sábado, 20 de junio de 2015

Concentración (un fragmento de Edith Stein)

Un texto de Edith Stein relacionado con nuestra entrada anterior.



"Puede suceder que dos hombres oigan juntos una noticia y capten con razonable claridad su contenido: por ejemplo, la comunicación del regicidio serbio en el verano del 1914. El primero no piensa nada más al respecto, sigue tranquilamente adelante y se encuentra después de pocos minutos ya ocupado con los planes de su viaje de verano. El segundo, en cambio, quedó sacudido en lo más íntimo de sí y ahora contempla mentalmente cómo se prepara una gran guerra europea, se ver arrancado del camino de su vida y envuelto en el gran acontecer: no puede con su pensamiento liberarse de esto y vive únicamente en la expectativa tensa y afiebrada de lo que pueda suceder. La noticia lo golpeó en lo hondo de su interioridad. […]
El <yo> personal se encuentra en lo más íntimo del alma de veras como en su casa. Si él vive aquí, entonces dispone de todas las fuerzas y las puede emplear libremente. Entonces se encuentra también en la posición más adecuada para captar el sentido de todo el acontecer, de manera más inmediata y más abierta para medir las exigencias que se le aproximan, su significado y sus alcances. Se dan pocos hombres que viven de manera tan <recogida>. En la mayoría de los casos, en cambio, el <yo> tiene su lugar de ubicación en la superficie: si bien los <grandes acontecimientos> pueden ocasionalmente sacudirlo y llevarlo a la hondura y a hacer después que trate también de responder al acontecimiento con una actitud adecuada dado un lapso mayor o menor de tiempo, el <yo> suele volver a la superficie. [...] Pero quien vive recogido en la profundidad, ve también las <pequeñas cosas> en un contexto grande; sólo él puede apreciar su importancia, medida con criterios últimos en la justa dirección y regular su actitud conforme a esto. Sólo en él el alma se encuentra en el camino hacia la última perfección y el acabamiento de su ser. Quien sólo ocasionalmente vuelve a la profundidad del alma, para después de nuevo pasar a la superficie, en él la profundidad queda sin formación y hasta puede no desarrollar su fuerza formadora para las nuevas ocasiones que se brindan desde afuera."


E. Stein, Ser finito y ser eterno, pp. 400-405



lunes, 15 de junio de 2015

Concentración


Experiencias variables

La experiencia cotidiana y la observación revelan que nuestra manera de vérnoslas con la realidad adquiere, según el caso, diferentes matices. Algunos se empeñan en explicar este hecho reduciéndolo a conclusiones del tipo “la realidad es diferente para cada uno” o, de manera más tajante, “cada uno tiene su propia realidad”. Sin ponernos a esgrimir argumentos refutadores de posturas semejantes, creemos, sin embargo, que hay otra explicación posible, más coincidente con los hechos e incluso más rica en cuanto a sus conclusiones y corolarios.
Ciertamente, un mismo hecho es capaz de ser visto de manera distinta por distintos sujetos. A veces no hay contradicción porque cada uno lo ve desde perspectivas diferentes y en consecuencia uno observa un aspecto de las cosas y otro observa otro, lo cual es por un lado esperable – una mirada que es por su misma naturaleza limitada tan sólo puede ver un aspecto limitado de la cosa – y por otro también estimulante, pues motiva al diálogo y la mutua enseñanza basada en la complementariedad de las diversas observaciones parciales. Otras veces sí hay contradicción entre lo que ve un sujeto y lo que ve el otro, en cuyo caso el diálogo suele resultar más dificultoso, si bien no imposible o, al menos, no siempre. En otros casos, sin que haya contradicción, podemos notar que uno de los sujetos percibe más que el otro, capta las cosas con mayor detalle y tiene una mejor capacidad de penetración en la realidad. Por último, lo que también ocurre con frecuencia y es tal vez especialmente curioso, es el hecho de que uno mismo capte la misma cosa de diferente manera en diversas ocasiones.
Pongamos por caso: uno lee el mismo libro o ve la misma película o escucha la misma música en varias oportunidades, y el libro o la película o la pieza musical no siempre “dicen lo mismo” en cada una de ellas. En determinadas oportunidades “dicen más”, nos “llegan más”, hacen mayor sintonía con nosotros que en otras. La variable que modifica la profundidad de la experiencia no está en la película o el texto, claro está, pues éste es el mismo. Se trata del mismo libro, la misma película o la misma grabación sonora... ellas no se han modificado. La variable, la diferencia que explica la modificación entre esas experiencias reiteradas debe estar entonces no en la cosa percibida, sino en el sujeto que la percibe, no en la realidad con la que nos relacionamos, sino en la disposición interna de los sujetos que nos relacionamos con ella. Si el mismo texto, en algunas oportunidades “dice más”, es porque en esas oportunidades somos nosotros los que “leemos mejor”; si la misma música, en algunas oportunidades, nos “llega más”, es porque en esas oportunidades nuestros oídos y nuestro corazón están más sensibles.
En efecto, a veces somos más permeables y otras veces menos, estamos más abiertos a aquello con lo cual nos enfrentamos, y si en algunas oportunidades las cosas manifiestan mayor luz, tienen más sabor, alimentan mejor, tocan cuerdas más íntimas de nuestro ser y nos conmueven más, se debe (además del propio contenido de las cosas, desde luego) a nuestra capacidad de captación de aquello que las cosas tienen para decirnos. La disposición interna del sujeto, su dentro, incide esencialmente en su relación con lo que le es externo, su afuera, pues es desde su interior que el sujeto sale al encuentro con lo otro y lo otro, cuando con ello nos relacionamos, viene desde fuera a habitar en nuestro interior.


Paradoja trans-espacial

Los conceptos de “interior” y “exterior”, así como los de “dentro” y “fuera” son, a todas luces, categorías originalmente espaciales. Pertenecen, en consecuencia, primariamente al orden de las realidades corpóreas, es decir, materiales. Sin embargo, es frecuente su utilización también para designar realidades no materiales que trascienden el orden físico (podemos referirnos, por ejemplo, a la belleza interior de alguna persona, y ciertamente no estamos haciendo referencia a la pulcra disposición de sus órganos). No hay por qué presentar quejas al respecto. Las realidades materiales nos son, en cierto sentido, más cercanas y al elaborar nuestros conceptos sobre otras cuestiones menos asequibles para nuestro entendimiento nos resulta no sólo útil y provechoso, sino además inevitable servirnos de las imágenes que, precisamente en cuanto tales, tienen un matiz sensorial y en consecuencia físico. Es conveniente señalar, empero, que estas conveniencias analógicas tienen también sus limitaciones. En el ámbito de lo material no se puede estar a la vez “dentro” y “afuera” de lo mismo. Si alguien está leyendo dentro de su habitación ciertamente no puede estar, en lo que a su cuerpo se refiere, a la vez afuera de la misma. Incluso, bien podríamos decir que cuanto más adentro está el sujeto, más lejos está de estar afuera, y viceversa. Pero en el orden espiritual las cosas parecen funcionar de otra manera. Cuando nos relacionamos cognoscitiva y afectivamente con las cosas, estamos en nosotros mismos y sin embargo, de alguna forma, estamos también en las cosas con las que entramos en relación. Y a la vez, las cosas que son “ajenas” a nosotros y se distinguen de nosotros, están de alguna forma dentro de nosotros. En el ámbito del conocimiento y la afectividad sí parece posible que algo esté  “dentro” y “fuera” a la vez. Y no sólo eso; por paradójico y dificultoso que nos resulte pensarlo, podemos decir en cierto sentido que el sujeto parece estar tanto más fuera cuanto más adentro esté. Pues bien, es en esta aparente paradoja que quisiéramos centrarnos a continuación:
Si es lícito hablar de variaciones en la profundidad con la que captamos las cosas, es porque las cosas mismas admiten diversos grados de hondura. Se las puede captar superficialmente o bien se puede penetrar en ellas paulatinamente más, llegando a su núcleo íntimo. Es como si la realidad estuviera dispuesta en capas diversas y nosotros pudiéramos ir atravesándolas hasta llegar al meollo de la cuestión. Quienquiera le haya dedicado algo de tiempo al conocimiento serio de un asunto cualquiera comprenderá fácilmente a qué hacemos referencia.


Pero hemos dicho también que la posibilidad de penetrar en lo íntimo de las cosas tiene que ver con la disposición del sujeto que en ellas se interna. Lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente, decía Aristóteles y repetían los escolásticos. En un recipiente de poca profundidad no puede entrar mucho contenido, no por demérito del contenido mismo, sino por incapacidad del recipiente. Para que la hondura de lo otro cale en el sujeto, el sujeto mismo ha de ser hondo, y la relación entre ambos podrá ser en consecuencia honda también. De modo que no sólo lo otro, con lo que entramos en relación, está como compuesto por capas, sino también uno mismo. De ahí que sea posible hablar de la variable “ubicación dentro de sí mismo” que tiene el sujeto, de señalar que uno puede estar más en su propia intimidad o menos, más o menos en su propio centro, en su propio núcleo. De ahí también que podamos hablar de un “donde” en el dentro que, como se ha dicho, incide esencialmente en su relación con el afuera.
Aquí se manifiesta entonces la aparente paradoja a la que hacíamos referencia: tanto más se llega a lo de afuera, cuanto más adentro se esté. Para que las cosas puedan manifestarme su profundidad tengo que recibirlas en la propia profundidad. Sólo estando en mi centro profundo podré recibir mucho contenido de aquello que entra en mí.
A ello hace referencia justamente el concepto de concentración: estar en el propio centro y así lograr una mejor captación de las cosas, puesto que más en el propio centro está el sujeto, más podrá llegar al centro de lo otro. Más “en su interior” esté la persona, mejor llegará a aquello que le es “externo”, puesto que aquello “externo” calará más profundamente y mejor en su propia interioridad, en su propio núcleo.
Ese núcleo es lo que en la terminología bíblica y en la tradición filosófica clásica a ella fraterna se denomina corazón, antes de que posteriores tradiciones identificaran el término con la afectividad desapegada del conocimiento. Cuando las cosas son vividas desde el corazón, desde ese núcleo de la persona, llegan a tocar las cuerdas íntimas del sujeto, pues internamente es allí donde el sujeto las recibe. El conocimiento es profundo y la respuesta afectiva, iluminada por ese conocimiento, permite la valoración también profunda de las cosas y la relación óptima con ellas. En ese punto íntimo, el sujeto está verdaderamente presente a sí mismo y en consecuencia puede estar también presente a las cosas. La relación directamente proporcional de esas “presencias” permiten vivir plenamente el presente.
Cuando la ubicación interna del yo, en cambio, no se da en el centro, el sujeto experimenta las cosas desde una ubicación superficial, debido a lo cual no puede recibir a las cosas más que superficialmente. La consecuencia de esa superficialidad es el aburrimiento, puesto que la realidad con la que nos relacionamos se manifiesta insípida, no por demérito de su contenido, sino por la insuficiente disposición del sujeto que no alcanza a saborearla profundamente por estar ausente de su centro. Así, el aburrimiento aparece cuando hay experiencia del vacío, el vacío se experimenta cuando no hay presencia y no hay presencia cuando no hay concentración. Y como consecuencia del aburrimiento surgen la fuga y la dispersión, que terminan siendo remedios que potencian la enfermedad, pues la concentración queda obstaculizada aún más.
Muchas veces solemos identificar la concentración con el desgaste, con algo poco placentero y tedioso, como si se tratara de un árido estado cerebral de dominio despótico sobre nuestra atención. Quizás sea todo un síntoma de lo ajeno que nos resulta en realidad el concepto. La verdadera concentración no sólo no es identificable con el aburrimiento, sino que es el mejor antídoto contra él; no sólo no es desgastante, sino que es el único camino para que la persona se “alimente” verdaderamente con la realidad que la rodea y así adquiera vitalidad y fuerza; no sólo no se opone al placer, sino que es la disposición desde la cual es posible disfrutar los placeres que más enaltecen y  más en plenitud regocijan al ser humano; no sólo no consiste en un dominio despótico sobre uno mismo, sino que es el punto en el que el encuentro consigo mismo se hace posible, ayudando en consecuencia a superar la división y lucha interna mediante una unidad más sólida.

Ciertamente la concentración exige disciplina y esfuerzo, pues las tentaciones para conformarse con una estadía en la superficie son muy grandes, tal vez especialmente en los tiempos que corren. Pero no se trata de un esfuerzo y una disciplina que violenten la naturaleza del hombre, sino de los que le permiten al hombre reencontrarse con su verdadera naturaleza y encauzarse en consonancia con lo que son sus exigencias más naturales y, por lo tanto, menos violentas. Martín Susnik

martes, 2 de junio de 2015

"Sé lo que eres" (eidopóiesis)


Del griego "conócete a ti mismo"


Cambio y libertad


Los seres de la naturaleza estamos sometidos al paso del tiempo, es decir, pertenece a nuestra realidad la inevitabilidad del cambio. No podemos no cambiar, no somos libres de obedecer o no a esta ley natural. El cambio y el paso del tiempo, sin embargo, manifiesta un doble rostro: tiene algo de negativo (implica desgaste, envejecimiento, corrupción…) pero también algo de positivo (posibilita la maduración, el crecimiento, el progreso). Los entes no-racionales (sean éstos causa de su cambio, como los entes vivos, o dependan para cambiar exclusivamente de factores externos, como los entes inertes) están encadenados al proceso de cambio siguiendo leyes relativamente fijas. El “proyecto” de su existencia en devenir se halla predeterminado por normas que escapan a su iniciativa. En cambio, en el caso del hombre las modificaciones que se producen tienen lugar de manera muy distinta. Si bien el hombre tampoco tiene libertad para decidir cambiar o no (y algunos de sus cambios también obedecen a layes naturales sobre las cuales no tiene dominio), el hombre sí tiene libertad para direccionar algunos de sus cambios en base a las propias decisiones. El ser humano, por su libertad, tiene en sus manos el timón de su propia existencia y es, en consecuencia, artífice de su propio destino, en buena medida. Claro está que muchas cosas le suceden sin que él intervenga con su elección, pero el hombre tiene la particularidad de ser dueño de sí mismo y la posibilidad de elegir qué es lo que quiere hacer de sí mismo a lo largo de su cambiante existencia. Esto es lo que brinda al ser humano un valor y una dignidad especial, pero implica también el peligro de acertar o no en las decisiones que dirigen sus cambios.

El llamado a la eidopóiesis


Por la ya mencionada libertad, este proceso de cambio adquiere en el hombre algunas particularidades de relevancia moral. Intentaremos señalarlas haciendo referencia a dos modos distintos de encarar los cambios en el caso del hombre: parállaxis y eidopóiesis.

Parállaxis (del griego pará, “hacia” y allo, “otro”). Es el cambio hacia otra cosa, hacia algo distinto; es el cambio de tipo alterativo (del latín alterum, otro). Supongamos el caso de alguien que continuamente cambia de rumbo en algún aspecto: en sus amores, en sus estudios, en sus intereses, en sus ocupaciones… A primera vista podría parecer que hay allí mucha vitalidad, mucho movimiento y dinamismo, incluso podría parecer que hay mucho avance, pues siempre encara alguna cosa nueva, desechando lo anterior, sin estancarse en ninguna cosa en particular. Pero si se piensa detenidamente, se observará que esa supuesta dinamicidad es más bien un engaño; está más ceca de la quietismo de  lo que se sospecharía en un principio. Quien da un paso en una dirección, luego otro en otra, luego vuelve a cambiar de rumbo, y luego vuelve a cambiar… ¿hacia dónde se dirige en definitiva? ¿Ha habido allí verdadero avance? Más bien parecería que el sujeto casi no se ha alejado del punto cero de su camino (puesto que, en realidad, no hay “camino”) y que, por cambiar alterativamente a cada paso, lo suyo es un incesante tener que volver a empezar una y otra vez desde el principio. Casi no se ha alejado del punto de partida y casi no podría en este caso hablarse de progreso alguno. En el cambio permanente hacia otra cosa parece haber mucha vitalidad, pero en realidad se produce una curiosa forma de estancamiento. Por ejemplo, quien en sus relaciones continuamente pasa a “otro” podrá parecer portador de una vida afectiva muy dinámica, pero sus relaciones y difícilmente superen los pasos iniciales y alcancen la madurez y profundidad que se adquiere a través de la permanencia y la fidelidad. Quien continuamente cambia el tema de sus estudios, podrá juntar información muy diversa, pero difícilmente logre profundizar y encontrar un conocimiento sólido sobre algún tema.
La parállaxis pone en evidencia que no hay verdadero cambio si no hay permanencia. Solemos pensar cambio y permanencia como realidades opuestas, pero de hecho están íntimamente relacionados: sólo puede cambiar y progresar algo que, a través del cambio, ha permanecido de alguna manera el mismo.
En el hombre reviste esto una importancia radical, en especial en lo que a su relación consigo mismo se refiere. El ser humano es, en la naturaleza, el que corre el peligro de no ser fiel a sí mismo, de querer convertirse en otro, de ir ad alterum y por tanto adulterarse, es decir, de querer ser algo o alguien que no es. Evidentemente aquí es imposible el progreso e inevitable el fracaso. Filosóficamente hablando, el cambio es actualización de una potencialidad, es decir la adquisición de una perfección que antes no se tenía. Pero si bien previamente no se poseía esa perfección, sí se estaba ya en “posibilidad de adquirirla”. El paso de esta posibilidad a su realidad (paso de estar en potencia a estar en acto, diría Aristóteles) es en lo que justamente consiste el cambio. Pero uno no puede actualizar otras potencialidades que no sean las propias. Éstas pueden ser muchas, sin duda, pero que sean muchas no quiere decir que sean infinitas ni que sean todas. Como ser finito que es, el hombre posee potencialidades limitadas; no puede serlo todo ni puede ser todos. Solamente puede llegar a ser él mismo, solamente puede avanzar si es coherente consigo y fiel a sí. Pero para eso hay que buscar una vía distinta de la parállaxis.

Eidopóiesis: (del griego eidos, “esencia” y póiesis, “realización”, “desarrollo”) A diferencia del cambio paraláctico, el cambio eidopoiético consiste en el movimiento de realización de la propia esencia (kínesis eidopoiós). Es el cambio de aquel que se mantiene fiel a sí mismo, de aquel que verdaderamente crece puesto que no busca ser quien no es, sino que conociendo sus potencialidades se preocupa por llevarlas a la actualización y así logra ser él mismo cada vez más, creciendo en identidad, integridad y consistencia. No es estancamiento, porque hay cambio; pero no un cambio alterativo que adultera y falsea, llevando al fracaso y a la frustración, sino el cambio perfectivo que implica permanencia. Así, quien permanece fiel a sí mismo y crece siendo cada vez más el que es, se mantiene también fiel a las cosas que son “lo suyo” (intereses, ocupaciones, amores, estudios), profundizando en ellas, encontrando siempre algo novedoso dentro de lo mismo en lugar de cambiar de rumbo a cada paso. Y, a su vez, eligiendo una y otra vez lo que es “lo suyo” se elije cada vez más a sí mismo. Aquí hay progreso porque hay camino, y hay camino porque la marcha mantiene una misma dirección.
Cada uno de nosotros no solamente es, sino que es de un modo que le es propio. Cada cual tiene su modo de ser, único e irrepetible. Ese modo de ser es la esencia de cada uno, que nos impone un límite (nos hace ser hasta-aquí), pero un límite positivo, ya que es gracias a ese límite que somos quienes somos y no otros, ni nos diluimos en una totalidad impersonal. Ahora bien, esta esencia no está ya plenificada desde un comienzo, sino que necesita trabajo. Un trabajo que ha de respetar ese límite, pero ha de procurar desarrollar todo lo que se pueda desarrollar dentro del marco que éste impone.[1]  
No podemos no cambiar, decíamos al comienzo. Pero de nosotros depende si hemos de cambiar para ser cada vez más plenamente nosotros mismos, o si hemos de adulterarnos intentando ser alguien que en realidad no somos, ni seremos.




En la frustración hay ante todo un engaño, es decir, que la realización de un impulso, de un deseo, de una volición está vinculada estrechamente al acierto y que, si no hemos acertado, nos hemos frustrado. Entonces no es solamente un problema de impulso, de energía, de tendencia, sino también de adonde va este impulso, si va al centro, si está acertado o está desacertado.
La frustración tiene mucho de desacierto. El desacierto es absolutamente inevitable si la realidad acerca de mí no me interesa, pues de esta manera pierdo de vista lo que me conviene. La elección entre varios valores, su comparación, es posible si tengo claro qué es aquello que de veras quiero. Si no conozco la verdad acerca de mí mismo, no puedo decidir bien. El conocimiento de sí mismo es una sólida valla contra la frustración, contra las críticas extremas y produce no ya insensibilidad, pero sí una cierta independencia frente al qué dirán. [...]
Toda la vida ética está marcada entre dos principios. Uno es el “Conócete a ti mismo”, inscripto en el Oráculo de Delfos, en Grecia, y del cual hizo un programa de filosofía Sócrates. Hay que entenderlo dinámicamente: conocerme siempre más y mejor. Es el punto de partida de toda vida ética, de toda realización personal. El segundo dice: “Sé lo que eres”. Es del poeta griego Píndaro. Sé actualmente lo que ya eres potencialmente. En la medida en que nos estamos conociendo como somos, tenemos que realizarnos. [...]
El hombre bueno es un hombre perfecto. El concepto de lo perfecto ha quedado recubierto de polvo y olvido en los últimos siglos. Es muy difícil decir qué significa “perfecto”, qué es la perfección moral. Todo esfuerzo ético es un esfuerzo de perfección. Los términos que significan virtud moral significan en el fondo perfección, son términos positivos, de realización. [...]
El hombre necesita llegar a lo alto, pero no puede ser perfecto si no lo es en su línea. Tiene que elaborar su rostro, explicitar sus posibilidades, no las de su vecino.

E. Komar, La verdad como vigencia y dinamismo, Sabiduría Cristiana, p. 24-25


He de querer ser el que soy: querer ser yo realmente, y sólo yo. Debo ponerme en mi yo, tal como es, asumiendo la tarea que con eso me está propuesta en el mundo. La forma básica de todo lo que se llama “oficio”, “vocación”; pues desde ahí me acerco a las cosas, y hacia ahí asumo las cosas.
[...]
Debo renunciar a tener cualidades que me están rehusadas; debo reconocer mis límites y mantenerlos. Esto no significa la renuncia al esfuerzo de elevarse. Eso puedo y debo hacerlo; pero en la línea de lo que se me ha dado... Tampoco puedo sucumbir al resentimiento, esa actitud que revela que no he aceptado realmente ni he renunciado de veras, y que consiste en hacer malo lo que se me ha rehusado.
En la raíz de todo está el acto por el cual me acepto a mí mismo. Debo estar de acuerdo con ser el que soy. De acuerdo con tener las propiedades que tengo. De acuerdo con estar en los límites que se me han trazado.
R. Guardini, La aceptación de sí mismo, Lumen, p. 19-23




[1] “El hombre, en efecto, nunca «es», sino que «deviene»; el hombre nunca puede decir «yo soy el que soy», sino «yo soy el que llega a ser», o «yo llego a ser el que soy»: llego a ser actu (en realidad) el que «soy» en potencia (posibilidad). Sólo Dios puede decir «yo soy el que soy»; sólo él puede llamarse así. Porque Dios es actus purus, es potencia actuada, posibilidad realizada. En Dios hay una congruencia de existencia y modo de ser, de existencia y esencia. Pero en el hombre el ser, por una parte, y el poder y el deber ser, por otra, discrepan siempre entre sí. Esta discrepancia, esta distancia entre la existencia y la esencia, es lo propio del ser humano. Si el sentido del ser humano estriba en reducir esta discrepancia, en acortar esta distancia, en una palabra: en aproximar la existencia a la esencia, no se puede olvidar que nunca se trata de «la» esencia, como sería una esencia «del» hombre que el hombre tuviese que realizar o representar, sino de la esencia propia de cada uno; se trata de la realización de la posibilidad axiológica reservada a cada individuo. La máxima «llega a ser el que eres» no significa sólo «llega a ser el que puedes y debes ser», sino también «llega a ser lo único que puedes y debes ser». No se trata sólo de que yo sea hombre, sino de que llegue a ser yo mismo.” V. Frankl, El hombre doliente, p. 118
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