El trabajo como servicio:
El ámbito laboral no solamente favorece la formación
de hábitos para el desarrollo propio, sino que también brinda la oportunidad
para aportar al desarrollo de los demás, en diferentes formas.
El ser humano no puede crecer y desarrollarse solo.
Esto vale tanto para el ámbito de lo corpóreo como para los ámbitos
intelectuales, volitivos, afectivos, morales y demás. Necesitamos del otro
(desde nuestra misma concepción, y de ahí en más) para alcanzar los bienes más
urgentes, para ampliar nuestros conocimientos, para afrontar momentos adversos
y compartir momentos favorables, para conducirnos por el camino del bien y la
virtud. El ser humano no está hecho para existir en soledad.
No sólo tenemos la necesidad, debido a nuestra natural
indigencia, de recibir de parte de
los demás, sino que también estamos llamados a experimentar la alegría de poder
dar, de brindar a cada uno lo que
podamos según la propia idiosincrasia.
Podemos entender entonces nuestra existencia como un
constante «diálogo» interpersonal, en el cual entretejemos el dar y el recibir
y nos ayudamos así mutuamente, o al menos podríamos hacerlo.
Esto puede aplicarse también al modo de pensar nuestra labor profesional. Con nuestro trabajo no sólo nos procuramos los bienes que necesitamos personalmente, sino que también aportamos nuestra parte para el bien de todos, es decir, para el bien común.
La consecución del bien común implica que exista una
diversidad de actividades y roles, distintas «funciones sociales». La
combinación de las mismas permite el beneficio de los miembros de un grupo
social, ya que cada uno de nosotros, librado a su suerte, no lograría procurarse
individualmente los bienes necesarios para la vida y para una vida
auténticamente humana. La «función social» que a cada uno le toca desempeñar es
en consecuencia un servicio, el propio aporte para el bien de la comunidad y de los miembros que la componen.
Esto puede ser, y lamentablemente es, entendido por
muchos como una carga, como si en el hecho de dar a los demás uno se viese privado de algo o perjudicado de
alguna manera. A tal punto nos convencemos a veces de que el egoísmo es la actitud
primigenia y natural del ser humano, que ese modo de pensar se ha impregnado en
nuestra forma de ver las cosas, y entonces entendemos el servicio como una obligación contraria a nuestros verdaderos
intereses. Pero el servicio no es en
realidad una «pérdida», sino la esencia misma de nuestro poder (hemos hablado sobre ello en alguna entrada anterior). Sólo el que
tiene, puede dar. El que no tiene, se ve imposibilitado de dar a otros. Por eso
señala Erich Fromm que: «El malentendido
más común consiste en suponer que dar significa “renunciar” a algo, privarse de
algo, sacrificarse. La persona cuyo carácter no se ha desarrollado más allá de
la etapa correspondiente a la orientación receptiva, experimenta de esa manera
el acto de dar. El carácter mercantil está dispuesto a dar, pero sólo a cambio
de recibir; para él, dar sin recibir significa una estafa. La gente cuya
orientación fundamental no es productiva, vive el dar como un empobrecimiento,
por lo que se niega generalmente a hacerlo. Algunos hacen del dar una virtud,
en el sentido de un sacrificio. Sienten que, puesto que es doloroso, se debe
dar, y creen que la virtud de dar está en el acto mismo de aceptación de
sacrificio. Para ellos, la norma de que es mejor dar que recibir significa que
es mejor sufrir una privación que experimentar alegría. Para el carácter
productivo, dar posee un significado totalmente distinto: constituye la más
alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi
riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena
de dicha. Me experimento a mi mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por
tanto, dichoso. Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una
privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad.»
(El
arte de amar, Paidós, Buenos Aires, 1998, pp. 31-32)
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