La vida light y la vida pesada
A fines del
siglo pasado (nos referimos al siglo XX, por si todavía hay algún despistado)
apareció en las estanterías de las librerías y con mucho éxito el libro del
psiquiatra español Enrique Rojas titulado “El hombre light”. Algún día cabría
detenerse en el éxito de obras de este tipo, puesto que se trata de uno de los
muchos libros en los que se analiza, por decirlo en breve, “lo mal que
estamos”. No digo que el éxito sea llamativo porque los diagnósticos sean
desacertados. Quien esto escribe adhiere de hecho a buena parte del análisis
que Rojas realiza en el libro mencionado. Lo que resulta llamativo, y da qué
pensar, es que resulte exitosa una literatura cuyo contenido es tan crítico respecto
al estilo de vida contemporáneo; como si hubiera un cierto gusto en reconocer
que las cosas no andan tan bien – tal vez porque estos autores logran poner
bajo la lupa y luego en palabras sensaciones generalizadas del hombre de a pie.
Podría ser esto una muestra de que solemos tener una mirada en cierta medida
negativa sobre el modo en que estamos llevando a cabo nuestras existencias. Por
otro lado, y no es menos curioso, a la vez que apelamos a este tipo de
lecturas, no parece que terminemos de encontrarle la vuelta al asunto. Los
diagnósticos como el de Rojas, lejos de haber perdido vigencia con los años,
resultan tan o quizás incluso más válidos y acertados que cuando fueron
escritos. “El hombre light”, por ejemplo, es de 1992. Está pronto a cumplirse
ya un cuarto de siglo desde su aparición. Y aún hoy –al menos es lo que observo
en mis experiencias con los estudiantes– cuando alguien conoce sus páginas, lo
más común es que la mayoría tienda a coincidir con las observaciones que allí
se exponen y con el carácter preocupante de las mismas.
¿Y cuáles son
estas observaciones? Las que se resumen en el título del libro: los hombres y
mujeres de finales del siglo XX somos “hombres light”, envueltos en la
tetralogía hedonismo-consumismo-permisividad-relativismo,
y así como los productos light,
carecemos de sustancia. Al analizar el perfil psicológico del hombre promedio
de nuestra época, señala el autor:
“Se
trata de un hombre relativamente bien informado, pero con escasa educación
humana, muy entregado al pragmatismo, por una parte, y a bastantes tópicos, por
otra. Todo le interesa, pero a nivel superficial; no es capaz de hacer la
síntesis de aquello que percibe, y, en consecuencia, se ha ido convirtiendo en
un sujeto trivial, ligero, frívolo, que lo acepta todo, pero que carece de unos
criterios sólidos en su conducta. Todo se torna en él etéreo, leve, volátil,
banal, permisivo. Ha visto tantos cambios, tan rápidos y en un tiempo tan
corto, que empieza a no saber a qué atenerse o, lo que es lo mismo, hace suyas
las afirmaciones como «Todo vale», «Qué más da» o «Las cosas han
cambiado». Y así, nos encontramos con un buen profesional en su
tema, que conoce bien la tarea que tiene entre manos, pero que fuera de ese
contexto va a la deriva, sin ideas claras, atrapado – como está – en un mundo
lleno de información, que le distrae, pero que poco a poco le convierte en un
hombre superficial, indiferente, permisivo, en el que anida un gran vacío
moral.”[1]
Rojas sostiene que vivimos en la era de plástico, donde todo está hecho
para usar y tirar; se debilitan los vínculos, decrece el compromiso y aumenta la
indiferencia, se genera una desorientación ante los grandes interrogantes de la
existencia y surge un nuevo tipo de inmadurez. Se trata de “un ser humano
rebajado a la categoría de objeto, repleto de consumo y bienestar, cuyo fin es
despertar admiración o envidia” pero que tarde o temprano se irá quedando
“huérfano de humanidad”.[2]
Posiblemente sean muchos los
lectores que coincidan con ese análisis. Por otra parte, sin embargo, intuyo
que no serían pocos los que estarían también de acuerdo si señaláramos que
cierta parte de nuestras existencias tardo-modernas están también signadas por
una sensación de pesadez. En el uso
metafórico utilizamos el adjetivo “pesado” para referirnos a aquellas
realidades o experiencias que resultan molestas, fatigosas, agobiantes,
cansadoras. Lo “pesado” es lo difícil de sobrellevar. Y así nos podemos quejar
por lo “pesada” que es una tarea, una persona, una película o una obra
literaria, una conversación, una clase… Utilizamos esta expresión para
referirnos a aquellas cosas y vivencias que resultan una carga para nosotros, debido a lo cual muchas veces preferiríamos
desprendernos de ellas.
Lo paradójico –aunque en el fondo no
tanto– es que parece haber una íntima relación entre estos dos aspectos, la liviandad (la vida “light”) y la pesadez. Lo que explica esta vinculación que aquí intentamos
señalar es la superficialidad, pues se trata de un elemento común a ambos.
En la vida “light” predomina, como
leíamos, una relación superficial con lo otro (con las personas, con las cosas,
con las tareas, con las ideas, con los valores, con la belleza…). Una
superficialidad que es señal de la falta de encuentro íntimo con lo real y que
produce un vacío que en general intenta luego ser superado de diversas maneras
(la multiplicación de la cantidad de experiencias pretende suplantar la falta
de calidad de las mismas, la velocidad y la hiperactividad aumentan ante la
ausencia de algo que invite al detenimiento y la quietud, las tendencias e
intereses se dispersan, el sujeto se fragmenta, el ruido pretende suplantar la
insoportable vacuidad del silencio). Buscamos caminos que posibiliten una fuga
ante el vacío que generan las relaciones puramente epidérmicas que, en cuanto
tales, no logran “llenarnos”, no nos alimentan, no llegan a producir una
experiencia profunda de sentido.
Esta superficialidad es también un
elemento propio de la pesadez. La vida, o al menos algunos momentos de ella, se
torna “pesada” cuando es aburrida. Y lo que genera el aburrimiento
(aborrecimiento) es justamente la sensación de vacío que viene ligada al modo
superficial de habérnoslas con las cosas. Ese mismo vacío resulta agobiante,
fastidiante, molesto, y genera un tipo particular de cansancio. No nos
referimos al cansancio por el gasto de energía que se da al intentar superarlo,
sino al agobio que la misma experiencia de vacío genera en el sujeto, y esto
porque precisamente no invita a poner en juego nuestras energías. Lo más
“cansador” no es el gasto de energías, sino el no poder hacer uso de ellas
porque la relación con la realidad es tal que no nos moviliza a hacerlo. Así,
por ejemplo, una hora de clase puede ser muy “pesada” no por el verdadero peso
de su contenido, sino porque lo que falta es justamente contenido, porque es una
clase demasiado “light”. Lo que hace “pesada” una conversación es que
justamente no haya en ella nada que saborear ni nada que nos nutra. Una tarea
se hace “pesada” cuando no vislumbramos ni su por qué ni su para qué y por
tanto nos resulta carente de sentido alguno.
Dos tipos de cansancio
Cuando hay vínculo, cuando hay
encuentro profundo (y, por tanto, también compromiso), sin duda hacemos uso de nuestras
fuerzas y las dedicamos a aquello con lo que estamos comprometidamente
vinculados. Esto implica, claro está, que habrá cansancio. Pero esa fuerza
empleada se convierte, en virtud de ese mismo vínculo, en una suerte de energía renovable. Las fuerzas se
renuevan e incluso multiplican gracias a ese encuentro (y en la misma
proporción en la que en ese encuentro haya profundidad). Porque nuestras
energías no son puramente espontáneas, autogenerantes, sino que brotan por la
motivación que un “algo” con el que entramos en relación genera en nosotros. Es
en el encuentro con ello donde somos “movidos”.[3]
Así, por ejemplo, una persona que se
compromete seriamente con su trabajo –no por un sentido vacío del deber, sino
porque ha encontrado un sentido profundo en su tarea– seguramente dedicará
mucho esfuerzo y gastará energías en ello, pero en virtud de ese sentido
descubierto su fuerza no deja de alimentarse con su misma labor. Un maestro
verdaderamente interesado en lo que enseña y en sus alumnos, potenciador de ese
mismo interés en sus estudiantes, seguramente terminará cansado al final de la
jornada, y lo mismo vale para los alumnos; pero se tratará de un cansancio que
se abre a la espera de retomar el recorrido del aprendizaje la próxima vez. Un
artista inspirado pasará trasnochadas horas dedicándose a su producción
creativa, pero con el regocijo de saber que esa actividad le renueva el
entusiasmo e incluso profundiza su inspiración. Es una suerte de cansancio reparador, como hemos dicho ya
en alguna oportunidad.[4]
Cuando, en cambio, las cosas son
experimentadas con demasiada liviandad, cuando las relaciones no superan lo
epidérmico y no logra darse el verdadero vínculo, lo que queda es el tedio, el
aburrimiento, la pesadez, que al no
poner en juego nuestras energías, las termina aniquilando. Se trata de una
especie particular de agotamiento, de una suerte de cansancio por inanición, por falta de nutrientes, nutrientes que no
pueden llegar a nosotros si nuestro vínculo con las cosas queda a nivel de lo
meramente superficial. Es el tipo de “cansancio” consanguíneo de la apatía. Se
manifiesta en el desgano, la falta de vitalidad, la ausencia de ímpetu. Pero
recordemos que la apatía no se da por exceso de “padecimiento” en nuestro
vérnoslas con lo otro, sino más bien por ausencia de él, como señala la
etimología del término (del griego a-pathos,
no-padecimiento).
Curiosamente entonces, cuando por
temor al cansancio optamos por la ausencia de vínculos, cuando para evitar el
desgaste escogemos la falta de compromiso, cuando con la ilusión de hallarnos
más a resguardo caemos en la liviandad,
lo que hacemos es condenar nuestras energías a la agonía y nuestra vida al
peligro de una desgastante pesadez.
Una vida “light” resulta, a la
larga, algo muy “pesado”, desgastante, difícil de sobrellevar. Y es de esperar
que intentemos evitar esa pesadez. La cuestión estriba en tomar nota de que esa
pesadez se debe precisamente a la liviandad y de que es esto último lo que
convendría remediar si pretendemos vislumbrar una salida exitosa. De lo
contrario, con el fin de paliar los efectos sin tener en cuenta sus causas,
podemos caer en “remedios” que no sean tales y buscar caminos de fuga en
actividades que aumenten el carácter superficial de nuestra relación con las
cosas. De esa manera, la liviandad irá
en aumento, y en consecuencia también la pesadez,
que es lo que pretendíamos superar.
[1]
Enrique Rojas, El hombre light,
Buenos Aires, Planeta, 1992, pp. 13-14
[2]
Ibidem, p. 17
[3]
La filosofía clásica tenía esto muy en claro: “la voluntad necesita arrancar
del impulso de algo exterior que la mueva para su primer movimiento” dice Sto.
Tomás de Aquino en Suma Teológica I-IIae, 9, 4.
[4]
Cfr. nuestra entrada en este mismo espacio sobre “entrega y cansancio”: http://ablfilo.blogspot.com.ar/2014/11/sobre-la-entrega-parte-iv.html