Experiencias variables
La
experiencia cotidiana y la observación revelan que nuestra manera de vérnoslas
con la realidad adquiere, según el caso, diferentes matices. Algunos se empeñan
en explicar este hecho reduciéndolo a conclusiones del tipo “la realidad es
diferente para cada uno” o, de manera más tajante, “cada uno tiene su propia
realidad”. Sin ponernos a esgrimir argumentos refutadores de posturas
semejantes, creemos, sin embargo, que hay otra explicación posible, más
coincidente con los hechos e incluso más rica en cuanto a sus conclusiones y
corolarios.
Ciertamente,
un mismo hecho es capaz de ser visto de manera distinta por distintos sujetos.
A veces no hay contradicción porque cada uno lo ve desde perspectivas
diferentes y en consecuencia uno observa un aspecto de las cosas y otro observa
otro, lo cual es por un lado esperable – una mirada que es por su misma
naturaleza limitada tan sólo puede ver un aspecto limitado de la cosa – y por
otro también estimulante, pues motiva al diálogo y la mutua enseñanza basada en
la complementariedad de las diversas observaciones parciales. Otras veces sí
hay contradicción entre lo que ve un sujeto y lo que ve el otro, en cuyo caso
el diálogo suele resultar más dificultoso, si bien no imposible o, al menos, no
siempre. En otros casos, sin que haya contradicción, podemos notar que uno de
los sujetos percibe más que el otro,
capta las cosas con mayor detalle y tiene una mejor capacidad de penetración en
la realidad. Por último, lo que también ocurre con frecuencia y es tal vez
especialmente curioso, es el hecho de que uno mismo capte la misma cosa de
diferente manera en diversas ocasiones.
Pongamos
por caso: uno lee el mismo libro o ve la misma película o escucha la misma
música en varias oportunidades, y el libro o la película o la pieza musical no
siempre “dicen lo mismo” en cada una de ellas. En determinadas oportunidades
“dicen más”, nos “llegan más”, hacen mayor sintonía con nosotros que en otras. La
variable que modifica la profundidad de la experiencia no está en la película o
el texto, claro está, pues éste es el mismo. Se trata del mismo libro, la misma
película o la misma grabación sonora... ellas no se han modificado. La
variable, la diferencia que explica la modificación entre esas experiencias
reiteradas debe estar entonces no en la cosa percibida, sino en el sujeto que
la percibe, no en la realidad con la que nos relacionamos, sino en la
disposición interna de los sujetos que nos relacionamos con ella. Si el mismo
texto, en algunas oportunidades “dice más”, es porque en esas oportunidades
somos nosotros los que “leemos mejor”; si la misma música, en algunas
oportunidades, nos “llega más”, es porque en esas oportunidades nuestros oídos y
nuestro corazón están más sensibles.
En
efecto, a veces somos más permeables y otras veces menos, estamos más abiertos
a aquello con lo cual nos enfrentamos, y si en algunas oportunidades las cosas
manifiestan mayor luz, tienen más sabor, alimentan mejor, tocan cuerdas más
íntimas de nuestro ser y nos conmueven más, se debe (además del propio
contenido de las cosas, desde luego) a nuestra capacidad de captación de
aquello que las cosas tienen para decirnos. La disposición interna del sujeto,
su dentro, incide esencialmente en su
relación con lo que le es externo, su afuera,
pues es desde su interior que el sujeto sale al encuentro con lo otro y lo
otro, cuando con ello nos relacionamos, viene desde fuera a habitar en nuestro
interior.
Paradoja trans-espacial
Los
conceptos de “interior” y “exterior”, así como los de “dentro” y “fuera” son, a
todas luces, categorías originalmente espaciales. Pertenecen, en consecuencia,
primariamente al orden de las realidades corpóreas, es decir, materiales. Sin
embargo, es frecuente su utilización también para designar realidades no
materiales que trascienden el orden físico (podemos referirnos, por ejemplo, a
la belleza interior de alguna persona,
y ciertamente no estamos haciendo referencia a la pulcra disposición de sus
órganos). No hay por qué presentar quejas al respecto. Las realidades
materiales nos son, en cierto sentido, más cercanas y al elaborar nuestros
conceptos sobre otras cuestiones menos asequibles para nuestro entendimiento
nos resulta no sólo útil y provechoso, sino además inevitable servirnos de las
imágenes que, precisamente en cuanto tales, tienen un matiz sensorial y en
consecuencia físico. Es conveniente señalar, empero, que estas conveniencias analógicas
tienen también sus limitaciones. En el ámbito de lo material no se puede estar
a la vez “dentro” y “afuera” de lo mismo. Si alguien está leyendo dentro de su
habitación ciertamente no puede estar, en lo que a su cuerpo se refiere, a la
vez afuera de la misma. Incluso, bien podríamos decir que cuanto más adentro
está el sujeto, más lejos está de estar afuera, y viceversa. Pero en el orden
espiritual las cosas parecen funcionar de otra manera. Cuando nos relacionamos
cognoscitiva y afectivamente con las cosas, estamos en nosotros mismos y sin
embargo, de alguna forma, estamos también en las cosas con las que entramos en
relación. Y a la vez, las cosas que son “ajenas” a nosotros y se distinguen de
nosotros, están de alguna forma dentro de
nosotros. En el ámbito del conocimiento y la afectividad sí parece posible que
algo esté “dentro” y “fuera” a la vez. Y
no sólo eso; por paradójico y dificultoso que nos resulte pensarlo, podemos
decir en cierto sentido que el sujeto parece estar tanto más fuera cuanto más
adentro esté. Pues bien, es en esta aparente paradoja que quisiéramos
centrarnos a continuación:
Si
es lícito hablar de variaciones en la profundidad con la que captamos las
cosas, es porque las cosas mismas admiten diversos grados de hondura. Se las
puede captar superficialmente o bien se puede penetrar en ellas paulatinamente
más, llegando a su núcleo íntimo. Es como si la realidad estuviera dispuesta en
capas diversas y nosotros pudiéramos ir atravesándolas hasta llegar al meollo
de la cuestión. Quienquiera le haya dedicado algo de tiempo al conocimiento
serio de un asunto cualquiera comprenderá fácilmente a qué hacemos referencia.
Pero
hemos dicho también que la posibilidad de penetrar en lo íntimo de las cosas
tiene que ver con la disposición del sujeto que en ellas se interna. Lo que se
recibe, se recibe al modo del recipiente, decía Aristóteles y repetían los
escolásticos. En un recipiente de poca profundidad no puede entrar mucho
contenido, no por demérito del contenido mismo, sino por incapacidad del
recipiente. Para que la hondura de lo otro cale en el sujeto, el sujeto mismo
ha de ser hondo, y la relación entre ambos podrá ser en consecuencia honda
también. De modo que no sólo lo otro, con lo que entramos en relación, está
como compuesto por capas, sino también uno mismo. De ahí que sea posible hablar
de la variable “ubicación dentro de sí mismo” que tiene el sujeto, de señalar
que uno puede estar más en su propia intimidad o menos, más o menos en su
propio centro, en su propio núcleo. De ahí también que podamos hablar de un
“donde” en el dentro que, como se ha
dicho, incide esencialmente en su relación con el afuera.
Aquí
se manifiesta entonces la aparente paradoja a la que hacíamos referencia: tanto
más se llega a lo de afuera, cuanto más adentro se esté. Para que las cosas
puedan manifestarme su profundidad tengo que recibirlas en la propia
profundidad. Sólo estando en mi centro profundo podré recibir mucho contenido
de aquello que entra en mí.
A
ello hace referencia justamente el concepto de concentración: estar en
el propio centro y así lograr una
mejor captación de las cosas, puesto que más en el propio centro está el
sujeto, más podrá llegar al centro de
lo otro. Más “en su interior” esté la persona, mejor llegará a aquello que le
es “externo”, puesto que aquello “externo” calará más profundamente y mejor en
su propia interioridad, en su propio núcleo.
Ese
núcleo es lo que en la terminología bíblica y en la tradición filosófica
clásica a ella fraterna se denomina corazón, antes de que posteriores
tradiciones identificaran el término con la afectividad desapegada del
conocimiento. Cuando las cosas son vividas desde el corazón, desde ese núcleo de la persona, llegan a tocar las cuerdas
íntimas del sujeto, pues internamente es allí donde el sujeto las recibe. El
conocimiento es profundo y la respuesta afectiva, iluminada por ese conocimiento,
permite la valoración también profunda de las cosas y la relación óptima con
ellas. En ese punto íntimo, el sujeto está verdaderamente presente a sí mismo y
en consecuencia puede estar también presente a las cosas. La relación
directamente proporcional de esas “presencias” permiten vivir plenamente el presente.
Cuando
la ubicación interna del yo, en cambio, no se da en el centro, el sujeto experimenta las cosas desde una ubicación
superficial, debido a lo cual no puede recibir a las cosas más que superficialmente.
La consecuencia de esa superficialidad es el aburrimiento, puesto que la
realidad con la que nos relacionamos se manifiesta insípida, no por demérito de
su contenido, sino por la insuficiente disposición del sujeto que no alcanza a
saborearla profundamente por estar ausente de su centro. Así, el aburrimiento
aparece cuando hay experiencia del vacío, el vacío se experimenta cuando no hay
presencia y no hay presencia cuando no hay concentración.
Y como consecuencia del aburrimiento surgen la fuga y la dispersión, que
terminan siendo remedios que potencian la enfermedad, pues la concentración
queda obstaculizada aún más.
Muchas
veces solemos identificar la concentración con el desgaste, con algo poco
placentero y tedioso, como si se tratara de un árido estado cerebral de dominio
despótico sobre nuestra atención. Quizás sea todo un síntoma de lo ajeno que
nos resulta en realidad el concepto. La verdadera concentración no sólo no es
identificable con el aburrimiento, sino que es el mejor antídoto contra él; no
sólo no es desgastante, sino que es el único camino para que la persona se
“alimente” verdaderamente con la realidad que la rodea y así adquiera vitalidad
y fuerza; no sólo no se opone al placer, sino que es la disposición desde la
cual es posible disfrutar los placeres que más enaltecen y más en plenitud regocijan al ser humano; no
sólo no consiste en un dominio despótico sobre uno mismo, sino que es el punto
en el que el encuentro consigo mismo se hace posible, ayudando en consecuencia
a superar la división y lucha interna mediante una unidad más sólida.
Ciertamente
la concentración exige disciplina y esfuerzo, pues las tentaciones para
conformarse con una estadía en la superficie son muy grandes, tal vez
especialmente en los tiempos que corren. Pero no se trata de un esfuerzo y una
disciplina que violenten la naturaleza del hombre, sino de los que le permiten
al hombre reencontrarse con su verdadera naturaleza y encauzarse en consonancia
con lo que son sus exigencias más naturales y, por lo tanto, menos violentas. Martín Susnik
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