Entrega y libertad
Entregarse
a algo o alguien implica, de alguna forma, quedar sujeto a ello. Quien se
entrega a la persona amada, por ejemplo, se hace cargo de determinadas
responsabilidades que vienen implicadas en dicha entrega, y estas
responsabilidades implican también determinadas renuncias. Lo mismo ocurre con
el que se entrega a una actividad o profesión. Con la entrega se restringe el
abanico de opciones a seguir, pues uno no puede ya dedicarse a “cualquier
cosa”, sino que ha de enfocarse en los menesteres que se relacionan con aquello
a lo cual uno se ha entregado. Entregarse significa, en definitiva,
comprometerse.
Ahora
bien, los compromisos asustan a veces y no son pocos los que los rechazan
argumentando que el compromiso anula o disminuye la libertad del sujeto. En
efecto, si me comprometo con algo o alguien, mis intereses y energías ya no
pueden desparramarse ad libitum por
doquier, sino que han de centrarse en el objeto de mi compromiso, lo cual
implica para el sujeto una suerte de dependencia y, a primera vista, causaría
una disminución de la libertad. Y lo cierto es que nos gustaría ser plenamente
libres, con lo cual el valor del compromiso parece quedar en jaque.
He
aquí tal vez uno de los equívocos más populares en torno a la libertad: su
identificación con la independencia. Quizás no sea superfluo repensar el tema:
si libertad e independencia fueran la misma cosa, habría que concluir que el
grado máximo de una es también el culmen de la otra. Sin embargo, el análisis
de la realidad humana permite formular respecto a esta idea algunas objeciones.
En primer lugar, una total independencia es para el ser humano impensable. Ya
lo señalábamos al comienzo de estas reflexiones: el hombre es un ser en
relación que inevitablemente tiene que vérselas con las cosas. Inevitablemente
depende de ellas debido a la indigencia de su propia naturaleza.
En
segundo lugar, para el ser humano la independencia, de ser siquiera posible en alguna medida, lo es en el aislamiento y la indiferencia. Sólo aquel hombre que esté
solo y al que pocas cosas le importen podría no depender de casi nada. Podría
pensarse que a una indiferencia total se corresponde una libertad plenamente
abierta a todas las posibilidades, sin ningún tipo de limitación. Así
estaríamos más cerca de ser plenamente libres cuanto más nos diera todo lo
mismo. Pero ¿es esta indiferencia y esa soledad una experiencia “liberadora”
para el sujeto? ¿La indiferencia nos deja verdaderamente abiertas todas las
posibilidades, o nos cierra ante todas ellas? ¿Que nos dé todo lo mismo
estimula y robustece nuestra libertad o la paraliza y torna inútil? Para el que
es indiferente y quiera permanecer en ese estado de aislamiento y
desvinculación (suponiendo que desee conservar su supuesta “libertad”) ¿son
acaso las diferentes opciones verdaderas “opciones”? ¿O, siendo indiferente a
todas, queda huérfano de razones para elegir alguna de todas ellas? Más aún,
puesto que la elección es siempre una selección que supone renunciar a algunas
opciones para encaminarse a otras, ¿el que quiera conservar todas las
posibilidades abiertas sin renunciar, no está condenado a no tener que elegir
ninguna? Y si su indiferencia y su afán por la independencia lo condenan a no
tener que (ni por qué) elegir... ¿de qué clase de libertad estamos hablando?
La
indiferencia y la soledad muy lejos están de ser vividas como liberación y
tarde o temprano son experimentadas más bien como aprisionamiento.
Supuestamente favorecen una total libertad, pero en realidad conducen a una
libertad carente de sentido, que no tiene para qué alguno y se torna inútil,
absurda y agonizante. “Lo absurdo no
libera, no liga” sostenía Camus. Podríamos explicitarlo: lo absurdo no
libera porque no liga; lo absurdo
aprisiona porque desliga de todo.
Para
un ser finito como es el hombre, la libertad no puede consistir en la
desvinculación. Ciertamente el que se entrega y se compromete con algo reduce
la amplitud de sus opciones, pues al tener una meta hacia la cual dirigirse
debe aceptar el hecho de que no todas los caminos lo llevan en la dirección
elegida y que algunos han de ser dejados de lado. Toda finalidad impone límites
y genera dependencia. Pero no parece que esta finalidad y estos límites anulen
la libertad del sujeto – salvo que insistamos en identificar infructuosamente
la libertad con la independencia – sino que la fortalecen dotándola de sentido.
La
verdadera libertad no reside en la desvinculación, la no-dependencia y la
ausencia de compromiso, sino en el vínculo voluntariamente querido con lo que
nos es propio desde el núcleo íntimo de la persona donde uno es dueño de sí y
capaz de entregarse, desde la autoposesión, al encuentro fecundo.
Martín Susnik