Crisis de…
Se ha vuelto un
lugar bastante común hablar de la actual “crisis de valores” como
característica de nuestra época. Son muchas las voces que en los últimos años
(y van unos cuántos, podríamos decir que décadas…) han alzado su protesta
señalando que lo que antes era considerado “valioso”, “importante”, “correcto”,
“respetable” parece haber perdido su vigencia en los tiempos que corren. “Antes
había más respeto” se escucha en algunos ámbitos, “ahora a nadie le importa
nada” se quejan más allá, “cada uno piensa sólo en salvarse él y el resto que
se embrome” observan otros, “ya nadie valora el esfuerzo, hay una cultura
facilista” profieren, y la lista podría continuar largamente.
Es cierto que a
veces estas observaciones vienen sazonadas de una sospechosa nostalgia y un
discutible aferrarse a tiempos pretéritos por el hecho de ser pretéritos – esa
mentalidad del “todo tiempo pasado fue mejor” que obstaculiza las posibilidades
de notar algunas eventuales mejoras que hayan venido con los nuevos tiempos. No
obstante, más allá de lo que esa mirada pueda tener de distorsionada, la
observación de la tan mentada crisis de
valores de nuestra época no parece reducirse a una cuestión de mera
nostalgia. Incluso buena parte de la bibliografía filosófica, sociológica y
psicológica tiende a realizar un análisis en tono similar.
Cabría
preguntarse, sin embargo, si se trata realmente de una crisis de los valores en
sí mismos o si es, por decir de alguna manera, una crisis de los valorantes, es decir de aquellos a los
que nos toca valorar. ¿Pero cómo –observará el lector– acaso podemos hablar de
“valores en sí mismos”? ¿Acaso los valores no son tales justamente porque
nosotros los valoramos? En cierto sentido, si dejamos de valorarlos parecería
que dejan de ser “valores”, y eso explica este asunto de la crisis, ¿o no? Sin
embargo, si los valores, para ser valiosos
y por tanto valores, dependen de
nuestra valoración, entonces la mencionada crisis de los mismos resulta, tarde
o temprano, prácticamente inevitable. Si no atribuimos a lo “valioso” cierta
objetividad y, por tanto, cierta independencia respecto a su
ser-valorado-por-nosotros, no debería resultar sorprendente que los valores
cambien al compás inestable de nuestras caprichosas y cambiantes valoraciones.
Resultaría incluso contradictorio pretender que se mantengan vigentes, que no
se derrumben, que no entren en crisis, si su fundamento no es otra cosa que
nuestro (cada vez más) cambiante valorar.
Pero la
fundamentación subjetiva, así como hace que la crisis de valores sea en cierta medida inevitable, la convierte
también (paradójicamente) en imposible. En efecto, ¿basados en qué podríamos
todavía hablar de “crisis”? ¿En qué habríamos de apoyarnos –después de haber
quitado a los valores toda objetividad– para seguir sosteniendo que algo
debería seguir siendo valioso? ¿Por
qué habríamos de añorar ciertos valores caídos en desuso, si es solamente el
uso lo que los convertía en valores?
Al hablar de
“crisis de valores” (para quienes gustan hacerlo) lo primero a tener en cuenta
es que la crisis o no es tal o no es propiamente de los valores, sino de los que hemos dejado de valorar aquellas
cosas que, en sí mismas y objetivamente, siguen siendo valiosas. Es decir, el
problema no son los valores, sino nuestra aptitud para ser movidos por ellos.[1]
¿Alternativas?
¿Pero acaso no
podríamos buscarle otra vuelta al asunto sin tener que considerar a los valores
como algo “objetivo”, “absoluto”, etc.? ¿Por qué no pensar lo axiológico como
un campo en el que estamos llamados al diálogo y al consenso? Sería cuestión de
ponernos de acuerdo sobre lo que consideraríamos “bueno” sin necesidad de que
esos valores se nos impongan desde fuera. Parecería incluso más “democrático”
(o, dirían algunos, parecería la única manera de hacerlo democrático).
Sin embargo,
hay razones para objetar la propuesta. Por un lado habría que ver qué tan
sustentable es, en la práctica concreta, la confianza depositada en la
posibilidad de alcanzar ese consenso mediante el diálogo, o si se quiere ser
aún más severo, cuántas posibilidades hay en realidad de establecer un
verdadero diálogo. La confianza ciega en la idea de “hablando se arreglan las
cosas” tiene mucho de loable sin duda, pero a la vez podría estar pecando de
ingenua. Una lectura de la historia humana e incluso la simple observación
atenta de la convivencia cotidiana invitan no ya a denostar las propuestas de
diálogo (en sí mismas, muy valorables, insistimos) pero sí a desconfiar de esa ciega
certidumbre respecto al éxito. Eso por una parte, más bien práctica. Por otra,
de tipo más teórico, la propuesta del consensualismo no deja de pisar su propia
cola: al considerar el diálogo y el consenso como algo respetable, válido y
valioso en sí mismo, objetivamente, incurre claramente en contradicción. Salvo,
claro, que se pretenda fundamentar el consesualismo mismo en algún consenso, lo
cual no deja de ser poco convincente. Imaginemos a alguien que interrogase por
qué debería someterse él a lo convenido y se le respondiese que por consenso se
ha establecido que se debe hacer lo que se establece por consenso…
¿Y si liberamos
a los valores de todo rasgo absoluto, de toda pretendida objetividad, y los
dejamos librados a la consideración de cada cual con el único requisito de que
no afecten negativamente la vida de los demás? El problema sigue siendo el
mismo, pues propone el respeto del otro como un límite objetivo y considera al prójimo como algo en sí mismo valioso y por tanto respetable.
Sea por donde
fuere que intentemos, la necesidad de cierta objetividad se nos impone o, en su
defecto, lo que se termina imponiendo es la imposibilidad de seguir hablando
seriamente de valores y de pretender defenderlos. Esto no significa que
tengamos que pensar la objetividad de los valores al modo como Platón pensaba
la “objetividad” de las ideas
(esencias), salvo que querramos hablar de la solidaridad-en-sí, la
honestidad-en-sí, la responsabilidad-en-sí, etc. En todo caso, el debate sobre
un platonismo axiológico, su
importancia y sus limitaciones, excede los límites de lo propuesto para estas
páginas. Pero no sería poco para los tiempos que corren que volvamos a tener en
cuenta la importancia de algún en-sí
que es fundamento de los valores y que, por su importancia, los hace en sí
mismos valiosos y les reconoce una objetividad que supera nuestro mero consenso
y nuestra muchas veces tan caprichosa subjetividad.
“Sólo si es valioso en sí el pensamiento, podemos
defender la libertad de expresión; sólo si la vida humana es valiosa en sí
podemos calificar al maltrato, la miseria, el desempleo, el analfabetismo, la
tiranía, la tortura y cualquier forma de agresión de ilegítimos. El espanto que
causa en nuestro interior la noticia acerca de una beba de seis meses
agonizante a causa de la golpiza que le diera la pareja de su madre, no es
atribuible al hecho de que el personaje en cuestión haya transgredido las
costumbres o una ley positiva <consensuada>, sino a la misma niña de seis
meses cuya dignidad ha sido ultrajada.”[2]
Docilidad
Si, como proponíamos renglones
arriba, la habitualmente denunciada crisis
de valores no es un problema de los valores sino de nuestra capacidad de
ser movidos y atraídos por ellos, entonces las posibilidades de lograr alguna
mejora en este ámbito está estrechamente ligada a nuestro crecimiento en esa
capacidad. Se trata de afinar nuestra sensibilidad, nuestra docilidad ante lo
que verdaderamente importa, ante la presencia del otro, ante lo que es valioso
en sí.[3]
No nos referimos a la “docilidad” que hace al hombre manipulable, claro está,
sino a aquel “dejarse enseñar” que permite armonizar lo objetivo con lo
subjetivo, internalizar lo otro (sin que deje de ser otro) para nutrirse con
ello y estimular la acertada respuesta personal.
Esta docilidad no se afina
principalmente con exhortaciones oratorias, con charlas motivacionales ni con
exposiciones teóricas desde un púlpito o una cátedra (o un blog…). Puede que
estos ayuden a la hora de emprender el camino de mejora; en todo caso, siempre
es recomendable tener una mirada más clara para evitar confusiones y, en ese
sentido, los “empujones emocionales” o las “disertaciones explicativas” pueden
tener alguna utilidad. Pero incluso la mirada teórica (contemplativa) y la
motivación se desarrollan en última instancia en la vivencia directa del valor.
Dice Spaemann: “La capacidad de conocer valores crece si uno está dispuesto a
someterse a ellos, y disminuye cuando no se da esa disposición. Ese conocimiento
de los valores no se alcanza ante todo por el discurso, o la enseñanza, sino
por la experiencia y la práctica.”[4]
La cuestión se presenta entonces de
manera circular, como suele suceder en estos casos: para experimentar y vivir los valores hay que ser dócil ante
ellos, y para favorecer esta docilidad hay que experimentarlos y entablar una
vivida relación con ellos. La misma circularidad vale también en sentido
contrapuesto: cuando menos dóciles seamos para lo valioso, menos lo
experimentaremos, lo cual irá aumentando nuestra indocilidad.
Si es esa indocilidad la que se
halla en el núcleo de la crisis,
entonces tal vez más nos valdría no
perder el tiempo…
[1] Recordemos que el griego axios (valioso, válido, digno) proviene
etimológicamente de ágo (empujar,
arrastrar, llevar). Lo valioso, por ser valioso, nos mueve (motiva), nos lleva.
[2] M. Mosto, Quereme
así piantado, Areté, Buenos
Aires, 2000, p. 140
[3] “Hay dos factores que
convergen en la química de la atracción de un bien. Uno viene del lado del
objeto. Lo que nos atrae tiene algo en sí mismo que es capaz de despertar
nuestra tendencia. Es común que se denomine a esa cualidad del objeto valor.
Lavelle gustaba definir al valor como aquello que rompe nuestra indiferencia
afectiva. Pero a nivel natural no basta la presencia del valor para que la
atracción se realice, es necesaria también la disposición del sujeto: la
presencia atenta del sujeto y su capacidad de recibirlo. Puede darse que seamos
ciegos frente a determinados valores o que nuestra percepción privilegia unos y
se cierre frente a otros.” M. Mosto,
op.cit., p. 120
[4] R. Spaemann, Ética:
Cuestiones fundamentales, Eunsa, Navarra, 2010, p. 55
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