Placer y enajenación
En la entrada anterior hemos planteado algunos interrogantes sobre el tiempo libre y el modo alienante de vivirlo en la cultura contemporánea. Surge ahora un interrogante dentro de la misma temática. Parece acertado decir que mayormente
dedicamos nuestro tiempo libre a algunas satisfacciones y placeres con el fin
de acercarnos al menos transitoriamente a un estado de mayor felicidad. La
pregunta a la que invitamos es si se trata de placeres que en verdad ayuden a
tener una existencia más plena y feliz, o si se trata de placeres que broten y potencien el estado de enajenación.
La identificación entre placer y
felicidad ya fue planteada, si no antes, por los antiguos griegos. De manera
explícita la formularon los Cirenaicos, escuela socrática menor, allá por el
siglo IV a. C. La escuela cirenaica, con Aristipo a la cabeza, sostuvo un
hedonismo estricto: la felicidad reside en el placer que se disfruta en el instante
y la búsqueda de dicho placer es el primer motor de la existencia.[1] A
pesar de semejante premisa, sin embargo, los cirenaicos sostuvieron que el
hombre debe dominar los placeres y no ser dominado por ellos, salvaguardando
así el autodominio y evitando el exceso.
El planteo hedonista cirenaico fue
luego heredado y rectificado por Epicuro (341 – 270 a. C.) y los denominados
“filósofos del jardín”. También según los epicúreos el bien se identifica con
el placer, entendido ahora como ausencia de dolor, o para decir mejor, como
superación del dolor que justamente surge cuando se ausenta el placer.[2] El
placer que es la base de la ética epicúrea, pues es el fundamento de la vida
feliz que es a su vez la meta de la ética y del filosofar, posee un carácter
negativo. Lo que se procura alcanzar es la aponía
(ausencia de dolor en el cuerpo) y la ataraxia
(ausencia de perturbación anímica),[3] es
decir que el placer (hedoné) se
define más como ausencia de su contrario que como una efectiva presencia. En
consecuencia, el placer en el que consiste la vida feliz según la ética
epicúrea, no consiste en la satisfacción de cualesquiera deseos. “Entonces,
cuando decimos que el placer es el fin, no hablamos de los placeres de los
disolutos ni de los que residen en el goce regalado, como creen algunos que
ignoran o no están de acuerdo o que interpretan mal la doctrina, sino de no
padecer dolor en el cuerpo ni turbación en el alma.”[4]
Por ello no todo placer debe ser elegido ni todo dolor ha de ser evitado;
aunque el placer sea un bien y el dolor un mal, en algunas circunstancias es
conveniente omitir algunos placeres de los cuales se desprenderían luego una
molestia, o preferir algunos dolores de los cuales se seguiría luego un mayor
placer.[5]
Por lo tanto, una vida venturosa no es una vida ciegamente entregada al placer,
sino una vida que exige un sobrio razonamiento para saber elegir correctamente,
es decir, una vida prudente.[6] A
fin de colaborar con la elección prudente que encaminara a la aponía y a la ataraxia, Epicuro realiza una clasificación de los deseos. Según el pensador helénico, los deseos se clasifican en tres grupos:
Epicuro |
a) Naturales necesarios, dentro de los cuales están los necesarios para vivir (relacionados con el hambre y la sed), para la ausencia de malestar en el cuerpo (albergue, vestimenta, etc.) y para la felicidad (la filosofía y la amistad, que liberan de la inquietud del alma).
b) Naturales no necesarios, que son aquellos cuya no satisfacción no es causante de dolor, implican sólo una variación en el placer (deseos relacionados con el placer de los sentidos, los deseos estéticos, sexuales).
c) Vanos, que infringen el límite establecido por la naturaleza, no proporcionan ningún placer y acaban acarreando dolores y pesares (deseo de poder, de fama, de riqueza, etc.)[7]
Se
podrá coincidir o no con la clasificación, pero que los pensadores hedonistas
de la primera hora hayan realizado una clasificación es ya señal de la importancia
de algunas distinciones, a las que sin embargo no parece tan proclive el hombre
contemporáneo.
En tiempos más cercanos, Erich
Fromm ha sido también uno de los pensadores que ha notado la necesidad de
discriminar distintos tipos de placeres, apoyándose en los descubrimientos del
psicoanálisis y los presupuestos de una ética humanista.[8] El
autor distingue entre:
- Satisfacción: se trata del placer que resulta del alivio
de la tensión que se sigue del deseo hasta entonces no satisfecho que es
causado por una necesidad fisiológica. El resultado de esta “satisfacción” es
el final de la tensión.
- Placer irracional: tiene su origen en una necesidad
psíquica irracional que, sin embargo, se disfraza de necesidad fisiológica (por
ejemplo, la ansiedad que se manifiesta como hambre). También en estos casos se
produce una tensión cuyo alivio resulta placentero pero en comparación con lo
anterior, aquí el sujeto no encuentra saciedad y no se alcanza la satisfacción.
- Gozo: a diferencia de las dos anteriores, no responde a
una escasez, sino a la abundancia. No es el alivio de una tensión, sino el
producto de la actividad interior del hombre. Implica la realización productiva
de las propias potencialidades.
- Gratificación: es el resultado de haber logrado una meta
que uno se había propuesto.
- Placer: basado en el descanso y la inactividad, lo cual
tiene una importante función biológica.
De esta clasificación Fromm llega
a las siguientes conclusiones: la satisfacción,
la gratificación y el placer (sin más) son éticamente neutros,
el placer irracional es éticamente
negativo y el gozo es éticamente
bueno. Éste último es el que, según el autor, puede identificarse con felicidad
y es señal de éxito parcial o total en el arte de vivir, pues implica el pleno
desarrollo de la productividad del ser humano.
Los mencionados análisis y conclusiones
ayudan a subrayar algo que habían intuido ya los antiguos. La sola experiencia
subjetiva, en lo que se refiere a placer y felicidad, es engañosa. Podemos
vernos atraídos hacia algo que en realidad, objetivamente, no favorece el
crecimiento y desarrollo personales, incluso hacia algo que es nocivo para
nuestra persona, y sin embargo creer subjetivamente que eso es bueno para
nosotros, que hace nuestra vida mejor, más placentera, más feliz. Si la
felicidad equivaldría a la sensación de felicidad, esta dicotomía no sería
posible. Pero si la felicidad es algo más que un estado mental, si es algo
sobre lo cual es posible un engañoso pensamiento ilusorio, entonces es posible
que el sujeto se crea feliz cuando en realidad no lo es.[9]
Teniendo en cuenta estas observaciones
podemos entonces replantearnos a qué placeres apuntamos en nuestro tiempo
libre. ¿A aquellos que nos ayudan a crecer como personas y desarrollarnos
productivamente como seres humanos, a aquellos que simplemente nos permiten
descansar en vistas a la posterior vuelta al trabajo, o a aquellos que son
racionalizaciones engañosas y que no conducen a un gozo verdadero? ¿Buscamos
aquello que en verdad nos hace bien, o nos conformamos con aquello que nos
sirve para olvidarnos que no es tan bien como estamos?
La cuestión no se reduce sólo a
un aspecto “material”, sobre a qué placeres recurrimos, sino también (y quizás
principalmente) a cómo buscamos el
placer, desde qué posición de nuestro yo; si lo buscamos para intentar un mayor encuentro con nosotros mismos,
o bien desde una actitud de fuga que nos aleja de nosotros. Si la búsqueda del
placer es llevada a cabo desde la actitud de fuga, el resultado no podrá ser
otro que la ampliación de la separación, el empeoramiento del estado de
enajenación que, paradójicamente, estamos tratando de evadir. La búsqueda de un
estado más feliz y de mayor plenitud, entonces, se descarrila en la dispersión
que reemplaza esa felicidad pretendida por estado de anestesia que en lugar de
resolver el problema se conforma con la insensibilidad y el engañoso
encubrimiento de los síntomas que el problema genera y que seguirá generando
posiblemente de manera cada vez más fuerte, puesto que no ha sido resuelto.[10]
Como planteábamos más arriba en relación con la libertad, la manera por la que
optamos para superar la enajenación puede ser causa de una enajenación
creciente, si buscamos la felicidad en un estado de pasividad interior y en la
actitud de consumo que a veces parece haber penetrado por completo en la vida
del hombre enajenado.
Martín Susnik
Martín Susnik
[1] Cfr. G. Reale – D. Antiseri, Historia del Pensamiento Filosófico y
Científico, Herder, Barcelona, 1991, pp. 102-103
[2] “Nos ha menester el placer cuando, por no estar presente,
padecemos dolor; pero cuando no padecemos dolor no nos es preciso el placer.” Carta
a Meneceo, 128
[3] Téngase presente que, a pesar de esta distinción, en Epicuro tanto
la mente o alma (dianoia o psiché) como el cuerpo (sarx, carne) son realidades corpóreas,
materiales. Cfr. Alberto Relancio Menéndez, La física y ética en Epicuro,
Seminario Orotava de la Historia de
la ciencia, año VII, 1998, p. 286.
[4] Carta a Meneceo, 131
[5] Ibidem, 129
[6] “El principio de todo esto y el mayor bien es la prudencia […]
pues ella nos enseña que no es posible vivir placenteramente sin vivir
juiciosa, honesta y justamente, ni vivir de manera juiciosa, honesta y justa
sin vivir placenteramente.” Ibidem, 132
[7] Cfr. Carta a
Meneceo, 127; Máximas Capitales 26, 29.
[8] Fromm no sigue a Epicuro, sino que se apoya en autores que
considera humanistas, especialmente Aristóteles y Spinoza, pues su concepción
de la felicidad está lejos de la ataraxia
y aponía epicúreas, como se señala más adelante. La distinción entre
diversos tipos de “placeres” que aquí citamos se encuentra en Ética
y psicoanálisis, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2004, pp.
198-207
[9] Fromm señala que la felicidad y la infelicidad son más que estados
de la mente; son expresiones del estado del organismo entero, de la
personalidad total. Como posibilidad de distinguir la “ilusión de felicidad” de
la felicidad real, observa que muchas veces las manifestaciones físicas son más
patentes que las mentales. Ética y
psicoanálisis, p. 197.
[10] Fromm señala que la felicidad no es opuesta a la tristeza o a la
pena, porque en ese caso debería consistir en una insensibilidad que redunda en
la imposibilidad de la felicidad misma. El autor contrapone la felicidad a la
depresión y el aburrimiento (señalando que entre estos dos hay sólo una
diferencia de grado) y observa que el tedio es justamente uno de los males más
penosos de la existencia porque uno es incapaz de sentir ni alegría ni
tristeza. Ahora bien, este mal puede evitarse, o sería mejor decir, puede
tratar de evitarse de dos maneras: siendo productivo y sintiendo, en
consecuencia, felicidad, o tratando de evitar sus manifestaciones. Su
diagnóstico sobre la opción más frecuente en el hombre contemporáneo es
tajante: “Este último intento parece caracterizar la carrera tras la diversión
y el placer del individuo ordinario de hoy. Siente su depresión y aburrimiento,
que se hace manifiesto cuando está a solas consigo o con las personas más
allegadas a él. Todas nuestras diversiones sirven al propósito de facilitarle
la huida de sí mismo y del tedio amenazador, refugiándose en los muchos caminos
de escape que nuestra cultura le ofrece; pero el ocultar un síntoma no pone fin
a las condiciones que la producen.” Psicología
de la sociedad contemporánea, p. 171. Cfr. Ética y psicoanálisis, p. 205
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