miércoles, 25 de mayo de 2016

Yo soy yo contigo



Los unos y los otros

Acá estoy yo. Ocupando una parcela del universo. De modo sumamente minúsculo tal vez, pero también de modo único. Acá estoy yo infranqueablemente. En todo el cosmos no hay nada ni nadie que ocupe el lugar que yo estoy ocupando en este momento. Y no se trata solamente de un hecho físico, sino que ocupo un lugar metafísico – con perdón del oxímoron – que nadie más puede ocupar. Acá estoy. Soy, y nadie puede ser acá donde soy yo, porque nadie es yo.
Una sensación de soberanía ontológica hace ebullición en nosotros ante semejante redescubrimiento. Plantamos nuestra bandera dentro de este fragmento de lo existente que es propiedad privada de cada cual. Pero al notar que nada ni nadie puede depositar los pies de su existencia en el distrito en el que se hallan los nuestros, descubrimos también que no podemos salirnos de ese aquí. Yo estoy acá. Soy esto y soy hasta acá. La sensación de soberanía se entremezcla entonces con cierta asfixia. Soberano y prisionero. Murallas de protección y separación. No puedo salirme de mí… ¿o acaso sí? No puedo liberarme de mí. ¿Habría que intentarlo? ¿Para qué, si no es siquiera posible? (y, sin embargo, tantas veces lo he hecho…) ¿Para qué querría salirme de esto que soy? ¿Para convertirme en qué? ¿En quién? ¿Qué sería de mí si mi yo estuviese fuera de sí? Nada, probablemente. La aniquilación, en su estricto sentido, parece ser el único resultado posible, la condena para un yo que decide no ser él.
O tal vez estemos reflexionando mal… Tal vez no hay por qué asfixiarse. Tal vez la vida nos está dando la posibilidad de abrir nuestras puertas y ventanas (que las tenemos, aunque lo olvidemos con frecuencia, ¿no es cierto, Leibniz?). Abrirlas para salir de nosotros sin alejarnos de nosotros, sin dejar de ser cada cual su yo. Para salir de mí - conmigo. Es más ¡tal vez la vida misma consista en ello!
Pero… ¿hacia dónde he de ir? ¿hacia qué? ¿hacia quién?...


Persona y apertura

Una definición clásica de “persona” nos ha sido legada, junto con otras célebres definiciones[1], por el filósofo Boecio (480-524). En su obra De Duabus Naturis señala que la persona es la substancia individual de naturaleza racional. De esta manera el pensador identifica a la persona como aquel ente que, por su capacidad intelectual, se distingue del resto de las substancias individuales. La segunda parte de la definición (…de naturaleza racional) es posiblemente la parte más destinada al debate y a la polémica. Es también, a primera vista, la parte más importante, puesto que señala la diferencia específica que, justamente, especifica a la persona en cuanto tal. Sin embargo, nos detendremos aquí en la primer parte de la definición. ¿Qué nos dice esto de que la persona es una substancia individual?
Con ello Boecio señala, que la persona es un ente concreto que posee su propia existencia, que tiene el ser en sí mismo (sin que esto signifique que lo tiene de sí mismo), que no es –en sentido aristotélico– un mero accidente que tuviese su ser en otro como su sujeto (si bien puede tener su ser de otro). Es decir que la persona tiene cierta independencia ontológica, que es un ente de alguna manera cerrado, con consistencia propia. No es simplemente parte de un ente mayor, cuya importancia se redujera justamente al hecho de ser un elemento constitutivo de otro, sino que se trata de algo que no entra en confusión con una totalidad, puesto que ella misma es en sí una suerte de totalidad. De ahí que cada persona tenga importancia como individuo y no es un mero momento del desarrollo de un Todo que lo supere.
Ahora bien, aunque la concientización de la substancialidad de la persona conduce al respeto de la misma como algo individual y hasta cierto punto independiente, sería un error si concibiéramos a la persona como algo totalmente “cerrado”. Mi ser, como substancia, se distingue del ser de mis vecinos, eso es cierto. Yo soy algo y tú eres algo distinto de mí, y él es a su vez otra cosa distinta, y cada uno de nosotros es más que un mero elemento de una unidad englobadora; cada uno de nosotros es una unidad en sí mismo. Sin embargo, esta consistencia ontológica exige, para su propio crecimiento y realización, del contacto con otras substancias. Si las personas, por reconocernos como individuos y como una totalidad cada uno en sí mismo, cayéramos en la tentación del auto-encierro, esto sería esencialmente perjudicial para nuestra individualidad. Vale decir, la apertura hacia el otro (sea este otro la naturaleza, el prójimo, el Creador) no amenaza nuestra consistencia como personas, sino que, al contrario, es algo imprescindible en vistas a esa consistencia. En este sentido es que podemos decir que no es la persona algo “cerrado”.
La apertura hacia el otro es una exigencia de nuestra naturaleza. Es por ello que el egoísta no sólo perjudica a los demás, de quienes se ha olvidado, sino que con su actitud se perjudica también a sí mismo. Es de vital importancia que, al captar nuestra propia substancialidad y consistencia, no olvidemos tener presenta a la par nuestra naturaleza social, nuestra vocación a la apertura hacia los demás, que nos distingue como seres humanos.
Cuando esta naturaleza social es olvidada y no respetada –lo cual sucede en las sociedades de tendencia individualista– surge en el hombre, consciente o inconscientemente, la angustia de la soledad y la sensación de aislamiento. Esta se manifiesta tarde o temprano, puesto que, como hemos dicho, el auto-encierro no le es connatural al hombre (y la naturaleza siempre se encarga de manifestar la fuerza de sus normas). Es entonces cuando el hombre busca la salida de esta angustia en actitudes de sociabilidad inauténtica. Nuestro yo, habiéndose tornado débil por no haberse alimentado con un contacto auténtico con el otro, se desliza en la fusión en la masa para perder de vista esa sensación de aislamiento y la insatisfacción que ella le provoca. “La persona que se despoja de su yo individual y se transforma en un autómata, idéntico a los millones de otros autómatas que lo circundan, ya no tiene por qué sentirse solo y angustiado. Sin embargo, el precio que paga por ello es muy alto: nada menos que la pérdida de su personalidad.”[2]



Este tipo de actitudes pueden en principio parecer muy “sociales”, pero en realidad no lo son, puesto que la verdadera vida social surge a partir de personas fuertes y consistentes en sí mismas, y sólo ellas son capaces de actos correspondientes a tal tipo de vida.
No es posible pretender una vida social fortalecida, si no están fortalecidos los miembros que conforman un grupo social. Así mismo, tampoco es posible lograr una vida personal fortalecida sin una vida social auténtica. La sociedad –el grupo social, del tipo que fuese– y el individuo no son realidades contrarias que chocan entre sí (como señalan perspectivas como la de Hobbes y otros muchos herederos de su planteo), sino realidades íntimamente relacionadas y mutuamente necesarias y complementarias. No hay la primera sin la segunda, ni la segunda sin la primera.


Yo contigo

Si por miedo yo no soy capaz de entregarme a ti, entonces no seré más yo. Sólo una auténtica relación contigo, posibilitará y facilitará que yo sea cada día yo de modo más pleno. Y si yo soy en verdad yo, y tú eres en verdad , podré tener una auténtica relación contigo. En cambio, si ambos renunciamos a nuestra individualidad y nos enmascaramos en yo-s inauténticos, yo ya no seré yo, ni tú serás , y lo que haya entre nosotros no será jamás una auténtica relación, sino apenas un infructuoso intento de fuga hacia la transitoria inconsciencia de nuestras sendas alienaciones.

Ir hacia el otro, saliendo conmigo de mí. ¿Y el otro? Me dejará entrar, a mí, para estar yo en él… y así también él entrará en mí, sin dejar de ser él. Y mi yo, fuera de sí, estará más en sí que vez alguna, fortalecido por el otro en mí. Y el otro será él, estando yo en él sin dejar de ser yo, sino siendo más yo que nunca.

Y yo seré con el otro.
Yo seré yo contigo, y vos serás conmigo…

Y ya no hay asfixia, sino soberanía en la comunión.



[1] Célebres son también sus definiciones de »eternidad« (»Posesión total y perfecta de una vida simultánea«) y de »felicidad« (»Estado perfecto por la posesión de todos los bienes«), que se encuentran en su conocida obra La consolación de la filosofía.
[2] Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires 2004,  p. 184.
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