Una película argentina, Hobbes, Freud, Sartre… y el otro.
La convivencia con el prójimo
parece ser, en muchas ocasiones, una cuestión problemática. Ahí están los
vecinos que no barren su vereda, o los que escuchan música a un nivel de
volumen perturbador, ahí están las desavenencias en las aventuras del tránsito
ciudadano, los empujones en las calles, la competencia en el trabajo, los
desacuerdos, la desconfianza… Y ahí están nuestras puertas, cerradas. Con
llave, de ser posible.
La película argentina “El hombre de al lado” escenifica la cuestión con acertada sencillez y tono
cómico-dramático. Leonardo (Rafael Spregelburd) es un diseñador exitoso, admirado por colegas y discípulos, que al parecer goza de buena fama e ingresos. Un tipo “top” podríamos
decir, o muy “cool”. Vive en la Casa Curutchet (La Plata) diseñada por el
famoso arquitecto suizo Le Corbusier. Una mañana lo despiertan los mazazos que
un albañil está realizando sobre su medianera, lindante con el vecino Victor.
Victor (Daniel Araoz) es un hombre con mucha calle, bastante rústico en sus formas, vendedor de autos
usados, practicante de la caza y escultor vocacional de dudoso gusto. Un tipo “grasa”,
podríamos decir, o al menos eso es lo que diría Leonardo. Los mazazos son el
origen del conflicto: Victor expone su necesidad de hacer una ventana en la
medianera “para atrapar unos rayitos de sol”, mientras que Leonardo contra
argumenta que eso implicaría una violación de su intimidad y de la ley. Pero
estas argumentaciones parecen ser más bien un pretexto; lo cierto es que Leonardo no
quiere de ninguna manera que Victor tenga una ventana mirando a su prestigiosa
casa. ¿Por qué no? ¿Por una cuestión estética? ¿Por temor? ¿Por pudor?
¿Por qué es molesta la presencia del otro?
Hace unos siglos ya el filósofo
inglés Thomas Hobbes (1588-1679) planteaba que el hombre es lobo para el hombre.[1] El
ser humano, egoísta por naturaleza, intenta satisfacer sus intereses sin otra limitación
que su propia fuerza, de lo cual se sigue un inevitable choque de fuerzas que
origina un estado de naturaleza en la
que el ser humano no ve en el prójimo otra cosa que a un enemigo al que debe
vencer y exterminar. Los hombres, guiados por su instinto de supervivencia, el
egoísmo, la desconfianza, la competencia por el afán de fama y reputación, se
hallan inmersos en un estado de
naturaleza que es una guerra de todos contra todos. La
única solución estriba en que los seres humanos constituyan entonces, por medio
de un contrato, la sociedad civil. El contrato consiste en que los individuos
transfieren sus poderes individuales a un solo hombre o una asamblea de
hombres; el Estado se convierte entonces en Soberano Absoluto, el Leviatán – nombre del monstruo bíblico,
que todo lo devora - cuyo poder aúna
todos los derechos individuales que le han sido transferidos.[2]
Freud (1856-1939) reflexiona por
una senda similar. La vida en sociedad implica el sacrificar la satisfacción de los
instintos básicos que pugnan por el placer (implica restricciones al principio
de placer que se contradicen con la libertad y una “distribución” de la libido
para fines no sexuales) y la represión de los instintos agresivos (que brotan
de una hostilidad primordial entre los hombres, en lo que coincide con Hobbes). Esta agresividad es entonces introyectada y terminan fomentando el aumento del sentimiento de culpabilidad. Este es el
precio pagado por el progreso de la cultura: la pérdida de la felicidad por el
aumento del sentimiento de culpabilidad.[3]
Pero el problema de Leonardo no
parece ser de tipo Hobbesiano. Al fin y al cabo Victor no se muestra como un
competidor, como rival temible ni como aquel del que hubiere que desconfiar.
Tampoco parece ser un conflicto Freudiano. Victor no es una metáfora del
super-yo moral como autoridad internalizada convertida en conciencia moral; ni
siquiera llega a ser causa de restricciones al principio de placer. ¿Cuál es
entonces el problema? El problema es que Victor es simplemente (y nada menos
que) el otro, el distinto de uno. Su
sola presencia es molesta, insoportable, sin que haga falta que
sea peligrosa o amenazante.
El conflicto nos recuerda más aquella frase de Sartre (1905-1980) según la cual “el infierno son los otros”.[4] Su simple mirada es perturbadora, es un elemento de desintegración de mi universo, puesto que entre los objetos de este universo mío ha aparecido uno que es sujeto y, por tanto, en torno al cual se agrupa todo un espacio que está hecho con mi espacio. Ser visto por el otro significa ser vulnerable, convertirse en ese yo que otro conoce, en un mundo que otro me ha alienado. Ser mirado es captarse como objeto de apreciaciones de valor incognoscibles, como un ser indefenso ante una libertad que no es la propia; ser objeto de la mirada ajena es esclavitud. El prójimo, a través de su mirada, me constituye en objeto para él.[5]
El conflicto nos recuerda más aquella frase de Sartre (1905-1980) según la cual “el infierno son los otros”.[4] Su simple mirada es perturbadora, es un elemento de desintegración de mi universo, puesto que entre los objetos de este universo mío ha aparecido uno que es sujeto y, por tanto, en torno al cual se agrupa todo un espacio que está hecho con mi espacio. Ser visto por el otro significa ser vulnerable, convertirse en ese yo que otro conoce, en un mundo que otro me ha alienado. Ser mirado es captarse como objeto de apreciaciones de valor incognoscibles, como un ser indefenso ante una libertad que no es la propia; ser objeto de la mirada ajena es esclavitud. El prójimo, a través de su mirada, me constituye en objeto para él.[5]
Mateo Krasevec, "La mirada de los otros" |
¿Cómo no habría de molestar,
entonces, la presencia del hombre de al lado? Nada tiene Leonardo en su contra,
siempre y cuando no moleste. Siempre y cuando su existencia sea "ajena" y no pretenda interferir en su mundo. Es más, hasta le viene bien la ventana para espiar al vecino de noche. El problema es que no quiere que el vecino también pueda mirarlo a él. Porque lo que Leonardo quiere es que lo dejen tranquilo
en ese mundo "suyo", ese mundo donde tiene éxito y lo aplauden, el mundo de su
familia, de sus amigos, de sus colegas, de sus alumnos…
Pero ¡un momento! ¿Un mundo en el que el matrimonio es una farsa, en la que el diálogo es simulado y las muestras de
cariño (si es que las hay) son gélida rutina? ¿Una familia en la que la relación y el diálogo
con la hija son o inexistentes o absurdos? ¿Unos amigos con los cuales el vínculo es mera formalidad superficial y esteticista, y de los cuales nada impide hablar mal cuando se
van? ¿Unos colegas que apenas si sirven de instrumento para los propios fines?
¿Unos alumnos frente a los cuales, si no se es un arrogante con
aires de superioridad prepotente, es porque se ha de intentar seducirlos?
¿O será entonces que en realidad en el caso de Leonardo el infierno no es el otro, sino que es él mismo? O mejor dicho, que se
experimenta al otro como lo perturbador (lo "infernal") porque en realidad la perturbación está
dentro de la propia morada, cuya decrepitud es justamente producto de la no
apertura al otro… ¿Cómo no habría de ser perturbadora la presencia del otro
cuando es masturbatoria le existencia propia?
Quizás el otro no sea el infierno,
sino la posibilidad de salvación. Quizás el otro, el hombre de al lado, el
prójimo, no sea necesariamente causa de conflicto, sino de encuentro. Quizás el
otro no sea el infierno, sino el ángel que puede socorrernos cuando estemos
encerrados en el peligro de perdernos a nosotros mismos y lo que es nuestro...
Eso sí. No puedo contarles el
final de la película...
Martín Susnik
[1] “Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de
discordia. Primero, la competencia; segundo, la desconfianza; tercero, la gloria.
La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la
segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera
hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres,
niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera
recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa,
una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea
directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus
amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido. Con todo ello es
manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común
que los atemorice a todos se hallan en la condición o estado que se denomina
guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la guerra no
consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el
lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente.”
T. Hobbes, Leviathan, cap. XIII, p. 96. Trad. de M. Frassineti de Gallo.
[2] “El único modo de erigir un poder común semejante, capaz de defender [a
los hombres] de la invasión de extranjeros y de los daños que cada uno puede
infligir a otro y que les proporcione así seguridad de modo tal que puedan
nutrirse y vivir satisfactoriamente de su propia industria o de los frutos de
la tierra, es conferir todo ese poder y fuerza a un hombre o una asamblea de
hombres que pueda reducir sus voluntades (…) a una sola (…). Esto es más que
consentimiento o concordia; es una real unidad de todos en una y la misma
persona; como si cada uno dijera a otro. “Autorizo y traslado mis derechos de
gobernante a este hombre o Asamblea de hombres con la condición de que tú hagas
los mismo”. Esa multitud así unida en una persona se llama Estado. Esta es la
génesis del gran leviatán (…) ese Dios mortal al cual debemos, pero debajo del
Dios inmortal, nuestra paz y defensa. (…) Y el que lleva en sí mismo esa persona
es el soberano y tiene poder soberano; todo el que está por debajo de él es su
súbdito.” T. Hobbes, Leviathan, cap. XVII, pp.131-132
[3] cfr. S. Freud, El malestar en la
cultura en Obras Completas,
Siglo XXI, Bs. As., 2013, Tomo 22, pp. 3017-3067.
[4] J. P. Sartre, A puerta
cerrada, Losada, Bs. As., 2001, p. 41
[5] cfr. J. P. Sartre, El ser y la nada,
documento en línea: http://www.bsolot.info/wp-content/uploads/2011/02/Sartre_Jean_Paul-El_ser_y_la_nada.pdf,
3ª parte, cap. I, 4, pp. 162-190
(consulta 22-07-13)
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