lunes, 26 de mayo de 2014

Libertad ¿para qué?

Somos libres para elegir, eso no hace falta discutirlo. Si no fuésemos seres libres, la posibilidad de elección nos estaría vedada. Sin embargo, hay que ver si eso es todo. ¿Acaso la finalidad de nuestra libertad estriba en que podamos decidir entre diversas opciones sin más? ¿Se cumple ya la meta de la libertad en la mera elección, sin tener en cuenta cuál sea?
Si la cosa fuera así, la importancia residiría simplemente en el hecho de elegir, sin que importe qué es lo que se elige. Y esto a su vez supondría que todas las opciones son, en definitiva, igual de válidas, ya que no importaría elegir una en lugar de otra, sino simplemente elegir alguna. ¿Puede consistir en esto la meta de la libertad? ¿Puede consistir en que todo nos dé lo mismo? Y si ello fuera cierto, ¿qué sentido tendría entonces cualquier decisión, una vez que concebimos a todas las opciones como igual de válidas? ¿Para qué elegir si todo da lo mismo? ¿Es la indiferencia ante las diversas opciones en verdad una actitud “liberadora”?
Cualquier experiencia concreta tiende a demostrarnos que en realidad una actitud de indiferencia nos arrastra más bien hacia la indecisión en lugar de invitarnos a ejercer nuestra libertad; cuando todo nos da lo mismo, en general terminamos no eligiendo nada. A primera vista se trata de una libertad “total”, puede parecer excepcionalmente libre pues todas las opciones están a disposición y la libertad tiene una apertura de trescientos sesenta grados sin restricciones. Sin embargo, si todo da lo mismo, la elección misma pierde su sentido. En consecuencia, si la libertad fuese un fin en sí mismo que no se dirige a ninguna parte, la elección resultaría absurda y junto con ello perdería sentido también la libertad. Concebir la libertad como algo “autosuficiente” está muy lejos de fortalecerla, más bien la arrastra hacia la agonía. Desde esta perspectiva se nos tornan comprensibles las palabras del Roquentin de Sartre, a quien la existencia misma le provocaba náuseas. Este personaje se plantea justamente: “Soy libre: no me queda ninguna razón para vivir, todas las que probé aflojaron y ya no puedo imaginar otras. Todavía soy bastante joven, todavía tengo fuerzas bastantes para volver a empezar. ¿Pero qué es lo que hay que empezar? (...) Solo y libre. Pero esta libertad se parece un poco a la muerte.[1]

Aquí se plantea entonces el interrogante capital: ¿qué hemos de empezar? ¿Hacia dónde hemos de dirigir nuestra libertad? Pero esto ya significa pensar las cosas de otra manera: la libertad no se justifica a sí misma y su finalidad no se cumple en elegir sin más, sino que necesita de una meta que la trascienda y oriente.

Lo que las personas realmente queremos no es elegir una opción cualquiera, sino elegir aquellas opciones que son en cada caso las correctas, las mejores. Lo que queremos es decidir bien y, si es posible decidir de la mejor manera posible. Esto significa, empero, que no somos indiferentes frente a las diversas posibilidades, que no todo nos da lo mismo. Tan claro sea tal vez este punto, que los renglones precedentes posiblemente no eran necesarios siquiera. Pero si alguien quisiera más evidencias, se encuentran éstas en el hecho mismo de que elegimos; a cada rato tomamos decisiones, escogemos una de las opciones a la que le decimos “sí” porque es ella la que nos resulta más significativa, más correcta, más atrayente, necesaria, placentera, razonable, bella o algo similar en comparación con las demás. Cuando todo vale lo mismo, nada vale. Ahora bien, sí elegimos, por lo tanto no todo nos da igual.
Todo aquel que es sincero consigo mismo sabe que lo que quiere es elegir con acierto. Y desde aquí se nos hace más comprensible aquella idea de que es más libre el que elige bien: sólo en la elección acertada cumple la libertad su finalidad y alcanza su meta, sólo en ese caso es verdaderamente eficiente. La libertad que elige correctamente es cualitativamente mejor, en cambio la libertad que elige incorrectamente – si bien elige y en consecuencia sigue siendo libertad – no alcanza su fin y no funciona en plenitud.
En base a lo dicho podemos señalar entonces que la libertad no es un fin en sí mismo, sino un medio. Un medio de suma importancia, sin lugar a dudas, pero medio al fin, y no algo que se justifique a sí mismo. La libertad la tenemos para elegir bien, para elegir lo que está bien en cada caso concreto, para elegir lo mejor. La libertad es un medio hacia el bien, en el bien resulta verdaderamente eficiente y en el bien encuentra su sentido. También esto es algo que se olvida con facilidad cuando se alza la bandera de la libertad, tal vez porque con facilidad deseamos la libertad (o la “compramos” en algunos ámbitos) pero nos cuesta repensar para qué es que la queremos y cuál habría de ser su finalidad.
Pero ¿por qué nos cuesta tanto? Acaso la dificultad radique en el hecho de que concebir a la libertad como un medio para el bien presupone pensar a la libertad como algo limitado. No limitado desde fuera por algo que viene a reducirla (aunque eso también puede darse) sino limitado desde dentro, por una exigencia de su misma naturaleza. A los que están acostumbrados a contraponer la noción de libertad a la noción de límite la idea les resulta en consecuencia intolerable. Sin embargo, toda libertad que se dirige hacia una meta es intrínsecamente una libertad limitada, puesto que toda libertad que tiene una meta es una libertad que reduce la cantidad de opciones por las que encaminarse hacia el fin. Todo aquel que quiere llegar a algún lado tiene inevitablemente limitados caminos para llegar al destino que se propone. Puede que los caminos sean muchos, algunos lo llevan de manera más directa, otros de manera más placentera, otros por sendas más escarpadas… En la mayoría de los casos los caminos posibles son varios, pero que sean varios no quiere decir que sean “todos”. El único que tiene abiertos todos los caminos es el que no se dirige a ningún lado; sólo a él no se le angosta el abanico de posibilidades, puede elegir cualquiera de ellas por igual y ninguna queda desechada; no pierde nada... pero tampoco gana nada. No tiene posibilidad de perderse, pues no se encamina hacia nada, pero eso quiere decir que está perdido desde un principio. Sus posibilidades de elección son ilimitadas, pero el precio de semejante ausencia de límites es el absurdo y el sinsentido, que ciertamente no libera. El idioma castellano lo sabe bien puesto que utiliza el mismo vocablo (“sentido”) para expresar que algo tiene una razón de ser y para señalar que tiene una dirección. Sólo aquel que va hacia algún lado, puede confiar en que su camino no sea absurdo. Pero toda meta limita, elimina de cuajo algunas opciones, implica renunciar a la pretensión de ilimitación.



No estaría de más preguntarse entonces: ¿qué es preferible, una libertad ilimitada que no conduce a ninguna parte, o una libertad limitada que puede llevarme a algún lado? Todo aquel que se dirige hacia algo con su libertad, deberá elegir entre limitadas opciones que puedan conducirlo hasta allí y saber desechar las demás. Quién sea incapaz de aceptar esta limitación que la libertad por su misma naturaleza exige, no podrá aceptar tampoco el sentido que ella puede tener, quedando así condenado a la inmovilidad y la consecuente imposibilidad de auténtico progreso.

Por doquier nos ofrecen hoy en día más libertad. Eso puede ser muy positivo, pero no debemos olvidar que la principal preocupación no ha de ser la cantidad de libertad que podamos tener, sino la calidad de la misma. No sólo hay que considerar importante cuánta libertad tenemos, sino principalmente cómo es la libertad que tenemos y para qué la tenemos. Tal vez sería preferible no luchar por la ilimitación, que de ser posible (y, de hecho, no lo es por la finitud del hombre mismo) sólo lo sería en el absurdo, sino por el acierto en la elección de metas que valgan la pena, aunque eso implique limitar las opciones. Lo que en el fondo queremos no es hacer cualquier cosa sino alcanzar esas metas que son para nosotros óptimas y que favorecen nuestro crecimiento, madurez y éxito existencial.







[1] J. P. Sartre, La Náusea, Losada, Buenos Aires, 2002, p. 175

lunes, 19 de mayo de 2014

Consecuencias de la libertad


En el posteo anterior comenzábamos señalando que nos gusta creer que estamos a favor de la libertad, que la defendemos casi todos, que la anhelamos. Sin embargo, ser libre implica algunas consecuencias que no siempre resultan atractivas para el ser humano. Como estas consecuencias, muchas veces no placenteras, forman parte esencial de la liberad humana, puede suceder que alguna vez rechacemos la libertad justamente por no querer aceptar esas consecuencias.
En primer lugar: ser libre implica ser responsable. No nos referimos a aquella “responsabilidad” que es una virtud, como cuando alguien cumple con sus tareas y obligaciones en tiempo y forma, sino a aquella “responsabilidad” que es un elemento esencial de la vida libre del ser humano, por más que éste haga mal uso de su libertad (también la persona irresponsable en el primer sentido es, en este segundo sentido, responsable – responsable de su irresponsabilidad – y esto justamente porque es libre). Que el hombre sea responsable significa que debe responder. Donde todo está determinado de antemano no hay lugar para la responsabilidad, pero donde el hombre puede elegir entre hacer o no hacer, entre hacer esto o aquello, allí debe también responder por qué eligió de tal o cual manera. Sólo un sujeto libre puede ser responsable porque solamente un sujeto libre puede querer también la acción contraria. Si los actos (y también omisiones), deseos, pensamientos del hombre tienen su fuente en la elección de la propia voluntad, si no están determinados salvo por el hecho de que la voluntad personal se determina a sí misma, entonces la persona debe también responder por ellos y aceptar sobre los propios hombros el peso de su cualidad y sus consecuencias.
Este llamado a la responsabilidad – a responder – manifiesta el carácter dialogal de la vida humana. Toda nuestra vida es, de alguna manera, un diálogo. Con las cosas, con el prójimo... Y el hombre está llamado a responderles, pues su vida es una especie de interrogante constante que le es formulado día tras día; un interrogante abierto al cual hay que responder, día tras día, con la vida misma.[1] Quien acepta este hecho reconoce más fácilmente la seriedad y el peso específico de la propia existencia. Aceptar el peso de esta responsabilidad, empero, no es algo tan sencillo. Para algunos pensadores incluso reside en ello la causa de la angustia que, según ellos, es esencial a la existencia humana.[2] Muchas veces es más fácil caer en la tentación de soltar el timón de la propia vida y permitir que lo tome otro entre sus manos. Vencer estas tentaciones exige valentía y madurez, por ello la verdadera libertad es algo a lo cual teme el pusilánime y no acepta el inmaduro, ya que lo atemoriza la obligación de la tener que responder. De ahí que muchos, huyendo ante la responsabilidad, terminen renunciando también a su libertad.
Segundo: ser libre implica elegir y toda elección supone una renuncia. Toda decisión es una escisión, un corte. Quien dice “sí” a algo, también dice “no” a otra cosa. Sin embargo, renunciar tampoco es sencillo y en muchos casos es incluso doloroso, pues mayormente no elegimos entre algo que nos atrae y algo que no, sino entre opciones que nos atraen simultáneamente. En todas las cosas hay algo de bueno y por eso en todas hay algo de atractivo. Las opciones a las que renunciamos no son, en consecuencia, algo “malo” en sí mismo, sino algo “bueno” ante lo cual no somos indiferentes y que, de hecho, podríamos también elegirlo. Pero no se puede todo, hay que elegir, entregarse a una de las opciones y descartar el resto.
Quien no tenga fuerza suficiente para renunciar, tampoco tendrá fuerza para elegir. Su libertad no podrá superar el estado de deliberación y desconcierto, convirtiéndose así en indecisa, ineficaz, inútil y destinada al fracaso. Deseará todo y no obtendrá nada. Deseará todos los caminos y será incapaz de escoger uno de ellos, por lo cual se le imposibilitará el progreso, ya que todo progreso exige el avanzar por un camino determinado renunciando a otros senderos posibles. Quien sea incapaz de renunciar, a pesar de lo costoso que esto a veces resulta, será incapaz de una libertad madura. Por ello, quien le escapa a la renuncia, le está escapando también a la libertad. 

Tercero: toda decisión concreta incluye una dosis de riesgo. Todo aquel que elige en una situación concreta, realiza una suerte de salto a un futuro que para el ser humano tiene, en mayor o menor medida según el caso, algo de incierto. Esto no justifica que nos lancemos a decidir sin esforzarnos a tener lo más en claro posible las consecuencias de nuestros quereres y acciones, sin que nos preguntemos lo suficiente por el acierto o no de lo que habremos de elegir. La previsión es una posibilidad y un deber para el ser humano como ser racional. Pero ha de tenerse en cuenta que nuestra razón es limitada y que en consecuencia lo son también nuestra capacidad de prever y nuestro análisis de las situaciones concretas en las que nos encontramos y en las cuales debemos tomar decisiones. La vida no es matemática, aunque el racionalismo pretendía que lo fuera, y por ello nuestra tendencia a la claridad no puede exigir una seguridad absoluta y un rigor silogístico en cada elección.[3] Es previsible que haya imprevistos. Exigir una certeza absoluta en los casos concretos termina acarreándonos a la angustia de la inseguridad y a la indecisión, pues el hombre que busca exageradamente la certeza donde no le es posible hallarla y no acepta el riesgo que está implicado en cada elección, tampoco podrá superar la deliberación y terminará no concluyendo en decisión alguna. Por eso la vida libre exige coraje; no aquel coraje mentiroso que es producto de la soberbia, sino el coraje auténtico que brota de la humildad, del reconocimiento de la falibilidad de nuestro conocer. Elegimos a sabiendas de que existe la posibilidad de que nuestra elección sea errónea. Esto naturalmente nos invita a mantener la mayor atención posible, pero también a tomar conciencia de que somos falibles. Quien no tenga este coraje y huya ante el riesgo, huye también ante la libertad.

La libertad es el fundamento de nuestra especial dignidad y grandeza como seres humanos. Pero ser verdaderamente hombres es una tarea ardua y un gran desafío. A veces cuesta aceptar el rol protagónico que nos corresponde y buscamos excusas para “liberarnos de nuestra libertad” y sus consecuencias. Estaríamos lejos de acertar si creyéramos que la esclavitud es una realidad superada hace tiempo. De múltiples maneras huimos ante nuestra libertad: cedemos, tal vez sin darnos cuenta, ante fuerzas anónimas (o no) para no tener que soportar el peso de la responsabilidad; nos diluimos en grupos determinados para que ellos decidan en lugar nuestro; nos encadenamos a la rutina para evitar la incertidumbre de nuevos caminos; permitimos que desde fuera dirijan nuestros pensamientos y deseos; aceptamos que nos conviertan en medios instrumentales para vaya-a-saber qué fines; marchamos por senderos cuyas direcciones desconocemos y sobre las cuales tal vez no nos preguntemos siquiera, solamente por el hecho de que hay otros que también marchan como nosotros y así evitamos la soledad; permitimos que colonicen incluso nuestro tiempo “libre” con diferentes opios de los pueblos que estimulan la fuga de nuestra interioridad, donde reside la libertad auténtica; nos entregamos a la mercantilización de nuestro ser buscando la supervivencia, sin examinar si esa supervivencia nos aleja de una vida verdaderamente humana; nos entregamos a un activismo interminable, sin reflexionar quizás si acaso no nos es impuesto desde afuera... Muchas veces y de muchas maneras preferimos caer en la (visible o invisible) esclavitud.
La libertad es un don, pero es también una tarea. Es esencial a nuestra naturaleza humana, pero hay que defenderla y luchar por ella. Por ser el hombre un sujeto libre puede, paradójicamente, atentar contra su libertad. Por eso la libertad exige disciplina, coraje, fortaleza, sacrificio. La libertad es un bien arduo; si no la aceptamos en su totalidad, incluso con sus consecuencias no siempre tan agradables, y no nos preocupamos por ella, nos puede ser hurtada en cierta medida. Un crimen en el cual somos a la vez víctimas y victimarios.

Martín Susnik



[1] “Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de la vida y, en vez de ello, pensar en nosotros como en seres a quienes la vida les inquiriera continua e incesantemente. (…) En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo.” (V. Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, pp. 113-114) “En una palabra, a cada hombre se le pregunta por la vida y únicamente puede responder a la vida respondiendo por su propia vida; sólo siendo responsable puede contestar a la vida.” (ibid. p. 153)
[2] Cfr. J. P. Sartre, El existencialismo es un humanismo, Ed. del 80, Bs. As., 1997 pp. 15-19
[3] “En las resoluciones o actos de imperio de la prudencia, esencialmente referidos a lo concreto, falto por sí de necesidad y no existente aun, no encontraremos la seguridad de que se hospeda en la conclusión de un raciocinio teorético (…) Es inútil que el hombre espere ni aguarde, para emitir la «conclusión» del imperio, al momento de contar con la certeza teorética de una conclusión que fuerce a su asentimiento. (…) El prudente no espera certeza donde y cuando no la hay, ni se deja tampoco embaucar por las falsas certezas.” J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, p. 51-52

viernes, 9 de mayo de 2014

Sueño de libertad

LAS DOS LIBERTADES

Soñamos libertad. O al menos eso es lo que nos gusta creer. La anhelamos, la buscamos, la defendemos, luchamos por ella… Su nombre aparece en mayúsculas en muchas de las banderas que hacemos flamear. Le dedicamos canciones, poemas y películas a montón. Casi nadie se animaría a hablar en su contra y la usamos como fundamento y fin de muchas de nuestras causas, sean de derecha, de izquierda, de arriba o de abajo.
Pero ¿qué es la libertad? Como suele suceder con este tipo de “palabras importantes”, la libertad plantea algunas dificultades para una esclarecida comprensión, y además parece tener más de un significado. Se trata, como gustan decir los filósofos, de uno de esos “términos análogos”, que tienen significados diversos aunque en cierto punto semejantes y relacionados. Sería desubicado pretender exponer aquí las diversas “clasificaciones” de libertades, pero sí haremos referencia a una de ellas, que consideramos básica: la de la libertad en el obrar y la libertad en el querer.
En el primer caso se trata evidentemente de una libertad referida a la acción. Es esta, pues, una dimensión externa de la libertad. Una libertad tal se da en aquel sujeto que no padece un impedimento que le prohibiera o hiciera imposible que sus deseos se vuelvan acciones, o bien que no está obligado desde fuera a una acción que no coincida con su propia voluntad. Se trata de un “poder hacer”, que puede ser de variada índole. Puede ser una libertad física (cuando no hay impedimentos materiales), libertad civil (cuando no hay prohibiciones legales), libertad de expresión, de culto, de circulación… La defensa de estas libertades y la lucha por ellas son de no poca importancia y pelear por esta dimensión externa de la libertad es necesario y muy loable en algunos casos, pues coincide con el respeto por los derechos del hombre. Sin embargo, no es esta la dimensión más profunda de la libertad.
La libertad en el querer es la dimensión interna de la libertad. No se trata ya del obrar libre, sino del querer libre, de la posibilidad de elegir nosotros mismos qué es lo que queremos; es decir, de la posibilidad de que queramos lo que queremos porque queremos. Nuestra relación afectiva con los bienes con los que nos topamos a diario no está determinada de antemano. No está predeterminado si nuestra voluntad habrá de querer o no determinados bienes. Si finalmente los quiere, es porque ella misma se determina a ello. Y esta capacidad de autodeterminación de la voluntad es justamente su libertad interna. Debido a ella el ser humano es, como diría Guardini, no sólo causa, sino autor de sus actos (de aquellos, claro está, que brotan de esta libertad suya).Tal acción no sólo acaece a través de mí, sino que procede de mí. Y no sólo procede, sino que tiene en mí propia y realmente su principio., de tal manera, que yo soy dueño de él. En su ejecución no soy causa, sino autor, no un “algo” que obra, el cual remitiría, como tal a otros “algos”; sino un “yo”, una persona que es en sí consciente de sí y poderosa por sí misma.”[1]



Esta capacidad de autodeterminación es una propiedad del ser humano y fundamento de su particular dignidad personal, pues indica que cada uno es dueño de sus decisiones y elecciones, dueño de sus quereres, en definitiva, dueño de sí mismo.[2] Sobre su existencia testifica claramente el psicólogo Viktor Frankl quien, a pesar de (y debido a) sus experiencias en los campos de exterminio durante la segunda guerra, donde la coacción externa fue severa como pocas veces, concluye: “El hombre puede conservar un vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso en las terribles circunstancias de tensión psíquica y física. (...) Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa; la última de las libertades humanas – la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias – para decidir su propio camino. (...) A diario, a todas horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión, decisión que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna; que determinaban si uno iba  o no iba a ser el juguete de las circunstancias, renunciando a la libertad y a la dignidad, par dejarse moldear hasta convertirse en un recluso típico.[3]

En la película The Shawshank Redemption [4], Andy Dufresne (Tim Robbins), es condenado a dos cadenas perpetuas por el asesinato de su esposa y del amante de ésta, pena que ha de llevar a cabo en la prisión de Shawshank, donde trabará amistad con Red (el siempre cumplidor Morgan Freeman). Como en toda película de prisión, el tema de la libertad en el obrar sobrevuela permanentemente y uno no deja de pensar en la posibilidad de que el condenado logre escapar finalmente del presidio. Pero no es ese el centro del largometraje. Lo atractivo de la historia es la libertad interna del protagonista, cuyos  objetivos, convicciones y personalidad han permanecido lo suficientemente consistentes como para no dejarse vencer por presiones ajenas ni por flaquezas propias. Lo que distingue a Dufresne a lo largo de toda su estadía en Shawshank es que no pierde la esperanza y que no deja de ser jamás profundo dueño de sí mismo. Dufresne nunca llega a ser un preso institucionalizado, porque interiormente siempre ha permanecido libre, más allá de cuál termine siendo su destino final.



Sin esta libertad interior, la posibilidad externa de pasar a la acción pierde su rasgo humano. Podemos tener la posibilidad de obrar, podemos estar exentos de impedimentos y obligaciones externas, pero todo ello no tiene ningún carácter personal si no elegimos primero en nuestro foro interno, si esta acción hacia afuera no tiene su fuente en las decisiones de las que somos capaces en el núcleo de la propia intimidad. Podemos agitar nuestras banderas, exigir y luchar por nuestra libertad exterior, pero todo ello termina siendo superfluo si somos incapaces de conservar nuestra libertad interna.
El sujeto que teme a su propia interioridad, que vive volcado exclusivamente hacia lo externo por miedo al encuentro consigo mismo, no podrá mantener ni fortalecer la verdadera libertad, pues ésta se encuentra precisamente en esa interioridad de la cual huye. Si no habita en su interior, entonces no puede ser dueño de sí mismo pues no está parado sobre los propios pies y su posición es demasiado débil, facilitando la manipulación externa. La moda, la opinión ajena, la publicidad, las ideologías, las cosmovisiones le serán impuestas sin obstáculos dado que él mismo no cuida su hogar interno y corre el riesgo de que otros se adueñen de él. Y lo que es particularmente peligroso, en no pocas oportunidades sitiarán su intimidad en nombre de la “liberación” convenciéndolo de hacer lo que quiera, después de haber obstaculizado la posibilidad de un querer auténticamente libre.

Mucho se habla, incluso se grita, sobre la libertad. A primera vista la defendemos todos y en su nombre también cada cual vende su mercancía. Sin embargo, habrá que estar atento para no perder el cuidado de la vida interior y no huir del encuentro con uno mismo, de lo contrario ese griterío no pasará de ser un vacuo bullicio y esas ventas se convertirán en totalitarismos invisibles que juegan con nuestra debilidad. Tal vez no sean pocas las veces en que somos esclavos inconscientes, de esos que incluso están satisfechos con su esclavitud, pues la confusión impide que la reconozcan como tal.





[1] R. Guardini, Libertad, gracia y destino, Lumen, Bs. As., p. 16
[2] Los idiomas eslavos muestran con acierto que, justamente por su libertad (“svoboda”), cada uno es “propio” (“svoj”), soberano de sí mismo. Cfr. M. Komar, Pot iz mrtvila, SKA, Buenos Aires, 1965, p.61 (edición en castellano La salida del letargo, Ed. Sabiduría Cristiana, 2014, p.  59.
[3] V. Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 2001, pp. 98-99.
[4] Cadena perpetua en España, Sueños de libertad en la Argentina, película de 1994 dirigida por Frank Darabont, basada en la novela de Stephen KingRita Hayworth y la redención de Shawshank.
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