lunes, 15 de junio de 2015

Concentración


Experiencias variables

La experiencia cotidiana y la observación revelan que nuestra manera de vérnoslas con la realidad adquiere, según el caso, diferentes matices. Algunos se empeñan en explicar este hecho reduciéndolo a conclusiones del tipo “la realidad es diferente para cada uno” o, de manera más tajante, “cada uno tiene su propia realidad”. Sin ponernos a esgrimir argumentos refutadores de posturas semejantes, creemos, sin embargo, que hay otra explicación posible, más coincidente con los hechos e incluso más rica en cuanto a sus conclusiones y corolarios.
Ciertamente, un mismo hecho es capaz de ser visto de manera distinta por distintos sujetos. A veces no hay contradicción porque cada uno lo ve desde perspectivas diferentes y en consecuencia uno observa un aspecto de las cosas y otro observa otro, lo cual es por un lado esperable – una mirada que es por su misma naturaleza limitada tan sólo puede ver un aspecto limitado de la cosa – y por otro también estimulante, pues motiva al diálogo y la mutua enseñanza basada en la complementariedad de las diversas observaciones parciales. Otras veces sí hay contradicción entre lo que ve un sujeto y lo que ve el otro, en cuyo caso el diálogo suele resultar más dificultoso, si bien no imposible o, al menos, no siempre. En otros casos, sin que haya contradicción, podemos notar que uno de los sujetos percibe más que el otro, capta las cosas con mayor detalle y tiene una mejor capacidad de penetración en la realidad. Por último, lo que también ocurre con frecuencia y es tal vez especialmente curioso, es el hecho de que uno mismo capte la misma cosa de diferente manera en diversas ocasiones.
Pongamos por caso: uno lee el mismo libro o ve la misma película o escucha la misma música en varias oportunidades, y el libro o la película o la pieza musical no siempre “dicen lo mismo” en cada una de ellas. En determinadas oportunidades “dicen más”, nos “llegan más”, hacen mayor sintonía con nosotros que en otras. La variable que modifica la profundidad de la experiencia no está en la película o el texto, claro está, pues éste es el mismo. Se trata del mismo libro, la misma película o la misma grabación sonora... ellas no se han modificado. La variable, la diferencia que explica la modificación entre esas experiencias reiteradas debe estar entonces no en la cosa percibida, sino en el sujeto que la percibe, no en la realidad con la que nos relacionamos, sino en la disposición interna de los sujetos que nos relacionamos con ella. Si el mismo texto, en algunas oportunidades “dice más”, es porque en esas oportunidades somos nosotros los que “leemos mejor”; si la misma música, en algunas oportunidades, nos “llega más”, es porque en esas oportunidades nuestros oídos y nuestro corazón están más sensibles.
En efecto, a veces somos más permeables y otras veces menos, estamos más abiertos a aquello con lo cual nos enfrentamos, y si en algunas oportunidades las cosas manifiestan mayor luz, tienen más sabor, alimentan mejor, tocan cuerdas más íntimas de nuestro ser y nos conmueven más, se debe (además del propio contenido de las cosas, desde luego) a nuestra capacidad de captación de aquello que las cosas tienen para decirnos. La disposición interna del sujeto, su dentro, incide esencialmente en su relación con lo que le es externo, su afuera, pues es desde su interior que el sujeto sale al encuentro con lo otro y lo otro, cuando con ello nos relacionamos, viene desde fuera a habitar en nuestro interior.


Paradoja trans-espacial

Los conceptos de “interior” y “exterior”, así como los de “dentro” y “fuera” son, a todas luces, categorías originalmente espaciales. Pertenecen, en consecuencia, primariamente al orden de las realidades corpóreas, es decir, materiales. Sin embargo, es frecuente su utilización también para designar realidades no materiales que trascienden el orden físico (podemos referirnos, por ejemplo, a la belleza interior de alguna persona, y ciertamente no estamos haciendo referencia a la pulcra disposición de sus órganos). No hay por qué presentar quejas al respecto. Las realidades materiales nos son, en cierto sentido, más cercanas y al elaborar nuestros conceptos sobre otras cuestiones menos asequibles para nuestro entendimiento nos resulta no sólo útil y provechoso, sino además inevitable servirnos de las imágenes que, precisamente en cuanto tales, tienen un matiz sensorial y en consecuencia físico. Es conveniente señalar, empero, que estas conveniencias analógicas tienen también sus limitaciones. En el ámbito de lo material no se puede estar a la vez “dentro” y “afuera” de lo mismo. Si alguien está leyendo dentro de su habitación ciertamente no puede estar, en lo que a su cuerpo se refiere, a la vez afuera de la misma. Incluso, bien podríamos decir que cuanto más adentro está el sujeto, más lejos está de estar afuera, y viceversa. Pero en el orden espiritual las cosas parecen funcionar de otra manera. Cuando nos relacionamos cognoscitiva y afectivamente con las cosas, estamos en nosotros mismos y sin embargo, de alguna forma, estamos también en las cosas con las que entramos en relación. Y a la vez, las cosas que son “ajenas” a nosotros y se distinguen de nosotros, están de alguna forma dentro de nosotros. En el ámbito del conocimiento y la afectividad sí parece posible que algo esté  “dentro” y “fuera” a la vez. Y no sólo eso; por paradójico y dificultoso que nos resulte pensarlo, podemos decir en cierto sentido que el sujeto parece estar tanto más fuera cuanto más adentro esté. Pues bien, es en esta aparente paradoja que quisiéramos centrarnos a continuación:
Si es lícito hablar de variaciones en la profundidad con la que captamos las cosas, es porque las cosas mismas admiten diversos grados de hondura. Se las puede captar superficialmente o bien se puede penetrar en ellas paulatinamente más, llegando a su núcleo íntimo. Es como si la realidad estuviera dispuesta en capas diversas y nosotros pudiéramos ir atravesándolas hasta llegar al meollo de la cuestión. Quienquiera le haya dedicado algo de tiempo al conocimiento serio de un asunto cualquiera comprenderá fácilmente a qué hacemos referencia.


Pero hemos dicho también que la posibilidad de penetrar en lo íntimo de las cosas tiene que ver con la disposición del sujeto que en ellas se interna. Lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente, decía Aristóteles y repetían los escolásticos. En un recipiente de poca profundidad no puede entrar mucho contenido, no por demérito del contenido mismo, sino por incapacidad del recipiente. Para que la hondura de lo otro cale en el sujeto, el sujeto mismo ha de ser hondo, y la relación entre ambos podrá ser en consecuencia honda también. De modo que no sólo lo otro, con lo que entramos en relación, está como compuesto por capas, sino también uno mismo. De ahí que sea posible hablar de la variable “ubicación dentro de sí mismo” que tiene el sujeto, de señalar que uno puede estar más en su propia intimidad o menos, más o menos en su propio centro, en su propio núcleo. De ahí también que podamos hablar de un “donde” en el dentro que, como se ha dicho, incide esencialmente en su relación con el afuera.
Aquí se manifiesta entonces la aparente paradoja a la que hacíamos referencia: tanto más se llega a lo de afuera, cuanto más adentro se esté. Para que las cosas puedan manifestarme su profundidad tengo que recibirlas en la propia profundidad. Sólo estando en mi centro profundo podré recibir mucho contenido de aquello que entra en mí.
A ello hace referencia justamente el concepto de concentración: estar en el propio centro y así lograr una mejor captación de las cosas, puesto que más en el propio centro está el sujeto, más podrá llegar al centro de lo otro. Más “en su interior” esté la persona, mejor llegará a aquello que le es “externo”, puesto que aquello “externo” calará más profundamente y mejor en su propia interioridad, en su propio núcleo.
Ese núcleo es lo que en la terminología bíblica y en la tradición filosófica clásica a ella fraterna se denomina corazón, antes de que posteriores tradiciones identificaran el término con la afectividad desapegada del conocimiento. Cuando las cosas son vividas desde el corazón, desde ese núcleo de la persona, llegan a tocar las cuerdas íntimas del sujeto, pues internamente es allí donde el sujeto las recibe. El conocimiento es profundo y la respuesta afectiva, iluminada por ese conocimiento, permite la valoración también profunda de las cosas y la relación óptima con ellas. En ese punto íntimo, el sujeto está verdaderamente presente a sí mismo y en consecuencia puede estar también presente a las cosas. La relación directamente proporcional de esas “presencias” permiten vivir plenamente el presente.
Cuando la ubicación interna del yo, en cambio, no se da en el centro, el sujeto experimenta las cosas desde una ubicación superficial, debido a lo cual no puede recibir a las cosas más que superficialmente. La consecuencia de esa superficialidad es el aburrimiento, puesto que la realidad con la que nos relacionamos se manifiesta insípida, no por demérito de su contenido, sino por la insuficiente disposición del sujeto que no alcanza a saborearla profundamente por estar ausente de su centro. Así, el aburrimiento aparece cuando hay experiencia del vacío, el vacío se experimenta cuando no hay presencia y no hay presencia cuando no hay concentración. Y como consecuencia del aburrimiento surgen la fuga y la dispersión, que terminan siendo remedios que potencian la enfermedad, pues la concentración queda obstaculizada aún más.
Muchas veces solemos identificar la concentración con el desgaste, con algo poco placentero y tedioso, como si se tratara de un árido estado cerebral de dominio despótico sobre nuestra atención. Quizás sea todo un síntoma de lo ajeno que nos resulta en realidad el concepto. La verdadera concentración no sólo no es identificable con el aburrimiento, sino que es el mejor antídoto contra él; no sólo no es desgastante, sino que es el único camino para que la persona se “alimente” verdaderamente con la realidad que la rodea y así adquiera vitalidad y fuerza; no sólo no se opone al placer, sino que es la disposición desde la cual es posible disfrutar los placeres que más enaltecen y  más en plenitud regocijan al ser humano; no sólo no consiste en un dominio despótico sobre uno mismo, sino que es el punto en el que el encuentro consigo mismo se hace posible, ayudando en consecuencia a superar la división y lucha interna mediante una unidad más sólida.

Ciertamente la concentración exige disciplina y esfuerzo, pues las tentaciones para conformarse con una estadía en la superficie son muy grandes, tal vez especialmente en los tiempos que corren. Pero no se trata de un esfuerzo y una disciplina que violenten la naturaleza del hombre, sino de los que le permiten al hombre reencontrarse con su verdadera naturaleza y encauzarse en consonancia con lo que son sus exigencias más naturales y, por lo tanto, menos violentas. Martín Susnik

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