Autoridades del
Colegio Marista Manuel Belgrano,
colegas docentes,
padres, queridos alumnos:
Hoy nos reúne la conmemoración de
los eventos de mayo de 1810, en particular la conformación del primer gobierno
patrio, un 25 de dicho mes. Fue en esa época cuando comenzó a sonar en nuestro
suelo y en los corazones de sus habitantes aquel grito que dos años después la
canción patria calificaría de nada menos que “sagrado”: ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! Amanecía sobre el horizonte de
nuestro país la germinal luminosidad de ese sol que luego se transformaría en
el centro de nuestra insignia; luminosidad que se haría explícita seis años
después de aquel mayo en Tucumán.
Los hechos parecen resultar
lejanos, y una mentalidad limitada a vivir exclusivamente el presente –
mentalidad tan difundida en la sociedad contemporánea – podría suponer que
volver sobre lo sucedido hace ya más de doscientos años no tiene mayor
significación ni utilidad. Sin embargo, sabemos que la mejor manera de vivir el
presente no es enfrascándonos exclusivamente en él y su caducidad,
desconectándolo de las causas que lo han hecho ser y ser del modo que es. Es
verdad que, estrictamente hablando, lo único que es es el hoy, el presente. Pero también es verdad que el presente
está henchido del pasado, y que una mirada memoriosa, lúcida y también crítica
del pretérito permite a su vez una visión más penetrante de los sucesos
actuales, de los aciertos y desaciertos que tienen lugar en los tiempos que
corren. Para vivir más plenamente el presente, e incluso proyectar un más
venturoso porvenir, es imperioso no desconectarlo del pasado, puesto que la
vida (sea la de un individuo o la de un pueblo) no es una sucesión de instantes
inconexos, sino una suerte de melodía (más o menos feliz, según el caso) que a
lo largo del tiempo va desplegando un hilo de sentido, y en la que cada novedad
viene de alguna manera anunciada por lo que la antecede y anuncia, a su vez, lo
que habrá de sucederla.
Es imposible, en este espacio,
volver a repensar todo lo sucedido en aquella semana de mayo de 1810, pero
permítanme retornar al menos sobre aquella realidad que comenzaba a gestarse
por aquellos días y que, como hemos dicho, el himno nacional eleva a tan alta
estima en sus primeros versos: la libertad. Se trata de un concepto que, en
primera instancia, genera multitudinarias adhesiones y seguramente todos lo defenderíamos
de buen grado. ¿Quién se atrevería explícitamente a hablar mal de la libertad?
No obstante, es éste un concepto complejo y un terreno en el cual no es cosa
fácil ganar claridad, a punto tal que algunos abandonarían la empresa a poco de
intentar profundizar en su significado, con lo cual su supuesta defensa de la
libertad no pasaría de ser algo meramente formal y nominal.
Ser libre (valga esto para un
pueblo, para un grupo cualquiera o para un individuo particular) suele sonar
atractivo, y no faltan razones para ello. La libertad implica la ausencia de
una coacción externa, la rotura de las cadenas que aprisionan aferrándonos a
algo ajeno que nos violenta. La libertad permite a su portador ser dueño de sí
mismo, ser en cierta medida el autor del propio destino, ser sujeto
autodeterminante del porvenir. Pero no todo es color de rosa. Tener u obtener
libertad implica también aceptar la consecuente responsabilidad, es decir,
saber cargar sobre los propios hombros el peso de las decisiones libres que se
han tomado y responder por sus consecuencias. Sólo un ser libre puede ser
responsable y todo ser libre debe ser
responsable. Y no son pocas las veces que, explícita o implícitamente, alguien
renuncia al preciado don de la libertad por no aceptar el precio de la
responsabilidad que ésta implica. Algunos prefieren liberarse de su libertad.
La libertad exige coraje. A
nuestros patriotas de 1810, al menos a los mejores de ellos, ese coraje no les
faltaba. Tuvieron la virilidad necesaria para encaminar al pueblo hacia la
libertad, pero también la tuvieron para hacerse cargo de las consecuencias que
ello implicaba, en algunos casos hasta el punto de dar la propia vida en defensa
de la decisión que habían tomado. Decidieron algo para el pueblo – un bien,
seguramente – pero supieron que eso implicaba soportar una serie de males,
redoblar sus esfuerzos en la lucha contra ellos, entregar su salud o su fortuna
para responder por esa decisión.
Nos han enseñado con su ejemplo
algo que nuestro tiempo haría bien en volver a tener en cuenta: la libertad no
desvincula. Es cierto que rompe con las ataduras que nos aprisionan en lo
ajeno, pero genera otras ataduras, las que nos vinculan a lo propio, las que
nos comprometen a responder por lo que somos, lo que hemos llegado a ser y lo
que habremos de ser aún.
Nos han enseñado también que la
libertad no es algo estático. Ciertamente es algo que puede tener su origen en
un instante determinado de la historia, pero es algo que ha de mantenerse vivo
y en desarrollo, si es que en verdad pretende seguir existiendo. Las realidades
vitales que existen en el tiempo: no pueden mantenerse inalterables, sino que
están llamadas necesariamente al cambio. No pueden quedarse donde están; o
avanzan, crecen y se desarrollan, o retroceden, decrecen y se deterioran. Lo
mismo val para nuestras libertades, la de cada uno de nosotros individualmente
considerado, y la de nosotros juntos, como miembros de un mismo pueblo. O
nuestra libertad crece y mejora, y con ello se perfecciona nuestro ser, o se
empobrece, empobreciéndonos así nosotros mismos. Y no me refiero aquí a un
crecimiento meramente cuantitativo de nuestras libertades, sino principalmente
a un crecimiento cualitativo. No se trata solamente de que seamos cada vez
“más” libres, sino – y especialmente – de que tengamos una libertad que sea
cada vez “mejor”.
Ahora bien, una libertad mejora y
se robustece cuando elije correctamente, cuando sus decisiones aciertan en la
elección de valores que realmente merecen preferencia. Y para que las
decisiones sean acertadas, la mirada ha de ser lúcida, prudente y profunda. Si
nuestra visión se limita a aspectos superficiales de la realidad, difícilmente
podamos descubrir qué es lo que en verdad merece nuestra elección. Si nos
habituamos a la confusión generalizada que propone una cultura líquida como la
de nuestro tiempo, difícilmente podamos habitar en nuestro centro personal,
donde en última instancia la libertad es posible y desde donde puede crecer y
perfeccionarse.
Valoremos la libertad, pero
valorémosla con seriedad, con una vida que crezca en compromiso para con los
otros y en interioridad para consigo mismo, porque sin esa vida interior
profunda, no habrá libertad individual auténtica posible – y sin libertades
individuales sólidas y consistentes, no habrá tampoco camino posible para el
crecimiento de la libertad de la nación de la que formamos parte.
Lo social, para mantenerse vivo y
en desarrollo, necesita de la vitalidad y el crecimiento de sus miembros.
Cualquier otra presunta fortaleza de un grupo social que no esté basada en la
consistencia de la vida individual es apenas una fantochada que carece de
energía interna real y está destinada al derrumbe, como atestiguan numerosos
ejemplos de la historia.
Crezcamos. Seamos cada día más
libres con el coraje de aceptar el peso y la responsabilidad que ello conlleva.
Seamos cada día “mejor” libres, buscando con seriedad aquello que nos hace ser
cada día nosotros mismos de modo más pleno: el encuentro con la verdad y el
bien auténticos. Dejémonos iluminar por los buenos ejemplos que nos ha legado
la revolución de aquel mayo, no para petrificar en mármol sus laureles, sino
para aceptar el desafío de que esos laureles sigan vivos y se mantengan en
fértil crecimiento. Así podremos responder un día ante la historia, y sobretodo
ante su misericordioso Juez, que hemos hecho lo posible, dentro de nuestras
limitadas posibilidades y con la ayuda de su gracia, para vivir en una Argentina
realmente coronada de gloria.
Muchas gracias.