lunes, 15 de agosto de 2016

La pesadez de la liviandad



La vida light y la vida pesada

A fines del siglo pasado (nos referimos al siglo XX, por si todavía hay algún despistado) apareció en las estanterías de las librerías y con mucho éxito el libro del psiquiatra español Enrique Rojas titulado “El hombre light”. Algún día cabría detenerse en el éxito de obras de este tipo, puesto que se trata de uno de los muchos libros en los que se analiza, por decirlo en breve, “lo mal que estamos”. No digo que el éxito sea llamativo porque los diagnósticos sean desacertados. Quien esto escribe adhiere de hecho a buena parte del análisis que Rojas realiza en el libro mencionado. Lo que resulta llamativo, y da qué pensar, es que resulte exitosa una literatura cuyo contenido es tan crítico respecto al estilo de vida contemporáneo; como si hubiera un cierto gusto en reconocer que las cosas no andan tan bien – tal vez porque estos autores logran poner bajo la lupa y luego en palabras sensaciones generalizadas del hombre de a pie. Podría ser esto una muestra de que solemos tener una mirada en cierta medida negativa sobre el modo en que estamos llevando a cabo nuestras existencias. Por otro lado, y no es menos curioso, a la vez que apelamos a este tipo de lecturas, no parece que terminemos de encontrarle la vuelta al asunto. Los diagnósticos como el de Rojas, lejos de haber perdido vigencia con los años, resultan tan o quizás incluso más válidos y acertados que cuando fueron escritos. “El hombre light”, por ejemplo, es de 1992. Está pronto a cumplirse ya un cuarto de siglo desde su aparición. Y aún hoy –al menos es lo que observo en mis experiencias con los estudiantes– cuando alguien conoce sus páginas, lo más común es que la mayoría tienda a coincidir con las observaciones que allí se exponen y con el carácter preocupante de las mismas.
¿Y cuáles son estas observaciones? Las que se resumen en el título del libro: los hombres y mujeres de finales del siglo XX somos “hombres light”, envueltos en la tetralogía hedonismo-consumismo-permisividad-relativismo, y así como los productos light, carecemos de sustancia. Al analizar el perfil psicológico del hombre promedio de nuestra época, señala el autor:
                                           
“Se trata de un hombre relativamente bien informado, pero con escasa educación humana, muy entregado al pragmatismo, por una parte, y a bastantes tópicos, por otra. Todo le interesa, pero a nivel superficial; no es capaz de hacer la síntesis de aquello que percibe, y, en consecuencia, se ha ido convirtiendo en un sujeto trivial, ligero, frívolo, que lo acepta todo, pero que carece de unos criterios sólidos en su conducta. Todo se torna en él etéreo, leve, volátil, banal, permisivo. Ha visto tantos cambios, tan rápidos y en un tiempo tan corto, que empieza a no saber a qué atenerse o, lo que es lo mismo, hace suyas las afirmaciones como «Todo vale», «Qué más da» o «Las cosas han cambiado». Y así, nos encontramos con un buen profesional en su tema, que conoce bien la tarea que tiene entre manos, pero que fuera de ese contexto va a la deriva, sin ideas claras, atrapado – como está – en un mundo lleno de información, que le distrae, pero que poco a poco le convierte en un hombre superficial, indiferente, permisivo, en el que anida un gran vacío moral.”[1]

Rojas sostiene que vivimos en la era de plástico, donde todo está hecho para usar y tirar; se debilitan los vínculos, decrece el compromiso y aumenta la indiferencia, se genera una desorientación ante los grandes interrogantes de la existencia y surge un nuevo tipo de inmadurez. Se trata de “un ser humano rebajado a la categoría de objeto, repleto de consumo y bienestar, cuyo fin es despertar admiración o envidia” pero que tarde o temprano se irá quedando “huérfano de humanidad”.[2]

Posiblemente sean muchos los lectores que coincidan con ese análisis. Por otra parte, sin embargo, intuyo que no serían pocos los que estarían también de acuerdo si señaláramos que cierta parte de nuestras existencias tardo-modernas están también signadas por una sensación de pesadez. En el uso metafórico utilizamos el adjetivo “pesado” para referirnos a aquellas realidades o experiencias que resultan molestas, fatigosas, agobiantes, cansadoras. Lo “pesado” es lo difícil de sobrellevar. Y así nos podemos quejar por lo “pesada” que es una tarea, una persona, una película o una obra literaria, una conversación, una clase… Utilizamos esta expresión para referirnos a aquellas cosas y vivencias que resultan una carga para nosotros, debido a lo cual muchas veces preferiríamos desprendernos de ellas.
Lo paradójico –aunque en el fondo no tanto– es que parece haber una íntima relación entre estos dos aspectos, la liviandad  (la vida “light”) y la pesadez. Lo que explica esta vinculación que aquí intentamos señalar es la superficialidad, pues se trata de un elemento común a ambos.
En la vida “light” predomina, como leíamos, una relación superficial con lo otro (con las personas, con las cosas, con las tareas, con las ideas, con los valores, con la belleza…). Una superficialidad que es señal de la falta de encuentro íntimo con lo real y que produce un vacío que en general intenta luego ser superado de diversas maneras (la multiplicación de la cantidad de experiencias pretende suplantar la falta de calidad de las mismas, la velocidad y la hiperactividad aumentan ante la ausencia de algo que invite al detenimiento y la quietud, las tendencias e intereses se dispersan, el sujeto se fragmenta, el ruido pretende suplantar la insoportable vacuidad del silencio). Buscamos caminos que posibiliten una fuga ante el vacío que generan las relaciones puramente epidérmicas que, en cuanto tales, no logran “llenarnos”, no nos alimentan, no llegan a producir una experiencia profunda de sentido.
Esta superficialidad es también un elemento propio de la pesadez. La vida, o al menos algunos momentos de ella, se torna “pesada” cuando es aburrida. Y lo que genera el aburrimiento (aborrecimiento) es justamente la sensación de vacío que viene ligada al modo superficial de habérnoslas con las cosas. Ese mismo vacío resulta agobiante, fastidiante, molesto, y genera un tipo particular de cansancio. No nos referimos al cansancio por el gasto de energía que se da al intentar superarlo, sino al agobio que la misma experiencia de vacío genera en el sujeto, y esto porque precisamente no invita a poner en juego nuestras energías. Lo más “cansador” no es el gasto de energías, sino el no poder hacer uso de ellas porque la relación con la realidad es tal que no nos moviliza a hacerlo. Así, por ejemplo, una hora de clase puede ser muy “pesada” no por el verdadero peso de su contenido, sino porque lo que falta es justamente contenido, porque es una clase demasiado “light”. Lo que hace “pesada” una conversación es que justamente no haya en ella nada que saborear ni nada que nos nutra. Una tarea se hace “pesada” cuando no vislumbramos ni su por qué ni su para qué y por tanto nos resulta carente de sentido alguno.





Dos tipos de cansancio

Cuando hay vínculo, cuando hay encuentro profundo (y, por tanto, también compromiso), sin duda hacemos uso de nuestras fuerzas y las dedicamos a aquello con lo que estamos comprometidamente vinculados. Esto implica, claro está, que habrá cansancio. Pero esa fuerza empleada se convierte, en virtud de ese mismo vínculo, en una suerte de energía renovable. Las fuerzas se renuevan e incluso multiplican gracias a ese encuentro (y en la misma proporción en la que en ese encuentro haya profundidad). Porque nuestras energías no son puramente espontáneas, autogenerantes, sino que brotan por la motivación que un “algo” con el que entramos en relación genera en nosotros. Es en el encuentro con ello donde somos “movidos”.[3]
Así, por ejemplo, una persona que se compromete seriamente con su trabajo –no por un sentido vacío del deber, sino porque ha encontrado un sentido profundo en su tarea– seguramente dedicará mucho esfuerzo y gastará energías en ello, pero en virtud de ese sentido descubierto su fuerza no deja de alimentarse con su misma labor. Un maestro verdaderamente interesado en lo que enseña y en sus alumnos, potenciador de ese mismo interés en sus estudiantes, seguramente terminará cansado al final de la jornada, y lo mismo vale para los alumnos; pero se tratará de un cansancio que se abre a la espera de retomar el recorrido del aprendizaje la próxima vez. Un artista inspirado pasará trasnochadas horas dedicándose a su producción creativa, pero con el regocijo de saber que esa actividad le renueva el entusiasmo e incluso profundiza su inspiración. Es una suerte de cansancio reparador, como hemos dicho ya en alguna oportunidad.[4]
Cuando, en cambio, las cosas son experimentadas con demasiada liviandad, cuando las relaciones no superan lo epidérmico y no logra darse el verdadero vínculo, lo que queda es el tedio, el aburrimiento, la pesadez, que al no poner en juego nuestras energías, las termina aniquilando. Se trata de una especie particular de agotamiento, de una suerte de cansancio por inanición, por falta de nutrientes, nutrientes que no pueden llegar a nosotros si nuestro vínculo con las cosas queda a nivel de lo meramente superficial. Es el tipo de “cansancio” consanguíneo de la apatía. Se manifiesta en el desgano, la falta de vitalidad, la ausencia de ímpetu. Pero recordemos que la apatía no se da por exceso de “padecimiento” en nuestro vérnoslas con lo otro, sino más bien por ausencia de él, como señala la etimología del término (del griego a-pathos, no-padecimiento).
Curiosamente entonces, cuando por temor al cansancio optamos por la ausencia de vínculos, cuando para evitar el desgaste escogemos la falta de compromiso, cuando con la ilusión de hallarnos más a resguardo caemos en la liviandad, lo que hacemos es condenar nuestras energías a la agonía y nuestra vida al peligro de una desgastante pesadez.

Una vida “light” resulta, a la larga, algo muy “pesado”, desgastante, difícil de sobrellevar. Y es de esperar que intentemos evitar esa pesadez. La cuestión estriba en tomar nota de que esa pesadez se debe precisamente a la liviandad y de que es esto último lo que convendría remediar si pretendemos vislumbrar una salida exitosa. De lo contrario, con el fin de paliar los efectos sin tener en cuenta sus causas, podemos caer en “remedios” que no sean tales y buscar caminos de fuga en actividades que aumenten el carácter superficial de nuestra relación con las cosas. De esa manera, la liviandad irá en aumento, y en consecuencia también la pesadez, que es lo que pretendíamos superar.





[1] Enrique Rojas, El hombre light, Buenos Aires, Planeta, 1992, pp. 13-14
[2] Ibidem, p. 17
[3] La filosofía clásica tenía esto muy en claro: “la voluntad necesita arrancar del impulso de algo exterior que la mueva para su primer movimiento” dice Sto. Tomás de Aquino en Suma Teológica I-IIae, 9, 4.
[4] Cfr. nuestra entrada en este mismo espacio sobre “entrega y cansancio”: http://ablfilo.blogspot.com.ar/2014/11/sobre-la-entrega-parte-iv.html

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