Obedecemos.
Lo hacemos con mucha frecuencia, de hecho. Quizás hasta nos sorprendería
descubrir, si nos sentáramos a pensarlo, cuántas de nuestras acciones a lo
largo del día se deben a algún tipo de obediencia. Y a más de uno este
descubrimiento, además de sorpresa, le generaría cierto estupor. ¿No éramos
acaso personas libres? ¿No nos sentíamos soberanos de nuestras acciones? ¿Cómo
compatibilizar esa idea con el hecho de que son tantas las veces que nos
comportamos de manera “obediente”?
Quizás
uno de los que más ha protestado contra el carácter obediente del hombre de
nuestros siglos fue Nietzsche. En una página de “Más allá del bien y del mal”
(1885) sugiere que la obediencia ha sido a tal punto cultivada y ensayada entre
los hombres que la necesidad de obedecer se terminó convirtiendo en algo innato
para el ser humano. Poco importa a la conciencia cuál sea el contenido de esa
obediencia, sugiere el filósofo; sin ser demasiado selectivos, llenamos con
algún imperativo ese “tú debes” formal que casi ha pasado a ser parte de
nuestra naturaleza. Según Nietzsche, esto sucede en desmedro del arte de
mandar, provocando escasez de hombres que puedan ejercer dicho arte, o bien
haciendo que aún los que mandan, a fin de evitar ellos la “mala conciencia”, se
engañen a sí mismos creyéndose obedientes respecto a algo superior (“el
pueblo”, “el bien común”, etc.).[1]
Contra ellos alza su voz Zaratustra señalándolos de hipócritas: “La mayor
hipocresía que vi en ellos es que incluso quienes mandan fingen las virtudes de
los que obedecen. «Yo sirvo, tú sirves, nosotros servimos» sermonean esos
gobernantes hipócritas. ¡Pobres de aquellos entre los cuales el primer señor no
es más que el primer servidor!”[2]
Las
observaciones de Nietzsche, a pesar de su casi siglo y medio de edad, no han
perdido vigencia. Quizás incluso tengan mayor validez en nuestro tiempo. Son
numerosos los ámbitos en los que es posible observar el carácter gregario (“de
rebaño”) de buena parte de la sociedad contemporánea, su “dejarse arrastrar”
por imperativos externos con una sumisa obediencia – tal vez con la
particularidad de que esos mandatos han perfeccionado el arte de la sutileza
con el fin de tornarse lo menos perceptibles que se pueda en sus métodos y lo
menos visibles en la identificación de sus fuentes. Quienes dan origen a dichos
imperativos han captado con el tiempo las ventajas de utilizar la persuasión
inconsciente y esconderse en la impersonalidad del anonimato. Los ejemplos
pueden buscarse tanto en los asuntos superficiales como en los de mayor peso
específico: desde la marca de indumentaria o el tipo de dispositivo electrónico
para comunicarse, hasta la tendencia a ser “consumidor”, a la alienación, a la
manipulación en lo referente a ideas estéticas, morales, políticas, religiosas…
No es dificultoso encontrar sujetos que hacen lo que hacen, que opinan lo que
opinan, que eligen lo que eligen porque, en el fondo, están obedeciendo a una
fuerza que les es ajena y que les indica (con persuasiva sutileza, como
decíamos) qué es lo que deben hacer, pensar o elegir, a punto tal que –en
rigor– no son ellos los que eligen, ni los que en verdad piensan, ni los
auténticos autores de sus acciones.
Sobre
esto se ha escrito ya bastante, se sigue escribiendo y es de esperar que se
insista con ello en el futuro. Bienvenida sea la insistencia de aquellos
observadores que nos ayudan a mantenernos alertas frente a la siempre presente
posibilidad de caer en la tentación de la enajenación, le manipulación y la
inautenticidad.
Ahora
bien, ¿cómo enfrentar el problema? ¿Cómo ofrecer resistencia ante esa
manipulación? ¿Cuál es la actitud alternativa que pudiese rescatar al hombre de
esa “obediencia” enajenante?
Una
primer idea, en cierto modo pueril (o “adolescente”, si se prefiere), sería
dedicarse a des-obedecer. Utilizamos el término en el sentido de hacer lo
contrario a lo que supondría la obediencia, es decir, ir en dirección contraria
al mandato que se recibe. Sin embargo, de lo que adolece dicha alternativa es
de verdadera autonomía; la supuesta independencia del desobediente crónico, de
aquel que hace lo contrario a lo que le dicen que haga, es meramente aparente.
Su obrar depende igualmente de las indicaciones que recibe, como puede
observarse, y está a ellas igualmente subordinado, sólo que para hacer lo
contrario. Se trata de una suerte de sumisión
negativa o subordinación al revés,
es decir, es una oposición subordinada. Este sujeto hace lo que hace porque le
dijeron que haga otra cosa, como aquel joven que se empecina en no limpiar su
cuarto, no porque no quiera hacerlo, sino porque le ordenaron que lo hiciera.
Más
consistente podría parecer la alternativa de la no-obediencia. Aquí la
subordinación parece ser vencida, pues ya no se trata de una reacción en dirección
diametralmente opuesta al mandato recibido, sino más bien de una no-reacción.
El no-obediente no reacciona, es indiferente, simplemente no se deja guiar por
nada ni nadie. Sus oídos son sordos a toda indicación que proviniera de otro.
Sin embargo, esta indiferencia frente a toda heteronomía posible deja a la
voluntad librada a su propio capricho. Ello puede parecer liberador en primera
instancia, lo sabemos, pero a la larga deja entrever no pocas dificultades. La
voluntad librada a sí misma queda vacía de contenido y carece por ello de todo
tipo de motivaciones (su única motivación debería ser ella misma, si pretende
ser rigurosamente independiente, pero esto atentaría contra su propia
naturaleza). También quedaría privada de referentes: “todo da lo mismo” debería
ser su eslogan de cabecera, si en rigor pretende ser autónoma. Y, en
definitiva, la falta de valores que movilicen o de pautas que orienten y den
alguna referencia parecen estar más cerca del debilitamiento de la voluntad que
de su fortalecimiento. La experiencia del “todo da lo mismo” más que conducir
al hombre a la liberación parece arrastrarlo a un estado de confusión, de
consecuente inseguridad, inmadurez, indecisión, inhibición y ausencia de
espontaneidad, características estas que están en las antípodas de la persona
verdaderamente libre y que predisponen al sujeto a dejarse manipular desde
fuera más fácilmente.
Esta
segunda alternativa, la de la no-obediencia existencial, era probablemente la
que seducía a Nietzsche con la esperanza puesta en la llegada del Superhombre.
Se trataría de aquel más-que-hombre que impone su voluntad como si fuera ley,
que decide qué es lo bueno y lo malo, que es la rueda que se pone en movimiento
por sí misma, que está más allá del bien y del mal, que manda, que crea sus
propios valores, que es “el sentido de la tierra”. Pero da la sensación de que
(¿por ahora?) el Superhombre no ha aparecido por estos pagos. Por el contrario,
parece haberse propagado y profundizado el espíritu gregario, la automatización
de los diversos aspectos de la vida humana, la manipulación y la enajenación.
Cabría preguntarse si esa búsqueda del Superhombre no ha conducido a la rebaja
de lo humano en lugar de a su superación y si no es esto un posible argumento
ilustrativo para repensar la viabilidad de las esperanzas nietzscheanas. Que la
obediencia enajenada se haya extendido en nuestro tiempo quizás no se deba al
fracaso de la enseñanza de Nietzsche, sino a su éxito…
Si
la subordinada rebeldía de la desobediencia crónica y la no liberadora
propuesta de la indiferente no-obediencia no logran resolver la cuestión que
planteábamos al comienzo, ¿cómo encontrarle entonces una vuelta al asunto? ¿No
queda otra que resignarse a obedecer y renunciar a los deseos de libertad y espontaneidad?
¿O hay alguna posibilidad de que la libertad quede salvaguardada en la
obediencia?
En
una esquina del Gran Buenos Aires sureño, a modo de pintada sobre un paredón,
rezaba hasta hace poco la frase “Obediencia no es libertad” (aunque intuyo que hubiese
sido más efectivo y más fiel a la idea del autor formularla de la siguiente
manera: “Obediencia es no-libertad”). Este es el supuesto que hasta aquí no
hemos considerado críticamente: que obediencia
y libertad son dos conceptos
mutuamente excluyentes. ¿Lo son en
verdad? Hay una tendencia a creer que sí, y eso es fácil de explicar. La libertad significa poder elegir qué
querer hacer y, eventualmente, poder hacerlo.[3]
Libertad implica ausencia tanto de
impedimentos como de imposiciones ajenas a la voluntad propia. La obediencia, en cambio, implicaría hacer
caso a una orden que proviene de afuera, es decir, obrar de determinada manera
no por propia voluntad sino por sometimiento a otro, a una voluntad ajena. Con
lo dicho la incompatibilidad entre ambas parece evidente.
Sin
embargo, lo que no solemos considerar es la posibilidad de que la voluntad
propia coincida de alguna manera con la voluntad de un otro, logrando así que
ésta deje en cierta forma de resultar “ajena” para aquella. En la obediencia el
mandato proviene ciertamente de fuera, pero esto todavía no significa que deba
resultar para el sujeto algo extraño o violento, puesto que no necesariamente
ha de oponerse a su propio querer personal.
No
se nos malinterprete. Hay una manera de introyectar lo externo que es
enajenante y que, en última instancia, consiste en la sumisión. En ese caso la
obediencia aparece por la propia debilidad – la inconsistencia interior da
lugar a una colonización de la personalidad y genera la aparición de un
pseudo-yo.[4]
Esa obediencia, en cierto sentido, también podría denominarse “voluntaria” y
consiste en dejarse manipular. Si se la llama “voluntaria” será para señalar
simplemente que no se ofrece ante ella resistencia, pero no porque tenga en
ella la voluntad del sujeto una participación propiamente activa. Es una señal
de absoluta e infecunda pasividad. No nos referíamos a eso aquí.
La
alternativa que proponemos no es la de una voluntad “manejada”, por más
subliminalmente que lo esté siendo, ni de un yo que sea anulado en su actividad
espontánea, sino de una voluntad que es “llamada” a seguir una senda sugerida
por un mandato, pero que, en caso de responder obedientemente a ese llamado, lo
hace por haber internalizado con convicción auténticamente personal el imperio
que originalmente tiene su fuente en otro. Se trata de una interiorización de
algo originariamente externo, de lo cual la propia interioridad se nutre sin
perder la propia consistencia, sino por el contrario, fortaleciéndose a la vez
con esa “nutrición”.[5]
Para
eso es necesario que la obediencia no sea ciega,
sino lúcida. Que no se deje arrastrar pasivamente en las sombras, sino que
acepte caminar activamente por sendas iluminadas. Se trata de una luz que le ha
sido indicada, es cierto, pero que el obediente mismo logra percibir de alguna
forma y a la que adhiere sin menoscabo de su libertad. La indicación, el “mandato”
debe incluir para ello una señalización de esa luz, debe ser un mandato
iluminador. Y el sujeto que obedece debe tener atentos los oídos[6]
y los ojos, no sólo para captar con claridad lo que se le manda, sino también
para tener razones valederas por las cuales abrazar ese mandato sin perder
espontaneidad en ello.
[1] F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Ed. Folio,
Navarra, 1999, § 199, p. 128-129
[2] F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, Colección Nogal,
España, p. 172
[3] Sobre la distinción entre la libertad en el obrar y en el querer véase nuestra entrada: Sueño de libertad
[4] Tomamos la expresión de E.
Fromm, El miedo a la libertad,
Paidós, Buenos Aires, 2004, p. 200: “Esta sustitución de seudoactos
en el lugar de los pensamientos, sentimientos y voliciones originales, conduce,
finalmente, a reemplazar el yo original por un seudoyó. el primero es el yo que
origina las actividades mentales. El seudoyó, en cambio, es tan sólo un agente
que, en realidad, representa la función que se espera deba cumplir la persona,
pero que se comporta como si fuera el verdadero yo.”
[5] Nietzsche también decía que el
espíritu se parece al estómago (cfr. Más
allá del bien y del mal,§ 230) aunque los supuestos en los que aquí nos
apoyamos difieren de los del filósofo alemán.
[6] Etimológicamente “obedecer”
proviene del latín ob-audire.