Fidelidad y libertad
La fidelidad favorece la libertad,
como hemos intentado señalar en la entrada anterior. Pero también es cierto que no es posible sin
ella. No hay verdadera fidelidad si no hay libertad. Entre todos los entes de
la naturaleza sólo el hombre es, rigurosamente hablando, capaz de ser fiel
porque sólo él es libre (y es, por lo tanto, también el único capaz de
infidelidad). Puesto que se trata de un ser personal, para el ser humano la
fidelidad es un derecho y a la par un deber, pero si quiere esa fidelidad ser
auténtica debe ser producto de la decisión libre de su voluntad. Exigir una
fidelidad no voluntaria y pretender violentarla de una u otra manera es, en
primer lugar, un desacierto desde el punto de vista moral porque implica el no
respeto de la dignidad de la persona humana, y a la vez un sinsentido, pues una
fidelidad que no fuese voluntaria no es fidelidad.
La fidelidad, por tanto, debe
surgir de un sujeto que en primera instancia coincide consigo mismo, habita en
su interioridad donde se juegan las decisiones que son expresión de su
autoposesión. El que está en sí mismo y es dueño de sí podrá también entregar
su yo a otro, trátese de una persona, una comunidad, una causa… Quien, en
cambio, no está en sí y no se posee a sí mismo, no puede entregarse auténticamente
sino sólo de modo alienante, enajenándose a sí mismo. Desde la enajenación no
hay fidelidad posible.
Por ello, para que la fidelidad
sea libre (que es la única opción) debe ser en primer lugar fidelidad del
sujeto a sí mismo. Esto no significa que el individuo tenga el derecho (y mucho
menos el deber) de encerrarse en sí. Como todo ente vivo, el hombre crece si
está en relación fecunda con su entorno, y especialmente en comunidad, es decir
en comunión y encuentro con el prójimo. Es nuestra vocación y nuestro deber,
exigencia de la naturaleza social del hombre. Quien se encierra en sí mismo
entorpece el propio crecimiento y justamente por eso no es fiel a sí mismo (pocas
cosas hay tan perjudiciales para el individuo como el individualismo). Sin
embargo, no podemos llegar a un verdadero encuentro con el otro y no podemos
ser fieles a él ni a ninguna otra cosa, por muy elevada que ésta sea, si no
somos fieles a nuestro propio ser, a nuestra propia esencia como seres humanos
y, cada cual, a su modo de ser individual, único e irrepetible.
Cualquiera que esté a cargo de una
comunidad debería tener en cuenta estas ideas básicas. No es el hombre para la sociedad, sino la sociedad
para el hombre.[1] Por razones metafísicas,
antropológicas, éticas y sociales, el fin de la sociedad ha de ser el individuo
personal, que es fin en sí mismo. Y si el bien común tiene cierta primacía por
sobre el bien privado no es porque el todo social tenga primacía sobre el individuo,
sino lo contrario: lo central es cada una de las personas, pero ninguna de
ellas puede lograr el propio desarrollo fuera del bien común.[2]
No son pocos los casos en que se
puede observar que esta verdad esencial es olvidada, cuando no dejada de lado
adrede. No son pocas las veces en que se pretenden del sujeto algunas
“fidelidades” que exigen que el individuo se comporte como algo distinto de lo
que en realidad es. Algunas comunidades hacen uso del ser humano en nombre de
algún ideal -que hasta podría ser muy valorable- pero no tienen en cuenta al
individuo en cuanto tal, sus particulares características y sus reales
necesidades. Estas exigencias tarde o temprano terminan en fracasos; perjudican
al individuo, lo conducen a la inautenticidad y terminan debilitando sus
fuerzas mediante la instrumentalización y la violencia, y perjudicando así
también a la comunidad, cuya vitalidad termina flaqueando por la ausencia de la
fuerza vital de sus integrantes. En este tipo de casos no es posible el éxito
duradero; la comunidad perece paulatinamente o bien se desploma abruptamente,
según la velocidad en que se termina haciendo patente la mentira. El grupo
social se debilita tarde o temprano (y más bien temprano que tarde) por la
falta de solidez y vitalidad de las existencias individuales, sea porque el
hombre es cosificado, deshumanizado y rebajado a nivel de instrumento, sea
porque en actitud defensiva ante ese peligro el individuo se cierra en sí mismo
y no piensa más que en sí. En ambos casos, la muerte de lo individual conlleva
la muerte de lo social.[3] Martín Susnik
[1] Esta idea viene siendo expuesta hace añares por la Doctrina Social de la Iglesia. Cfr. ConcilioVaticano II,
Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1996) 1046-1047 y Catecismo de la Iglesia Catolica (1992),
n. 1881.
[2] Cfr. Pontificio Consejo
Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 2004, 164 y ss.
[3] La masificación es el
triste ejemplo contemporáneo de este hecho. Como señala Komar: “La sociedad es siempre sociedad de seres humanos,
es decir, de personas. El haber querido separar lo social de su fuente que es
la vida personal no levó a formas más perfectas de la sociedad sino a su
disolución en la masa. [...] Donde todo es “social” no hay sociedad. Esta es
una evidencia que se desprende de la tremenda experiencia de la masificación.
En la masificación lo social se llevó al extremo produciendo la muerte de lo
social.” E. Komar, Modernidad y Postmodernidad, Ed. Sabiduría Cristiana, Buenos
Aires, 2001, pp. 28-36
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