lunes, 26 de mayo de 2014

Libertad ¿para qué?

Somos libres para elegir, eso no hace falta discutirlo. Si no fuésemos seres libres, la posibilidad de elección nos estaría vedada. Sin embargo, hay que ver si eso es todo. ¿Acaso la finalidad de nuestra libertad estriba en que podamos decidir entre diversas opciones sin más? ¿Se cumple ya la meta de la libertad en la mera elección, sin tener en cuenta cuál sea?
Si la cosa fuera así, la importancia residiría simplemente en el hecho de elegir, sin que importe qué es lo que se elige. Y esto a su vez supondría que todas las opciones son, en definitiva, igual de válidas, ya que no importaría elegir una en lugar de otra, sino simplemente elegir alguna. ¿Puede consistir en esto la meta de la libertad? ¿Puede consistir en que todo nos dé lo mismo? Y si ello fuera cierto, ¿qué sentido tendría entonces cualquier decisión, una vez que concebimos a todas las opciones como igual de válidas? ¿Para qué elegir si todo da lo mismo? ¿Es la indiferencia ante las diversas opciones en verdad una actitud “liberadora”?
Cualquier experiencia concreta tiende a demostrarnos que en realidad una actitud de indiferencia nos arrastra más bien hacia la indecisión en lugar de invitarnos a ejercer nuestra libertad; cuando todo nos da lo mismo, en general terminamos no eligiendo nada. A primera vista se trata de una libertad “total”, puede parecer excepcionalmente libre pues todas las opciones están a disposición y la libertad tiene una apertura de trescientos sesenta grados sin restricciones. Sin embargo, si todo da lo mismo, la elección misma pierde su sentido. En consecuencia, si la libertad fuese un fin en sí mismo que no se dirige a ninguna parte, la elección resultaría absurda y junto con ello perdería sentido también la libertad. Concebir la libertad como algo “autosuficiente” está muy lejos de fortalecerla, más bien la arrastra hacia la agonía. Desde esta perspectiva se nos tornan comprensibles las palabras del Roquentin de Sartre, a quien la existencia misma le provocaba náuseas. Este personaje se plantea justamente: “Soy libre: no me queda ninguna razón para vivir, todas las que probé aflojaron y ya no puedo imaginar otras. Todavía soy bastante joven, todavía tengo fuerzas bastantes para volver a empezar. ¿Pero qué es lo que hay que empezar? (...) Solo y libre. Pero esta libertad se parece un poco a la muerte.[1]

Aquí se plantea entonces el interrogante capital: ¿qué hemos de empezar? ¿Hacia dónde hemos de dirigir nuestra libertad? Pero esto ya significa pensar las cosas de otra manera: la libertad no se justifica a sí misma y su finalidad no se cumple en elegir sin más, sino que necesita de una meta que la trascienda y oriente.

Lo que las personas realmente queremos no es elegir una opción cualquiera, sino elegir aquellas opciones que son en cada caso las correctas, las mejores. Lo que queremos es decidir bien y, si es posible decidir de la mejor manera posible. Esto significa, empero, que no somos indiferentes frente a las diversas posibilidades, que no todo nos da lo mismo. Tan claro sea tal vez este punto, que los renglones precedentes posiblemente no eran necesarios siquiera. Pero si alguien quisiera más evidencias, se encuentran éstas en el hecho mismo de que elegimos; a cada rato tomamos decisiones, escogemos una de las opciones a la que le decimos “sí” porque es ella la que nos resulta más significativa, más correcta, más atrayente, necesaria, placentera, razonable, bella o algo similar en comparación con las demás. Cuando todo vale lo mismo, nada vale. Ahora bien, sí elegimos, por lo tanto no todo nos da igual.
Todo aquel que es sincero consigo mismo sabe que lo que quiere es elegir con acierto. Y desde aquí se nos hace más comprensible aquella idea de que es más libre el que elige bien: sólo en la elección acertada cumple la libertad su finalidad y alcanza su meta, sólo en ese caso es verdaderamente eficiente. La libertad que elige correctamente es cualitativamente mejor, en cambio la libertad que elige incorrectamente – si bien elige y en consecuencia sigue siendo libertad – no alcanza su fin y no funciona en plenitud.
En base a lo dicho podemos señalar entonces que la libertad no es un fin en sí mismo, sino un medio. Un medio de suma importancia, sin lugar a dudas, pero medio al fin, y no algo que se justifique a sí mismo. La libertad la tenemos para elegir bien, para elegir lo que está bien en cada caso concreto, para elegir lo mejor. La libertad es un medio hacia el bien, en el bien resulta verdaderamente eficiente y en el bien encuentra su sentido. También esto es algo que se olvida con facilidad cuando se alza la bandera de la libertad, tal vez porque con facilidad deseamos la libertad (o la “compramos” en algunos ámbitos) pero nos cuesta repensar para qué es que la queremos y cuál habría de ser su finalidad.
Pero ¿por qué nos cuesta tanto? Acaso la dificultad radique en el hecho de que concebir a la libertad como un medio para el bien presupone pensar a la libertad como algo limitado. No limitado desde fuera por algo que viene a reducirla (aunque eso también puede darse) sino limitado desde dentro, por una exigencia de su misma naturaleza. A los que están acostumbrados a contraponer la noción de libertad a la noción de límite la idea les resulta en consecuencia intolerable. Sin embargo, toda libertad que se dirige hacia una meta es intrínsecamente una libertad limitada, puesto que toda libertad que tiene una meta es una libertad que reduce la cantidad de opciones por las que encaminarse hacia el fin. Todo aquel que quiere llegar a algún lado tiene inevitablemente limitados caminos para llegar al destino que se propone. Puede que los caminos sean muchos, algunos lo llevan de manera más directa, otros de manera más placentera, otros por sendas más escarpadas… En la mayoría de los casos los caminos posibles son varios, pero que sean varios no quiere decir que sean “todos”. El único que tiene abiertos todos los caminos es el que no se dirige a ningún lado; sólo a él no se le angosta el abanico de posibilidades, puede elegir cualquiera de ellas por igual y ninguna queda desechada; no pierde nada... pero tampoco gana nada. No tiene posibilidad de perderse, pues no se encamina hacia nada, pero eso quiere decir que está perdido desde un principio. Sus posibilidades de elección son ilimitadas, pero el precio de semejante ausencia de límites es el absurdo y el sinsentido, que ciertamente no libera. El idioma castellano lo sabe bien puesto que utiliza el mismo vocablo (“sentido”) para expresar que algo tiene una razón de ser y para señalar que tiene una dirección. Sólo aquel que va hacia algún lado, puede confiar en que su camino no sea absurdo. Pero toda meta limita, elimina de cuajo algunas opciones, implica renunciar a la pretensión de ilimitación.



No estaría de más preguntarse entonces: ¿qué es preferible, una libertad ilimitada que no conduce a ninguna parte, o una libertad limitada que puede llevarme a algún lado? Todo aquel que se dirige hacia algo con su libertad, deberá elegir entre limitadas opciones que puedan conducirlo hasta allí y saber desechar las demás. Quién sea incapaz de aceptar esta limitación que la libertad por su misma naturaleza exige, no podrá aceptar tampoco el sentido que ella puede tener, quedando así condenado a la inmovilidad y la consecuente imposibilidad de auténtico progreso.

Por doquier nos ofrecen hoy en día más libertad. Eso puede ser muy positivo, pero no debemos olvidar que la principal preocupación no ha de ser la cantidad de libertad que podamos tener, sino la calidad de la misma. No sólo hay que considerar importante cuánta libertad tenemos, sino principalmente cómo es la libertad que tenemos y para qué la tenemos. Tal vez sería preferible no luchar por la ilimitación, que de ser posible (y, de hecho, no lo es por la finitud del hombre mismo) sólo lo sería en el absurdo, sino por el acierto en la elección de metas que valgan la pena, aunque eso implique limitar las opciones. Lo que en el fondo queremos no es hacer cualquier cosa sino alcanzar esas metas que son para nosotros óptimas y que favorecen nuestro crecimiento, madurez y éxito existencial.







[1] J. P. Sartre, La Náusea, Losada, Buenos Aires, 2002, p. 175

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