El cómo y el desde dónde de
la entrega
Entregar significa dar, donar,
conceder. Pero al parecer hay diversas maneras de dar o de experimentar la
donación, y en consecuencia podríamos hablar también de diferentes tipos de
entrega.
¿Qué
es dar? Dar es hacer que algo propio pase a ser de otro. Ahora bien, podría
pensarse que, al hacer algo semejante, el hombre experimenta una pérdida, una
merma, pues se transforma en ajeno lo que antes era de uno. Dar sería, siguiendo esta lógica, un perder. Y efectivamente, numerosas
parecen ser las ocasiones en que experimentamos la situación de esta manera.
Desde el niño que frunce su ceño al verse forzado por indicación de algún tutor
a compartir su patrimonio en golosinas con sus pares, hasta otras vivencias
posteriores, muchas son las experiencias en las que dar nos resulta sinónimo de
“dejar de poseer lo que se poseía”.
Pero
¿qué sucede en los casos en que lo que uno da, lo que uno entrega, es su propio
yo? Cuando entregamos nuestro tiempo, nuestro trabajo, nuestra intimidad o
nuestra vida incluso, nos estamos entregando a nosotros mismos. ¿Qué es lo que
ocurre entonces? Si, manteniéndonos en la perspectiva de los recientes
renglones, dar fuese sinónimo de perder, o así lo experimentamos al menos,
parece consecuente que entregar-se sería
también sinónimo de perder-se. Y, en
efecto, encontramos casos en los que esto es aplicable: pensemos en el sujeto
que se entrega al destino, cansado de
la responsabilidad de mantener en sus manos el timón de su existencia; o en el
que se entrega al “sistema”,
reconociendo que es imposible – o demasiado costoso, al menos – oponérsele; o
en el que se entrega a las
tentaciones, del tipo que fueren, abandonando su resistencia... Estos ejemplos
manifiestan una entrega, pero un tipo de entrega que es una pérdida: la pérdida
del propio yo. Múltiples casos más podrían ilustrar esta manera de entregarse, que muy lejos parece estar
de la solidez y consistencia que uno busca para sí, como si se tratara de las
antípodas del “encontrarse a sí mismo”. Este tipo de
salir-de-sí, esta clase de donación de sí mismo, parece más bien propia de
aquel que, en lugar de hacerse cargo de su ser, se lo saca de encima. Sale de
sí mismo sin ir verdaderamente él en ese viaje, y “se pierde” pues deja de
estar en sí; se entrega a sí mismo,
pero un sí mismo en el que él ya no está porque se ha convertido en ajeno para
sí. En este sentido resulta perfectamente comprensible que el término
“entregarse” pueda ser utilizado como sinónimo de conceptos como el de
renuncia, resignación, abandono...
He
aquí un tipo de entrega que no favorece al propio yo ni a la entrega misma, ya
que ambos quedan signados por el vacío. Se trata, en última instancia, de una
fuga en lugar de un encuentro, de una alienación basada en la desconfianza que
me empuja a salir de mí pero sin llevarme a mí en esa salida. Podemos intuir el
círculo vicioso en esta particular dinámica por inercia de su lógica interna: me entrego fugándome de mí y, como
consecuencia, dejo de estar en mí, por lo cual estoy cada vez más entregado, y por lo tanto cada vez menos
en mí, y así sucesivamente... Paulatino crecimiento de la ausencia.
Si
este tipo de experiencias alienizantes hacen resurgir o robustecen el miedo a
la entrega, encerrando al hombre en un supuesto refugio de solipsismo, claro
está que el problema no se resuelve, por ir a contramano de la norma vital (véase entrada anterior). Ese refugiarse
supuestamente protector termina asfixiando al sujeto en su propio encierro, que
también conduce al vacío y la ausencia. Más que una solución parece tratarse
del otro extremo de una pendular dialéctica caracterizada por la misma
ineficacia.
La
salida, sospechamos, solamente es posible en otro tipo de salida. Hay que salir
de uno mismo, ya se ha dicho; la cuestión estriba en el cómo, el de dónde y el
hacia dónde de ese salir y ese entregarse.
Si
bien las experiencias que nos inducen a creer que al entregarnos perdemos al
menos una parte de nosotros mismos pueden ser múltiples y seguramente todos
hayamos pasado por ello en algunas oportunidades, otras vivencias nos revelan
que es posible vencer esa dialéctica de la alienación y la ausencia, y que el darse puede ser vivido de otra manera.
Esta otra manera consiste en salir de sí sin dejar de estar en sí. Tal vez nos
sorprenda una vez más la aparente paradoja, pero se trata en realidad no sólo
de una posibilidad, sino de una verdadera necesidad y exigencia. Pues no puede
haber auténtica salida al exterior si no hay verdadera presencia interior, ni
puede haber auténtica entrega de uno mismo, si uno no es dueño de sí y no
permanece en sí. Nadie da lo que no tiene, y no puedo darme si no me tengo;
para entregarme tengo que estar en mí y permanecer en mí.
La
profundidad con la que nos es posible penetrar en lo otro es directamente
proporcional a la profundidad de la propia “estadía” en nosotros mismos, y de
ello dependerá también la profundidad de la relación que se establezca entre
ambos términos así como la posibilidad de fecundidad a partir de la misma. Si
sólo revoloteamos en nuestra superficie, sólo podemos acceder a la superficie
de las demás cosas y establecer con ellas un superficial vínculo, en cambio
quien está en su centro y se entrega desde lo íntimo (y, en consecuencia, con
todo su ser) puede llegar también al centro de lo otro (a todo su ser) y
conocerlo y amarlo de una manera más plena. Todo lo que se recibe, se recibe al
modo del recipiente, decía Aristóteles; lo mismo que vale para la recepción vale también para la entrega. Las relaciones profundas sólo
se dan entre profundidades.
Este
tipo de vínculos implican la confianza
de una manera esencial. Se trata de una confianza que permite la salida, pero
evita la fuga; busca el encuentro, pero no cae en la dilución; se abre a lo
otro, pero no se deja colonizar. En esta confianza es posible dar sin que haya
en ello una pérdida. La confianza necesaria para dar-se sin perder-se es
doble: debe ser confianza en el/lo otro, en aquello a lo que el yo se entrega,
naturalmente, pero también la confianza del yo en sí mismo, para evitar ese
salir de sí sin llevarse a sí. La captación del propio valor es, en
consecuencia, de vital importancia, pues sin ella ¿quién habría de permanecer
en sí mismo? ¿Cómo habríamos de ubicarnos en nuestro propio centro si somos
incapaces de, como dice la prodigiosa expresión de Guardini, “estar de acuerdo con nosotros mismos”?
El amor a sí mismo como requisito para toda entrega fecunda y para un verdadero
amor hacia al otro parece tornarse más claro desde esta perspectiva...
Podríamos
entonces decir que existen dos maneras distintas de entregarse: salir de sí
para no estar en nada, en una suerte de ineficiente fragmentación que se
convierte en “a-locación” (no estoy en mí y en consecuencia no puedo estar
tampoco en lo otro), o salir de sí sin dejar de estar en sí, en una no menos
curiosa “bi-locación”, edificada sobre la captación del propio valor, que favorece
el encuentro íntimo con el otro, el cual ayuda, a su vez, a un mejor encuentro
de cada uno consigo mismo.
Martín Susnik
Martín Susnik
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