Los
unos y los otros
Acá estoy yo.
Ocupando una parcela del universo. De modo sumamente minúsculo tal vez, pero
también de modo único. Acá estoy yo infranqueablemente. En todo el cosmos no
hay nada ni nadie que ocupe el lugar que yo estoy ocupando en este momento. Y
no se trata solamente de un hecho físico, sino que ocupo un lugar metafísico –
con perdón del oxímoron – que nadie más puede ocupar. Acá estoy. Soy, y nadie
puede ser acá donde soy yo, porque nadie es yo.
Una sensación
de soberanía ontológica hace ebullición en nosotros ante semejante
redescubrimiento. Plantamos nuestra bandera dentro de este fragmento de lo
existente que es propiedad privada de cada cual. Pero al notar que nada ni nadie
puede depositar los pies de su existencia en el distrito en el que se hallan
los nuestros, descubrimos también que no podemos salirnos de ese aquí. Yo estoy acá. Soy esto y soy hasta acá. La sensación de soberanía se
entremezcla entonces con cierta asfixia. Soberano y prisionero. Murallas de protección
y separación. No puedo salirme de mí… ¿o acaso sí? No puedo liberarme de mí.
¿Habría que intentarlo? ¿Para qué, si no es siquiera
posible? (y, sin embargo, tantas veces lo he hecho…) ¿Para qué querría salirme
de esto que soy? ¿Para convertirme en qué? ¿En quién? ¿Qué sería de mí si mi yo
estuviese fuera de sí? Nada, probablemente. La
aniquilación, en su estricto sentido, parece ser el único resultado posible, la
condena para un yo que decide no ser él.
O tal vez
estemos reflexionando mal… Tal vez no hay por qué asfixiarse. Tal vez la vida
nos está dando la posibilidad de abrir nuestras puertas y ventanas (que las
tenemos, aunque lo olvidemos con frecuencia, ¿no es cierto, Leibniz?). Abrirlas
para salir de nosotros sin alejarnos de nosotros, sin dejar de ser cada cual su
yo. Para salir de mí - conmigo. Es más
¡tal vez la vida misma consista en ello!
Pero… ¿hacia
dónde he de ir? ¿hacia qué? ¿hacia quién?...
Persona
y apertura
Una definición clásica de “persona”
nos ha sido legada, junto con otras célebres definiciones[1],
por el filósofo Boecio (480-524). En su obra De Duabus Naturis señala que la persona
es la substancia individual de naturaleza
racional. De esta manera el pensador identifica a la persona como aquel
ente que, por su capacidad intelectual, se distingue del resto de las substancias
individuales. La segunda parte de la definición (…de naturaleza racional) es posiblemente la parte más destinada al
debate y a la polémica. Es también, a primera vista, la parte más importante,
puesto que señala la diferencia específica que, justamente, especifica a la
persona en cuanto tal. Sin embargo, nos detendremos aquí en la primer parte de
la definición. ¿Qué nos dice esto de que la persona es una substancia individual?
Con ello
Boecio señala, que la persona es un ente concreto que posee su propia
existencia, que tiene el ser en sí mismo (sin que esto signifique que lo tiene de sí mismo), que no es –en sentido
aristotélico– un mero accidente que
tuviese su ser en otro como su sujeto (si bien puede tener su ser de otro). Es decir que la persona tiene
cierta independencia ontológica, que es un ente de alguna manera cerrado, con
consistencia propia. No es simplemente parte de un ente mayor, cuya importancia
se redujera justamente al hecho de ser un elemento constitutivo de otro, sino
que se trata de algo que no entra en confusión con una totalidad, puesto que
ella misma es en sí una suerte de totalidad. De ahí que cada persona tenga
importancia como individuo y no es un mero momento del desarrollo de un Todo
que lo supere.
Ahora bien, aunque la concientización de la
substancialidad de la persona conduce al respeto de la misma como algo
individual y hasta cierto punto independiente, sería un error si concibiéramos
a la persona como algo totalmente “cerrado”. Mi ser, como substancia, se
distingue del ser de mis vecinos, eso es cierto. Yo soy algo y tú eres algo distinto
de mí, y él es a su vez otra cosa distinta, y cada uno de nosotros es más que
un mero elemento de una unidad englobadora; cada uno de nosotros es una unidad
en sí mismo. Sin embargo, esta consistencia ontológica exige, para su propio
crecimiento y realización, del contacto con otras substancias. Si las personas,
por reconocernos como individuos y como una totalidad cada uno en sí mismo, cayéramos
en la tentación del auto-encierro, esto sería esencialmente perjudicial para
nuestra individualidad. Vale decir, la apertura hacia el otro (sea este otro la
naturaleza, el prójimo, el Creador) no amenaza nuestra consistencia como
personas, sino que, al contrario, es algo imprescindible en vistas a esa
consistencia. En este sentido es que podemos decir que no es la persona algo “cerrado”.
La apertura hacia el otro es una exigencia de
nuestra naturaleza. Es por ello que el egoísta no sólo perjudica a los demás,
de quienes se ha olvidado, sino que con su actitud se perjudica también a sí
mismo. Es de vital importancia que, al captar nuestra propia substancialidad y
consistencia, no olvidemos tener presenta a la par nuestra naturaleza social,
nuestra vocación a la apertura hacia los demás, que nos distingue como seres
humanos.
Cuando esta naturaleza social es olvidada y no
respetada –lo cual sucede en las sociedades de tendencia individualista– surge
en el hombre, consciente o inconscientemente, la angustia de la soledad y la
sensación de aislamiento. Esta se manifiesta tarde o temprano, puesto que, como
hemos dicho, el auto-encierro no le es connatural al hombre (y la naturaleza
siempre se encarga de manifestar la fuerza de sus normas). Es entonces cuando
el hombre busca la salida de esta angustia en actitudes de sociabilidad
inauténtica. Nuestro yo, habiéndose tornado débil por no haberse alimentado con
un contacto auténtico con el otro, se desliza en la fusión en la masa para
perder de vista esa sensación de aislamiento y la insatisfacción que ella le
provoca. “La persona
que se despoja de su yo individual y se transforma en un autómata, idéntico a
los millones de otros autómatas que lo circundan, ya no tiene por qué sentirse
solo y angustiado. Sin embargo, el precio que paga por ello es muy alto: nada
menos que la pérdida de su personalidad.”[2]
Este tipo de actitudes pueden en principio
parecer muy “sociales”, pero en realidad no lo son, puesto que la verdadera vida
social surge a partir de personas fuertes y consistentes en sí mismas, y sólo
ellas son capaces de actos correspondientes a tal tipo de vida.
No es posible pretender una vida social
fortalecida, si no están fortalecidos los miembros que conforman un grupo
social. Así mismo, tampoco es posible lograr una vida personal fortalecida sin
una vida social auténtica. La sociedad –el grupo social, del tipo que fuese– y
el individuo no son realidades contrarias que chocan entre sí (como señalan
perspectivas como la de Hobbes y otros muchos herederos de su planteo), sino
realidades íntimamente relacionadas y mutuamente necesarias y complementarias.
No hay la primera sin la segunda, ni la segunda sin la primera.
Yo contigo
Si por miedo yo no soy capaz de entregarme a
ti, entonces no seré más yo. Sólo una auténtica relación contigo,
posibilitará y facilitará que yo sea cada día yo de modo más pleno. Y si yo soy
en verdad yo, y tú eres en verdad tú, podré tener una auténtica relación
contigo. En cambio, si ambos renunciamos a nuestra individualidad y nos
enmascaramos en yo-s inauténticos, yo ya no seré yo, ni tú serás tú, y lo que
haya entre nosotros no será jamás una auténtica relación, sino apenas un
infructuoso intento de fuga hacia la transitoria inconsciencia de nuestras
sendas alienaciones.
Ir hacia el
otro, saliendo conmigo de mí. ¿Y el otro? Me dejará entrar, a mí, para estar yo
en él… y así también él entrará en mí, sin dejar de ser él. Y mi yo, fuera de
sí, estará más en sí que vez alguna, fortalecido por el otro en mí. Y el otro
será él, estando yo en él sin dejar de ser yo, sino siendo más yo que nunca.
Y yo seré con
el otro.
Yo seré yo
contigo, y vos serás conmigo…
Y ya no hay
asfixia, sino soberanía en la comunión.
[1] Célebres son también sus
definiciones de »eternidad« (»Posesión total y perfecta de una vida
simultánea«) y de »felicidad« (»Estado perfecto por la posesión de todos
los bienes«), que se encuentran en su conocida obra La consolación de la filosofía.
[2] Erich Fromm, El miedo a la libertad,
Paidós, Buenos Aires 2004, p. 184.
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