Somos libres para elegir, eso no hace falta
discutirlo. Si no fuésemos seres libres, la posibilidad de elección nos estaría
vedada. Sin embargo, hay que ver si eso es todo. ¿Acaso la finalidad de nuestra
libertad estriba en que podamos decidir entre diversas opciones sin más? ¿Se
cumple ya la meta de la libertad en la mera elección, sin tener en cuenta cuál
sea?
Si la cosa fuera así, la importancia
residiría simplemente en el hecho de elegir, sin que importe qué es lo que se
elige. Y esto a su vez supondría que todas las opciones son, en definitiva,
igual de válidas, ya que no importaría elegir una en lugar de otra, sino
simplemente elegir alguna. ¿Puede consistir en esto la meta de la libertad?
¿Puede consistir en que todo nos dé lo mismo? Y si ello fuera cierto, ¿qué
sentido tendría entonces cualquier decisión, una vez que concebimos a todas las
opciones como igual de válidas? ¿Para qué elegir si todo da lo mismo? ¿Es la
indiferencia ante las diversas opciones en verdad una actitud “liberadora”?
Cualquier experiencia concreta tiende a
demostrarnos que en realidad una actitud de indiferencia nos arrastra más bien
hacia la indecisión en lugar de invitarnos a ejercer nuestra libertad; cuando
todo nos da lo mismo, en general terminamos no eligiendo nada. A primera vista
se trata de una libertad “total”, puede parecer excepcionalmente libre pues
todas las opciones están a disposición y la libertad tiene una apertura de
trescientos sesenta grados sin restricciones. Sin embargo, si todo da lo mismo,
la elección misma pierde su sentido. En consecuencia, si la libertad fuese un
fin en sí mismo que no se dirige a ninguna parte, la elección resultaría
absurda y junto con ello perdería sentido también la libertad. Concebir la
libertad como algo “autosuficiente” está muy lejos de fortalecerla, más bien la
arrastra hacia la agonía. Desde esta perspectiva se nos tornan comprensibles
las palabras del Roquentin de Sartre, a quien la existencia misma le provocaba
náuseas. Este personaje se plantea justamente: “Soy libre: no me queda ninguna razón para vivir, todas las que probé
aflojaron y ya no puedo imaginar otras. Todavía soy bastante joven, todavía
tengo fuerzas bastantes para volver a empezar. ¿Pero qué es lo que hay que
empezar? (...) Solo y libre. Pero esta libertad se parece un poco a la muerte.”[1]
Aquí se plantea entonces el interrogante
capital: ¿qué hemos de empezar? ¿Hacia dónde hemos de dirigir nuestra libertad?
Pero esto ya significa pensar las cosas de otra manera: la libertad no se
justifica a sí misma y su finalidad no se cumple en elegir sin más, sino que
necesita de una meta que la trascienda y oriente.
Lo que las personas realmente queremos no es
elegir una opción cualquiera, sino elegir aquellas opciones que son en cada
caso las correctas, las mejores. Lo que queremos es decidir bien y, si es
posible decidir de la mejor manera posible. Esto significa, empero, que no
somos indiferentes frente a las diversas posibilidades, que no todo nos da lo
mismo. Tan claro sea tal vez este punto, que los renglones precedentes
posiblemente no eran necesarios siquiera. Pero si alguien quisiera más
evidencias, se encuentran éstas en el hecho mismo de que elegimos; a cada rato
tomamos decisiones, escogemos una de las opciones a la que le decimos “sí”
porque es ella la que nos resulta más significativa, más correcta, más
atrayente, necesaria, placentera, razonable, bella o algo similar en
comparación con las demás. Cuando todo vale lo mismo, nada vale. Ahora bien, sí
elegimos, por lo tanto no todo nos da igual.
Todo aquel que es sincero consigo mismo sabe
que lo que quiere es elegir con acierto. Y desde aquí se nos hace más
comprensible aquella idea de que es más libre el que elige bien: sólo en la
elección acertada cumple la libertad su finalidad y alcanza su meta, sólo en
ese caso es verdaderamente eficiente. La libertad que elige correctamente es
cualitativamente mejor, en cambio la libertad que elige incorrectamente – si
bien elige y en consecuencia sigue siendo libertad – no alcanza su fin y no
funciona en plenitud.
En base a lo dicho podemos señalar entonces
que la libertad no es un fin en sí mismo, sino un medio. Un medio de suma
importancia, sin lugar a dudas, pero medio al fin, y no algo que se justifique
a sí mismo. La libertad la tenemos para elegir bien, para elegir lo que está
bien en cada caso concreto, para elegir lo mejor. La libertad es un medio hacia
el bien, en el bien resulta verdaderamente eficiente y en el bien encuentra su
sentido. También esto es algo que se olvida con facilidad cuando se alza la
bandera de la libertad, tal vez porque con facilidad deseamos la libertad (o la
“compramos” en algunos ámbitos) pero nos cuesta repensar para qué es que la
queremos y cuál habría de ser su finalidad.
Pero ¿por qué nos cuesta tanto? Acaso la
dificultad radique en el hecho de que concebir a la libertad como un medio para
el bien presupone pensar a la libertad como algo limitado. No limitado desde
fuera por algo que viene a reducirla (aunque eso también puede darse) sino
limitado desde dentro, por una exigencia de su misma naturaleza. A los que
están acostumbrados a contraponer la noción de libertad a la noción de límite
la idea les resulta en consecuencia intolerable. Sin embargo, toda libertad que
se dirige hacia una meta es intrínsecamente una libertad limitada, puesto que toda
libertad que tiene una meta es una libertad que reduce la cantidad de opciones
por las que encaminarse hacia el fin. Todo aquel que quiere llegar a algún lado
tiene inevitablemente limitados caminos para llegar al destino que se propone.
Puede que los caminos sean muchos, algunos lo llevan de manera más directa,
otros de manera más placentera, otros por sendas más escarpadas… En la mayoría
de los casos los caminos posibles son varios, pero que sean varios no quiere
decir que sean “todos”. El único que tiene abiertos todos los caminos es el que
no se dirige a ningún lado; sólo a él no se le angosta el abanico de
posibilidades, puede elegir cualquiera de ellas por igual y ninguna queda
desechada; no pierde nada... pero tampoco gana nada. No tiene posibilidad de
perderse, pues no se encamina hacia nada, pero eso quiere decir que está
perdido desde un principio. Sus posibilidades de elección son ilimitadas, pero
el precio de semejante ausencia de límites es el absurdo y el sinsentido, que
ciertamente no libera. El idioma castellano lo sabe bien puesto que utiliza el
mismo vocablo (“sentido”) para
expresar que algo tiene una razón de ser y para señalar que tiene una
dirección. Sólo aquel que va hacia algún lado, puede confiar en que su camino
no sea absurdo. Pero toda meta limita, elimina de cuajo algunas opciones,
implica renunciar a la pretensión de ilimitación.
No estaría de más preguntarse entonces: ¿qué
es preferible, una libertad ilimitada que no conduce a ninguna parte, o una
libertad limitada que puede llevarme a algún lado? Todo aquel que se dirige
hacia algo con su libertad, deberá elegir entre limitadas opciones que puedan
conducirlo hasta allí y saber desechar las demás. Quién sea incapaz de aceptar
esta limitación que la libertad por su misma naturaleza exige, no podrá aceptar
tampoco el sentido que ella puede tener, quedando así condenado a la
inmovilidad y la consecuente imposibilidad de auténtico progreso.
Por doquier nos ofrecen hoy en día más libertad. Eso puede ser muy
positivo, pero no debemos olvidar que la principal preocupación no ha de ser la
cantidad de libertad que podamos
tener, sino la calidad de la misma.
No sólo hay que considerar importante cuánta libertad tenemos, sino
principalmente cómo es la libertad que tenemos y para qué la tenemos. Tal vez sería preferible no luchar por la
ilimitación, que de ser posible (y, de hecho, no lo es por la finitud del hombre
mismo) sólo lo sería en el absurdo, sino por el acierto en la elección de metas
que valgan la pena, aunque eso implique limitar las opciones. Lo que en el
fondo queremos no es hacer cualquier cosa
sino alcanzar esas metas que son para nosotros óptimas y que favorecen
nuestro crecimiento, madurez y éxito existencial.