lunes, 25 de mayo de 2015

Palabras de mayo

Transcribo las palabras alusivas a los festejos del 25 de mayo pronunciadas tres días atrás en el acto académico del Colegio Manuel Belgrano en Buenos Aires.




Autoridades del Colegio Marista Manuel Belgrano,
colegas docentes, padres, queridos alumnos: 

Hoy nos reúne la conmemoración de los eventos de mayo de 1810, en particular la conformación del primer gobierno patrio, un 25 de dicho mes. Fue en esa época cuando comenzó a sonar en nuestro suelo y en los corazones de sus habitantes aquel grito que dos años después la canción patria calificaría de nada menos que “sagrado”: ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! Amanecía sobre el horizonte de nuestro país la germinal luminosidad de ese sol que luego se transformaría en el centro de nuestra insignia; luminosidad que se haría explícita seis años después de aquel mayo en Tucumán.
Los hechos parecen resultar lejanos, y una mentalidad limitada a vivir exclusivamente el presente – mentalidad tan difundida en la sociedad contemporánea – podría suponer que volver sobre lo sucedido hace ya más de doscientos años no tiene mayor significación ni utilidad. Sin embargo, sabemos que la mejor manera de vivir el presente no es enfrascándonos exclusivamente en él y su caducidad, desconectándolo de las causas que lo han hecho ser y ser del modo que es. Es verdad que, estrictamente hablando, lo único que es es el hoy, el presente. Pero también es verdad que el presente está henchido del pasado, y que una mirada memoriosa, lúcida y también crítica del pretérito permite a su vez una visión más penetrante de los sucesos actuales, de los aciertos y desaciertos que tienen lugar en los tiempos que corren. Para vivir más plenamente el presente, e incluso proyectar un más venturoso porvenir, es imperioso no desconectarlo del pasado, puesto que la vida (sea la de un individuo o la de un pueblo) no es una sucesión de instantes inconexos, sino una suerte de melodía (más o menos feliz, según el caso) que a lo largo del tiempo va desplegando un hilo de sentido, y en la que cada novedad viene de alguna manera anunciada por lo que la antecede y anuncia, a su vez, lo que habrá de sucederla.
Es imposible, en este espacio, volver a repensar todo lo sucedido en aquella semana de mayo de 1810, pero permítanme retornar al menos sobre aquella realidad que comenzaba a gestarse por aquellos días y que, como hemos dicho, el himno nacional eleva a tan alta estima en sus primeros versos: la libertad. Se trata de un concepto que, en primera instancia, genera multitudinarias adhesiones y seguramente todos lo defenderíamos de buen grado. ¿Quién se atrevería explícitamente a hablar mal de la libertad? No obstante, es éste un concepto complejo y un terreno en el cual no es cosa fácil ganar claridad, a punto tal que algunos abandonarían la empresa a poco de intentar profundizar en su significado, con lo cual su supuesta defensa de la libertad no pasaría de ser algo meramente formal y nominal.
Ser libre (valga esto para un pueblo, para un grupo cualquiera o para un individuo particular) suele sonar atractivo, y no faltan razones para ello. La libertad implica la ausencia de una coacción externa, la rotura de las cadenas que aprisionan aferrándonos a algo ajeno que nos violenta. La libertad permite a su portador ser dueño de sí mismo, ser en cierta medida el autor del propio destino, ser sujeto autodeterminante del porvenir. Pero no todo es color de rosa. Tener u obtener libertad implica también aceptar la consecuente responsabilidad, es decir, saber cargar sobre los propios hombros el peso de las decisiones libres que se han tomado y responder por sus consecuencias. Sólo un ser libre puede ser responsable y todo ser libre debe ser responsable. Y no son pocas las veces que, explícita o implícitamente, alguien renuncia al preciado don de la libertad por no aceptar el precio de la responsabilidad que ésta implica. Algunos prefieren liberarse de su libertad.
La libertad exige coraje. A nuestros patriotas de 1810, al menos a los mejores de ellos, ese coraje no les faltaba. Tuvieron la virilidad necesaria para encaminar al pueblo hacia la libertad, pero también la tuvieron para hacerse cargo de las consecuencias que ello implicaba, en algunos casos hasta el punto de dar la propia vida en defensa de la decisión que habían tomado. Decidieron algo para el pueblo – un bien, seguramente – pero supieron que eso implicaba soportar una serie de males, redoblar sus esfuerzos en la lucha contra ellos, entregar su salud o su fortuna para responder por esa decisión.
Nos han enseñado con su ejemplo algo que nuestro tiempo haría bien en volver a tener en cuenta: la libertad no desvincula. Es cierto que rompe con las ataduras que nos aprisionan en lo ajeno, pero genera otras ataduras, las que nos vinculan a lo propio, las que nos comprometen a responder por lo que somos, lo que hemos llegado a ser y lo que habremos de ser aún.
Nos han enseñado también que la libertad no es algo estático. Ciertamente es algo que puede tener su origen en un instante determinado de la historia, pero es algo que ha de mantenerse vivo y en desarrollo, si es que en verdad pretende seguir existiendo. Las realidades vitales que existen en el tiempo: no pueden mantenerse inalterables, sino que están llamadas necesariamente al cambio. No pueden quedarse donde están; o avanzan, crecen y se desarrollan, o retroceden, decrecen y se deterioran. Lo mismo val para nuestras libertades, la de cada uno de nosotros individualmente considerado, y la de nosotros juntos, como miembros de un mismo pueblo. O nuestra libertad crece y mejora, y con ello se perfecciona nuestro ser, o se empobrece, empobreciéndonos así nosotros mismos. Y no me refiero aquí a un crecimiento meramente cuantitativo de nuestras libertades, sino principalmente a un crecimiento cualitativo. No se trata solamente de que seamos cada vez “más” libres, sino – y especialmente – de que tengamos una libertad que sea cada vez “mejor”.
Ahora bien, una libertad mejora y se robustece cuando elije correctamente, cuando sus decisiones aciertan en la elección de valores que realmente merecen preferencia. Y para que las decisiones sean acertadas, la mirada ha de ser lúcida, prudente y profunda. Si nuestra visión se limita a aspectos superficiales de la realidad, difícilmente podamos descubrir qué es lo que en verdad merece nuestra elección. Si nos habituamos a la confusión generalizada que propone una cultura líquida como la de nuestro tiempo, difícilmente podamos habitar en nuestro centro personal, donde en última instancia la libertad es posible y desde donde puede crecer y perfeccionarse.
Valoremos la libertad, pero valorémosla con seriedad, con una vida que crezca en compromiso para con los otros y en interioridad para consigo mismo, porque sin esa vida interior profunda, no habrá libertad individual auténtica posible – y sin libertades individuales sólidas y consistentes, no habrá tampoco camino posible para el crecimiento de la libertad de la nación de la que formamos parte.
Lo social, para mantenerse vivo y en desarrollo, necesita de la vitalidad y el crecimiento de sus miembros. Cualquier otra presunta fortaleza de un grupo social que no esté basada en la consistencia de la vida individual es apenas una fantochada que carece de energía interna real y está destinada al derrumbe, como atestiguan numerosos ejemplos de la historia.
Crezcamos. Seamos cada día más libres con el coraje de aceptar el peso y la responsabilidad que ello conlleva. Seamos cada día “mejor” libres, buscando con seriedad aquello que nos hace ser cada día nosotros mismos de modo más pleno: el encuentro con la verdad y el bien auténticos. Dejémonos iluminar por los buenos ejemplos que nos ha legado la revolución de aquel mayo, no para petrificar en mármol sus laureles, sino para aceptar el desafío de que esos laureles sigan vivos y se mantengan en fértil crecimiento. Así podremos responder un día ante la historia, y sobretodo ante su misericordioso Juez, que hemos hecho lo posible, dentro de nuestras limitadas posibilidades y con la ayuda de su gracia, para vivir en una Argentina realmente coronada de gloria.

Muchas gracias.

sábado, 9 de mayo de 2015

Fidelidad (IV)

Fidelidad y profundidad

Para que fidelidad y libertad efectivamente no sean vividas como opuestos, es decir, para que el hombre se decida libremente por la fidelidad es de no poca importancia que tenga para ello razones sólidas y claras. A veces surgen preguntas como ¿para qué seguir con esto? ¿por qué habríamos de ser constantes en tal o cual cosa? Es razonable que de vez en cuando, por ejemplo en los momentos de crisis, surjan las dudas o el cansancio.
Ante interrogantes de ese tipo no hay por qué escapar. Si les escapamos podría ser eso una señal de que les tenemos miedo y eso a su vez una señal de que no estamos suficientemente convencidos sobre las respuestas que habríamos de dar a esos interrogantes.
Una actitud de fuga ante esas preguntas tal vez logre como resultado una constancia ciega que en última instancia es testarudez, apenas una mascarada de lo que la fidelidad es en verdad. Podemos apoyarnos en la mera costumbre o en algún infundamentado sentido del deber, podemos conformarnos con la idea de que las cosas han sido siempre así y así tienen que seguir siendo… A la larga son construcciones sobre arena que se desmoronan tarde o temprano. Las generaciones jóvenes tienen para ello un olfato especial: con rapidez les nace la sospecha de que con el deber por el deber mismo o con el solo fundamento de la costumbre no es suficiente. Y en verdad no lo es. La rutina, la tradición autojustificada no alcanzan para mover la voluntad. La voluntad tiende hacia el bien que es su objeto. Por eso, una y otra vez es necesario buscar y reencontrar todo lo bueno que pueda tener una fidelidad determinada o, para decir mejor, todo lo bueno que puede haber en aquello para con lo cual hemos de ser fieles.
¿Para qué seguir? ¿Por qué mantenernos fieles a esto o aquello? No sólo no hay que escapar ante esas preguntas, sino que en algunas oportunidades debemos incluso fomentarlas.
Una auténtica fidelidad necesita de lucidez y de una mirada profunda. Para la persona superficial la fidelidad resulta una pesada carga, si no una tarea imposible. Quien vive en la superficialidad sólo puede tener una relación superficial con la realidad, por tanto alcanza las cosas sólo en su superficie, lo cual no puede alimentarlo más que insatisfactoria y transitoriamente. La superficialidad causa la sensación de vacío y ésta causa a su vez el tedio, el tedio genera inconstancia y el deseo de fugarse a otra cosa distinta. Por ello el hombre superficial siente la necesidad de pasar a algo diferente y abandonar lo previo, considerando que lo anterior ya no tiene nada más para ofrecerle. La persona profunda, en cambio, alcanza una relación profunda con la realidad pues puede penetrar en ella hondamente. Se interna en las esencias de las cosas, logra con ellas un encuentro íntimo que es también un encuentro caracterizado por la riqueza, la abundancia y la fecundidad. Penetrando en lo esencial logra descubrir cada vez más y alimentarse cada vez más pues lo esencial es inagotable. Así puede ser fiel ya que la profundidad de la realidad le ofrece continuamente algo nuevo dentro de lo mismo y su entusiasmo es capaz de mantenerse y crecer sin tener que pasar a otra cosa distinta.



Esto vale también para la “relación” del hombre consigo mismo, de la cual depende la manera en que cada uno ha de relacionarse con lo otro. Cuanto más es uno capaz de habitar en la hondura de su propia intimidad, mejores posibilidades tendrá de ser fiel a sí mismo. Cuanto más penetre en sí mismo, mejor sabrá descubrir también que él no es el fuente de su propio ser ni fundamento último de sí, por lo tanto se le renovarán las posibilidades de fortalecer la relación de fidelidad para con Aquel que le da el ser. Cuanto más se conozca a sí mismo, mejor visión tendrá también de sus raíces, de sus pertenencia a una cultura y a una comunidad determinadas, y así, por un lado, fortalecerá su relación de fidelidad para con ellas y, en una virtuosa circularidad, crecerá también en autenticidad y fidelidad a sí mismo, siendo fiel a aquello a lo que pertenece y que es lo “suyo”.Martín Susnik 

viernes, 8 de mayo de 2015

Fidelidad (III)

Fidelidad y libertad

La fidelidad favorece la libertad, como hemos intentado señalar en la entrada anterior. Pero también es cierto que no es posible sin ella. No hay verdadera fidelidad si no hay libertad. Entre todos los entes de la naturaleza sólo el hombre es, rigurosamente hablando, capaz de ser fiel porque sólo él es libre (y es, por lo tanto, también el único capaz de infidelidad). Puesto que se trata de un ser personal, para el ser humano la fidelidad es un derecho y a la par un deber, pero si quiere esa fidelidad ser auténtica debe ser producto de la decisión libre de su voluntad. Exigir una fidelidad no voluntaria y pretender violentarla de una u otra manera es, en primer lugar, un desacierto desde el punto de vista moral porque implica el no respeto de la dignidad de la persona humana, y a la vez un sinsentido, pues una fidelidad que no fuese voluntaria no es fidelidad.
La fidelidad, por tanto, debe surgir de un sujeto que en primera instancia coincide consigo mismo, habita en su interioridad donde se juegan las decisiones que son expresión de su autoposesión. El que está en sí mismo y es dueño de sí podrá también entregar su yo a otro, trátese de una persona, una comunidad, una causa… Quien, en cambio, no está en sí y no se posee a sí mismo, no puede entregarse auténticamente sino sólo de modo alienante, enajenándose a sí mismo. Desde la enajenación no hay fidelidad posible.
Por ello, para que la fidelidad sea libre (que es la única opción) debe ser en primer lugar fidelidad del sujeto a sí mismo. Esto no significa que el individuo tenga el derecho (y mucho menos el deber) de encerrarse en sí. Como todo ente vivo, el hombre crece si está en relación fecunda con su entorno, y especialmente en comunidad, es decir en comunión y encuentro con el prójimo. Es nuestra vocación y nuestro deber, exigencia de la naturaleza social del hombre. Quien se encierra en sí mismo entorpece el propio crecimiento y justamente por eso no es fiel a sí mismo (pocas cosas hay tan perjudiciales para el individuo como el individualismo). Sin embargo, no podemos llegar a un verdadero encuentro con el otro y no podemos ser fieles a él ni a ninguna otra cosa, por muy elevada que ésta sea, si no somos fieles a nuestro propio ser, a nuestra propia esencia como seres humanos y, cada cual, a su modo de ser individual, único e irrepetible.
Cualquiera que esté a cargo de una comunidad debería tener en cuenta estas ideas básicas. No es el hombre para la sociedad, sino la sociedad para el hombre.[1] Por razones metafísicas, antropológicas, éticas y sociales, el fin de la sociedad ha de ser el individuo personal, que es fin en sí mismo. Y si el bien común tiene cierta primacía por sobre el bien privado no es porque el todo social tenga primacía sobre el individuo, sino lo contrario: lo central es cada una de las personas, pero ninguna de ellas puede lograr el propio desarrollo fuera del bien común.[2]
No son pocos los casos en que se puede observar que esta verdad esencial es olvidada, cuando no dejada de lado adrede. No son pocas las veces en que se pretenden del sujeto algunas “fidelidades” que exigen que el individuo se comporte como algo distinto de lo que en realidad es. Algunas comunidades hacen uso del ser humano en nombre de algún ideal -que hasta podría ser muy valorable- pero no tienen en cuenta al individuo en cuanto tal, sus particulares características y sus reales necesidades. Estas exigencias tarde o temprano terminan en fracasos; perjudican al individuo, lo conducen a la inautenticidad y terminan debilitando sus fuerzas mediante la instrumentalización y la violencia, y perjudicando así también a la comunidad, cuya vitalidad termina flaqueando por la ausencia de la fuerza vital de sus integrantes. En este tipo de casos no es posible el éxito duradero; la comunidad perece paulatinamente o bien se desploma abruptamente, según la velocidad en que se termina haciendo patente la mentira. El grupo social se debilita tarde o temprano (y más bien temprano que tarde) por la falta de solidez y vitalidad de las existencias individuales, sea porque el hombre es cosificado, deshumanizado y rebajado a nivel de instrumento, sea porque en actitud defensiva ante ese peligro el individuo se cierra en sí mismo y no piensa más que en sí. En ambos casos, la muerte de lo individual conlleva la muerte de lo social.[3] Martín Susnik




[1] Esta idea viene siendo expuesta hace añares por la Doctrina Social de la Iglesia. Cfr. ConcilioVaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1996) 1046-1047 y Catecismo de la Iglesia Catolica (1992), n. 1881.
[2] Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 2004, 164 y ss.
[3] La masificación es el triste ejemplo contemporáneo de este hecho. Como señala Komar: “La sociedad es siempre sociedad de seres humanos, es decir, de personas. El haber querido separar lo social de su fuente que es la vida personal no levó a formas más perfectas de la sociedad sino a su disolución en la masa. [...] Donde todo es “social” no hay sociedad. Esta es una evidencia que se desprende de la tremenda experiencia de la masificación. En la masificación lo social se llevó al extremo produciendo la muerte de lo social.” E. Komar, Modernidad y Postmodernidad, Ed. Sabiduría Cristiana, Buenos Aires, 2001, pp. 28-36

miércoles, 6 de mayo de 2015

Fidelidad (II)

Libertad y fidelidad

Otro de los motivos por los que la fidelidad ha perdido atractivo para el estilo de vida del hombre contemporáneo es que se tiende a pensar que la fidelidad impide o al menos coarta la libertad. Y esto a su vez se debe a la habitual identificación entre libertad e independencia. Es en este último punto en el que vale la pena detenerse. Si la libertad fuese lo mismo que la independencia, entonces el aislamiento, el desligamiento y la soledad deberían ser experiencias de liberación. La mayor soledad debería ser la vivencia más liberadora. Sin embargo, la experiencia concreta manifiesta con claridad que no es así. El aislamiento y el cerrarse en sí mismo lejos están de estimular y fortalecer la libertad de la persona; más bien la conducen a la paulatina agonía, al desecamiento, a la incertidumbre, a la inseguridad, a la indiferencia y a una prisión cada vez más hermética y peligrosa.
Si bien a veces, en alguna ocasión concreta, la soledad es experimentada como momento liberador (uno se siente libre de las molestias que pudiera ocasionar la presencia de un otro), eso no indica que toda no-dependencia sea sinónimo de mayor libertad, sino sólo que es liberador no-depender de aquello que no es lo bueno. Visto desde la perspectiva del sujeto, es experimentada como liberadora solamente la independencia respecto de aquello que no es lo voluntariamente querido y que, en consecuencia, resulta molesto. Y puesto que no toda independencia es liberadora, entonces tampoco toda dependencia obstaculiza la libertad. Ciertamente sí la dependencia respecto de aquello que nos es impuesto violentamente desde fuera, o la dependencia en la que desde dentro el sujeto se entrega a otro sumisamente. Pero esas no son las únicas dependencias posibles. Existen las dependencias voluntariamente queridas respecto de aquello que es bueno para la persona y que es amado por ella; este tipo de dependencia no es opuesta a la libertad sino una plena manifestación de la misma. Incluso es una muestra de su eficiencia y solidez, pues el hombre se hace cargo de sus amores voluntarios y, desde su libertad, obra en consecuencia, comprometiéndose con sus convicciones y dando así una muestra de firmeza interior que no se deja amedrentar por presiones o seducciones externas (ni tampoco internas, en cuanto alguna “parte” de sí mismo pudiera boicotear su voluntario aferrarse a un valor reconocido como tal). El problema de la libertad no estriba en depender o no, sino en cómo y de qué depender, si se depende voluntaria o involuntariamente y si se depende de algo que conviene o no a la naturaleza del sujeto. El problema de la libertad es entonces el problema del amor y de la lucidez del mismo.[1] La libertad, por tanto, no reside en no depender de nada, sino en la relación amorosa para con aquello que se nos presenta como bueno y de lo cual, en un libre compromiso, dependemos voluntariamente sin perder posesión de nosotros mismos y manifestando con firmeza esa autoposesión.



Es cierto que la fidelidad limita la libertad, pero la limita para bien. Se trata de un límite positivo que favorece a la libertad misma puesto que le da sentido (en última instancia, toda elección limita la libertad, pero sería absurdo creer que anulando ese límite la libertad saliera favorecida). Y así como el amor y la libertad llena de sentido no son contrarios entre sí, tampoco son contrarias entonces la libertad y la fidelidad.
Se podría objetar que el problema entre fidelidad y libertad no es el de la dependencia, sino el de la permanencia en esa dependencia. Sin embargo, toda dependencia amorosa lúcida implica alguna permanencia. Cuando uno se aferra lúcidamente a un valor, a una persona, a una causa, es porque ha descubierto en ello algo que es valioso en sí mismo y que, de alguna manera, está más allá del devenir. Esto no quiere decir que  a veces no haya que abandonar o cambiar de rumbo, pero si el viraje es necesario no es por la precariedad del valor y su supuesto carácter efímero, sino porque aquello que representaba ese valor, en sí mismo perenne, ya no lo representa más. Uno es fiel, por ejemplo, a una agrupación porque considera que enfoca las cuestiones de manera correcta y sus propuestas son acertadas. Si con el tiempo la agrupación modifica su postura y cambia hacia una posición que ya no coincide con las convicciones propias, resulta comprensible salirse de las filas del grupo, pero en ello no hay ausencia de constancia, sino verdadera permanencia en la postura que uno considera correcta. Han sido las circunstancias las que han variado, pero no el valor esencial en sí mismo que, en cuanto valor y en cuanto esencial, resulta imperecedero y pide de parte del sujeto una dependencia no sólo voluntaria (y por tanto libre) sino además no transitoria (y por tanto fiel).Martín Susnik 





[1] “Los mismos vínculos pueden ser aceptados como lazos vivientes o rechazados como cadenas, los mismos muros pueden tener la dureza opresiva de la cárcel o la dulzura íntima del refugio. (…) El hombre es libre en la exacta medida en que depende de lo que ama, es cautivo en la exacta medida en que depende de lo que no puede amar. Así el problema de la libertad no se plantea en términos de independencia, se plantea en términos de amor. (…) aquellos que no aman nada, en vano rompen las cadenas y hacen revoluciones: permanecen siempre cautivos.” G. Thibon, Retour au réel, Lyon, Editions Universitaire, Les Presses de Belgique, 1946, p. 140-143

sábado, 2 de mayo de 2015

Fidelidad (I)

Fidelidad, tiempo y progreso

¿Qué es la fidelidad? ¿Es en verdad algo importante para el ser humano? ¿Vale la pena hablar de ella en los tiempos que corren, defenderla, luchar por ella? ¿Para qué la fidelidad?
El hombre es un ser histórico. La existencia humana es temporal, como la del resto de la naturaleza, pero su existencia en el tiempo es vivida de manera tridimensional, cosa que en el resto de la naturaleza no ocurre. El hombre no vive solamente el aquí y ahora, sino que es capaz de trascender espacio y tiempo para remitirse al pasado ya transcurrido y adelantarse al futuro por venir, haciendo presente de alguna manera lo que ya no es o lo que no es aún. Es cierto que lo realmente existente es lo presente y en ese sentido no dejan de acertar los que aconsejan “vivir plenamente el hoy”, pero eso no hace falsa la idea según la cual la mejor manera de vivir el presente es no vivir solamente el presente, desconectándolo del pasado y sin relacionarlo al futuro. El ser humano es justamente el que puede interrogarse, descubrir y atesorar los tiempos pretéritos de los cuales ha surgido el ahora y escudriñar con su previsión (limitada, pero previsión al fin) los tiempos futuros hacia los cuales el presente se encamina. Esa es la vivencia tridimensional del tiempo de la que el ser humano es capaz.



Es señal de vida sana cuando esas tres dimensiones se encuentran entrelazadas entre sí. La unidad es señal de ser y de plenitud, mientras que la fragmentación es señal de imperfección y corrupción. Las cosas se corrompen (dejan de ser) cuando se desmiembran, cuando pierden aquello que las mantenía unificadas e indivisas. Lo mismo vale para la tridimensional existencia temporal humana: la fragmentación inconexa, la ruptura entre lo ya vivido, lo que se vive y lo por vivir resta plenitud y robustez a la existencia del hombre, mientras que el entrelazamiento de pasado, presente y futuro da firmeza y solidez.
La virtud que permite ese entrelazarse de los tiempos y esa unidad es justamente la fidelidad. Guardini la describe como “una fuerza que supera el tiempo, es decir, la transformación y la pérdida, pero no como la dureza de la piedra, en firmeza fija, sino creciendo y creando de modo vivo.”[1] Ser fiel no significa querer detener el paso del tiempo y los cambios que en el campo de la temporalidad son inevitables, sino tener la valentía y la fuerza para abrazar una y otra vez las mismas convicciones que hemos reconocido como buenas, los valores y las causas que admitimos como justos, las personas con las cuales nos hemos comprometido en relación, y en ser capaces a la vez de favorecer, a través de los cambios, el crecimiento y plenitud de aquello que es bueno. La fidelidad es la virtud por la cual la persona humana logra de alguna manera trascender la temporalidad, no negándola sino descubriendo en la existencia temporal la imagen de la eternidad.
La fidelidad es también la virtud que ayuda a sortear tanto la tentación de la afanosa fuga hacia lo nuevo como la del exagerado tradicionalismo. Estos dos extremos se fundan en una misma flaqueza: la imposibilidad o el temor ante la realidad. El tradicionalista exagerado teme los cambios porque estos conllevan siempre una dosis de incertidumbre sobre la que él no tiene dominio, por ello busca refugio en el pequeño mundo que él mismo construyó con aquello que le resulta hartamente conocido y de lo cual no quiere moverse. El que afanosamente persigue lo novedoso, por su parte, huye hacia el futuro y necesita del cambio incesante porque por su flaqueza espiritual  es incapaz de alcanzar profundidad en su relación con lo real, por ello toda perseverancia se convierte para él en aburrimiento. Ambas posturas entorpecen el verdadero progreso. La primera, porque pretende detener la marcha, la segunda, porque su marcha cambia incesantemente de dirección.[2]



Curiosamente, tal vez una de las razones por las que la fidelidad no goce de tanto éxito en los tiempos que corren consista justamente en la creencia de que la fidelidad obstaculiza el avance y el progreso. Pero eso a su vez se debe a que hay no poca confusión sobre lo que sería verdaderamente avanzar y progresar. Para la mentalidad contemporánea promedio el progreso parece consistir en la modificación, la alteración y el cambio permanente, como si tuviera una existencia más dinámica y vital quien continuamente cambia sus metas sin instalarse ni permanecer en nada ni en nadie. Esto se puede observar en la vida afectiva, en la vida laboral, en la intelectual, en lo estético, en el ámbito del consumo, etc. Por ello algunos intelectuales hablan sobre la “vida líquida” como el modo de vida habitual de la sociedad contemporánea, en la cual no es posible hallar ninguna estabilidad ni mantener ningún rumbo determinado,[3] o sobre la “era de plástico”, en la cual todo está pensado y hecho para una utilización efímera, donde las relaciones son poco duraderas y todo se convierte rápidamente en deshecho, obligando al sujeto a pasar a otra cosa distinta.[4] Todo esto puede parecer a primera vista algo muy dinámico, pero en esencia es una solapada manera de inmovilidad. Quien incesantemente muta de dirección no avanza en definitiva a ninguna parte. El auténtico avance sólo es posible en la fidelidad, pues el hombre fiel se encamina hacia el futuro manteniendo una misma senda en la que sus pasos nuevos van en la misma dirección que los pasos anteriores. El fiel se amiga con los cambios no para fugarse de la realidad existente, sino porque encuentra en ellos la posibilidad para el crecimiento de esa realidad. En ese caso hay verdadero progreso, pues los cambios y las modificaciones se entrelazan con la permanencia. Martín Susnik







[1] R. Guardini, Una ética para nuestro tiempo, Lumen, Buenos Aires, 1994, p. 99
[2] Sobre la afanosa búsqueda de lo nuevo y la oposición a toda novedad cfr. E. Komar, La salida del letargo, Ed. Sabiduría Cristiana, Buenos Aires, 2013, pp. 7-31
[3] cfr. Z. Bauman, Vida líquida, Paidós, Buenos Aires, 2006.
[4] cfr. E. Rojas, El hombre light, Planeta, Buenos Aires, 1992, p. 17
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