El trabajo como necesidad:
Si interrogásemos a un grupo de personas, en un
auditorio por ejemplo, por qué van a trabajar, la respuesta
más numerosa y casi inmediata sería seguramente que lo hacen «por necesidad».
Es una respuesta que merece análisis, pero lo que no se puede poner
en duda es que es una respuesta verdadera. Parcial, posiblemente, pero
verdadera al fin.
En efecto, si el ser humano quiere subsistir y
prolongar dentro de sus posibilidades su estadía en este mundo, el trabajo es
para ello un medio imprescindible. Buscar la satisfacción de nuestras
necesidades básicas implica que debamos hacer
algo para lograr dicha satisfacción. Nuestra
constitución física nos obliga a alimentarnos, a vestir nuestro cuerpo, a tener
un techo bajo el cual resguardarnos de las diferentes inclemencias del clima... Y, en general, ello no resulta sencillamente donado, sino que debemos conseguirlo
mediante el uso de nuestras facultades y habilidades. Ya sea a través de algún
tipo de manufactura, armando nuestra quintita para tener qué comer, edificando
nuestro hogar o tejiendo nuestra propia vestimenta, ya sea mediante el hoy más
habitual sistema de ofrecer nuestra mano de obra a cambio de una remuneración
que nos permita adquirir esos urgentes bienes, o que consista directamente en
esos bienes, como en el caso del pago en especias. En definitiva, los sistemas
pueden ir variando a través del tiempo y las culturas, pero lo que no varía de
nuestra humana situación es que debemos poner algo de nuestra parte si queremos
obtener aquello que nos permita subsistir. Todo esto resulta de lo más evidente
y quizás por ello el «por necesidad» sea la respuesta más inmediata y
generalizada cuando uno pregunta sobre el por qué del trabajo.
En todo caso, lo que puede importar es que nos
preguntemos si es esa la única razón, el único porqué que justifique nuestra
dedicación de –habitualmente– un tercio de nuestra existencia cotidiana
al trabajo. ¿Es esa en verdad la única explicación? ¿Trabajamos solamente para
poder subsistir? Contestar afirmativamente a estos interrogantes parece
dejarnos con el sabor amargo de la insuficiencia. No negamos aquí que muchos
podrían responder que sí a esas preguntas sin mentir en lo más mínimo, pero nos
interesa detenernos a pensar si, humanamente hablando, alcanza con eso o si,
más bien, podemos descubrir en el trabajo humano otros aspectos que complementen
este rasgo de necesidad dirigido meramente a la subsistencia.
El trabajo como capacidad de
transformar el mundo:
Además de ser, indudablemente, una necesidad, el trabajo es, para el ser
humano, también una posibilidad. Por
lo pronto, una posibilidad de transformar el mundo.
Encontrarse con algo dado y modificarlo
mediante la propia actividad es algo propio del ser vivo. El abanico de estas
posibles modificaciones y su importancia se amplían a medida que uno asciende
en los diferentes niveles de vida. Cuanto mayor sea el grado de vida, mayor
posibilidad de operar transformadoramente sobre el mundo que nos rodea. Esa
posibilidad se magnifica notoriamente en el caso del hombre gracias a su
capacidad racional y su consecuente libertad, con todos los riesgos que esto
implica.
El ser humano es sin duda un ente
perteneciente a la naturaleza, pero, a diferencia de los demás entes, tiene
respecto de ella también cierta independencia. El hombre pertenece al mundo,
pero a su vez logra trascenderlo, logra mirarlo desde una particular lejanía,
con una perspectiva y una autonomía que no encontramos en otro ser vivo. Por
eso, el ser humano, sin dejar de pertenecer a la naturaleza, es a la vez, para
bien o para mal, un dominador de la misma.
A lo largo de millones de años hemos estado
inventando, construyendo, mejorando nuestras herramientas, nuestras «garras
artificiales», poniendo a nuestra merced el mundo con el que nos topamos. Aún
aquellos que no miren con agrado la tesis de que el planeta haya sido hecho «para
nosotros» no podrán negar que mayormente nos comportamos con si realmente así
fuera.
Esto se ha hecho especialmente notorio en los
últimos siglos; el avance de nuestras capacidades técnicas ha sido tan
abrumador como fascinante, y hoy por hoy ya es el progreso tecnológico una
moneda tan corriente que a las nuevas generaciones no parecen resultar tan
sorpresivos los incesantes adelantos. La mayoría de las cosas con las que
tenemos trato a diario son en efecto producidas por la mano del hombre y paralelamente
a los avances tecnológicos nos vamos acostumbrando a vivir en este mundo
repleto de artefactos, a punto tal que ya no sólo la rueda y los cuchillos,
sino también los motores de diversa índole y la misma tecnología digital es
cosa de todos los días.
Pues bien, toda esta transformación del mundo
la hemos llevado a cabo los hombres mediante nuestro trabajo. En nuestra
actividad laboral está inscrita esencialmente esta posibilidad de transformar.
Transformamos, sin duda, ámbitos distintos de la realidad y lo hacemos de
diversas maneras. El cambio que produce sobre el mundo un metalúrgico no es
igual al que produce un docente, y un cocinero no modifica la realidad de la
misma manera que un economista, y estos a su vez se distinguen del trabajo
transformador del artista. Las variantes son incontables, pero todos podemos,
en cuanto hombres y en cuanto trabajadores, causar una variación sobre nuestro
entorno.
Si el trabajo visto como necesidad manifiesta claramente la indigencia de los que
pertenecemos a la especie humana, el trabajo visto bajo esta otra perspectiva,
como capacidad de transformación del
mundo manifiesta con claridad la riqueza potencial del ser humano. Si el
trabajo en cuanto necesidad deja en
claro hasta qué punto pertenecemos y dependemos de la naturaleza, nuestra capacidad técnica revela a su vez que
estamos, de alguna manera, por encima de ella.
Este poderío, sin embargo, encierra un riesgo
que ha de tenerse en cuenta. El poder, de cualquier tipo que fuese, no es un
fin último, no encuentra en sí mismo la última explicación. Quien tiene poder
lo tiene para algo, para dirigirlo a
fines ulteriores. Estos fines, como dejamos entrever más arriba, pueden ser
sumamente beneficiosos pero pueden también no serlo. Ese es el riesgo. Nuestras
manos pueden edificar hospitales, pero también construir cámaras de gas;
nuestro trabajo puede potenciar los ofrecimientos que nos brinda nuestro
ambiente, pero puede ejercer una labor perjudicial sobre el mismo; nuestra
manipulación de la naturaleza puede estar al servicio de la solidaridad, pero
también ser utilizada para la destrucción masiva.
El hombre a lo largo de su historia ha
olvidado muchas veces esta verdad tan elemental y, embriagado en su capacidad
técnica, especialmente en el período moderno, creyó que bastaría con hacer uso
de su poder para que eso se tradujera en inexorable progreso. Enceguecido por
su capacidad de fabricar instrumentos novedosos, se olvidó de preguntarse para
qué los utilizaría, de manera que el mismo dominio que brinda al hombre una
indudable supremacía por sobre otros seres lo ha convertido en la mayor
amenaza. La autoridad del hombre y su jerarquía se han alejado numerosas veces
de la senda del recto gobierno para transformarse en dominación despótica y
contraproducente. Y así nuestra enceguecida mirada ha convertido al mundo en
mero objeto de dominio y desvirtuado incluso la relación con nuestros
semejantes, para con los cuales muchas veces no tenemos más que una mirada
instrumentalizante.
Esto debe ser tenido en cuenta no sólo a la
hora del análisis histórico y la reflexión teórica, tampoco solamente a la hora
de valorar críticamente el progreso tecnológico al cual, por su magnitud,
parecemos habernos acostumbrado ya. Sino que ha de tenerse en cuenta también a
la hora de hacer uso, cada uno de nosotros y en nuestras personales
circunstancias, de nuestra capacidad transformadora mediante nuestro trabajo.
Tal vez sea esta una de las necesidades más
imperiosas del hombre de nuestro tiempo: dejarse iluminar por el orden de las
cosas, por las exigencias mismas de la realidad que nos rodea, sobre la cual
hemos de ejercer nuestro natural dominio, pero teniendo siempre presente que
este dominio no ha de consistir en un despotismo arbitrario, sino en un
verdadero gobierno, prudente y justo, que respete a lo otro (las cosas, las personas) en lo que lo otro es, y favorezca
su crecimiento, para beneficio de todos.
Martín Susnik
Resta mencionar dos aspectos más del trabajo. Los dejaremos para las entradas siguientes...
Para los temas tratados en esta entrada, recomendamos las siguientes lecturas:
- Romano Guardini, El Poder
- Erich Fromm, La revolución de la esperanza
- Adorno-Horkheimer, Dialéctica del Iluministmo
- J. Pieper, El ocio y la vida intelectual
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