sábado, 23 de abril de 2016

Todo lo que cambia, permanece

Son los ríos: Somos el tiempo. Somos la famosa
parábola de Heráclito el Oscuro. 
Somos el agua, no el diamante duro,
la que se pierde, no la que reposa.
Somos el río y somos aquel griego
que se mira en el río. Su reflejo
cambia en el agua del cambiante espejo,
en el cristal que cambia como el fuego.
Somos el vano río prefijado,
rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
Todo nos dijo adiós, todo se aleja.
La memoria no acuña su moneda.
Y sin embargo hay algo que se queda
y sin embargo hay algo que se queja.

J. L. Borges[1]


¿Todo cambia?

“Cambia, todo cambia” anuncia la voz del cantor. Y otro se lamenta: “todo concluye al fin, nada puede escapar…” Estas frases y otras similares parecen no merecer mayores objeciones. La realidad del cambio es a punto tal palpable que resultaría de lo más forzado pretender refutarla. Su omnipresencia podría parecer indiscutible. Aún la mirada superficial de la realidad se topa inmediatamente con el hecho incontestable del cambio, ya sea que éste manifieste su rostro más atractivo y entusiasmante (posibilita el crecimiento, el desarrollo, la expansión, el avance…) o el negativo y desconsolador (implica envejecimiento, corrupción, muerte).

En la historia de la filosofía estas ideas nos remiten inmediatamente a uno de los primeros filósofos griegos, el legendario Heráclito de Éfeso, quien suele ser considerado justamente “el filósofo del cambio”. Cierto es que reducir el pensamiento del obscuro Heráclito al “todo fluye” es simplificar demasiado las cosas, a punto tal de hacerlas inexactas. La versión que de este antiguo pensador suele exponerse es, por tanto, muchas veces caricaturesca. Sin embargo, también es verdad que su más conocida expresión apunta al cambio incesante de las cosas, a una realidad en perpetuo devenir. Su celebérrima frase, como es por todos conocido, señala que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río. El río es, precisamente, una de las imágenes que bien simboliza el incesante cambio debido al constante fluir de sus aguas. Quien quisiera entrar en el río por segunda vez descubriría que las aguas en las que ahora ingresa no son las mismas que aquellas en las que penetró en la primera ocasión. Las aguas de la primera inmersión se han ido, han partido para siempre. Y no sólo el río no es el mismo que antes era, sino que tampoco el sujeto que en ellas ingresa es el mismo, pues también éste ha sufrido modificaciones entre el primer y segundo chapuzón.
Como decíamos, la frase y la idea que ella propone parecen inobjetables. No obstante, concebir la realidad como puro devenir resulta no poco problemático. Recuerdo haber leído (lo que no recuerdo es dónde) que ya el sofista Protágoras había manifestado una incisiva objeción al planteo: si es verdad que todo cambia permanentemente, si todo es puro devenir, entonces no sólo es cierto que no podríamos entrar dos veces en el mismo río, sino que en realidad no podríamos hacerlo ni una vez. Esto puede sonar extraño y resultar menos evidente, pero acierta en el núcleo de la cuestión. Para que yo pueda decir que entro al río, necesitamos por lo pronto un “yo”  (y un “río”), es decir, necesitamos una cierta identidad. Y para hablar de identidad necesitamos suponer cierta permanencia.
“En toda mutación o movimiento, es preciso que haya algo que después es distinto de cómo era antes; pues esto indica el nombre mismo de mutación” dice Santo Tomás.[2] Es decir, debe haber modificación, pero también debe haber algo que cambie. Si nada permanece, si todo lo que hay es cambio, entonces ya no podemos hablar de identidades y por lo tanto no habría “yo” posible ni “río” alguno. Si todo lo que es cambia completamente de un instante a otro, entonces en rigor ya no podemos decir de nada que “es”, y curiosamente ya no podemos hablar de “cosas que cambian”.
En el puro cambio las identidades se disuelven. El mismo Heráclito lo tenía en claro, quien señalaba: “Descendemos y no descendemos a un mismo río; nosotros mismos somos y no somos.” También parece haberlo notado Borges y quizás por ello entremezcla las identidades en su poema: somos el río, somos aquel griego, somos su parábola, somos el tiempo…

Esta es la paradoja: si todo lo que hay es cambio, entonces no hay algo que cambie. Si todo es puro cambio, entonces nada cambia.
Sólo es posible pensar el cambio como algo que se produce en un sujeto. Yo sólo es posible pensar en sujetos si admitimos la permanencia. No una permanencia total, claro está (lo sentimos, Parménides), pero sí una cierta permanencia “por debajo” del cambio. Una permanencia que el hecho mismo del cambio exige para que éste sea posible.

“El devenir no es meramente dinamismo, sino que es estático y dinámico. No hay que separar estos dos aspectos que en la realidad están unidos. Decíamos que para muchos el dinamismo era no estar sujeto a límites ni determinaciones, lo cual es un grave error. No hay dinamismo sin cierta estabilidad. […] El devenir no es la sucesión de meros cambios sino de algo que cambia. […] Lo que deviene es aquello que perdura, consistente de por sí, interior. El devenir es alteración de lo alterable. Siempre que hay cambio, hay también permanencia”[3]


Cambio, identidad y libertad

La realidad del cambio se ha dado, desde luego, en todas las épocas. Sin embargo, da la sensación de que nuestro tiempo tiene algunas particularidades respecto a la manera en que estos cambios se producen y, por tanto, también en el modo en que esos son experimentados y vividos. Resulta sencillo ver que estamos en una época en la que los cambios se suceden de manera vertiginosa y en la que el ritmo de vida es crecientemente acelerado. El sociólogo Zygmunt Bauman incluso nos invita a observar que en nuestros días el tiempo ya no es experimentado de manera lineal (lo cual supondría una “dirección” – suposición hoy predominantemente ausente) ni tampoco cíclica (como Nietzsche pensaba a través de su teoría del eterno retorno), sino que hoy –dice Bauman– vivimos el tiempo de manera puntillista, es decir como instantes fugaces, inconexos entre sí.

 
“El tiempo puntillista es más prominente por su inconsistencia y su falta de cohesión que por sus elementos cohesivos y de continuidad. (…) El tiempo puntillista está roto, o más bien pulverizado, en una multitud de «instantes eternos» –eventos, incidentes, accidentes, aventuras, episodios– mónadas cerradas sobre sí mismas, bocados diferentes, y cada bocado reducido a un punto que se acerca cada vez más a su ideal geométrico de no dimensionalidad.”[4]


El mismo Bauman denomina a nuestra época como “Modernidad Líquida”, puesto que lo que caracteriza  lo líquido (y al modo de vida conteporáneo) es la inconsistencia, la imposibilidad de mantener la misma forma a lo largo del tiempo. [5]

Por lo ya mencionado, en una atmósfera de este tipo es difícil la estabilidad de las identidades. Por el contrario, en nuestra época líquida, las identidades se disuelven, los rostros se desdibujan, los límites se desvanecen. No hay lugar –mejor dicho, no hay tiempo– para un yo estable que pueda pararse con firmeza sobre sus propios pies. La realidad sobre la que estos pies se apoyan (si es querrían hacerlo) se modifica incesantemente y a una velocidad tal, que pretender mantenerse firme no haría más que favorecer la caída. Todo cambia rápidamente, y parecería que también nosotros debemos cambiar al ritmo de este acelerado compás si es que queremos subsistir. En consecuencia nuestra identidad debe ser flexible, maleable, acomodaticia, incesantemente modificable y modificada, permanentemente creada ex nihilo. “De la nada” porque sólo lo que es nada puede ser infinitamente maleable, sólo que es en sí mismo vacío puede acomodarse a cualquier situación novedosa.
Se trata, podríamos decir, de una especie de sartreanismo crónico; no sólo nos concebimos como existencias carentes de una esencia predeterminada a la que debiésemos ser fieles, como existentes llamados a ser creadores de nosotros mismos, sino que esta autocreación debe realizarse continuamente, de cero, una y otra vez, de manera siempre distinta y novedosa, sin afán alguno de alcanzar un resultado estable. Creamos “identidades” (si es que aún cabe el término) que durarán poco, porque poco es lo que duran las circunstancias para amoldarse a las cuales esas identidades son creadas. Necesitamos yo-s desechables, fácilmente reemplazables (y por suerte las “realidades virtuales” ofrecen para ello un campo interminable de posibilidades cada vez más ocurrentes…).


¿Es esta una situación “liberadora” para el hombre de nuestro tiempo? Creemos que la respuesta es negativa. Sobre ello hemos hablado ya repetidas veces en este mismo espacio. Si bien, a primera vista, la posibilidad de autocrearse y reinventarse continuamente puede parecer algo positivo (por ser “emancipador”), creemos que es no sólo hija del vacío –como señalábamos renglones arriba– sino también generadora del mismo. La incesante reinvención, a la que tan atractivamente nos invitan las diferentes publicidades de nuestra época, genera una creciente vacuidad interior, pues sobre ella se apoyan. Se produce un empequeñecimiento del propio ser individual. Y si la libertad consiste en la posesión-de-sí, parece difícil afirmar que esta autoposesión pueda darse y acrecentarse en un sujeto que está cada vez más ausente de sí mismo. Quizás no sea desacertado, por tanto, volver a interrogar(nos) una vez más si esto de la reinvención es una positiva posibilidad que nos brinda nuestro modo de vida actual, o si es en realidad una necesidad que se nos impone, una exigencia que nos es dictada y ante la cual sucumbimos sumisa y acríticamente, sin hacer auténtico uso de nuestra libertad y debilitando también sus posibilidades a futuro.

LAURA CABRERA - 1984, nº 11 de la serie Buscando la identidad, monotipo
http://lauracabreradiaz.blogspot.com.ar/
Sin permanencia no hay verdadero cambio. Sin estabilidad no hay identidad. Sin identidad ¿cómo seguir hablando de sujetos? Y sin sujetos, ¿cómo seguir hablando de libertad y qué sentido tendría defenderla?

Es lo que hay, dirán algunos. Son los tiempos que nos toca vivir y hay que acostumbrarse a ellos. Pero cabe la pregunta: ¿es eso en realidad “vivir”?
Es lo que hay… insisten. Hay que amoldarse, adaptarse, hay que ser flexible a todos los cambios, hay que deshacerse de toda pretensión de firmeza, de estabilidad, de consistencia… Puede ser. Y sin embargo…

Y sin embargo hay algo que se queda
y sin embargo hay algo que se queja.





[1] Obra Poética, Bs. As., EMECE, 1995, p.653
[2] Suma Contra Gentiles, II, 17
[3] E. Komar, El tiempo humano, Sabiduría Cristiana, Bs. As., 2003, p. 114 y 117
[4] Z. Bauman, Vida de consumo, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2011, p. 52
[5] “(L)os fluidos no conservan una forma durante mucho tiempo y están constantemente dispuestos (y proclives) a cambiarla; por consiguiente, para ellos lo que cuenta es el flujo del tiempo más que el esapcio que puedan ocupar: ese espacio que, después de todo, sólo llenan «por un momento».” Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2015, p. 8



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