sábado, 26 de diciembre de 2015

¿Obedecer?

Obedecemos. Lo hacemos con mucha frecuencia, de hecho. Quizás hasta nos sorprendería descubrir, si nos sentáramos a pensarlo, cuántas de nuestras acciones a lo largo del día se deben a algún tipo de obediencia. Y a más de uno este descubrimiento, además de sorpresa, le generaría cierto estupor. ¿No éramos acaso personas libres? ¿No nos sentíamos soberanos de nuestras acciones? ¿Cómo compatibilizar esa idea con el hecho de que son tantas las veces que nos comportamos de manera “obediente”?
Quizás uno de los que más ha protestado contra el carácter obediente del hombre de nuestros siglos fue Nietzsche. En una página de “Más allá del bien y del mal” (1885) sugiere que la obediencia ha sido a tal punto cultivada y ensayada entre los hombres que la necesidad de obedecer se terminó convirtiendo en algo innato para el ser humano. Poco importa a la conciencia cuál sea el contenido de esa obediencia, sugiere el filósofo; sin ser demasiado selectivos, llenamos con algún imperativo ese “tú debes” formal que casi ha pasado a ser parte de nuestra naturaleza. Según Nietzsche, esto sucede en desmedro del arte de mandar, provocando escasez de hombres que puedan ejercer dicho arte, o bien haciendo que aún los que mandan, a fin de evitar ellos la “mala conciencia”, se engañen a sí mismos creyéndose obedientes respecto a algo superior (“el pueblo”, “el bien común”, etc.).[1] Contra ellos alza su voz Zaratustra señalándolos de hipócritas: “La mayor hipocresía que vi en ellos es que incluso quienes mandan fingen las virtudes de los que obedecen. «Yo sirvo, tú sirves, nosotros servimos» sermonean esos gobernantes hipócritas. ¡Pobres de aquellos entre los cuales el primer señor no es más que el primer servidor!”[2]
Las observaciones de Nietzsche, a pesar de su casi siglo y medio de edad, no han perdido vigencia. Quizás incluso tengan mayor validez en nuestro tiempo. Son numerosos los ámbitos en los que es posible observar el carácter gregario (“de rebaño”) de buena parte de la sociedad contemporánea, su “dejarse arrastrar” por imperativos externos con una sumisa obediencia – tal vez con la particularidad de que esos mandatos han perfeccionado el arte de la sutileza con el fin de tornarse lo menos perceptibles que se pueda en sus métodos y lo menos visibles en la identificación de sus fuentes. Quienes dan origen a dichos imperativos han captado con el tiempo las ventajas de utilizar la persuasión inconsciente y esconderse en la impersonalidad del anonimato. Los ejemplos pueden buscarse tanto en los asuntos superficiales como en los de mayor peso específico: desde la marca de indumentaria o el tipo de dispositivo electrónico para comunicarse, hasta la tendencia a ser “consumidor”, a la alienación, a la manipulación en lo referente a ideas estéticas, morales, políticas, religiosas… No es dificultoso encontrar sujetos que hacen lo que hacen, que opinan lo que opinan, que eligen lo que eligen porque, en el fondo, están obedeciendo a una fuerza que les es ajena y que les indica (con persuasiva sutileza, como decíamos) qué es lo que deben hacer, pensar o elegir, a punto tal que –en rigor– no son ellos los que eligen, ni los que en verdad piensan, ni los auténticos autores de sus acciones.

Sobre esto se ha escrito ya bastante, se sigue escribiendo y es de esperar que se insista con ello en el futuro. Bienvenida sea la insistencia de aquellos observadores que nos ayudan a mantenernos alertas frente a la siempre presente posibilidad de caer en la tentación de la enajenación, le manipulación y la inautenticidad.
Ahora bien, ¿cómo enfrentar el problema? ¿Cómo ofrecer resistencia ante esa manipulación? ¿Cuál es la actitud alternativa que pudiese rescatar al hombre de esa “obediencia” enajenante?
Una primer idea, en cierto modo pueril (o “adolescente”, si se prefiere), sería dedicarse a des-obedecer. Utilizamos el término en el sentido de hacer lo contrario a lo que supondría la obediencia, es decir, ir en dirección contraria al mandato que se recibe. Sin embargo, de lo que adolece dicha alternativa es de verdadera autonomía; la supuesta independencia del desobediente crónico, de aquel que hace lo contrario a lo que le dicen que haga, es meramente aparente. Su obrar depende igualmente de las indicaciones que recibe, como puede observarse, y está a ellas igualmente subordinado, sólo que para hacer lo contrario. Se trata de una suerte de sumisión negativa o subordinación al revés, es decir, es una oposición subordinada. Este sujeto hace lo que hace porque le dijeron que haga otra cosa, como aquel joven que se empecina en no limpiar su cuarto, no porque no quiera hacerlo, sino porque le ordenaron que lo hiciera.
Más consistente podría parecer la alternativa de la no-obediencia. Aquí la subordinación parece ser vencida, pues ya no se trata de una reacción en dirección diametralmente opuesta al mandato recibido, sino más bien de una no-reacción. El no-obediente no reacciona, es indiferente, simplemente no se deja guiar por nada ni nadie. Sus oídos son sordos a toda indicación que proviniera de otro. Sin embargo, esta indiferencia frente a toda heteronomía posible deja a la voluntad librada a su propio capricho. Ello puede parecer liberador en primera instancia, lo sabemos, pero a la larga deja entrever no pocas dificultades. La voluntad librada a sí misma queda vacía de contenido y carece por ello de todo tipo de motivaciones (su única motivación debería ser ella misma, si pretende ser rigurosamente independiente, pero esto atentaría contra su propia naturaleza). También quedaría privada de referentes: “todo da lo mismo” debería ser su eslogan de cabecera, si en rigor pretende ser autónoma. Y, en definitiva, la falta de valores que movilicen o de pautas que orienten y den alguna referencia parecen estar más cerca del debilitamiento de la voluntad que de su fortalecimiento. La experiencia del “todo da lo mismo” más que conducir al hombre a la liberación parece arrastrarlo a un estado de confusión, de consecuente inseguridad, inmadurez, indecisión, inhibición y ausencia de espontaneidad, características estas que están en las antípodas de la persona verdaderamente libre y que predisponen al sujeto a dejarse manipular desde fuera más fácilmente.
Esta segunda alternativa, la de la no-obediencia existencial, era probablemente la que seducía a Nietzsche con la esperanza puesta en la llegada del Superhombre. Se trataría de aquel más-que-hombre que impone su voluntad como si fuera ley, que decide qué es lo bueno y lo malo, que es la rueda que se pone en movimiento por sí misma, que está más allá del bien y del mal, que manda, que crea sus propios valores, que es “el sentido de la tierra”. Pero da la sensación de que (¿por ahora?) el Superhombre no ha aparecido por estos pagos. Por el contrario, parece haberse propagado y profundizado el espíritu gregario, la automatización de los diversos aspectos de la vida humana, la manipulación y la enajenación. Cabría preguntarse si esa búsqueda del Superhombre no ha conducido a la rebaja de lo humano en lugar de a su superación y si no es esto un posible argumento ilustrativo para repensar la viabilidad de las esperanzas nietzscheanas. Que la obediencia enajenada se haya extendido en nuestro tiempo quizás no se deba al fracaso de la enseñanza de Nietzsche, sino a su éxito…



Si la subordinada rebeldía de la desobediencia crónica y la no liberadora propuesta de la indiferente no-obediencia no logran resolver la cuestión que planteábamos al comienzo, ¿cómo encontrarle entonces una vuelta al asunto? ¿No queda otra que resignarse a obedecer y renunciar a los deseos de libertad y espontaneidad? ¿O hay alguna posibilidad de que la libertad quede salvaguardada en la obediencia?
En una esquina del Gran Buenos Aires sureño, a modo de pintada sobre un paredón, rezaba hasta hace poco la frase “Obediencia no es libertad” (aunque intuyo que hubiese sido más efectivo y más fiel a la idea del autor formularla de la siguiente manera: “Obediencia es no-libertad”). Este es el supuesto que hasta aquí no hemos considerado críticamente: que obediencia y libertad son dos conceptos mutuamente excluyentes.  ¿Lo son en verdad? Hay una tendencia a creer que sí, y eso es fácil de explicar. La libertad significa poder elegir qué querer hacer y, eventualmente, poder hacerlo.[3] Libertad implica ausencia tanto de impedimentos como de imposiciones ajenas a la voluntad propia. La obediencia, en cambio, implicaría hacer caso a una orden que proviene de afuera, es decir, obrar de determinada manera no por propia voluntad sino por sometimiento a otro, a una voluntad ajena. Con lo dicho la incompatibilidad entre ambas parece evidente.
Sin embargo, lo que no solemos considerar es la posibilidad de que la voluntad propia coincida de alguna manera con la voluntad de un otro, logrando así que ésta deje en cierta forma de resultar “ajena” para aquella. En la obediencia el mandato proviene ciertamente de fuera, pero esto todavía no significa que deba resultar para el sujeto algo extraño o violento, puesto que no necesariamente ha de oponerse a su propio querer personal.
No se nos malinterprete. Hay una manera de introyectar lo externo que es enajenante y que, en última instancia, consiste en la sumisión. En ese caso la obediencia aparece por la propia debilidad – la inconsistencia interior da lugar a una colonización de la personalidad y genera la aparición de un pseudo-yo.[4] Esa obediencia, en cierto sentido, también podría denominarse “voluntaria” y consiste en dejarse manipular. Si se la llama “voluntaria” será para señalar simplemente que no se ofrece ante ella resistencia, pero no porque tenga en ella la voluntad del sujeto una participación propiamente activa. Es una señal de absoluta e infecunda pasividad. No nos referíamos a eso aquí.
La alternativa que proponemos no es la de una voluntad “manejada”, por más subliminalmente que lo esté siendo, ni de un yo que sea anulado en su actividad espontánea, sino de una voluntad que es “llamada” a seguir una senda sugerida por un mandato, pero que, en caso de responder obedientemente a ese llamado, lo hace por haber internalizado con convicción auténticamente personal el imperio que originalmente tiene su fuente en otro. Se trata de una interiorización de algo originariamente externo, de lo cual la propia interioridad se nutre sin perder la propia consistencia, sino por el contrario, fortaleciéndose a la vez con esa “nutrición”.[5]
Para eso es necesario que la obediencia no sea ciega, sino lúcida. Que no se deje arrastrar pasivamente en las sombras, sino que acepte caminar activamente por sendas iluminadas. Se trata de una luz que le ha sido indicada, es cierto, pero que el obediente mismo logra percibir de alguna forma y a la que adhiere sin menoscabo de su libertad. La indicación, el “mandato” debe incluir para ello una señalización de esa luz, debe ser un mandato iluminador. Y el sujeto que obedece debe tener atentos los oídos[6] y los ojos, no sólo para captar con claridad lo que se le manda, sino también para tener razones valederas por las cuales abrazar ese mandato sin perder espontaneidad en ello.






[1] F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Ed. Folio, Navarra, 1999,  § 199, p. 128-129
[2] F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, Colección Nogal, España, p. 172
[3] Sobre la distinción entre la libertad en el obrar y en el querer véase nuestra entrada: Sueño de libertad
[4] Tomamos la expresión de E. Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 2004, p. 200: “Esta sustitución de seudoactos en el lugar de los pensamientos, sentimientos y voliciones originales, conduce, finalmente, a reemplazar el yo original por un seudoyó. el primero es el yo que origina las actividades mentales. El seudoyó, en cambio, es tan sólo un agente que, en realidad, representa la función que se espera deba cumplir la persona, pero que se comporta como si fuera el verdadero yo.”
[5] Nietzsche también decía que el espíritu se parece al estómago (cfr. Más allá del bien y del mal,§ 230) aunque los supuestos en los que aquí nos apoyamos difieren de los del filósofo alemán.
[6] Etimológicamente “obedecer” proviene del latín ob-audire

domingo, 22 de noviembre de 2015

Fundamentos y fundamentalismos

¿Fundamentos para rechazar fundamentalismos?

Según la definición de la Real Academia Española, el fundamentalismo en su sentido más amplio es la “exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida.”[1] Ya se trate de la interpretación literal de la Biblia por la cual en los Estados Unidos algunos promovían la prohibición de enseñar a Darwin, ya se trate de grupos islámicos que pretendan la aplicación estricta de la ley coránica y el exterminio de quienes no se sometan a ella, ya se trate de algún tipo de fanatismo político que inste a la erradicación de ideas contrarias a la propia ideología, todo fundamentalismo –en el sentido en que aquí lo estamos consierando– apunta a una suerte de aniquilación de lo distinto.


Hoy por hoy, al parecer, los fundamentalismos, del tipo que fueren tienden a generar un mayoritario rechazo, lo cual nos parece saludable - tanto en el sentido de que es algo que podemos saludar con aprobación como en el sentido de que parece ser muestra de buena salud por parte de nuestra cultura. Está vigente cierta sensibilidad que se conmueve negativamente ante hechos como las recientes muertes de inocentes en manos de algunos fanáticos o, sin llegar a extremos tan trágicos, la  simple falta de diálogo (o su imposibilidad), la obtusa intransigencia, el rechazo aniquilante de la opinión distinta. Cabría preguntarse, sin embargo, cuál es la base sobre la que se apoyan estos rechazos y qué tipo de ideas son compatibles con nuestra oposición al fundamentalismo, así como también cuáles son las bases desde las cuales surgen los fundamentalismos en general.


Fundamentalismo y “verdad”

Buena parte del pensamiento filosófico contemporáneo tiende a considerar que el error de todo tipo de fundamentalismo reside en creer que hay algunos fundamentos que habría que considerar “sagrados”, “verdaderos”, “reales” en el mayor de los sentidos. Creer en la existencia de fundamentos objetivos e inobjetables, sostener el valor de fundamentos verdaderos abriría la puerta a la posibilidad de que alguien se hallase en posición de esas verdades, se considerase “dueño” de esos fundamentos, y que por tanto tuviese la autoridad para imponerlos a quienes no estuvieran en tan iluminada posición. El error fundamental del fundamentalismo, según esta posición, estribaría en creer que hay error, porque supondría así mismo que hay verdad, lo cual resultaría por sus mismos supuestos algo violento para aquellos que, supuestamente, estarían equivocados.
La tesis es no pocas veces argumentada por la senda inversa: si no existiera el error no habría razones para ningún tipo de violencia fundamentalista (no habría que “enderezar” ni aniquilar a ningún descarriado, dado que el descarrío sería una imposibilidad), pero para ello es necesario erradicar la posibilidad de hablar de fundamentos (no habría descarriados porque no habría carriles por los que fuese “correcto” transitar). Por lo tanto, sin fundamentos no habría lugar para los fundamentalismos y el terror que éstos siembran. En definitiva, si la superación de la violencia implica la superación de los fundamentos – la afirmación de fundamentos implicaría la instauración de la violencia.
Para quien tenga un conocimiento lógico mínimamente aguzado el razonamiento expuesto es, desde luego, falaz. Aun si supusiéramos que todo fundamentalismo implica la afirmación de determinados fundamentos objetivos (cuestión ésta que valdría la pena discutir), eso no significa que sean esos fundamentos ni la confianza en la existencia de los mismos las causas del fundamentalismo.
Que toda voluntad de poder (o al menos muchas de ellas) se enmascare de “voluntad de verdad” no implica que toda voluntad de verdad sea siempre una voluntad de poder. Incluso si recurriéramos a ejemplificaciones históricas –método habitual para quienes sostienen que toda afirmación de verdades objetivas tiende a manifestarse en algún tipo de totalitarismo– descubriríamos que, si bien no faltan casos que pudieran servir a la mencionada hipótesis, y aun suponiendo que dichos casos fueran mayoritarios, no son ciertamente universales ni necesarios. No todos los que han sostenido la existencia de algo absoluto han sido absolutistas. Puede que hayan sido unos cuantos, pero ciertamente no han sido los mejores. Y ese es el punto, si nos focalizamos en el aspecto moral de la cuestión.
¿En qué otro aspecto habríamos de focalizarnos? Se podría decir que el problema de los fundamentalismos no es una cuestión metafísica o gnoseológica, sino una cuestión moral (aunque las cuestiones morales –bien lo sabía tanto un San Agustín como un Nietzsche– están relacionadas con cuestiones metafísicas). Preguntarnos sobre las bases, sobre las “ideas de fondo” tal vez no parezca tener mayor importancia. Son cuestiones teóricas, se dirá, y aquí el problema es esencialmente práctico. Al fin y al cabo, en la vida diaria bien podemos encontrarnos, como decíamos, con afirmadores de fundamentos absolutos que no sean fundamentalistas, así como también hay fundamentalistas que –si se escarba un poco– parecen estar lejos (cognoscitiva, moral y psicológicamente) de una cosmovisión que adhiera a la existencia de fundamentos. Incluso es fácil encontrar propuestas de antifundamentalismo fundamentalista, es decir, posiciones en las que se admiten que todas las posturas son válidas y admisibles, respetables, tolerables… salvo aquellas que no admitan que todas lo sean.
¿Por qué hay entonces una generalizada opinión que identifica a los fundamentalismos con aquellas posturas que sostienen la posibilidad de afirmar verdaderos fundamentos? ¿Por qué suponer, como hacen algunos, que la negación de todo conocimiento “verdadero” es la solución al problema del fundamentalismo?




Fundamentos y violencia

¿Acaso es, desde el punto de vista psicológico, la violencia una manifestación típica del que está seguro de una verdad? ¿O es más bien una suerte de sobrecompensación inconsciente propia de aquel que se encuentra torturado por algún tipo de inseguridad? ¿Son los fundamentalismos/totalitarismos/absolutismos consecuencia de la adhesión a fundamentos? ¿O son manifestaciones de la soberbia humana que brota de la ausencia de fundamentos que pudieran guiarnos por mejores sendas?

Cierto es que, en general, quien está convencido de algunas “verdades” probablemente tienda a querer compartirlas con los demás. Cuando uno cree ver algo es razonable que intente que otros también lo vean. No hay razones para sorprenderse ni ofuscarse. Se trata de querer comunicar a otros algo que uno considera valioso, importante, bueno,  incluso “fundamental”. Pero téngase en cuenta de que querer compartir a otros una visión no necesariamente implica querer imponérsela. Muy por el contrario. Puesto que no se puede obligar a ver, lo que se puede es intentar mostrar (o de-mostrar, si el caso lo permite), pero jamás imponer. El acercamiento a la verdad supone un encuentro íntimo del sujeto con el ser de las cosas y es por naturaleza inforzable. Apenas se lo intenta forzar empieza uno a imposibilitarlo.
Defender la posibilidad del conocimiento de fundamentos verdaderos supone, en última instancia, una cierta confianza en el hombre, un apuntalamiento de la vida interior, un llamado a la apertura. La praxis de cualquier tipo de fundamentalismo, sin embargo, parece ser contraria a estas ideas. Entre sus elementos encontramos cerrazón, prohibición, manipulación implícita o violencia explícita y por lo tanto todo lo contrario al respeto por el hombre y a la confianza que pudiera depositarse en sus capacidades.
O, si se prefiere al revés: algunos creemos que la aperturidad de la mente tiene sentido porque hay algo ante lo cual abrirse receptivamente y que la libertad de pensamiento tiene sentido porque hay algo en lo que pensar, hay algo que la inteligencia puede descubrir. Si, en cambio, se aniquila toda posibilidad de hablar de “fundamentos” ¿a qué habrían de abrirse nuestras open minds? ¿y sobre qué base hemos de seguir defendiendo el respeto por nuestras libertades?

Es de esperar que entre escépticos y dogmáticos (gnoseológicamente hablando) – entre nihilistas y realistas (metafísicamente hablando) se sigan tirando la pelota y echando la culpa. Los primeros dirán que la culpa de todo absolutismo es la fe en absolutos, y que la consecuencia de la fe en alguna “verdad” es necesariamente la violencia. Propondrán un anarquismo no violento, una postmetafísica, un pensamiento débil que logre amigarse con la idea de que no hay orden objetivo, puesto que todo orden es artificial, cultural, inventado, histórico. Que un orden artificial se proponga como natural sería justamente el origen de la violencia. Los segundos dirán que la negación escéptico-nihilista del orden natural origina ya sea la inseguridad, ya la petulancia debido a las cuales después inventamos otros “órdenes” que no coinciden con el natural, y que justamente por ello resultan violentos. Los primeros dirán que “no hay hechos, sino interpretaciones” y que eso (¿ese hecho?) es una liberadora expresión de tolerancia. Los segundos dirán que eso (¿esa interpretación?) es justamente una invitación a la voluntad de poder, a la lucha intolerante para ver qué interpretación logra imponerse por sobre las otras, puesto que no habría nada objetivo que pudiese poner a la voluntad de poder un límite.

Por algunas de las preguntas aquí formuladas podrá el lector adivinar con cuál de las dos posturas simpatiza más quien esto escribe.

Sin embargo, claro está, usted puede pensar distinto…




martes, 8 de septiembre de 2015

Filosofía: ¿amor a la pregunta?

El preguntar filosófico

El filósofo es un preguntón. Sea porque ha sabido mantener viva su capacidad de asombro ante las cosas, y por medio de ese mismo asombrarse toma nota de su ignorancia a la que hace frente con interrogantes que le ayuden a superarla, sea porque las respuestas que ha recibido de otros o ha sabido encontrar por sus propios medios se le presentan luego como cuestionables y le generan la duda, sea porque algunas situaciones límite, especialmente las relacionadas con la finitud propia y ajena, le han sacudido el piso generando una inestabilidad que invita a la indagación, sea por algún otro motivo…[1] Lo cierto es que el filósofo tiene facilidad para la pregunta. Se le ocurren interrogantes incluso en ámbitos donde otros podrían creer que no hay nada por preguntar y a veces saca del bolsillo de su curiosidad cuestionamientos que más de uno llegaría a considerar obsoletos.
Esto no es una característica privativa del filósofo “profesional”. Por más que en algunas ocasiones nuestra capacidad interrogativa esté aletargada, lo cierto es que, con mayor o menor frecuencia, todos nos hacemos preguntas filosóficas. En ese sentido bien podríamos decir que somos todos filósofos. ¿Qué es la vida y cuál es su sentido? ¿Qué somos los seres humanos? ¿Qué límites deberían tener nuestras acciones? ¿Qué es la realidad?... Estos y otros interrogantes de similar tenor seguramente han brotado en nuestras mentes en más de una oportunidad. Al parecer, no sólo “de poeta y de loco todo el mundo tiene un poco”, sino también de filósofo.
Es innecesario aclarar que no todas nuestras preguntas son filosóficas, pero seguramente tampoco haga falta insistir en que algunas de ellas sí lo son. Luego les daremos mayor o menor importancia, les prestaremos más atención o menos, transitaremos por las sendas de reflexiones a las que ellas invitan o haremos caso omiso de tal convite. Pero ahí están, que las hay las hay. Surgen en nosotros, como si fuera una necesidad de nuestra naturaleza humana, es decir, como si la inquietud filosófica, su actitud interrogativa sobre el ser de las cosas y su fundamento último, perteneciera a las notas elementales de este, nuestro modo humano de ser.
La pregunta es esencial al quehacer filosófico. Hasta ahí estaríamos todos de acuerdo (lo cual no es común en filosofía). La cuestión que genera algunas importantes diferencias es cuál es el objetivo de ese preguntar. El sentido común tendería a decir probablemente que las preguntas se hacen con el fin de hallar respuestas. Pero ¿hay respuestas para las preguntas filosóficas? ¿Se puede acaso saber qué es, en su fundamento último, la realidad? Si sí, el objetivo del cuestionamiento filosófico parecería ser el avance y la profundización en ese conocimiento. Si no, habría que sostener que, en última instancia, la pregunta no apunta a encontrar una respuesta definitiva y, paradójicamente, cabría preguntarse si todavía tienen algún sentido las preguntas.



La pregunta como fin en sí mismo

Algunos pensadores proponen que no hay “respuestas” pero que esto, por extraño que parezca, justamente pone a salvo las preguntas filosóficas. Si hubiera respuestas, diría este planteo, el alcanzar las mismas implicaría la finalización del preguntar, que es esencial al filosofar. Puesto que la pregunta es esencial al quehacer filosófico y puesto que la respuesta da por terminada la pregunta, sería esencial a la filosofía sostener la imposibilidad de alcanzar respuesta alguna que se pretendiese “verdadera”. Es decir, habría que sostener que la verdad es inalcanzable, o mejor inexistente, para poder mantener vivo el interrogar filosófico. La pregunta filosófica se vuelve un fin en sí mismo, un fin para que justamente el preguntar no tenga fin.
El lector, con su sentido común, podrá objetar que aquí algo no cierra. Pero los seguidores de la mencionada propuesta responderían: ¡Tanto mejor! La idea justamente es que no cierre, sino que abra. La filosofía no puede ser algo cerrado, sino que tiene una vocación a la apertura, a una aurora constantemente renovada. Para ello hay que quedarse en las preguntas, sin buscarles una supuesta “verdad” que fuera a acallarlas y cerrarlas.[2] Tal sería posiblemente el alegato de este pensamiento post-(¿anti?)-metafísico, que descarta toda posibilidad de que el hombre encuentre algún fundamento último, estable, “real”. Encontrarlo, como pretende la metafísica, sería la culminación del filosofar, no en el sentido positivo del alcance de su punto máximo, sino en el sentido negativo de la finalización de su propia labor y la destrucción de su vocación íntima.[3] Desde esta perspectiva, la actitud cardinal del pensar filosófico debería ser más bien un escepticismo de fondo porque, precisamente, se niega que haya fondo.



¿Pero cómo? – insistirá el lector con sentido común – ¿Entonces la actitud filosófica ya no tiene que ver con la búsqueda profunda de la verdad? ¿Cuál sería entonces la finalidad de este “amor a la sabiduría”? Ciertamente no la de alcanzar el saber[4] sino más bien la de deconstruir, demoler (¿a martillazos?), desenmascarar aquellos supuestos “saberes”, aquellas supuestas “verdades”, aquellos absolutos que, en realidad, son inaccesibles para el conocimiento humano, no sólo por su limitación sino también por su propia inexistencia. No hay verdad, por tanto lo que queda es cuestionar las “verdades” establecidas, develar que – como decía Nietzsche – no hay hechos sino sólo interpretaciones, derribar los prejuicios que se esconden tras todo afán de objetividad, exponer el carácter hermenéutico de todo supuesto saber metafísico, revelar que los relatos sobre lo real no son ni verdaderos ni falsos sino que son eso, relatos, que más bien conforman lo “real”. La misión de la filosofía sería, desde esta perspectiva, la sospecha y la refutación permanentes como medio de liberación frente a propuestas que dan una visión cerrada de la realidad y que, por tanto, aprisionan al hombre y su pensamiento.


Contrapropuesta

Es cierto que el planteo se presta a algunas valoraciones, en especial por la invitación a una mirada crítica de algunas posiciones que, presentándose en nombre de la Verdad, esconden tramas de poder, manipulación y enajenación del hombre. También es cierto que suscita algunas objeciones; uno podría preguntarse si queda lugar para algo “constructivo” tras tanta deconstrucción, o qué argumentos podrían esgrimirse para desenmascarar como no-verdaderas las ideas (¿todas?) que se presentan como manifestación de lo verdadero (¿no habría que apoyarse en algo verdadero para poder desenmascarar que alguna cosa no lo es? ¿para qué refutar y sospechar incluso, después de plantarse en una posición desde la cual nada puede ser considerado ya verdadero ni falso?), o qué planteos éticos podrían sostenerse desde esta post-(anti)-metafísica, qué revoluciones merecerían aún ser llevadas a cabo y por qué… Son objeciones planteadas desde una mirada metafísica, se me dirá, y es cierto. Y no sé si desde dos posiciones tan distintas en una cuestión tan radical (de raíz) sigue siendo posible el diálogo. La actitud dialogante parece más bien suponer la posibilidad de discrepancia y encuentro en torno a la visión de la realidad, pero tal vez ya no pueda dialogarse cuando es esa visión lo considerado imposible y esa realidad lo considerado inexistente. Y si el diálogo queda imposibilitado, ¿qué queda de esa supuestamente democratizante aperturidad? ¿Sigue siendo aperturista una postura que presente la búsqueda del conocimiento como un callejón sin salida, o que postule que las supuestas salidas no conducen a otra cosa que no sean otros callejones?[5]
De todas maneras, la intención de estas líneas no es confrontativa, sino propositiva. Es verdad (¿dije “verdad”?) que los sistemas cerrados tienden a anular las nuevas preguntas y la crítica a semejante pretensión de comprenderlo todo y alcanzar la verdad en su totalidad resulta a nuestro criterio justificada. Un pensamiento cerrado anula el pensamiento. Pero ¿por qué pensar el conocimiento de la verdad como algo que cierra? La experiencia intelectual parece demostrar más bien lo contrario: todo conocimiento verdadero, toda respuesta alcanzada resulta una maravillosa invitación a nuevos interrogantes. Y no me refiero a los interrogantes de la sospecha que apuntan a poner entre paréntesis lo conocido, sino principalmente a los interrogantes que invitan a la profundización. Las respuestas no necesariamente cierran, sino que tienden a abrir, y especialmente si se trata de respuestas verdaderas. Cuanto más cercanas incluso están estas respuestas a la verdad, cuanto más éxito logran en su objetivo de des-velar el ser de las cosas, más y mejores parecen ser las preguntas que brotan a partir de ello.
Se me dirá que entonces esas respuestas no serían definitivas. Efectivamente no lo son, ese es el punto. Pero que no sean definitivas no significa que no sean respuestas. Su parcialidad  no es señal de nulidad, sino del exceso del contenido de lo cognoscible con lo cual la respuesta se encuentra. Se encuentra pero, justamente, solo en parte. Esto no es signo de la vacuidad de lo verdadero, sino de su plenitud; es una muestra de su carácter excedente, por lo cual siempre algo queda aún por descubrir. Es misterio, no por ausencia de sentido, sino por una inabarcable presencia del mismo. Quizás la cuestión no sea que no haya verdad alguna, sino que hay tanto de verdad que las preguntas de aquel que, desde su limitación, logra internarse parcialmente en ella, no dejan de reproducirse.
Es posible preguntarse para hallar respuestas (hemos vuelto al sentido común) y luego seguir preguntándose a partir de las mismas, tratando de ganar cada vez un poco más de luz en este curioso estado de claroscuro que caracteriza nuestro humano peregrinaje cognoscitivo. La filosofía no es sabiduría, muy en claro lo tenía Pitágoras cuando inventó el término. Tampoco es amor sin objeto, que sería en definitiva amor de nada y por tanto no-amor. Es amor a la sabiduría, un amor que se expresa muchas veces entre signos de interrogación que tienden, por su misma naturaleza, al encuentro con lo verdadero.
La sabiduría, en su sentido más estricto, nos supera. Nos es inadueñable. Pero eso está lejos de demostrar que no exista en sí misma y que sea inexistente para nuestro humilde conocimiento la posibilidad de acercarse a ella. Salvo que nuestro acercamiento cognoscitivo nazca ya con un afán posesivo, incapaz de la humilde aceptación de sus limitaciones.





[1] Como es sabido, el asombro, la duda y las situaciones límite son, tal como propone Karl Jaspers, los tres principios del filosofar.
[2] Entre las obras recientes que plantean ideas de este tipo podemos mencionar ¿Para qué sirve la filosofía? (Pequeño tratado sobre la demolición) del filósofo argentino Darío Sztajnszrajber, exitoso divulgador de la filosofía en nuestros medios. Dice al autor: “Hacer filosofía es un ejercicio de deconstrucción que desmonta toda verdad para alcanzar la perplejidad existencial originaria en su estado de pregunta. Las preguntas últimas no se responden. Son sólo formas de apertura…” ¿Para qué sirve la filosofía?, Planeta, Booket, Buenos Aires, 2015, p. 138.
[3] Así como se propone la anulación de la verdad como requisito para mantener vivo el preguntar filosófico, también lo sería para mantener la vitalidad del asombro. “La metafísica, ese interesante punto de encuentro entre la filosofía y la religión, busca denodadamente responder la cuestión del asombro de un único modo: desasombrando. Se plantea contra el asombro. Se intenta tranquilizar, asegurar, desangustiar, quitar vértigo. Bajo el título «el asombro es el origen de la filosofía», se hace del asombro la causa del nacimiento de la filosofía que sin embargo según el planteo nace para que el asombro desaparezca. (…) Si la filosofía logra que el asombro desaparezca, entonces ya no hay más asombro, pero por ello, tampoco habría más filosofía.” ¿Para qué sirve la filosofía?, p. 149. Algo análogo podría aplicarse a la duda como principio del filosofar: desde esta perspectiva la duda no debería apuntar al conocimiento que implicaría, en consecuencia, el final de la duda misma. “Hacer filosofía se vuelve no tanto la necesidad de calmar la angustia encontrando certezas definitivas, sino en desmontar los modos en que el día a día se nos presenta como definitivo. Se vuelve un ejercicio de desmontaje, de deconstrucción, de cierto tipo de desenmascaramiento. Frente a la imposición de un pensamiento cerrado y último, la filosofía prioriza el abrir esas verdades y colocarlas en la duda. La duda deja de ser un método para alcanzar una verdad, como sostenía Descartes, y se transforma cada vez más en la finalidad misma del pensamiento.” Ibidem, p. 205
[4] Dentro de esta perspectiva la etimología de philosophía (del griego “amor a la sabiduría”) es reconsiderada. El elemento a subrayar no es la sabiduría sino el amor. Cfr. ¿Para qué sirve la filosofía?, p. 70 y ss.
[5] Así resulta le reinterpretación de Sztajnszrajber de la alegoría de la caverna platónica. El prisionero liberado descubre en algún momento que el exterior de la caverna es el interior de otra caverna más amplia y así sucesivamente. Cfr. ¿Para qué sirve la filosofía?, pp. 319-328. Cfr. también el capítulo 1 de la tercera temporada del programa Mentira La Verdad, protagonizado por el mismo autor:  disponible en youtube, click aquí.

jueves, 27 de agosto de 2015

Democracia y relativismo

El término “democracia” es, como se sabe, de origen griego y está compuesto por los términos démos (pueblo) y crátos (poder). Etimológicamente democracia significa entonces “poder del pueblo” o “gobierno del pueblo”. Según algunos autores, no sólo el término es de origen griego, sino la democracia misma, como forma de gobierno, que se desarrolló en Atenas, aunque es de suponer que formas democráticas de gobierno hayan sido también utilizadas en civilizaciones anteriores y en organizaciones tribales.
Por ampliación, el término “democrático” puede aplicarse a otras organizaciones sociales que no sean el Estado; puede hablarse así de tomar decisiones más “democráticas” en una empresa, en una institución escolar, en una familia, etc., apelando a la posibilidad de que todos participen y puedan emitir su opinión y que las decisiones sean tomadas en conjunto y no por uno solo o por un grupo de minoría selecta.
El punto más destacado y valioso de la forma de gobierno democrática es, efectivamente, que permite la posibilidad de participación de los ciudadanos en las cuestiones de la cosa pública, estimulando una convivencia social entre sujetos iguales, libres, comprometidos y respetuosos entre sí. En consecuencia, no nos resulta hoy llamativo que la mayoría estemos de acuerdo con este tipo de organización de la sociedad y, valga esto para las generaciones más jóvenes, que hasta resulte casi incomprensible que las cosas hayan sido de manera muy distinta hasta no hace mucho tiempo atrás.
Ahora bien, ¿cuál es el fundamento filosófico de la “democracia”? ¿En qué base filosófica se fundamenta, o bien, debería fundamentarse? Al respecto quizás no estemos todos tan de acuerdo y valga la pena reconsiderar la cuestión.
Democracia, como se ha dicho, implica participación, diálogo, debate, pluralismo, respeto por la opinión ajena. A diferencia de un sistema totalitario, en el que hay opresión, censura, intento de imposición de un pensamiento único, en la democracia resalta la posibilidad de que todos tengamos nuestra propia opinión, que seamos libres de pensar y de expresar nuestro pensamiento propio. Parecería entonces que la defensa de supuestas “verdades absolutas” o “valores absolutos” válidos para todos fuese más bien lejana a la atmósfera democrática. Parecería que está más cerca del espíritu democrático el sostener que cada uno tiene sus propias verdades, sus propios valores individuales, sin derecho a considerar que la propia opinión es la única válida y que sean erróneas, y por lo tanto desechables, las demás opiniones. El hombre medio de nuestro tiempo tiende a pensar de esta manera. Desconfía de la idea de “verdades absolutas” como algo objetivo y válido para todos, sospechando que ese tipo de posiciones engendra dogmatismos de tipo totalitario. De ahí que se amigue más fácilmente con la idea de que las “verdades” son subjetivas, creyendo favorecer así la opinión libre de cada cual y la posibilidad de coexistencia de visiones divergentes.
Una tesis de este tipo fue propuesta por el teórico del derecho austríaco Hans Kelsen (1881 - 1973), quien no ha sido el primero ni el último. Recordaremos su postura cuya similitud con la de otros pensadores resulta relativamente clara. Kelsen sostenía que el único fundamento posible de un sistema democrático es el relativismo. El relativismo consiste justamente en considerar que las “verdades” y los “valores” son relativos a cada uno y no absolutos; no hay una verdad para todos o valores objetivos según los cuales todos debiéramos regirnos. Si los hubiera no quedaría lugar para el pluralismo. El relativismo conduciría, consecuentemente, a la tolerancia y ésta conduce a la democracia. “La democracia presupone por su parte al relativismo; esta frase la ha fundado Kelsen de modo impresionante y convincente. La democracia constituye la voluntad de otorgar el poder a toda convicción que haya podido ganar para sí la mayoría, sin poder preguntar cuál es el contenido y el valor de tal convicción. Esta actitud resulta sólo consecuente si se reconoce a todas las convicciones como dotadas del mismo valor, esto es, sobre el fundamento del relativismo.[1] 
Esta relación esencial entre relativismo y democracia Kelsen la argumenta de varias maneras. En primer lugar sostiene que, desde el punto de vista psicológico, la persona que cree en verdades objetivas y absolutas tiene una mayor tendencia a la imposición de esas verdades a los demás y a la intolerancia. Quien, en cambio, considera que cada uno tiene su propia “verdad”, evidentemente no habría de intentar imponer su propia visión de las cosas a aquellos que tengan una visión diferente de la suya. En consecuencia, una postura relativista según la cual cada uno tiene su verdad o ninguna convicción puede ser tenida como la única o verdadera o mejor sería, a juicio de Kelsen, la única base sobre la cual pueden respetarse las libertades individuales. Esta intuición es reforzada por el autor con argumentaciones históricas: “casi todos los mayores exponentes de la filosofía relativista fueron políticamente partidarios de la democracia, mientras que los seguidores del absolutismo filosófico, los grandes metafísicos, fueron partidarios del absolutismo y contrarios a la democracia.”[2]
La historia toda, y en particular la de los últimos cien años, ha ofrecido no pocos ejemplos de los cuales podría servirse esta argumentación: nazismo, fascismo, comunismo, imperialismo, terrorismo… sistemas totalitarios de derecha, de izquierda, religiosos, no religiosos, antirreligiosos… dictaduras de oriente, de medio oriente, de occidente, del norte y del sur, todos ellos parecen basar su carácter totalitario sobre alguna “verdad absoluta” elevada al rango de dogma, para así poder imponerse bajo el amparo de lo supuestamente “verdadero”. No es, en consecuencia, tan extraño que no sólo entre académicos, sino en el común de la gente la idea misma de “Verdad” no goce de la mejor prensa (al contrario de lo que sucede con las ideas de “libertad” y “democracia”) y genere sospecha y desconfianza. Y esto, sobretodo, por razones morales, a saber, porque la idea de “Verdad objetiva” es considerada opuesta a la libertad y al espíritu democrático.
Creemos, sin embargo, que estas ideas son susceptibles de algunas críticas, en particular por algunas contradicciones que surgen a partir de ellas si se profundiza en el planteo.
En primer lugar: si el relativismo es propuesto, sobre la suposición de que el hombre es incapaz de conocer valores absolutos o – más severamente aún – sobre la supuesta inexistencia de dichos valores, con el fin de defender la igualdad entre los hombres y la libertad de cada uno de ellos, ¿no significa esto considerar – contradictoriamente – a dicha igualdad y libertad como valores absolutos? Un relativismo coherente debería considerar también la igualdad, la libertad, la paz, la tolerancia, el respeto por el otro, etc., como “valores relativos” y, por lo tanto, susceptibles de ser tenidos o no en cuenta en un sistema democrático. Pero, claro está, con ello quedarían anulados los mismos fundamentos de la democracia y con ello se desmorona la democracia misma que se estaba tratando de defender. Una defensa seria de la democracia no puede prescindir completamente de todo valor absoluto so pena de aniquilarse a sí misma. Sólo puede sostenerse sobre una concepción determinada (y no “relativa”) del hombre y de su dignidad, de su naturaleza libre y de su derecho a autodeterminarse y a expresar su libre posición en torno a determinados temas. Pretender afirmar la primacía de la constitución democrática del Estado sobre una filosofía relativista resulta contradictorio (porque es una manera de absolutizar el relativismo) y, de hecho, es contradictorio afirmar cualquier cosa sobre semejante base.
En segundo lugar: el relativismo no sólo es incapaz de ser fundamento de una vida social libre – es incapaz de ser fundamento de lo que fuere – sino que incluso vulnera las posibilidades de una vida auténticamente libre del hombre. En un mundo donde todos los valores fueran relativos, ¿qué razones habría para hacer efectivo uso de la libertad? Ejercer la libertad – elegir, decidir – implica preferir una opción por sobre otras posibles y, para que ello tenga algún sentido, esto supone a su vez considerar que una opción es efectivamente superior a otras. Pero el relativismo anula la posibilidad de esta superioridad, haciendo que todos los valores sean considerados igual de válidos que cualesquiera otros. El relativismo achata, convierte a todas las opiniones en equivalentes y a todas las opciones en válidas por igual. ¿Qué sentido tiene, pues, elegir  cuando todo, en última instancia, da lo mismo? Y si, en una perspectiva relativista, la elección termina careciendo de sentido, ¿se puede seguir sosteniendo que el relativismo favorece la libertad? Parecería que lo que sucede es más bien lo contrario.



En tercer lugar: la libertad no es algo en sí mismo, sino una característica de los actos de un sujeto, que es capaz de poseerse a sí mismo y tener en sus manos el timón de su existencia. Siendo algo que está en el “interior” del sujeto, necesita de una presencia profunda del hombre a sí mismo, en esa intimidad en la que uno justamente se posee y su voluntad se autodetermina (sobre la libertad externa e interna hemos hablado ya en entradas anteriores). Pero el relativismo más bien parece debilitar la vida interior de la persona humana; en un mundo donde todo es relativo, donde todo vale lo mismo puesto que nada vale en sí mismo, la respuesta más natural es la paulatina indiferencia, explícita o encubierta, consciente o inconsciente, del sujeto. El hombre entra en sus profundidades cuando puede entrar en comunión con cosas que calan profundamente en él. Es el encuentro con lo valioso, con lo atractivo, con lo cargado de sentido lo que estimula el recogimiento del sujeto hacia el núcleo de su intimidad. En cambio, un mundo en el que todos los valores son igual de válidos, un mundo sin “absolutos”, difícilmente pueda penetrar hondamente en el sujeto y, en consecuencia, difícilmente pueda ese sujeto vivir en su profunda interioridad, que es justamente donde se juegan las decisiones importantes y donde reside la verdadera libertad. Ante un mundo que poco tiene para ofrecer más que la vacuidad, la existencia del hombre se aliviana y se pierden razones para el recogimiento y la presencia íntima del hombre en sí mismo; por el contrario, la reacción más frecuente ante una vivencia tal del mundo suele ser la de fuga, dispersión, divertissement. Pues bien, si no hay vida interior, personal, de íntimo encuentro del sujeto consigo mismo, no podrá haber tampoco verdadera autoposesión y en consecuencia no habrá auténtica libertad. De ahí que en las “democracias” no esté ausente el peligro de la dominación de los ciudadanos, de la manipulación, de la instrumentalización y cosificación del hombre.[3] La falta de una vida interior sólida implica la ausencia de auténtica espontaneidad y originalidad, que arrastra al hombre al debilitamiento, lo convierte en masificable y mina las posibilidades de una vida libre. Este tipo de “esclavitud”, si se permite, es en cierto sentido más dañina y hasta más perversa que la que se da en algunos sistemas totalitarios, puesto que en éstos últimos la dominación se da de modo mayormente explícito, mientras que en algunas democracias la manipulación se hace de manera encubierta, con sujetos que se consideran libres al seguir lineamientos que les son impuesto sin que sean conscientes de ellos.[4]




En conclusión, parece que la tesis según la cual el relativismo es el mejor, sino el único, fundamento posible de la democracia, merece una revisión sobre cuya importancia no puede exagerarse. Especialmente teniendo en cuenta que se trata de una tesis de no poco éxito entre el hombre medio de nuestro tiempo.
Si valoramos el sistema democrático porque nos permite expresar nuestras propios pensamientos, sería coherente que no le restáramos importancia a la preocupación por lograr que nuestros pensamientos sean verdaderamente propios y que sean verdaderamente pensamientos, es decir no ligeras opiniones arbitrarias, sino sinceras búsquedas de parte de los hombres por comprender el mundo que nos rodea, las necesidades propias y ajenas, en definitiva, sinceras búsquedas por querer conocer las cosas como son en verdad. El relativismo intenta defender el pensamiento libre, pero por su misma base gnoseológica lo que hace es convertir al pensamiento en algo inútil. Si valoramos la democracia porque nos permite ser “libres”, sería coherente que consideremos esa libertad como un valor objetivo, anexo a otros valores igual de objetivos, como la particular dignidad de la persona humana, cuya libertad hemos de defender, desde esta otra postura, por alguna razón.[5] Si valoramos la democracia porque estimula nuestro compromiso en las decisiones que tienen que ver con el todo social, sería coherente que adhiriéramos a determinados valores que, por no ser relativos, fueran capaces de despertar nuestra indiferencia y exigirnos esa comprometida actitud.
Suponer la inexistencia de lo verdadero y de lo (objetivamente) valedero, que es lo que el relativismo filosófico propone, deja sin fundamento la dignidad del hombre y su libertad, y conjuntamente le resta sentido a la elección, vulnera el llamado al respeto y al compromiso social por parte del sujeto y entorpece el ejercicio de la decisión auténticamente libre.
Por contraposición al planteo kelseniano, podríamos preguntarnos entonces si la democracia no habría de fundamentarse sobre la base de que consideremos valiosa la verdad y verdaderos los valores.





[1] Gustav Radbruch, El relativismo en la filosofía del derecho, en El hombre en el derecho, Depalma, Bs. As. pp.100-101 citado por Agustín Squella en “Idea de la Democracia en KelsenEstudios Públicos  Nº 13, 1984.
[2] H. Kelsen, Los fundamentos de la democracia, citado por Anna Pintore en su artículo “Democracia sin derechos”.
[3] El pscicólogo social Erich Fromm sostiene que la diferencia entre los sistemas totalitarios y las democracias no reside en que los sentimientos o pensamientos propios se vean impedidos solamente en los primeros. En ambos hay un alto grado de lo que él denomina “conformidad” (uno de los mecanismo de evasión del estado de separación que él denomina separatidad; la conformidad es una “unión con el grupo en la que el ser individual desaparece gran medida y cuya finalidad es la pertenencia al rebaño”). La diferencia consiste en que “los sistemas dictatoriales utilizan amenazas y el terror para inducir esta conformidad; los países democráticos, la sugestión y la propaganda.” (El arte de amar, Paidós, Buenos Aires, 1998, p.23) Aclara que en las democracias la no conformidad es posible y no está totalmente ausente mientras que en los sistemas totalitarios son sólo unos pocos héroes los que se niegan a obedecer, sin embargo, afirma que “la gente quiere someterse en un grado mucho más alto de lo que está obligada a hacerlo, por lo menos en las democracias occidentales” (ibídem, p. 24). En cuanto a los métodos de la propaganda moderna, tanto en la esfera económica como en la política, sostiene Fromm que “estos métodos de embotamiento de la capacidad de pensamiento crítico son más peligrosos para nuestra democracia que muchos ataques abiertos, y más inmorales – si tenemos en cuenta la integridad humana – que la literatura indecente cuya publicación castigamos.” (El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 2004, p.135)
[4] Los análisis del mismo Fromm dan muestra suficiente de hasta qué punto es esto posible. El autor sostiene que “podemos tener pensamientos, sentimientos, deseos y hasta sensaciones que, si bien los experimentamos subjetivamente como nuestros, nos han sido impuestos desde afuera, nos son fundamentalmente extraños y no corresponden a lo que en verdad pensamos, deseamos o sentimos” (El miedo a la libertad, p. 186). Incluso sostiene que “casi podría afirmarse que una decisión «original» es, comparativamente, un fenómeno raro en una sociedad cuya existencia se supone basada en la decisión autónoma individual” (ibídem, p.196). Para ver la propia crítica del relativismo y sus desfavorables consecuencias para la democracia que realiza el autor cfr. ibídem pp. 238 y ss.
[5] Así se expresa J. Maritain, en polémica con Kelsen: “No hay tolerancia real y auténtica sino cuando un hombre está firme y absolutamente convencido de una verdad, o de lo que el sostiene como una verdad, y cuando, al mismo tiempo, reconoce a quienes niegan esa verdad el derecho a existir y a contradecirle, no porque éstos sean libres en relación con la verdad, sino porque buscan a su modo la verdad y porque él respeta en ellos la naturaleza humana y la dignidad humana.Il filosofo nella societá, Brescia, 1976, p. 67, citado por  Anna Pintore, op. cit., p. 124.

viernes, 31 de julio de 2015

Instrumentalismo asfixiante (e inútil...)

El problema de que todo tenga que servir para algo...

Un instrumento es, por definición, algo que se utiliza para realizar alguna cosa. El músico utiliza el violín para interpretar a Vivaldi, el cirujano utiliza el bisturí para realizar una operación, el pintor utiliza el pincel para pintar, el chef utiliza los utensilios de cocina para preparar sus manjares. Lo que caracteriza al instrumento es su utilidad; su rasgo es servir para aquello para lo cual lo queremos utilizar justamente. Si un instrumento no puede ser usado pierde su carácter instrumental y también su sentido. En la utilidad parece consistir justamente el valor que el instrumento tiene en cuanto tal.
Lo curioso no es que hagamos uso de los instrumentos (que para eso están ¿o no?), lo curioso sería tal vez preguntarnos con cuántas realidades nos relacionamos de esta manera instrumental-utilitaria. Es razonable que nos relacionemos de esta manera con los utensilios de cocina, con los pinceles, incluso con el violín. ¿Acaso no nos relacionamos de tal forma con todos los artefactos? El automóvil es un instrumento para trasladarnos, el televisor para entretenernos (¿y acaso algo más?), la cama para descansar (y, con suerte, algo más...), el teléfono para comunicarnos con otros (e infinitas cosas más)… Miremos nuestro entorno y tal vez nos sorprendamos de la cantidad de instrumentos que nos rodean. ¿Acaso hay algo que quede fuera de ese grupo? ¿Todo lo que nos rodea se define por su carácter instrumental, por su utilidad?

¿Y qué ocurre con nuestras acciones, aquellas para cuya realización nos servimos de la utilidad de estos instrumentos? ¿Acaso no las llevamos a cabo también por su utilidad, por su funcionalidad para acceder con ellas a otra cosa? ¿No son también nuestras acciones como instrumentos, como medios-para? Por ejemplo, ¿no estudiamos una carrera para luego dedicarnos laboralmente a una especialidad? ¿Y no trabajamos en una especialidad para poder ganar un salario? ¿No utilizamos ese dinero ganado para adquirir cosas (comida, ropa, teléfonos, televisores, un automóvil, utensilios de cocina, y eventualmente un violín…). Pero entonces nuestros estudios, nuestros trabajos, etc., también revisten un rasgo instrumental y su sentido y valor reside también en ser útil para otra cosa. ¿Y qué pasa cuando no estudiamos/trabajamos? Podríamos creer que el descanso al que dedicamos nuestro tiempo libre no tiene un rasgo instrumental, pero ¿acaso no descansamos para poder reponer las fuerzas que luego nos permitirán volver al estudio o al trabajo? Entonces también el descanso se convierte en un medio-para, en instrumento…[1]
Y si, en efecto, nos relacionamos instrumentalmente no sólo con las cosas, sino también con nuestras mismas actividades (y hasta con el cese de las mismas) ¿qué queda entonces para nosotros mismos? ¿Nos hemos convertido nosotros mismos en instrumentos? ¿Instrumentos para qué, para quién? ¿Quién se sirve de nosotros?
¿Y qué pasa con los demás? ¿Son también los demás unos instrumentos de los cuales nos servimos buscando una utilidad? ¿Será cierto aquello que decía Hegel: “Como al hombre todo le es útil, lo es también él, y su destino consiste asimismo en hacerse miembro de la tropa de utilidad y universalmente utilizable.”?




¿Es toda la realidad, incluyéndonos a nosotros mismos, un conjunto de medios útiles para otra cosa? Pero ¿para qué “cosa” en definitiva? Los medios se definen en cuanto tales por su relación con los fines, pero ¿qué queda de su sentido si, a la larga, todos los supuestos fines no son más que otros tantos medios, meros instrumentos, útiles? Una sensación de asfixia nos envuelve… Si el sentido de todo se reduce a su carácter útil, instrumental, entonces parecería más bien que el todo carece de sentido. Es una alternativa, y no pocos la aceptarían de hecho. Nos parece, sin embargo, que no es la única. La otra posibilidad es que no todo sea un medio, que no todo sea instrumentalizable, que haya fines que lo sean en sí mismos y que aun aquellas realidades que pueden ser utilizadas como medios puedan ser miradas sin necesidad de ese afán utilitario.
Quizás se torne imperiosa la necesidad de superar la mirada utilitaria de lo real para poder recobrar la experiencia de su sentido. Quizás haya que adquirir esa curiosa habilidad –difícil de hallar en nuestro tiempo– de suspender la pregunta “¿para qué (me) sirve?” y volverse capaz de dejarse iluminar por el “qué es”.
El aire vuelve a los pulmones... Las cosas tienen algo para contarnos pues tienen para decirnos lo que son. Pero para oírlo hay que superar la actitud instrumental. La actitud utilitaria se vuelve sorda porque no tiene reales intenciones de escuchar; sólo está atenta a lo que la realidad tiene de servil para sus propios caprichos. Mejor sería decir que, justamente, no está “atenta” porque lo que escucha es en realidad su propio capricho y no las cosas. La mirada instrumental sólo ve lo que la realidad tiene de útil (de útil para nosotros y nuestros deseos), por lo cual le quedan vedados aquellos aspectos de lo real que están más allá de lo que se busca. Al que mira la realidad pensando solamente en el provecho que habrá sacar de ella se le recorta la mirada; se hace incapaz de aquella amplitud que sólo es posible con la suspensión de los propios intereses. Y se hace incapaz también de descubrir ese aspecto de la realidad que sólo se revela a los ojos de aquel que suspende su afán de poder, de posesión, de utilización - ese aspecto que sólo se deja ver por la mirada contemplativa: la belleza.
No se trata de negar que haya aspectos útiles en las cosas, al menos en muchas de ellas. Se trata de superar esa manera meramente instrumental de mirarlas, que se traduce en una mirada parcial y subjetivizante, asfixiante en última instancia, y que a la larga resulta probablemente también poco útil. Paradójicamente, es la mirada no instrumental la que permite una mejor visión de lo que las cosas son (por más que también esto se dé siempre de modo limitado) y –de yapa– seguramente también una más provechosa capacidad para descubrir su "utilidad".




[1] Hemos compartido ya en entradas anteriores algunas reflexiones sobre nuestra manera de vivir el tiempo libre: http://ablfilo.blogspot.com.ar/search/label/tiempo%20libre

sábado, 20 de junio de 2015

Concentración (un fragmento de Edith Stein)

Un texto de Edith Stein relacionado con nuestra entrada anterior.



"Puede suceder que dos hombres oigan juntos una noticia y capten con razonable claridad su contenido: por ejemplo, la comunicación del regicidio serbio en el verano del 1914. El primero no piensa nada más al respecto, sigue tranquilamente adelante y se encuentra después de pocos minutos ya ocupado con los planes de su viaje de verano. El segundo, en cambio, quedó sacudido en lo más íntimo de sí y ahora contempla mentalmente cómo se prepara una gran guerra europea, se ver arrancado del camino de su vida y envuelto en el gran acontecer: no puede con su pensamiento liberarse de esto y vive únicamente en la expectativa tensa y afiebrada de lo que pueda suceder. La noticia lo golpeó en lo hondo de su interioridad. […]
El <yo> personal se encuentra en lo más íntimo del alma de veras como en su casa. Si él vive aquí, entonces dispone de todas las fuerzas y las puede emplear libremente. Entonces se encuentra también en la posición más adecuada para captar el sentido de todo el acontecer, de manera más inmediata y más abierta para medir las exigencias que se le aproximan, su significado y sus alcances. Se dan pocos hombres que viven de manera tan <recogida>. En la mayoría de los casos, en cambio, el <yo> tiene su lugar de ubicación en la superficie: si bien los <grandes acontecimientos> pueden ocasionalmente sacudirlo y llevarlo a la hondura y a hacer después que trate también de responder al acontecimiento con una actitud adecuada dado un lapso mayor o menor de tiempo, el <yo> suele volver a la superficie. [...] Pero quien vive recogido en la profundidad, ve también las <pequeñas cosas> en un contexto grande; sólo él puede apreciar su importancia, medida con criterios últimos en la justa dirección y regular su actitud conforme a esto. Sólo en él el alma se encuentra en el camino hacia la última perfección y el acabamiento de su ser. Quien sólo ocasionalmente vuelve a la profundidad del alma, para después de nuevo pasar a la superficie, en él la profundidad queda sin formación y hasta puede no desarrollar su fuerza formadora para las nuevas ocasiones que se brindan desde afuera."


E. Stein, Ser finito y ser eterno, pp. 400-405



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