lunes, 10 de noviembre de 2014

Sobre la ENTREGA (Parte II)

El cómo y el desde dónde de la entrega

Entregar significa dar, donar, conceder. Pero al parecer hay diversas maneras de dar o de experimentar la donación, y en consecuencia podríamos hablar también de diferentes tipos de entrega.
¿Qué es dar? Dar es hacer que algo propio pase a ser de otro. Ahora bien, podría pensarse que, al hacer algo semejante, el hombre experimenta una pérdida, una merma, pues se transforma en ajeno lo que antes era de uno. Dar sería, siguiendo esta lógica, un perder. Y efectivamente, numerosas parecen ser las ocasiones en que experimentamos la situación de esta manera. Desde el niño que frunce su ceño al verse forzado por indicación de algún tutor a compartir su patrimonio en golosinas con sus pares, hasta otras vivencias posteriores, muchas son las experiencias en las que dar nos resulta sinónimo de “dejar de poseer lo que se poseía”.
Pero ¿qué sucede en los casos en que lo que uno da, lo que uno entrega, es su propio yo? Cuando entregamos nuestro tiempo, nuestro trabajo, nuestra intimidad o nuestra vida incluso, nos estamos entregando a nosotros mismos. ¿Qué es lo que ocurre entonces? Si, manteniéndonos en la perspectiva de los recientes renglones, dar fuese sinónimo de perder, o así lo experimentamos al menos, parece consecuente que entregar-se sería también sinónimo de perder-se. Y, en efecto, encontramos casos en los que esto es aplicable: pensemos en el sujeto que se entrega al destino, cansado de la responsabilidad de mantener en sus manos el timón de su existencia; o en el que se entrega al “sistema”, reconociendo que es imposible – o demasiado costoso, al menos – oponérsele; o en el que se entrega a las tentaciones, del tipo que fueren, abandonando su resistencia... Estos ejemplos manifiestan una entrega, pero un tipo de entrega que es una pérdida: la pérdida del propio yo. Múltiples casos más podrían ilustrar esta manera de entregarse, que muy lejos parece estar de la solidez y consistencia que uno busca para sí, como si se tratara de las antípodas del “encontrarse a sí mismo”. Este tipo de salir-de-sí, esta clase de donación de sí mismo, parece más bien propia de aquel que, en lugar de hacerse cargo de su ser, se lo saca de encima. Sale de sí mismo sin ir verdaderamente él en ese viaje, y “se pierde” pues deja de estar en sí; se entrega a sí mismo, pero un sí mismo en el que él ya no está porque se ha convertido en ajeno para sí. En este sentido resulta perfectamente comprensible que el término “entregarse” pueda ser utilizado como sinónimo de conceptos como el de renuncia, resignación, abandono... 
He aquí un tipo de entrega que no favorece al propio yo ni a la entrega misma, ya que ambos quedan signados por el vacío. Se trata, en última instancia, de una fuga en lugar de un encuentro, de una alienación basada en la desconfianza que me empuja a salir de mí pero sin llevarme a mí en esa salida. Podemos intuir el círculo vicioso en esta particular dinámica por inercia de su lógica interna: me entrego fugándome de mí y, como consecuencia, dejo de estar en mí, por lo cual estoy cada vez más entregado, y por lo tanto cada vez menos en mí, y así sucesivamente... Paulatino crecimiento de la ausencia.
Si este tipo de experiencias alienizantes hacen resurgir o robustecen el miedo a la entrega, encerrando al hombre en un supuesto refugio de solipsismo, claro está que el problema no se resuelve, por ir a contramano de la norma vital (véase entrada anterior). Ese refugiarse supuestamente protector termina asfixiando al sujeto en su propio encierro, que también conduce al vacío y la ausencia. Más que una solución parece tratarse del otro extremo de una pendular dialéctica caracterizada por la misma ineficacia.
La salida, sospechamos, solamente es posible en otro tipo de salida. Hay que salir de uno mismo, ya se ha dicho; la cuestión estriba en el cómo, el de dónde y el hacia dónde de ese salir y ese entregarse.
Si bien las experiencias que nos inducen a creer que al entregarnos perdemos al menos una parte de nosotros mismos pueden ser múltiples y seguramente todos hayamos pasado por ello en algunas oportunidades, otras vivencias nos revelan que es posible vencer esa dialéctica de la alienación y la ausencia, y que el darse puede ser vivido de otra manera. Esta otra manera consiste en salir de sí sin dejar de estar en sí. Tal vez nos sorprenda una vez más la aparente paradoja, pero se trata en realidad no sólo de una posibilidad, sino de una verdadera necesidad y exigencia. Pues no puede haber auténtica salida al exterior si no hay verdadera presencia interior, ni puede haber auténtica entrega de uno mismo, si uno no es dueño de sí y no permanece en sí. Nadie da lo que no tiene, y no puedo darme si no me tengo; para entregarme tengo que estar en mí y permanecer en mí.

La profundidad con la que nos es posible penetrar en lo otro es directamente proporcional a la profundidad de la propia “estadía” en nosotros mismos, y de ello dependerá también la profundidad de la relación que se establezca entre ambos términos así como la posibilidad de fecundidad a partir de la misma. Si sólo revoloteamos en nuestra superficie, sólo podemos acceder a la superficie de las demás cosas y establecer con ellas un superficial vínculo, en cambio quien está en su centro y se entrega desde lo íntimo (y, en consecuencia, con todo su ser) puede llegar también al centro de lo otro (a todo su ser) y conocerlo y amarlo de una manera más plena. Todo lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente, decía Aristóteles; lo mismo que vale para la recepción vale también para la entrega. Las relaciones profundas sólo se dan entre profundidades.
Este tipo de vínculos implican la confianza de una manera esencial. Se trata de una confianza que permite la salida, pero evita la fuga; busca el encuentro, pero no cae en la dilución; se abre a lo otro, pero no se deja colonizar. En esta confianza es posible dar sin que haya en ello una pérdida. La confianza necesaria para dar-se sin perder-se es doble: debe ser confianza en el/lo otro, en aquello a lo que el yo se entrega, naturalmente, pero también la confianza del yo en sí mismo, para evitar ese salir de sí sin llevarse a sí. La captación del propio valor es, en consecuencia, de vital importancia, pues sin ella ¿quién habría de permanecer en sí mismo? ¿Cómo habríamos de ubicarnos en nuestro propio centro si somos incapaces de, como dice la prodigiosa expresión de Guardini, “estar de acuerdo con nosotros mismos”? El amor a sí mismo como requisito para toda entrega fecunda y para un verdadero amor hacia al otro parece tornarse más claro desde esta perspectiva...


Podríamos entonces decir que existen dos maneras distintas de entregarse: salir de sí para no estar en nada, en una suerte de ineficiente fragmentación que se convierte en “a-locación” (no estoy en mí y en consecuencia no puedo estar tampoco en lo otro), o salir de sí sin dejar de estar en sí, en una no menos curiosa “bi-locación”, edificada sobre la captación del propio valor, que favorece el encuentro íntimo con el otro, el cual ayuda, a su vez, a un mejor encuentro de cada uno consigo mismo.

Martín Susnik

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