la libertad: su identificación con la independencia. Quizás no sea superfluo repensar el tema: si libertad e independencia fueran la misma cosa, habría que concluir que el grado máximo de una es también el culmen de la otra. Sin embargo, el análisis de la realidad humana permite formular respecto a esta idea algunas objeciones. En primer lugar, una total independencia es para el ser humano impensable. Ya lo señalábamos al comienzo de estas reflexiones: el hombre es un ser en relación que inevitablemente tiene que vérselas con las cosas. Inevitablemente depende de ellas debido a la indigencia de su propia naturaleza.

En segundo lugar, para el ser humano la independencia, de ser siquiera posible en alguna medida, lo es en el aislamiento y la indiferencia. Sólo aquel hombre que esté solo y al que pocas cosas le importen podría no depender de casi nada. Podría pensarse que a una indiferencia total se corresponde una libertad plenamente abierta a todas las posibilidades, sin ningún tipo de limitación. Así estaríamos más cerca de ser plenamente libres cuanto más nos diera todo lo mismo. Pero ¿es esta indiferencia y esa soledad una experiencia “liberadora” para el sujeto? ¿La indiferencia nos deja verdaderamente abiertas todas las posibilidades, o nos cierra ante todas ellas? ¿Que nos dé todo lo mismo estimula y robustece nuestra libertad o la paraliza y torna inútil? Para el que es indiferente y quiera permanecer en ese estado de aislamiento y desvinculación (suponiendo que desee conservar su supuesta “libertad”) ¿son acaso las diferentes opciones verdaderas “opciones”? ¿O, siendo indiferente a todas, queda huérfano de razones para elegir alguna de todas ellas? Más aún, puesto que la elección es siempre una selección que supone renunciar a algunas opciones para encaminarse a otras, ¿el que quiera conservar todas las posibilidades abiertas sin renunciar, no está condenado a no tener que elegir ninguna? Y si su indiferencia y su afán por la independencia lo condenan a no tener que (ni por qué) elegir... ¿de qué clase de libertad estamos hablando?

La indiferencia y la soledad muy lejos están de ser vividas como liberación y tarde o temprano son experimentadas más bien como aprisionamiento. Supuestamente favorecen una total libertad, pero en realidad conducen a una libertad carente de sentido, que no tiene para qué alguno y se torna inútil, absurda y agonizante. “Lo absurdo no libera, no liga” sostenía Camus. Podríamos explicitarlo: lo absurdo no libera porque no liga; lo absurdo aprisiona porque desliga de todo.
Para un ser finito como es el hombre, la libertad no puede consistir en la desvinculación. Ciertamente el que se entrega y se compromete con algo reduce la amplitud de sus opciones, pues al tener una meta hacia la cual dirigirse debe aceptar el hecho de que no todas los caminos lo llevan en la dirección elegida y que algunos han de ser dejados de lado. Toda finalidad impone límites y genera dependencia. Pero no parece que esta finalidad y estos límites anulen la libertad del sujeto – salvo que insistamos en identificar infructuosamente la libertad con la independencia – sino que la fortalecen dotándola de sentido.
La verdadera libertad no reside en la desvinculación, la no-dependencia y la ausencia de compromiso, sino en el vínculo voluntariamente querido con lo que nos es propio desde el núcleo íntimo de la persona donde uno es dueño de sí y capaz de entregarse, desde la autoposesión, al encuentro fecundo.

Martín Susnik

sábado, 22 de noviembre de 2014

Sobre la ENTREGA (Parte IV)

Entrega y cansancio

Evitemos caer en falsos optimismos o entusiastas ingenuidades. No es que la entrega fructífera, sobre la que hemos hablado en entradas anteriores no canse. El cansancio es, al menos según podemos observarlo, inherente a la realidad humana y toda entrega seria y verdadera, con el esfuerzo que implica, el tiempo y la dedicación que supone, es cansadora en cierto sentido. Pero si la entrega se ha llevado a cabo con acierto, se tratará de un cansancio reconfortante, si se nos permite la expresión.
Parece, en efecto, que podemos distinguir los cansancios que agobian de los cansancios que reconfortan. Cuando se está en lo propio y uno se afana en ello haciendo uso de las propias fuerzas, es lógico que haya cansancio, pues se ha utilizado la energía, pero también hay una alegría íntima que se fortalece, una confirmación que reconforta, pues se está en lo propio. ¿No se cansa acaso el educador que se entrega de lleno a la tarea que le es encomendada? ¡Ciertamente! Pero si esa entrega tiene sus raíces en la vocación de iluminar a otros, guiarlos y hacerlos crecer, su labor – cansadora, por cierto – lo tonifica a su vez y sus energías se revitalizan al mismo tiempo que están dedicadas a su quehacer. ¿No se cansa acaso el artista tras horas y horas de trabajo, en las que se entrega a sus producciones creando, puliendo, corrigiendo, ensayando? ¡Ciertamente! Pero en esa misma tarea cansadora su corazón se llena de sentido hasta hacerlo desconocer horarios y renovando continuamente su fuerza creadora. Ciertamente se cansa el deportista, exigiendo su físico y su mente en su actividad, pero si ello ha sido puesto al servicio del buen desempeño y de la eventual victoria, el ánimo se mantiene alto y la tarea lo vigoriza. Se cansa el estudiante, en las horas dedicadas al progreso en su ciencia, pero cuando eso conduce a la captación de algunas verdades, la pesadez de la extenuación es recompensada con la revitalización y el entusiasmo. 
Equivalentes ideas son aplicables a las relaciones personales. Ya hemos mencionado el caso del educador; lo mismo vale para los amigos, los padres, los amantes... Ciertamente cuidar y velar por otros, estar atentos a sus necesidades, dedicarles tiempo, empatizar con ellos, compartir cruces, ser responsables por el otro y pacientes... todo ello implica una cierta dosis de cansancio. Pero cuando todo aquello está edificado sobre el amor genuino y de él brota, el cansancio está lleno de sentido y es vivificante, pues toda vez que se trate de auténticos “amantes”, la persona amada, siendo un otro, no es para el amante algo externo sino algo propio, y la preocupación por ella es connatural a las propias necesidades.
Ahora, si el trato con los demás carece de esta piedra fundamental que es el amor por el otro, si el estudio es una exigencia meramente externa, si la labor física es experimentada como algo impuesto, si la producción artística queda huérfana del genuino impulso interior y se rige por requerimientos ajenos, si el docente carece de auténtica vocación, todo se torna  pesado y agobiante, las energías se desgastan y no logra producirse su renovación, pues el asunto le es al sujeto fundamentalmente extraño y las fuerzas han sido puestas en algo que no es “lo suyo”. Ese cansancio se convierte prontamente en hartazgo, producto no del haber “tenido suficiente” o “demasiado”, sino, de hecho, del haber tenido demasiado poco, pues está signado por el desacierto y el consecuente vacío. Cuando el menester al que nos entregamos no tiene que ver con lo nuestro, la cosa no puede calmar nuestra sed y nos movemos en escenografías en las que no podemos acomodarnos. No hay sintonía, se dificulta o imposibilita la experiencia de sentido y las fuerzas se extinguen.

A partir de estos dos tipos de cansancio se siguen también dos maneras distintas de encarar el descanso. Todo cansancio nos pide descansar, pero si se trata de un cansancio reconfortante, el descanso se lleva a cabo en vistas al regreso y es experimentado como medio para poder volver luego a la actividad, ya que en ésta, por tratarse de algo propio, el sujeto se siente “como en casa”. Cuando, en cambio, el sujeto se entrega a algo en lo que no “se halla”, el cansancio que de ello deriva conduce a un descanso solicitado y experimentado como fuga sin pretensiones de regreso. Tal vez esta diferencia podría resultarnos útil a la hora de analizar los síntomas y  reflexionar mejor sobre a qué cosas nos estamos entregando y con qué actitud.

Martín susnik

martes, 18 de noviembre de 2014

Sobre la ENTREGA (Parte III)

El a qué de la entrega

En la entrada anterior hemos procurado reflexionar sobre el como y el desde dónde de la entrega, es decir, sobre la disposición interna y la ubicación del yo en su hábitat íntimo desde el cual sale al encuentro con el mundo. Cabe decir, sin embargo, que también reviste gran importancia el a qué o el a quién de la entrega.
Si sólo tiene lugar el entregarse fecundo cuando parte de la ubicación del yo en el centro de la persona donde es posible la verdadera posesión de sí, si la cuestión estriba en salir de sí sin dejar de estar en sí, como hemos dicho, para poder misteriosamente encontrarse a sí mismo en el encuentro con lo otro, será necesario también que aquello otro sea tal que permita semejante misterio. ¿Y cómo habría de ser posible que me encuentre a mí en lo otro, si aquello es precisamente otro, es decir, algo distinto de mí? ¿Cómo habría de encontrarse el hombre a sí mismo en algo que no es él? La respuesta a tan intrincado interrogante tal vez se halle en la posibilidad de que lo otro, a pesar de distinguirse de mi propio ser, tenga “algo de mí”.







Es este un asunto en el que conviene pisar con cuidado. Una de las tentaciones consiste en terminar identificando sin más el propio yo con lo otro, diluyendo a ambos y aniquilando con una identificación ontológica tanto a lo otro como a mi yo en cuanto tales. Con tal identificación, en lugar de fortalecer la posibilidad de la entrega y encuentro, estaríamos imposibilitándola. La relación supone la existencia de realidades múltiples, pues rigurosamente hablando no habría relaciones si no hubiera multiplicidad. El sujeto, efectivamente, puede “alimentarse” de algo que sume una novedad a su ser, y en consecuencia de algo que no es él. Ahora bien, esta multiplicidad, que es condición de posibilidad de la relación y del encuentro fecundo, plantea justamente el interrogante sobre cómo logra darse semejante encuentro y semejante alimentación.
Aunque hayamos insistido en la necesidad de salir de sí para que esto sea posible, no significa que todo vaya a ser buen alimento para cada uno y que toda entrega, aun cuando se lleve a cabo desde el propio centro, implique necesariamente fecundidad y crecimiento. Para poder salir de sí y no perderme a mi mismo en esa salida, es preciso además que aquello a lo que me entrego sea “lo propio”, es decir, algo que se condiga con las necesidades, exigencias y tendencias de mi propia naturaleza. En este sentido, lo otro, sin dejar de ser otro, tiene a su vez “algo de mí” y en mi entrega a ello puedo yo fortalecerme y ser más yo mismo.
Si, en cambio, me entrego a algo que me es ajeno (que no coincide con lo que me es propio), es lógico que en ello no pueda encontrarme a mí mismo. Puedo entregarme de lleno y con las mejores intenciones a una labor o profesión, pero si eso no es “lo mío” la entrega conduce a la frustración. Puedo entregarme a un grupo de personas y buscar honestamente la comunión con ellas, pero si el grupo no se condice con lo que mi naturaleza busca y necesita, me encamino al desengaño. Puedo entregarme a realidades, tareas, actividades de lo más diversas, pero si en ellas no hay “algo de mí”, algo que armonice con mi propio ser, entonces no estoy en lo propio y el crecimiento queda trunco.
Además de la confianza, la entrega fecunda exige entonces también una profundización, tanto en mí mismo, que permita el autoconocimiento y la posesión de sí, como en la naturaleza de las cosas a las cuales uno habría de entregarse, para auscultar en qué medida son consonantes con uno. Fracasa tanto si uno no está en sí, como si uno no mantiene una mirada atenta a lo distinto de sí para procurar descubrir si aquello, siendo distinto, es a la vez lo propio.
No bastan las buenas intenciones, sino que es necesaria la lucidez y la profundización, para que haya acierto. No alcanza la fuerza de voluntad, sino que es también necesaria la visión clara, en la medida en que ésta nos sea posible. De lo contrario la entrega genera corrosión y arrastra una vez más al vacío, termina alejándonos de nosotros mismos y hace malgastar las energías en cosas que, por ser ajenas a nuestras necesidades y tendencias, producen el desgaste de la persona.

Martín Susnik

lunes, 10 de noviembre de 2014

Sobre la ENTREGA (Parte II)

El cómo y el desde dónde de la entrega

Entregar significa dar, donar, conceder. Pero al parecer hay diversas maneras de dar o de experimentar la donación, y en consecuencia podríamos hablar también de diferentes tipos de entrega.
¿Qué es dar? Dar es hacer que algo propio pase a ser de otro. Ahora bien, podría pensarse que, al hacer algo semejante, el hombre experimenta una pérdida, una merma, pues se transforma en ajeno lo que antes era de uno. Dar sería, siguiendo esta lógica, un perder. Y efectivamente, numerosas parecen ser las ocasiones en que experimentamos la situación de esta manera. Desde el niño que frunce su ceño al verse forzado por indicación de algún tutor a compartir su patrimonio en golosinas con sus pares, hasta otras vivencias posteriores, muchas son las experiencias en las que dar nos resulta sinónimo de “dejar de poseer lo que se poseía”.
Pero ¿qué sucede en los casos en que lo que uno da, lo que uno entrega, es su propio yo? Cuando entregamos nuestro tiempo, nuestro trabajo, nuestra intimidad o nuestra vida incluso, nos estamos entregando a nosotros mismos. ¿Qué es lo que ocurre entonces? Si, manteniéndonos en la perspectiva de los recientes renglones, dar fuese sinónimo de perder, o así lo experimentamos al menos, parece consecuente que entregar-se sería también sinónimo de perder-se. Y, en efecto, encontramos casos en los que esto es aplicable: pensemos en el sujeto que se entrega al destino, cansado de la responsabilidad de mantener en sus manos el timón de su existencia; o en el que se entrega al “sistema”, reconociendo que es imposible – o demasiado costoso, al menos – oponérsele; o en el que se entrega a las tentaciones, del tipo que fueren, abandonando su resistencia... Estos ejemplos manifiestan una entrega, pero un tipo de entrega que es una pérdida: la pérdida del propio yo. Múltiples casos más podrían ilustrar esta manera de entregarse, que muy lejos parece estar de la solidez y consistencia que uno busca para sí, como si se tratara de las antípodas del “encontrarse a sí mismo”. Este tipo de salir-de-sí, esta clase de donación de sí mismo, parece más bien propia de aquel que, en lugar de hacerse cargo de su ser, se lo saca de encima. Sale de sí mismo sin ir verdaderamente él en ese viaje, y “se pierde” pues deja de estar en sí; se entrega a sí mismo, pero un sí mismo en el que él ya no está porque se ha convertido en ajeno para sí. En este sentido resulta perfectamente comprensible que el término “entregarse” pueda ser utilizado como sinónimo de conceptos como el de renuncia, resignación, abandono... 
He aquí un tipo de entrega que no favorece al propio yo ni a la entrega misma, ya que ambos quedan signados por el vacío. Se trata, en última instancia, de una fuga en lugar de un encuentro, de una alienación basada en la desconfianza que me empuja a salir de mí pero sin llevarme a mí en esa salida. Podemos intuir el círculo vicioso en esta particular dinámica por inercia de su lógica interna: me entrego fugándome de mí y, como consecuencia, dejo de estar en mí, por lo cual estoy cada vez más entregado, y por lo tanto cada vez menos en mí, y así sucesivamente... Paulatino crecimiento de la ausencia.
Si este tipo de experiencias alienizantes hacen resurgir o robustecen el miedo a la entrega, encerrando al hombre en un supuesto refugio de solipsismo, claro está que el problema no se resuelve, por ir a contramano de la norma vital (véase entrada anterior). Ese refugiarse supuestamente protector termina asfixiando al sujeto en su propio encierro, que también conduce al vacío y la ausencia. Más que una solución parece tratarse del otro extremo de una pendular dialéctica caracterizada por la misma ineficacia.
La salida, sospechamos, solamente es posible en otro tipo de salida. Hay que salir de uno mismo, ya se ha dicho; la cuestión estriba en el cómo, el de dónde y el hacia dónde de ese salir y ese entregarse.
Si bien las experiencias que nos inducen a creer que al entregarnos perdemos al menos una parte de nosotros mismos pueden ser múltiples y seguramente todos hayamos pasado por ello en algunas oportunidades, otras vivencias nos revelan que es posible vencer esa dialéctica de la alienación y la ausencia, y que el darse puede ser vivido de otra manera. Esta otra manera consiste en salir de sí sin dejar de estar en sí. Tal vez nos sorprenda una vez más la aparente paradoja, pero se trata en realidad no sólo de una posibilidad, sino de una verdadera necesidad y exigencia. Pues no puede haber auténtica salida al exterior si no hay verdadera presencia interior, ni puede haber auténtica entrega de uno mismo, si uno no es dueño de sí y no permanece en sí. Nadie da lo que no tiene, y no puedo darme si no me tengo; para entregarme tengo que estar en mí y permanecer en mí.

La profundidad con la que nos es posible penetrar en lo otro es directamente proporcional a la profundidad de la propia “estadía” en nosotros mismos, y de ello dependerá también la profundidad de la relación que se establezca entre ambos términos así como la posibilidad de fecundidad a partir de la misma. Si sólo revoloteamos en nuestra superficie, sólo podemos acceder a la superficie de las demás cosas y establecer con ellas un superficial vínculo, en cambio quien está en su centro y se entrega desde lo íntimo (y, en consecuencia, con todo su ser) puede llegar también al centro de lo otro (a todo su ser) y conocerlo y amarlo de una manera más plena. Todo lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente, decía Aristóteles; lo mismo que vale para la recepción vale también para la entrega. Las relaciones profundas sólo se dan entre profundidades.
Este tipo de vínculos implican la confianza de una manera esencial. Se trata de una confianza que permite la salida, pero evita la fuga; busca el encuentro, pero no cae en la dilución; se abre a lo otro, pero no se deja colonizar. En esta confianza es posible dar sin que haya en ello una pérdida. La confianza necesaria para dar-se sin perder-se es doble: debe ser confianza en el/lo otro, en aquello a lo que el yo se entrega, naturalmente, pero también la confianza del yo en sí mismo, para evitar ese salir de sí sin llevarse a sí. La captación del propio valor es, en consecuencia, de vital importancia, pues sin ella ¿quién habría de permanecer en sí mismo? ¿Cómo habríamos de ubicarnos en nuestro propio centro si somos incapaces de, como dice la prodigiosa expresión de Guardini, “estar de acuerdo con nosotros mismos”? El amor a sí mismo como requisito para toda entrega fecunda y para un verdadero amor hacia al otro parece tornarse más claro desde esta perspectiva...


Podríamos entonces decir que existen dos maneras distintas de entregarse: salir de sí para no estar en nada, en una suerte de ineficiente fragmentación que se convierte en “a-locación” (no estoy en mí y en consecuencia no puedo estar tampoco en lo otro), o salir de sí sin dejar de estar en sí, en una no menos curiosa “bi-locación”, edificada sobre la captación del propio valor, que favorece el encuentro íntimo con el otro, el cual ayuda, a su vez, a un mejor encuentro de cada uno consigo mismo.

Martín Susnik

lunes, 3 de noviembre de 2014

Sobre la ENTREGA (Parte I)

La norma vital

El hombre es un ser en relación. Nada hay de novedoso en semejante afirmación, pero quisiéramos volver a posar nuestra mirada sobre esta realidad, a pesar de su evidencia. El hombre es un ser cuya existencia teje múltiples relaciones con su entorno. Ésta no es una exclusividad suya, por cierto; la capacidad de interactuar con el medio en el que se halla es una característica de todo ente vivo y es una norma vital para él el que su ser se despliegue y desarrolle en contacto con dicho entorno. A medida que avanzamos en la escala de los entes, sin embargo, esta capacidad se amplía y se ensancha el campo de las relaciones posibles, hasta llegar al nivel del ente vivo libre, en el que esta norma vital, además de ser una cuestión de hecho, se convierte también en norma moral, en una cuestión de deber y derecho.
El hombre, justamente en cuanto ser libre, tiene la posibilidad de ser voluntariamente fiel a estos reclamos de su naturaleza y asentir a ellos libremente, o puede también intentar negarse a ser lo que es, querer desentenderse, hasta cierto punto al menos, de las exigencias de su propio modo de ser, hacer oídos sordos a esta norma y/o desvirtuarla de alguna manera. Ningún otro ente en la naturaleza tiene tan abiertas las posibilidades de entrar en comunión con lo otro ni le es permitida tanta profundidad en esas relaciones como al hombre, y a la vez a ningún otro le resulta esta vocación de encuentro tan problemática. Tal vez sea por ello que volvemos sobre este tema una vez más.
El hombre es un ser en relación y a cada instante está llamado a interactuar con las cosas que lo rodean, por más esfuerzo que ponga en mantener una vida ermitaña. El problema no estriba entonces en si tenemos que vérnoslas con lo otro, pues es esta una exigencia de su naturaleza e incluso una inevitabilidad fáctica, sino en la manera en que este relacionarse se lleva a cabo.
Múltiples factores dificultan las relaciones óptimas, las bloquean, falsean o enmascaran de alguna forma. Miedos, soberbias, desconfianzas, inseguridades, heridas, complejos... forman parte de la ingente lista de causas que traban e impiden el encuentro fecundo. Ejemplo de ello son las relaciones instrumentalizadoras y utilitarias: brotan desde una actitud dominadora y el encuentro con lo otro resulta inauténtico o, sería preferible decir, el encuentro no resulta. El dominador en efecto no se abre a lo otro, ya que su mirada está dirigida en última instancia a sí mismo y en consecuencia su atención apenas si rebota en la superficie de aquello con lo cual está tratando. Quien reduce a lo otro a instrumento sólo logra ver en ello lo que a él le resulta provechoso, y en consecuencia no mira francamente a lo otro sino a sí. Por ello la mirada instrumental es siempre reducida y parcial y aquello, a lo que supuestamente dirigimos nuestro interés, no revela más que un aspecto incompleto, sin dejar ver su núcleo íntimo y profundo. Como si se tratara de una represalia vengativa, lo otro termina resultando insulso e insuficiente para nuestra sed de comunión y en consecuencia no llega a ser el verdadero alimento que podría haber sido. El crecimiento que en la relación, de haber sido auténtica, se hubiera producido, termina resultando imposible. Dada su inautenticidad, estas relaciones deformadas por la búsqueda del propio provecho resultan finalmente las menos provechosas.
Para que las relaciones favorezcan el crecimiento y den por resultado una vitalidad fortalecida deben constituirse sobre otros fundamentos y otra actitud. Todo encuentro supone una apertura y una desnudez, sin las cuales no hay verdadero contacto ni tampoco fecundidad. La observación de la realidad física y de la espiritual lo confirma. El sujeto que, en lugar de anclar la atención en sí mismo, logra superar su deseo de dominio y abrirse a lo otro, supera las limitaciones de la mirada solipsista y gana en consecuencia en anchura y profundidad. Sale de sí, se entrega a lo otro y capta lo íntimo de aquello a lo cual se entrega porque se entrega justamente. En ese salir de sí para penetrar en lo otro le es permitido saborear el sentido profundo de aquello en lo cual se interna y en ese encuentro auténtico alcanza su alimento y se ve vivificado por él, fortalecido y encaminado hacia el propio crecimiento y realización. Entregarse es, curiosamente, al mismo tiempo recibir.



La clave parece residir entonces en la disposición a la entrega, en la capacidad de darse. Para decirlo en retrospectiva: hay desarrollo cuando hay alimento, hay alimento cuando lo otro es profundo, lo otro resulta profundo cuando capto su sentido, y sólo capto su sentido cuando soy capaz de entregarme y mirarlo (a él, a ella, a ello) en lugar de mirarme a mí mismo. Bajo esta luz comienza a comprenderse aquel paradojal misterio que enseña que para encontrarse a sí mismo hay que olvidarse de sí, y quien fuere incapaz de ello termina perdiéndose a sí mismo.

Sin embargo, la cuestión no es tan sencilla. Muy por el contrario, podríamos afirmar sin mayores temores que es la más dificultosa, y esto por múltiples razones. Algunas de ellas residen en los obstáculos interiores de cada uno, los conflictos personales que impiden o dificultan la disposición de entrega, como hemos mencionado. Por un lado tenemos entonces el no-poder-entregarse. Pero, por otro, podría analizarse el fenómeno de los casos en los que sí parece haber  entrega, para ver las características con las que ésta se da y cuáles son sus consecuencias. ¿Es toda entrega de por sí garantía de encuentro fecundo? ¿Hay acaso diferentes maneras de entregarse? ¿En qué consiste la entrega fructífera? 

Será tema para las próximas entrada...


Martín Susnik
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