miércoles, 6 de mayo de 2015

Fidelidad (II)

Libertad y fidelidad

Otro de los motivos por los que la fidelidad ha perdido atractivo para el estilo de vida del hombre contemporáneo es que se tiende a pensar que la fidelidad impide o al menos coarta la libertad. Y esto a su vez se debe a la habitual identificación entre libertad e independencia. Es en este último punto en el que vale la pena detenerse. Si la libertad fuese lo mismo que la independencia, entonces el aislamiento, el desligamiento y la soledad deberían ser experiencias de liberación. La mayor soledad debería ser la vivencia más liberadora. Sin embargo, la experiencia concreta manifiesta con claridad que no es así. El aislamiento y el cerrarse en sí mismo lejos están de estimular y fortalecer la libertad de la persona; más bien la conducen a la paulatina agonía, al desecamiento, a la incertidumbre, a la inseguridad, a la indiferencia y a una prisión cada vez más hermética y peligrosa.
Si bien a veces, en alguna ocasión concreta, la soledad es experimentada como momento liberador (uno se siente libre de las molestias que pudiera ocasionar la presencia de un otro), eso no indica que toda no-dependencia sea sinónimo de mayor libertad, sino sólo que es liberador no-depender de aquello que no es lo bueno. Visto desde la perspectiva del sujeto, es experimentada como liberadora solamente la independencia respecto de aquello que no es lo voluntariamente querido y que, en consecuencia, resulta molesto. Y puesto que no toda independencia es liberadora, entonces tampoco toda dependencia obstaculiza la libertad. Ciertamente sí la dependencia respecto de aquello que nos es impuesto violentamente desde fuera, o la dependencia en la que desde dentro el sujeto se entrega a otro sumisamente. Pero esas no son las únicas dependencias posibles. Existen las dependencias voluntariamente queridas respecto de aquello que es bueno para la persona y que es amado por ella; este tipo de dependencia no es opuesta a la libertad sino una plena manifestación de la misma. Incluso es una muestra de su eficiencia y solidez, pues el hombre se hace cargo de sus amores voluntarios y, desde su libertad, obra en consecuencia, comprometiéndose con sus convicciones y dando así una muestra de firmeza interior que no se deja amedrentar por presiones o seducciones externas (ni tampoco internas, en cuanto alguna “parte” de sí mismo pudiera boicotear su voluntario aferrarse a un valor reconocido como tal). El problema de la libertad no estriba en depender o no, sino en cómo y de qué depender, si se depende voluntaria o involuntariamente y si se depende de algo que conviene o no a la naturaleza del sujeto. El problema de la libertad es entonces el problema del amor y de la lucidez del mismo.[1] La libertad, por tanto, no reside en no depender de nada, sino en la relación amorosa para con aquello que se nos presenta como bueno y de lo cual, en un libre compromiso, dependemos voluntariamente sin perder posesión de nosotros mismos y manifestando con firmeza esa autoposesión.



Es cierto que la fidelidad limita la libertad, pero la limita para bien. Se trata de un límite positivo que favorece a la libertad misma puesto que le da sentido (en última instancia, toda elección limita la libertad, pero sería absurdo creer que anulando ese límite la libertad saliera favorecida). Y así como el amor y la libertad llena de sentido no son contrarios entre sí, tampoco son contrarias entonces la libertad y la fidelidad.
Se podría objetar que el problema entre fidelidad y libertad no es el de la dependencia, sino el de la permanencia en esa dependencia. Sin embargo, toda dependencia amorosa lúcida implica alguna permanencia. Cuando uno se aferra lúcidamente a un valor, a una persona, a una causa, es porque ha descubierto en ello algo que es valioso en sí mismo y que, de alguna manera, está más allá del devenir. Esto no quiere decir que  a veces no haya que abandonar o cambiar de rumbo, pero si el viraje es necesario no es por la precariedad del valor y su supuesto carácter efímero, sino porque aquello que representaba ese valor, en sí mismo perenne, ya no lo representa más. Uno es fiel, por ejemplo, a una agrupación porque considera que enfoca las cuestiones de manera correcta y sus propuestas son acertadas. Si con el tiempo la agrupación modifica su postura y cambia hacia una posición que ya no coincide con las convicciones propias, resulta comprensible salirse de las filas del grupo, pero en ello no hay ausencia de constancia, sino verdadera permanencia en la postura que uno considera correcta. Han sido las circunstancias las que han variado, pero no el valor esencial en sí mismo que, en cuanto valor y en cuanto esencial, resulta imperecedero y pide de parte del sujeto una dependencia no sólo voluntaria (y por tanto libre) sino además no transitoria (y por tanto fiel).Martín Susnik 





[1] “Los mismos vínculos pueden ser aceptados como lazos vivientes o rechazados como cadenas, los mismos muros pueden tener la dureza opresiva de la cárcel o la dulzura íntima del refugio. (…) El hombre es libre en la exacta medida en que depende de lo que ama, es cautivo en la exacta medida en que depende de lo que no puede amar. Así el problema de la libertad no se plantea en términos de independencia, se plantea en términos de amor. (…) aquellos que no aman nada, en vano rompen las cadenas y hacen revoluciones: permanecen siempre cautivos.” G. Thibon, Retour au réel, Lyon, Editions Universitaire, Les Presses de Belgique, 1946, p. 140-143

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