domingo, 15 de febrero de 2015

Cuatro aspectos del trabajo (III)

El trabajo como servicio:

El ámbito laboral no solamente favorece la formación de hábitos para el desarrollo propio, sino que también brinda la oportunidad para aportar al desarrollo de los demás, en diferentes formas.
El ser humano no puede crecer y desarrollarse solo. Esto vale tanto para el ámbito de lo corpóreo como para los ámbitos intelectuales, volitivos, afectivos, morales y demás. Necesitamos del otro (desde nuestra misma concepción, y de ahí en más) para alcanzar los bienes más urgentes, para ampliar nuestros conocimientos, para afrontar momentos adversos y compartir momentos favorables, para conducirnos por el camino del bien y la virtud. El ser humano no está hecho para existir en soledad.
No sólo tenemos la necesidad, debido a nuestra natural indigencia, de recibir de parte de los demás, sino que también estamos llamados a experimentar la alegría de poder dar, de brindar a cada uno lo que podamos según la propia idiosincrasia.



Podemos entender entonces nuestra existencia como un constante «diálogo» interpersonal, en el cual entretejemos el dar y el recibir y nos ayudamos así mutuamente, o al menos podríamos hacerlo.




Esto puede aplicarse también al modo de pensar nuestra labor profesional. Con nuestro trabajo no sólo nos procuramos los bienes que necesitamos personalmente, sino que también aportamos nuestra parte para el bien de todos, es decir, para el bien común.
La consecución del bien común implica que exista una diversidad de actividades y roles, distintas «funciones sociales». La combinación de las mismas permite el beneficio de los miembros de un grupo social, ya que cada uno de nosotros, librado a su suerte, no lograría procurarse individualmente los bienes necesarios para la vida y para una vida auténticamente humana. La «función social» que a cada uno le toca desempeñar es en consecuencia un servicio, el propio aporte para el bien de la comunidad y de los miembros que la componen. 

Esto puede ser, y lamentablemente es, entendido por muchos como una carga, como si en el hecho de dar a los demás uno se viese privado de algo o perjudicado de alguna manera. A tal punto nos convencemos a veces de que el egoísmo es la actitud primigenia y natural del ser humano, que ese modo de pensar se ha impregnado en nuestra forma de ver las cosas, y entonces entendemos el servicio como una obligación contraria a nuestros verdaderos intereses. Pero el servicio no es en realidad una «pérdida», sino la esencia misma de nuestro poder (hemos hablado sobre ello en alguna entrada anterior). Sólo el que tiene, puede dar. El que no tiene, se ve imposibilitado de dar a otros. Por eso señala Erich Fromm que: «El malentendido más común consiste en suponer que dar significa “renunciar” a algo, privarse de algo, sacrificarse. La persona cuyo carácter no se ha desarrollado más allá de la etapa correspondiente a la orientación receptiva, experimenta de esa manera el acto de dar. El carácter mercantil está dispuesto a dar, pero sólo a cambio de recibir; para él, dar sin recibir significa una estafa. La gente cuya orientación fundamental no es productiva, vive el dar como un empobrecimiento, por lo que se niega generalmente a hacerlo. Algunos hacen del dar una virtud, en el sentido de un sacrificio. Sienten que, puesto que es doloroso, se debe dar, y creen que la virtud de dar está en el acto mismo de aceptación de sacrificio. Para ellos, la norma de que es mejor dar que recibir significa que es mejor sufrir una privación que experimentar alegría. Para el carácter productivo, dar posee un significado totalmente distinto: constituye la más alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena de dicha. Me experimento a mi mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por tanto, dichoso. Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad.» (El arte de amar, Paidós, Buenos Aires, 1998, pp. 31-32)


martes, 10 de febrero de 2015

Cuatro aspectos del trabajo (II)

En la entrada anterior hemos hecho mención del trabajo como necesidad y como capacidad de transformar el mundo. Añadimos a continuación un tercer aspecto.


El trabajo como camino de crecimiento personal:

Es habitual que, en algunos ámbitos, se relacione el concepto de lo laboral con el concepto de vocación. Y si bien es cierto que el concepto de vocación es en realidad más amplio y que delimitarlo al campo laboral significaría empobrecerlo, ya que la vocación tiene que ver con la existencia toda del hombre, puede resultar fructífero tener en cuenta que la vocación está indudablemente ligada (también) a esa parcela específica de nuestro existir que es nuestro trabajo laboral.
El término vocación significa etimológicamente «llamado» (del latín vocare: llamar, convocar). La vocación de cada uno es un llamado a ser el que cada uno es, con sus propios talentos, capacidades, aptitudes; una convocatoria a ser actualmente lo que cada uno es potencialmente.


En la elección de la propia profesión laboral (si es que la elección resulta posible, lo cual no siempre sucede) influyen indudablemente diversos factores, muchos de los cuales están relacionados con lo económico y la posibilidad de alcanzar éxito en ese campo, o al menos garantizar la subsistencia y el nivel de vida deseado. Sobre su importancia ya hemos hablado al reflexionar sobre el trabajo como necesidad. Pero, sin restarle jerarquía a este punto, debemos señalar que existe el peligro de que esos factores adquieran un protagonismo exclusivo y le resten valor a este otro factor, que también reviste importancia, y no poca por cierto: el llamado a ser uno mismo y plenificarse en el camino de lo propio. Este peligro debe ser considerado seriamente, dado que conlleva efectos graves a largo plazo: la posible inautenticidad de la propia existencia y la consecuente frustración.

He aquí que resulta de suma relevancia el profundizar a su debido tiempo, silenciosa y sinceramente en el conocimiento de uno mismo –como insistía ya el amigo Sócrates– para poder descubrir de la manera más luminosa posible quién es uno, para qué está hecho y qué es lo que uno en definitiva puede y quiere llegar a ser. Sólo sobre la base de un autoconocimiento sólido será posible una auténtica libertad y un verdadero crecimiento, con la profunda satisfacción que acarrea el hecho de saber que uno está «en el lugar que le corresponde» y no yendo a la deriva. Esa es la base de la vocación: poder captar el llamado y responder a él adecuadamente.


En la frustración hay ante todo un engaño, es decir, que la realización de un impulso, de un deseo, de una volición está vinculada estrechamente al acierto y que, si no hemos acertado, nos hemos frustrado. Entonces no es solamente un problema de impulso, de energía, de tendencia, sino también de adonde va este impulso, si va al centro, si está acertado o está desacertado.
La frustración tiene mucho de desacierto. El desacierto es absolutamente inevitable si la realidad acerca de mí no me interesa, pues de esta manera pierdo de vista lo que me conviene. La elección entre varios valores, su comparación, es posible si tengo claro qué es aquello que de veras quiero. Si no conozco la verdad acerca de mí mismo, no puedo decidir bien. El conocimiento de sí mismo es una sólida valla contra la frustración, contra las críticas extremas y produce no ya insensibilidad, pero sí una cierta independencia frente al qué dirán. [...]
Toda la vida ética está marcada entre dos principios. Uno es el “Conócete a ti mismo”, inscripto en el Oráculo de Delfos, en Grecia, y del cual hizo un programa de filosofía Sócrates. Hay que entenderlo dinámicamente: conocerme siempre más y mejor. Es el punto de partida de toda vida ética, de toda realización personal. El segundo dice: “Sé lo que eres”. Es del poeta griego Píndaro. Sé actualmente lo que ya eres potencialmente. En la medida en que nos estamos conociendo como somos, tenemos que realizarnos. [...]
El hombre necesita llegar a lo alto, pero no puede ser perfecto si no lo es en su línea. Tiene que elaborar su rostro, explicitar sus posibilidades, no las de su vecino. 

(E. Komar, LA VERDAD COMO VIGENCIA Y DINAMISMO, Sabiduría Cristiana, p. 24-25)


En relación con este tema del crecimiento personal y la propia plenificación cabe mencionar algo más: el verdadero crecimiento se da a través de la formación de buenos hábitos. El tema de la adquisición y fortalecimiento de la virtudes es, en consecuencia, un tema central en lo referente al propio progreso.
El ámbito laboral es un ámbito en el que inevitablemente formamos nuestros hábitos y moldeamos con ellos nuestro modo de ser, para bien o para mal. El tiempo dedicado diariamente al trabajo e incluso el carácter repetitivo que a veces adquiere la ocupación laboral, la cotidianeidad con la que uno se enfrenta a las propias obligaciones, pueden resultar un espacio de lo más propicio para que las virtudes surjan, crezcan y se impregnen en la propia personalidad con una fuerza creciente. Es este un ámbito oportuno para desarrollar la propia capacidad de responsabilidad, la seriedad en el modo de encarar las cosas, la sociabilidad, el respeto y la preocupación por el otro, el temple para enfrentar las adversidades, la paciencia, la confianza en sí mismo, e innumerables cualidades más que nos permiten crecer como seres humanos.

Recordemos que el hombre no puede no cambiar, por ser un ente sujeto al paso del tiempo, y tampoco puede no formar hábitos. En consecuencia es esencial, también en el ámbito laboral, el aprovechamiento de esta posibilidad de formar hábitos buenos (virtudes), de lo contrario se irán formando inevitablemente hábitos negativos (vicios) que entorpecerán nuestro desarrollo. El que no es responsable, crece en su irresponsabilidad; el que no progresa en su fortaleza, alimenta sus debilidades; el que no se abre a los demás, se cierra cada vez más en sí mismo, etc.
Martín Susnik

domingo, 8 de febrero de 2015

Cuatro aspectos del trabajo (I)

El trabajo como necesidad:

Si interrogásemos a un grupo de personas, en un auditorio por ejemplo, por qué van a trabajar, la respuesta más numerosa y casi inmediata sería seguramente que lo hacen «por necesidad». Es una respuesta que merece análisis, pero lo que no se puede poner en duda es que es una respuesta verdadera. Parcial, posiblemente, pero verdadera al fin.
En efecto, si el ser humano quiere subsistir y prolongar dentro de sus posibilidades su estadía en este mundo, el trabajo es para ello un medio imprescindible. Buscar la satisfacción de nuestras necesidades básicas implica que debamos hacer algo para lograr dicha satisfacción. Nuestra constitución física nos obliga a alimentarnos, a vestir nuestro cuerpo, a tener un techo bajo el cual resguardarnos de las diferentes inclemencias del clima... Y, en general, ello no resulta sencillamente donado, sino que debemos conseguirlo mediante el uso de nuestras facultades y habilidades. Ya sea a través de algún tipo de manufactura, armando nuestra quintita para tener qué comer, edificando nuestro hogar o tejiendo nuestra propia vestimenta, ya sea mediante el hoy más habitual sistema de ofrecer nuestra mano de obra a cambio de una remuneración que nos permita adquirir esos urgentes bienes, o que consista directamente en esos bienes, como en el caso del pago en especias. En definitiva, los sistemas pueden ir variando a través del tiempo y las culturas, pero lo que no varía de nuestra humana situación es que debemos poner algo de nuestra parte si queremos obtener aquello que nos permita subsistir. Todo esto resulta de lo más evidente y quizás por ello el «por necesidad» sea la respuesta más inmediata y generalizada cuando uno pregunta sobre el por qué del trabajo.
En todo caso, lo que puede importar es que nos preguntemos si es esa la única razón, el único porqué que justifique nuestra dedicación de –habitualmente–  un tercio de nuestra existencia cotidiana al trabajo. ¿Es esa en verdad la única explicación? ¿Trabajamos solamente para poder subsistir? Contestar afirmativamente a estos interrogantes parece dejarnos con el sabor amargo de la insuficiencia. No negamos aquí que muchos podrían responder que sí a esas preguntas sin mentir en lo más mínimo, pero nos interesa detenernos a pensar si, humanamente hablando, alcanza con eso o si, más bien, podemos descubrir en el trabajo humano otros aspectos que complementen este rasgo de necesidad dirigido meramente a la subsistencia.



El trabajo como capacidad de transformar el mundo:

Además de ser, indudablemente, una necesidad, el trabajo es, para el ser humano, también una posibilidad. Por lo pronto, una posibilidad de transformar el mundo.
Encontrarse con algo dado y modificarlo mediante la propia actividad es algo propio del ser vivo. El abanico de estas posibles modificaciones y su importancia se amplían a medida que uno asciende en los diferentes niveles de vida. Cuanto mayor sea el grado de vida, mayor posibilidad de operar transformadoramente sobre el mundo que nos rodea. Esa posibilidad se magnifica notoriamente en el caso del hombre gracias a su capacidad racional y su consecuente libertad, con todos los riesgos que esto implica.
El ser humano es sin duda un ente perteneciente a la naturaleza, pero, a diferencia de los demás entes, tiene respecto de ella también cierta independencia. El hombre pertenece al mundo, pero a su vez logra trascenderlo, logra mirarlo desde una particular lejanía, con una perspectiva y una autonomía que no encontramos en otro ser vivo. Por eso, el ser humano, sin dejar de pertenecer a la naturaleza, es a la vez, para bien o para mal, un dominador de la misma.
A lo largo de millones de años hemos estado inventando, construyendo, mejorando nuestras herramientas, nuestras «garras artificiales», poniendo a nuestra merced el mundo con el que nos topamos. Aún aquellos que no miren con agrado la tesis de que el planeta haya sido hecho «para nosotros» no podrán negar que mayormente nos comportamos con si realmente así fuera.
Esto se ha hecho especialmente notorio en los últimos siglos; el avance de nuestras capacidades técnicas ha sido tan abrumador como fascinante, y hoy por hoy ya es el progreso tecnológico una moneda tan corriente que a las nuevas generaciones no parecen resultar tan sorpresivos los incesantes adelantos. La mayoría de las cosas con las que tenemos trato a diario son en efecto producidas por la mano del hombre y paralelamente a los avances tecnológicos nos vamos acostumbrando a vivir en este mundo repleto de artefactos, a punto tal que ya no sólo la rueda y los cuchillos, sino también los motores de diversa índole y la misma tecnología digital es cosa de todos los días.


Pues bien, toda esta transformación del mundo la hemos llevado a cabo los hombres mediante nuestro trabajo. En nuestra actividad laboral está inscrita esencialmente esta posibilidad de transformar. Transformamos, sin duda, ámbitos distintos de la realidad y lo hacemos de diversas maneras. El cambio que produce sobre el mundo un metalúrgico no es igual al que produce un docente, y un cocinero no modifica la realidad de la misma manera que un economista, y estos a su vez se distinguen del trabajo transformador del artista. Las variantes son incontables, pero todos podemos, en cuanto hombres y en cuanto trabajadores, causar una variación sobre nuestro entorno.
Si el trabajo visto como necesidad manifiesta claramente la indigencia de los que pertenecemos a la especie humana, el trabajo visto bajo esta otra perspectiva, como capacidad de transformación del mundo manifiesta con claridad la riqueza potencial del ser humano. Si el trabajo en cuanto necesidad deja en claro hasta qué punto pertenecemos y dependemos de la naturaleza, nuestra capacidad técnica revela a su vez que estamos, de alguna manera, por encima de ella.
Este poderío, sin embargo, encierra un riesgo que ha de tenerse en cuenta. El poder, de cualquier tipo que fuese, no es un fin último, no encuentra en sí mismo la última explicación. Quien tiene poder lo tiene para algo, para dirigirlo a fines ulteriores. Estos fines, como dejamos entrever más arriba, pueden ser sumamente beneficiosos pero pueden también no serlo. Ese es el riesgo. Nuestras manos pueden edificar hospitales, pero también construir cámaras de gas; nuestro trabajo puede potenciar los ofrecimientos que nos brinda nuestro ambiente, pero puede ejercer una labor perjudicial sobre el mismo; nuestra manipulación de la naturaleza puede estar al servicio de la solidaridad, pero también ser utilizada para la destrucción masiva.




El hombre a lo largo de su historia ha olvidado muchas veces esta verdad tan elemental y, embriagado en su capacidad técnica, especialmente en el período moderno, creyó que bastaría con hacer uso de su poder para que eso se tradujera en inexorable progreso. Enceguecido por su capacidad de fabricar instrumentos novedosos, se olvidó de preguntarse para qué los utilizaría, de manera que el mismo dominio que brinda al hombre una indudable supremacía por sobre otros seres lo ha convertido en la mayor amenaza. La autoridad del hombre y su jerarquía se han alejado numerosas veces de la senda del recto gobierno para transformarse en dominación despótica y contraproducente. Y así nuestra enceguecida mirada ha convertido al mundo en mero objeto de dominio y desvirtuado incluso la relación con nuestros semejantes, para con los cuales muchas veces no tenemos más que una mirada instrumentalizante.
Esto debe ser tenido en cuenta no sólo a la hora del análisis histórico y la reflexión teórica, tampoco solamente a la hora de valorar críticamente el progreso tecnológico al cual, por su magnitud, parecemos habernos acostumbrado ya. Sino que ha de tenerse en cuenta también a la hora de hacer uso, cada uno de nosotros y en nuestras personales circunstancias, de nuestra capacidad transformadora mediante nuestro trabajo.
Tal vez sea esta una de las necesidades más imperiosas del hombre de nuestro tiempo: dejarse iluminar por el orden de las cosas, por las exigencias mismas de la realidad que nos rodea, sobre la cual hemos de ejercer nuestro natural dominio, pero teniendo siempre presente que este dominio no ha de consistir en un despotismo arbitrario, sino en un verdadero gobierno, prudente y justo, que respete a lo otro (las cosas, las personas) en lo que lo otro es, y favorezca su crecimiento, para beneficio de todos.

 Martín Susnik
Resta mencionar dos aspectos más del trabajo. Los dejaremos para las entradas siguientes...

Para los temas tratados en esta entrada, recomendamos las siguientes lecturas:

  • Romano Guardini, El Poder
  • Erich Fromm, La revolución de la esperanza
  • Adorno-Horkheimer, Dialéctica del Iluministmo
  • J. Pieper, El ocio y la vida intelectual

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