lunes, 26 de enero de 2015

Tiempo libre (I)



Tiempo ¿libre?

Cuando hablamos popularmente de “tiempo libre” o de "ocio" solemos hacer referencia a aquellos momentos en los que uno puede hacer lo que quiere y lo que le gusta, por contraposición al tiempo que uno le dedica a lo que debe y necesita hacer para satisfacer lo básico en vistas a la subsistencia o a un determinado nivel de vida deseado. Son los momentos en los que, haciendo una pausa en nuestras obligaciones laborales, disponemos del tiempo libre de aquellos menesteres que muchas veces no coinciden con lo que uno quisiera y le gustaría estar haciendo, libre de aquellos deberes que con tanta frecuencia no coinciden con nuestros verdaderos intereses, o al menos no con todos ellos. Por eso es habitual que añoremos el “tiempo libre”, entendido como posibilidad de vivencias placenteras y felices.
Se podría suponer que los inconvenientes referentes al “tiempo libre” estarían relacionados principalmente con su limitación y transitoriedad, como si el problema central fuera que esos momentos resultan demasiado breves y se terminan antes de que uno quisiera. Sin embargo, hay algunas otras aristas en las que vale detenerse alguna vez. Intentemos con una de ellas, que no es nueva ni mucho menos. La mayoría de los lectores seguramente se habrá planteado alguna vez la siguiente cuestión: si el tiempo libre es el tiempo dedicado a hacer lo que uno quiere, ¿lo dedica el hombre a hacer lo que verdaderamente, en su profundidad personal, quiere? ¿O lo dedica a hacer lo que cree que quiere porque le han hecho creer que ese es su querer genuino sin que lo sea en realidad? Formulándolo de modo breve: ¿es nuestro tiempo libre verdaderamente “libre”?

Tiempo libre y enajenación

En 1955 Erich Fromm se preguntaba si la gente que vive en el mundo occidental del siglo XX era en general mentalmente sana o no.[1] Su diagnóstico se inclina mayormente a responder de manera negativa. No podemos detenernos aquí a pormenorizar su análisis pero sí hemos de mencionar que una de las principales señales de que no estamos tan sanos como solemos creer, según Fromm, es el fenómeno de la enajenación o alienación.
Ya Marx había utilizado el concepto para describir la situación del hombre cuyos actos le terminan resultando ajenos, situados sobre él y contra él. Fromm vuelve sobre el concepto explicándolo de la siguiente manera: “Entendemos por enajenación un modo de experiencia en que la persona se siente a sí mismo como un extraño. […] No se siente a sí mismo como centro de su mundo, como creador de sus propios actos y las consecuencias de ellos se han convertido en amos suyos, a los cuales obedece y a los cuales quizás hasta adora.”[2] De esta enajenación se sigue, según el autor, una relación idolátrica –con respecto a Dios, al Estado, a otra persona, a las propias pasiones irracionales– puesto que “el hombre se inclina ante la proyección de una cualidad parcial suya y se somete a ella. No se siente a sí mismo como el centro de donde irradian actos vivos de amor y de razón. Se convierte en una cosa, y su vecino también se convierte en una cosa, así como sus dioses también son cosas.”[3] Esta enajenación, tal como según el autor la encontramos en la sociedad moderna, no se limita al ámbito laboral, sino que se ha convertido en una enajenación casi total. Afecta las relaciones del hombre con su trabajo: el trabajador, despojado de su derecho de pensar y moverse libremente, se convierte en instrumento de la dirección burocrática y despersonalizante; se convierte en “empleado”, es decir, es utilizado para realizar una pequeña función aislada dentro de un complicado proceso cuyo producto final no siente como propio, salvo que lo compre luego. En consecuencia su función laboral le genera una actitud de descontento para con su actividad, la cual es experimentada como algo antinatural y desagradable.[4] También afecta su relación con las cosas que adquiere y a las que accede sin la necesidad de hacer un esfuerzo cualitativamente proporcionado con lo adquirido; basta con que uno tenga dinero y ya puede obtener mercancía, independientemente de cómo vaya a usarlas. Lo adquirido se convierte en objeto de consumo, y también con las cosas que consume se ve afectada la relación: consumimos sin que ello sea una experiencia humana significativa, lo hacemos para satisfacer fantasías artificialmente estimuladas, que no pueden ser jamás satisfechas ya que están desligada de nuestras necesidades reales como seres humanos. Esta insatisfacción genera una necesidad de consumo aún mayor y una creciente dependencia respecto de esas necesidades artificiales.[5]

Dentro de semejante situación, en la que el hombre se siente a sí mismo como un extraño, resulta evidente que la posibilidad de la persona de estar presente a sí mismo y en sí mismo se ve peligrosamente amenazada. En definitiva queda amenazada la posibilidad de que el hombre haga verdadero uso de su libertad. Y esto no sólo dentro del ámbito laboral, sino también en el supuesto “tiempo libre”. También en el ocio el sujeto está alienado y permanece como consumidor pasivo. El ser humano, reducido a “empleado” y consumidor, emplea y consume también su tiempo libre.

¿Qué podemos esperar? Si un hombre trabaja sin verdadera relación con lo que está haciendo, si compra y consume mercancías de un modo abstractificado y enajenado, ¿cómo puede usar su tiempo libre de un modo activo y con sentido? Sigue siendo siempre el consumidor pasivo y enajenado. «Consume» partidos de beisbol, películas, periódicos y revistas, libros, conferencias, paisajes, reuniones sociales, del mismo modo enajenado y abstractificado en que consume las mercancías que compra.[6]


Tesis similares ha expuesto Guy Debord doce años después, en 1967, en su obra La sociedad del espectáculo.[7] También él, anclado en las ideas de Marx sobre alienación y fetichismo mercantil, señala que dicha alienación ha superado el horario de trabajo y colonizado toda la vida del hombre, incluyendo el ocio. El hombre ha perdido el contacto directo con la realidad bajo la omnipresencia del “espectáculo”: “Toda la vida de las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación.” (tesis 1). Este “espectáculo” no es una decoración o complemento del mundo real, sino la manera en que el hombre se relaciona, enajenadamente, con las cosas, toda vez que éstas han sido reducidas a mercancías. De un modo de producción alienada se sigue un modo de consumo alienado, y de ahí toda la vida social es alcanzada por la mercancía. En la medida en que la economía ha sometido totalmente a los hombres, así estos se ven sometidos por el “espectáculo”. La sociedad es esencialmente espectaculista. “Bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de entretenimientos, el espectáculo constituye el modelo actual de la vida socialmente dominante. Es la afirmación omnipresente de una elección ya hecha en la producción, y de su consumo que es su corolario. Forma y contenido del espectáculo son, idénticamente, la justificación total de las condiciones y fines del sistema vigente. El espectáculo es también la presencia permanente de la justificación, en tanto colonización de la parte principal del tiempo vivido fuera de la producción moderna” (tesis 6). El espectáculo se ha convertido así en el nuevo “opio de los pueblos”, es la “reconstrucción material de la ilusión religiosa […] la realización técnica del exilio de los poderes humanos en un más allá, la escisión consumada en el interior del hombre.” (tesis 20), el culmen de la alienación humana en un inmanentismo irrespirable del cual parecería no haber salida. Y así como Nietzsche hablaba del seguir soñando sabiendo que se sueña, Debord sostiene que “a medida que la necesidad resulta socialmente soñada, el sueño se hace necesario. El espectáculo es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que – en última instancia – no expresa sino su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián de ese sueño” (tesis 21), es decir la anestesia que guarda la inconsciencia y nos mantiene en ella. 
Posiblemente el lector contemporáneo tenga la sensación de que estos análisis no han perdido vigencia y de que incluso hemos encontrado nuevas formas de entretenernos enajenadamente en los tiempos que corren, en especial gracias al desarrollo de las nuevas tecnologías. Si el diagnóstico es acertado, la situación puede parecernos asfixiante. Buena parte de la existencia del hombre estaría dedicada a la labor de procurarse medios de subsistencia en un sistema enajenante que provoca pesar y el resto del tiempo que bien podría y debería estar enfocado a encontrar una salida a esa situación, potencia la alienación. Ese intento de salida se convierte en una “fuga de” en lugar de ser una verdadera “salida hacia”. El hombre alienado no huye de la alienación, sino que huye alienadamente, que no es lo mismo, sino más bien lo contrario. Al querer alejarse de la alienación de sí mismo, termina huyendo de sí mismo y radicalizando la alienación. Esto, en consecuencia, no representa una verdadera solución, una salida hacia arriba, una superación cualitativa en el modo de vérnoslas con la realidad, sino sólo un cambio de realidades con las que permanecemos relacionándonos de la misma manera enajenada.
En nuestro tiempo “libre”, seguimos sin estar verdaderamente presentes a y en nosotros mismos. El tiempo “libre” entonces pierde el rasgo de tal. ¿Cómo habríamos de saber lo que interiormente queremos, si no habitamos en nuestra interioridad? ¿Y cómo habríamos, en consecuencia, de ejercer nuestra libertad interior, si nos hemos desligado y fugado de nosotros mismos?
Quien no habita en su morada corre el riesgo de que otros invadan su interior. Y no lo harán de manera anunciada y a gritos pues eso nos pondría en alerta, sino con la sutileza y seducción necesaria como para que su invasión no nos perturbe y no nos haga falta siquiera tomar conciencia de ella. Así nos convertimos en víctimas y victimarios a la vez. Victimarios, porque somos nosotros los que nos dejamos seducir y los que nos dejamos invadir. Víctimas, porque nuestra interioridad ha sido invadida con una violencia silenciosa que por ser silenciosa no deja de ser menos violenta. Y desde allí somos manipulados, sin que quizás lleguemos a tomar nota de ello, en el sagrario de nuestra intimidad que debería permanecer inmanipulable. Entonces ya sabemos lo que ocurre: bajo el título de “libertad” nos venden lo que es un mero “poder hacer”, después de haber conquistado e inutilizado nuestra capacidad de elegir. Nos convencen de que somos libres de decir lo que pensamos, después de adoctrinarnos sobre lo que debemos pensar. Nos permiten consumir lo que queramos, después de habernos convencido de que queremos consumir y qué es lo debemos querer consumir. Nos abren las puertas a miles de distracciones, después de haberse asegurado de que deseemos distraernos. Nos dan la posibilidad de cubrir todas nuestras necesidades, después de haberlas convertido en “necesidades” para nosotros. 


¿Qué queda de libertad en un “tiempo libre” vivido de esta manera? ¿Qué sentido tiene el tiempo libre, del cual disponemos mucho más que en épocas anteriores,  si en el fondo no disponemos de nosotros mismos? Si tal es la situación del hombre contemporáneo, entonces vale para él el diagnóstico de Fromm:

no es libre de gozar «su» tiempo disponible; su consumo de tiempo disponible está determinado por la industria, lo mismo que las mercancías que compra; su gusto está manipulado, quiere ver y oír lo que se le obliga a ver y oír; la diversión es una industria como cualquiera otra, al consumidor se la hace comprar diversión lo mismo que se le hace comprar ropa o calzado.[8]

Se trata entonces de un tiempo libre en el cual no hay auténtica libertad pero en el cual se cree que la hay. Los últimos decenios tal vez hayan inventado la mejor manera de generar un totalitarismo sin oposiciones: convirtiéndolo en invisible.[9]


Martín Susnik


[1] Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1962.
[2] Ibidem, p. 106
[3] Ibidem, p. 107
[4] Ibidem, pp. 151-154
[5] Ibidem, pp. 114-118
[6] Ibidem, pp. 118-119.
[7] La Marca, Buenos Aires, 1995.
[8] Ibidem, p. 119
[9] Sobre la historia de la manipulación de los gustos y deseos del consumidor basada en la aplicación de las teorías psicoanalíticas, especialmente en Estados Unidos, cfr. The century of the self, serie documental de la B.B.C. realizada por Adam Curtis en 2002. 

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