lunes, 10 de mayo de 2021

Paradigmas

 

Platón y Kuhn

Al analizar filosóficamente el concepto de “paradigma”, casi inevitablemente vienen a la mente dos filósofos que hicieron especial uso de este término y de un modo bien distinto en cuanto a su opción filosófica de fondo. Uno de ellos es Platón. El otro es Thomas Kuhn, epistemólogo norteamericano del siglo XX.

La palabra “paradigma” es de origen griego (παράδειγμα) y en su acepción original hace referencia aquello que es “ejemplar”, es decir, que sirve como patrón, molde o modelo. En ese sentido, Platón es sin dudas el filósofo clásico más paradigmático de los paradigmas. Al observar la multiplicidad en el mundo cambiante, planteó la tesis de las “ideas” (esencias) como paradigmas ejemplares de las cosas concretas que las imitan en el mundo material/sensible. En este mundo hay muchas cosas bellas, por ejemplo, pero ninguna es LA belleza, sino una imitación limitada de la misma. Las cosas bellas son “sombras”, “copias”… LA BELLEZA EN SÍ sería el paradigma.

Estos paradigmas, para Platón, son inmutables y, por ende, más perfectos que las cosas cambiantes. En consecuencia son también más reales (tienen mayor entidad) y por tanto más verdaderos. El verdadero conocimiento -la episteme ("ciencia")- justamente estriba, según el filósofo griego, en alcanzar la intelección de esos paradigmas, de esos modelos eternos, más allá de lo efímero.


El planteo de Thomas Kuhn es bien distinto. Según Kuhn, para entender qué es la ciencia, en lugar de buscar una “esencia inmutable” de la misma, hay que comprender cómo se dio su evolución histórica. Es decir, para saber qué es la ciencia y cómo funciona hay que ir a ver cómo se dio su proceso. Y el proceso de avance de la ciencia, según Kuhn, tiene lugar mediante cambios de paradigmas. Un paradigma, dentro de este planteo, es un conjunto de conquistas científicas universalmente aceptadas por la comunidad de científicos durante un tiempo determinado, que implica determinadas leyes, definiciones, observaciones, instrumentos aceptados, principios, etc. que tienen vigencia dentro de la comunidad científica durante un determinado período de la historia. Los científicos, piensa Kuhn, no realizan observaciones “puras”, “objetivas” sino que lo que buscan –y, en consecuencia, lo que encuentran y lo que interpretan en base a lo que encuentran– está influenciado por el paradigma dominante en ese momento. 

Aquí también el paradigma es un “modelo”, pero no un modelo como ejemplar perfecto, sino un modelo que influye en la visión e interpretación de la realidad debido a su vigencia social. Ya no se trata de la “esencia realmente real” a la que apuntaba Platón, sino de una especie de lentes que, por ser epocalmente vigentes, influyen en nuestra manera de ver las cosas. Mejor dicho, debido a que todo lo miramos desde un determinado paradigma, en realidad no vemos las cosas, lo real, sino que quedamos condenados a una interpretación de una supuesta "realidad" a la que de hecho no tenemos acceso debido a nuestros paradigmas, es decir, debido a los lentes que llevamos puestos.

Si para Platón los paradigmas eran aquellas realidades que conocemos si logramos salir de la caverna, para Kuhn los paradigmas se parecen más a las cadenas que nos mantienen dentro de la misma, y el “cambio de paradigma” parecería entonces ser más bien un cambio de caverna, pero no la salida de ella.

Cuando la ciencia avanza es porque un determinado paradigma entra en crisis y es reemplazado por otro. Pero no es que el nuevo paradigma sea más "verdadero" porque, para Kuhn, la ciencia poco y nada tiene que ver con el conocimiento de la verdad. Claro, desde la perspectiva de Kuhn, si el avance de la ciencia consiste en cambios de paradigmas, ¿cuándo es que la ciencia conoce la verdad de la cosas? En cada época será "verdad" lo que el paradigma haga interpretar como verdadero. Pero luego los cambios harán notar que esa supuesta “verdad” no era tal, y lo nuevo “verdadero” pasa a ser lo que se adecua al nuevo paradigma. Paradigma que también será superado luego, mostrando que aquello tampoco era verdadero, y así sucesivamente. Ahora bien, dentro de esta propuesta, en definitiva, la verdad termina siendo inexistente. Kuhn bien lo sabía; consideraba que la ciencia no busca la “verdad”, ni conocer la “realidad” (nunca podríamos saber cómo son las cosas, porque es debido a nuestros lentes-paradigmas que vemos las cosas de tal o cual manera, hasta que una crisis nos imponga el cambio de paradigma). La ciencia, para Kuhn, simplemente busca resolver problemas. 

Pero, filosóficamente hablando, hay algunos problemas, justamente, que aquí se dejan entrever.

 

Dos problemas...

Este concepto kunhiano de “paradigma” (y la consecuente idea de que el progreso se da por revoluciones y cambios de paradigmas) se ha extendido, como hemos dicho, a ámbitos más allá del científico. Así hablamos hoy de paradigmas educacionales, económicos, sociales, artísticos, etc. De ahí que estos diversos ámbitos hayan heredado del planteo de Kuhn también dos problemáticos elementos, muy presentes en la cultura contemporánea.

Por un lado el relativismo: nada tiene valor absoluto, nada es perenne, todo depende de la vigencia social de cada época. No hay propuestas culturales mejores que otras, no hay modelos educativos mejores que otros, ni tampoco sistemas políticos, ni propuestas filosóficas, ni tampoco valores morales. Todo cambia, y por ende todo está destinado a la papelera tarde o temprano. El problema es que, de ser así… ¿Para qué habríamos de adherir a determinados principios, cosmovisiones, políticas, identidades culturales, si tarde o temprano todas deben dejarán de tener vigencia debido a los “cambios de paradigma”? ¿Para qué, habríamos de pensar y reflexionar sobre las cosas, si ninguna postura es verdadera y cualquier propuesta termina siendo, a la larga, igual de válida que cualquier otra? ¿Para qué habríamos de comprometernos con una visión determinada de las cosas, si al fin y al cabo, no sería más que un transitorio paradigma, que nada tiene que ver con la verdad?

En segundo lugar, el utilitarismo. Lo que importa es que las cosas funcionen, que sean útiles, que nos sirvan para resolver problemas. Pero la mirada utilitaria de la realidad siempre termina siendo soslayante; quien solamente mira las cosas de modo utilitario-interesado, no va a descubrir en ellas más que lo que a priori está buscando. Es una suerte de ceguera viciada de egoísmo, porque se verá imposibilitada de encontrar en lo real algo más que lo quería encontrar. Y ese egoísmo cognoscitivo, utilitario e instrumental, ciertamente nos priva de ver otros aspectos de la realidad, que permanecen vedados a nosotros por no haber tenido una actitud cognoscitiva de verdadera apertura y desinterés. Y curiosamente, sin esa actitud de apertura desinteresada, nunca se hubieran descubierto algunas leyes científicas que luego resultaron muy útiles, pero que pudieron ser descubiertas justamente porque lo que se buscaba no era la utilidad. Para colmo, y esto es especialmente grave, esa mirada utilitaria termina impregnando también nuestras relaciones con los demás, a quienes convertimos en meros instrumentos de nuestro interés por el propio beneficio. Todo tiene que ser útil. Incluso nosotros. Y eso conlleva el peligro de que nosotros mismos nos terminemos convirtiendo en piezas “instrumentos”, en funcionarios que resuelven problemas concretos del aquí y ahora, pero cuya dignidad como personas se ve amenazada.

  

¿Cambio de paradigma?

Quizás el gran desafío de nuestro tiempo, en los que frecuentemente se habla de “cambios de paradigmas”, sea trascender no sólo un paradigma determinado, sino poder ir más allá del concepto mismo de paradigma, en sentido Kunhiano. No simplemente salir de una caverna para entrar en otra, sino hacer el esfuerzo por salir verdaderamente, en la medida de lo posible.

Ciertamente cada uno mira la realidad con los lentes que tiene puestos. Esos lentes fueron moldeados por la educación recibida, por el ambiente socio-cultural en el que nos hemos formado, por las tendencias epocales, por nuestros prejuicios… Pero quizás el desafío estribe en tratar de pulir esos lentes, para que en lugar de entorpecer nuestra mirada de lo real, nos permitan verlo con la mayor objetividad y profundidad posible.

El otro gran desafío es la humildad, la comprensión de que la mirada objetiva de lo real no es cosa fácil y que por ende la mirada del otro (que tuvo quizás una educación diferente, que vivió quizás hace siglos y bajo otros paradigmas) tiene algo para aportar a mi propia mirada. No por tener otros anteojos diferentes a los míos, no por hablar desde otro paradigma, desde otra época, su postura ha de ser desechada. Así mismo, no por ser consciente yo de mis propios lentes, he de desconfiar de mi propia mirada y considerar que todas las posturas son igual de válidas. Porque de ser así, ya no tendría mucho sentido seguir intentando ver nada.




Quizás haya que recuperar la esperanza de que sí hay algo real para ver, más allá de los paradigmas. La esperanza de que, más allá de las diversas perspectivas, hay algo “paradigmático” en sentido platónico, algo “realmente real” y verdadero, que estamos llamados a descubrir, en una actitud de silencio interior que se abre a lo objetivo y de solidaridad con el otro, con quien hemos de caminar juntos en la senda de semejante desafío.




miércoles, 30 de agosto de 2017

Cosmos o Sistema




Kósmos: unidad y diversidad

Los antiguos griegos, con su particular sensibilidad, denominaron al mundo kósmos (orden). Intuyeron que la naturaleza no es algo caótico sino ordenado, y reflexionando sobre ello y su origen dieron comienzo al pensar filosófico.
Hablar de orden significa hablar de una multiplicidad de elementos, cada uno de los cuales ocupa el lugar que le corresponde, lo cual a su vez implica que a cada uno le corresponde efectivamente un lugar, es decir, hay un “lugar” que para cada cual es el “suyo”. Hablar de orden, por tanto, implica hablar de diversidad, pues si todo fuese pura unidad, habría un único elemento, una sola entidad, y entonces ya no tendría sentido hablar de “orden”. Pero no se trata de una multiplicidad fragmentada, cuyos integrantes no tuviesen entre sí algún tipo de vínculo; no es una multiplicidad de solitarios, disgregados y encerrados en sí mismos. La diversidad que hay en el orden no es una diversidad inconexa, caótica, absurda, sino una diversidad armónica, es decir, una multiplicidad en la que los distintos miembros se hallan entrelazados entre sí de modo consonante y complementario, dando lugar a una particular clase de todo unitario. Hablar de “orden”, en definitiva, es hablar de unidad en la diversidad. Eso es lo que los antiguos griegos supieron ver en la naturaleza cósmica y lo que los romanos tradujeron con una palabra que expresa el mismo concepto: universo, es decir, unidad en lo diverso.
Dentro de esta perspectiva, en la que cada integrante tiene un lugar propio que se corresponde con su naturaleza, el orden y su riqueza no surgen como producto de la homogeneización, sino de la fidelidad de cada uno a sí mismo. Es justamente ocupando ese lugar suyo como cada uno favorece al orden del todo, es estando en lo propio como cada uno aporta al conjunto. Esto da una especial relevancia a la identidad de cada particular e implica una visión positiva de los límites que hacen posible esa identidad. Cada miembro tiene un modo propio de ser y ese modo es precisamente el límite que hace posible que A sea A, que B sea B, que A no sea B. Ese límite posibilita que cada particular no se diluya en una totalidad confusa y licuada, es decir en un des-orden. Ese límite permite, en la medida en que cada uno le sea fiel, mantener la consistencia de cada uno y fortalecer la diversidad sin la que el orden no sería posible. La unidad entre los muchos necesita que éstos sean realmente muchos, y por tanto diversos entre sí, y esta diversidad necesita a su vez que cada uno de esos diversos mantenga su unicidad, su unidad intrínseca, su “coincidencia consigo mismo” y se ocupe de crecer en lo suyo, de ocupar cada vez mejor su lugar.
Esto, como decíamos, no implica hablar de los diversos como algo cerrado. No es una invitación al aislamiento y a la desvinculación, sino la única posibilidad para una auténtica apertura y relación con los demás. Sólo puede haber auténtico vínculo y verdadero encuentro si cada uno de los vinculados es a la vez auténtica y verdaderamente sí mismo. La consistencia de los sujetos que se relacionan no empobrece la relación, muy por el contrario, si la relación floreciera desde la inconsistencia de quienes se relacionan probablemente resultaría también ella inconsistente y en consecuencia débil, efímera y superficial. Que los miembros de una relación se diluyan en la relación misma abandonando las particularidades que los hacen ser lo que son, no favorece a la relación misma, sino que la debilita por empobrecer a los que se relacionan.
Esta concepción del orden natural es entonces, por un lado, una invitación a aceptar y mantener el lugar propio –único, irrepetible, intransferible– pero también  una invitación al encuentro con el otro en su unicidad. Es un llamado a un vínculo “especializado” con cada uno en su particularidad también única, irrepetible, intransferible, superando la tentación de considerarlo solamente una parte del todo o un elemento a ser utilizado en favor de lo propio.


El orden artificial

Los últimos siglos, por diversas razones (históricas, pero también filosóficas e incluso teológicas), han ido perdiendo la sensibilidad para esta concepción de la naturaleza como algo en sí mismo (intrínsecamente) ordenado. Como consecuencia de ello ha ganado terreno una actitud de ordenamiento extrínseco de lo real. Si la realidad deja de ser concebida como portadora de un orden objetivo y un sentido intrínseco que debiéramos respetar y favorecer, y puesto que sin orden no se puede vivir, entonces se impone la necesidad de instaurar un orden artificial, extrínseco, apriorístico y deductivo, que surge desde la planificación “racional” de la mente humana hacia las cosas y se imprime sobre ellas. La armonía no sería ya algo que nace con las cosas mismas (no sería natural porque no sería in-nata), sino algo impuesto por el hombre sobre una materia amorfa, en la que no hay límites naturales según los cuales cada uno tuviese un lugar propio. Tanto el límite como la eventual armonía pasan a tener entonces un origen externo a la realidad misma.



Desde esta otra perspectiva, la unidad y la diversidad dejan de estar íntimamente entrelazadas y pasan a convertirse en antinomias. El ordenamiento “racional” (que es, más bien, “racionalista”), elaborado primeramente in mente y plasmado luego in re, suele tender hacia la esquematización, clasificación y etiquetación de los componentes de una realidad que, por tanto, se ve forzada a coincidir con las conceptualizaciones abstractas y simplificadoras preconcebidas en la mente del hombre. En su afán de sistematizar y estructurar lo real con claridad “racional”, se evitan todos aquellos matices  que pudiesen escapar y obstaculizar esa claridad. Lo importante pasa a ser el sistema y lo que no entra dentro su planificación termina siendo desechado para que no genere grietas que pudiesen hacerlo tambalear. El sistema regula y procura que no haya excepciones que fuesen una “falla”, por eso su ordenamiento extrínseco lleva inscripto en su misma tendencia una actitud simplificadora, una vocación a desdibujar las diferencias y empequeñecer la riqueza multiforme de las cosas para poder “hacerlas encajar” en su sistematización clara y distinta. Se trata de una postura en sí misma abstractificadora, estandarizante, homogeneizante, mutiladora y en consecuencia violenta y totalitaria: las particularidades de lo diverso y único deben ser dejadas de lado para que no entorpezcan la unificación y esquematización hacia la cual apunta este ordenamiento extrínseco.
La multiplicidad, la diversidad tiene siempre algo que escapa a la clasificación y a las etiquetas, por ello resulta en cierto sentido inmanejable, lo cual se contradice con una actitud que pretende manejar las cosas imponiéndoles un orden preconcebido. En consecuencia, esta actitud de ordenamiento-dominio conlleva el menosprecio de las particularidades de lo concreto y el rechazo de las diferencias.


¿Oposición al sistema?

Esta postura totalitaria, que muchas veces intenta manifestarse como poderosa, es en realidad fruto del temor y la desconfianza. Desde ella no hay apertura al otro posible, pues la apertura supone la superación de ese miedo que caracteriza a toda voluntad de dominio, superación que sólo es posible desde cierta confianza primordial en el otro y desde la valentía del que sabe tomar el riesgo que implica ser permeable a algo que escapa a su dominio.
Al no haber apertura ni aceptación del otro en cuanto tal, éste o bien es concebido como obstáculo para el “orden” que se pretende imponer (y por lo tanto debe ser excluído, o al menos deben ser mutilados aquellos componentes suyos que no encajen con el sistema, como hemos dicho) o bien queda reducido a instrumento (y por lo tanto se lo mediatiza, pasa a ser una mera herramienta en vistas a objetivos que lo trascienden, es decir, se lo emplea para fines que no son él mismo – lo cual también es una suerte de mutilación).
Por tales caminos, resulta claro, no se puede estimular su crecimiento, su desarrollo, su plenitud. No es raro, por tanto, que una ordenación de este tipo, que reduce al otro a los conceptos a priori del sistema, que lo enfrasca dentro de los esquemas que se pretenden imponer, que lo estandariza y lo termina reduciendo a una cifra, que bajo el pretexto de la igualdad conduce a la uniformidad, en definitiva, que oprime y obstaculiza la actualización de las potencialidades propias de cada uno, sea generalmente experimentada como violentación y dé lugar a la rebelión.
Frente a un orden así experimentado, la respuesta puede ser el sometimiento (de parte de aquellos que pasivamente caen en esa homogeneización, con la consecuente anulación de su espontaneidad personal) o bien la rebeldía (la oposición a esa estandarización, a ese orden extrínseco, con el fin de hacer prevalecer la espontaneidad). En cierta medida hay mayor mérito en la segunda, pero esta rebeldía se manifiesta no pocas veces como oposición a todo orden posible, puesto que se presupone que todo ordenamiento es de suyo extrinsecista y violento. Se trata de una oposición subordinada, porque acepta el planteo de base del adversario. De tal modo, esas rebeliones terminan cayendo en tendencias anárquicas que rechazan todo principio, todo sentido, toda autoridad, todo lógos.



Estas rebeldías suelen apoyarse (o buscar fundamento) en corrientes escépticas y nihilistas, desde las cuales se termina relativizándolo todo, fomentando un rechazo por toda verdad (en la que, sospechan, se esconde siempre una voluntad de poder) y todo valor (en el cual ven un modo de opresión). En nombre de la democratización se rechaza toda jerarquía, en nombre de la libertad se rechaza toda obediencia, en nombre de la autonomía y la aperturidad se rechaza toda objetividad, y en nombre de la diversidad se rechaza toda unidad.
Pero esta postura, lejos de favorecer a los particulares, termina jugando en su propia contra. Anula la posibilidad de una vida intelectual sana y, si bien se proclama como “apertura mental”, arrastra en realidad hacia el encierro, una vez negada toda posibilidad de descubrir un sentido en las cosas. Se proclama como “afectividad liberada”, pero en realidad entumece la vida afectiva al desarrollar la falta de compromiso y la primacía del capricho tras haberse desvinculado de todo bien objetivo que pudiera motivar profundamente el corazón. Inutiliza la libertad al convertir a todas las opciones en igual de válidas y obstaculizar por tanto toda posibilidad de tomar decisiones lúcidas. Haciendo puro hincapié en la diversidad, aísla a los individuos empobreciendo los lazos sin los cuales el individuo mismo, en la asfixia de su encierro, se aprisiona en una agonía creciente. Psicológicamente los predispone a la conformidad y al colectivismo después de haber generado la incertidumbre propia de quien está a la deriva y la angustia del que se siente cercado en su propia clausura. En resumen, su ausencia de vínculos fructíferos con algo dado, con lo demás y con los demás, no termina fortaleciendo su consistencia individual, sino que lo diluye en una confusión reinante tanto en su vérselas con lo otro como en su relación consigo mismo.


Volver al cosmos

Quizás sea tiempo de repensar tanto las teorías como las prácticas, habiendo tomando nota de que la unidad y la diversidad no son entre sí contradictorios ni excluyentes, sino complementarios. Que lo colectivo necesita de lo particular, sobre cuya robustez puede alcanzar verdadera vitalidad, y que lo particular no crece en su propia consistencia si no desde una actitud de apertura y entrega al otro. Que la unidad de los muchos supone y necesita de la existencia de los muchos, de su consistencia, de su unidad individual, y que esa unidad individual está llamada a plenificarse en la unión con otros, que presupone la apertura y permite el encuentro sincero y por tanto también la fecundidad.
Entonces podrá haber verdadera unión, pero también diversidad. Habrá presencia de uno en otro, pero no confusión. El otro ha de alcanzar su crecimiento en lo que a él le corresponde, en el “lugar” que le es propio, y nosotros hemos de poner nuestras fuerzas al servicio de que así sea. Ese servicio, empero, sólo podrá ser exitoso si también nosotros estamos en el “lugar” que nos corresponde y crecemos en lo que nos es propio. Hablar de esa misteriosa dinámica entre unidad y diversidad, que mencionábamos al comienzo, implica volver al concepto de kósmos y, especialmente, volver al orden del cosmos mismo y a los desafíos que éste nos plantea.
No puede haber un nosotros (unidad) si no hay una auténtica relación yo-tú. Y no puede haber relación yo-tú si cada yo y cada no son auténticamente ellos mismos (diversidad). Pero, a su vez, (¿paradójicamente?) cada yo aprende a ocupar mejor su “lugar” al entregarse a un y logra ser mejor yo no encerrándose en sí mismo, sino abriéndose y poniéndose al servicio de un , favoreciendo la plenitud de él, que será por tanto también la de nosotros.


martes, 29 de noviembre de 2016

Filosofía y realidad

Permita, estimado lector, que comience las presentes líneas –últimas de este año que se encamina hacia su ocaso– con una reciente anécdota personal:
En uno de los distritos en los que trabajo como docente, la materia Filosofía fue designada para tener “evaluación integradora”. Se trata de una instancia evaluativa particular que debe realizarse sobre el fin del ciclo lectivo en algunas asignaturas elegidas, mediante la cual se evalúan todos o buena parte de los contenidos estudiados a lo largo del año. La metodología que decidí utilizar esta vez para diseñar la evaluación consistía, en una de las consignas, en lo siguiente: el alumno recibía un texto de mediana extensión que simulaba ser la página del diario íntimo de un estudiante a punto de egresar del secundario. Cada párrafo del texto era identificable con el planteo de alguno de los filósofos estudiados a lo largo del año, de modo que la consigna solicitaba que el alumno señale de qué filósofo se trata en cada caso y cómo o por qué logró identificarlo. Así, por ejemplo, un párrafo hacía especial referencia a la finalización de un ciclo, a la imposibilidad de volver al pasado, al incesante cambio de las cosas… el alumno debía entonces señalar que eso se relacionaba con Heráclito de Éfeso y su célebre metáfora del río. Otro párrafo reflexionaba sobre la libertad con la que un joven adulto ha de proyectarse hacia el porvenir, creando su propia esencia mediante sus acciones y siendo plenamente responsable de ello, con la consecuente angustia, etc… es decir, Jean Paul Sartre. Otro fragmento del texto se preguntaba si había que encarar la vida tendiendo hacia la felicidad o bien haciendo hincapié en el deber sin importar las propias inclinaciones… Aristóteles y Kant, respectivamente. Y así.
La consigna era apropiada por varias razones: volvía sobre casi todos los contenidos estudiados, exigía conocimiento para ser resuelta con éxito, evitaba el rendimiento “memorístico”, era dentro de todo sencilla de corregir y, además, permitía relacionar las diversas propuestas filosóficas con las inquietudes de los jóvenes. Y es sobre esto último sobre lo que quisiera posar la mirada.
Al recorrer el aula supervisando cómo lo estaban resolviendo los estudiantes y preguntando si encontraban alguna dificultad en especial, uno de los alumnos me comentó: “Esto es demasiado real, profe.” En primera instancia no estuve seguro de haber comprendido su comentario, de modo le solicité que lo reiterara. “Que el texto es demasiado real… cuesta relacionarlo con la filosofía.”
Fue una estocada que no esperaba y de la que probablemente el alumno en cuestión no fue consciente. Desde mi sorpresa balbuceé una tartamudeada observación del tipo “¡Claro que es real! ¡De eso se trata!” Pero, evidentemente, si el alumno había hecho ese comentario es porque a lo largo del año no supe hacerle ver que la filosofía, al menos según mi modo de entenderla, está íntimamente ligada con la realidad. Claramente, para este alumno (y seguramente no es el único) los temas filosóficos no tienen que ver con lo cotidiano, sino que se mueven en un ámbito de reflexiones desconectadas de lo real, en un mundo de abstracciones, ideas, teorías alejado de lo que en verdad nos pasa, del mundo concreto, de la “realidad”.
Semejante apreciación del quehacer filosófico es bastante común. Con el mismo acento anecdótico recuerdo las repetidas ocasiones en las que, al explicar a comienzo del año las teorías presocráticas sobre el principio de la naturaleza, he escuchado comentarios del tipo “esta gente sí que no tenía nada que hacer…” o “hay que estar al pedo para ponerse a pensar estas cosas…”. Es bastante común, insisto, esta identificación del filosofar con una reflexión que poco o nada tiene que ver con la vida real, que sólo surge cuando no hay nada “más importante” que hacer, que de alguna manera significa incluso una pérdida de tiempo, un “cuelgue”, un distanciamiento respecto a las cosas… ¿Por qué?
Una de las razones consiste seguramente en el hecho de que la filosofía es concebida y ejercida de manera tal que se presta a aquella concepción de la misma. Ciertamente hay pensadores (y profesores) que –en consonancia con sus intenciones o a pesar de ellas– filosofan personalmente o exponen el filosofar de otros como algo no relacionado con lo que las cosas son. Valdría reflexionar sobre los rasgos de algunas líneas de pensamiento y de algunos modos de transmitir la filosofía, sobre la manera en que llevamos a cabo estas tareas, sobre el público al que las dirigimos, sobre la finalidad que con ellas perseguimos…
Resulta claro que el filosofar de corte idealista, que considera que el pensamiento es el fundamento de su propio contenido y que lo “conocido” (si es que vale el término) es producto del sujeto, es por su misma esencia un filosofar que termina desconectado de lo real. También la actitud academicista termina dando una sensación similar en el público que, al no pertenecer a la elite de especialistas, difícilmente pueda evitar pensar que lo que se expone son elucubraciones distanciadas de lo cotidiano. Lo mismo vale para cuando presentamos el filosofar como un conjunto de juegos lógicos intramentales, o cuando adoptamos una actitud exclusivamente deconstructivista que apunta precisamente a señalar que toda propuesta filosófica no es más que un “relato” que jamás da con el ser, o cuando en el extremo del nihilismo presuponemos directamente que no hay ningún ser con el cual podríamos entrar en contacto contemplativamente.
Esto por un lado. Sin embargo, puede inquirirse otra de las razones –no inconexa a las anteriores, por cierto– no ya en el modo mismo de filosofar, sino en la valoración que pudiera haber de semejante actividad en un mundo como el nuestro. Pues, ¿qué es lo que hoy por hoy solemos considerar lo importante, qué es lo real para la actual sociedad? ¿Qué es lo que tendemos a juzgar como una pérdida de tiempo y qué como su ganancia? ¿Qué es lo que, en general, consideramos que nos conecta con lo existente y qué lo que nos distancia de ello? ¿Qué es “estar en las nubes” y qué no?


El filósofo, ¿un colgado?

Siguiendo con el tono anecdótico del comienzo, recuerdo una de las primeras clases en el curso de ingreso a la universidad. El profesor Oscar Beltrán utilizó entonces un dibujo del genial Quino que aún hoy utilizo también yo en mis primeras clases del año.



Lo humorístico del dibujo reside justamente en el hecho de que se supone que el protagonista se dedica a responder (sin mayores dificultades) interrogantes que le son formulados, sin embargo es él mismo el que los está formulando (y, para colmo, no parece encontrar respuesta alguna a sus inquietudes).
Claro está que las preguntas que nuestro hombre se está haciendo no son las mismas que vienen a formularle a él. Imaginamos que los demás le preguntarían cosas como, por ejemplo, dónde queda la oficina tal, cuáles son los pasos a seguir para determinado trámite, horarios de atención, ubicación del baño, etc. Las preguntas que él se hace, por su parte, son de otra índole; son preguntas existenciales, filosóficas, con características bien distintas. Lo que le consultan a él apunta claramente a un hacer (tienen finalidad práctica), lo que él se pregunta no. Lo que le preguntan a él busca respuestas concretas, puntuales, simples y rápidas. Lo que él se pregunta exige detenimiento, reflexión pausada y no es posible responderlo con rapidez (si es que siquiera es posible responderlo). Ahora bien, las preguntas que él recibe ¿son más “reales” que las que él se está haciendo? ¿Tienen mayor relación con la realidad? ¿Son más importantes?
¿Acaso interrogarse sobre el origen y el sentido de la existencia no es preguntarse por algo real? Interrogarse qué estamos haciendo aquí, si todo tiene algún objetivo y si, en caso de que lo tuviera, podemos conocerlo, ¿es alejarse de la vida concreta, o es más bien una manera de estar profundamente metido en ella? Preguntarnos qué somos, ¿es una manera de desconectarnos de lo que somos? ¿Quién está más cerca de perder el tiempo: el que intenta comprender su naturaleza o el que lo dedica solamente a alcanzar fines inmediatos, transitorios, efímeros sin siquiera tomar nota de ello? ¿Quién vive  de modo más real: el que se pregunta por el sentido de la vida misma o el que, sin preguntarse por su contenido, se preocupa exclusivamente en prolongarla?
¿Quién está más “en la realidad”? ¿El protagonista del dibujo con sus interrogantes existenciales, o los personajes secundarios del fondo, tan apurados, tan ocupados, tan miopes, tan desdibujados? ¿Quién es el “colgado”: quien se detiene e intenta escudriñar profundamente sobre las causas últimas (o primeras) de lo que acontece, o quien se desliza por la superficie, reduciendo su existir al de un funcionario del sistema, al de “empleado” (o sea, utilizado), o al de un hiperactivo que con su incesante “laboriosidad” (omnipresente tanto en sus horas laborales como en su supuesto tiempo libre) pretende tal vez llenar un vacío que prefiere no enfrentar, por lo cual se busca siempre algo para tener entre manos? ¿Quién es el distraído, el alejado, el que está “al pedo”?
No exageremos, de todos modos. De nada serviría dedicarse a indagar los por qué y para qué de la existencia si uno no se procurara los medios para que ésta continúe, en la limitada medida de lo posible. Pero nos preguntamos hasta qué punto sigue siendo humano dedicarse a prolongar la existencia sin detenerse nunca en sus porqués y paraqués. ¿Hasta qué punto nos hemos dejado convencer de que lo que no está esencialmente ligado a la utilidad y a lo inmediato no vale la pena? ¿Hasta qué punto hemos terminado identificando lo importante con lo urgente, lo práctico con lo valioso y lo profundo con lo superfluo? Nos preguntamos, en definitiva, si no hemos reducido lo que llamamos “real” a lo que es solamente uno de sus aspectos, dejando fuera de esa consideración toda una serie de cuestiones y elementos de nuestra vida y también si, lamentablemente, no estamos colaborando así con nuestra propia deshumanización.


¿Adentrarse o alejarse?

Hay maneras diversas de pensar la filosofía y, como hemos dicho, no todos consideran que tenga que ver con un profundizar en lo real. Quien esto escribe, empero, considera que sí. Como dice Pieper:

Filosofar significa alejarse, no de las cosas cotidianas, sino de sus interpretaciones corrientes, de las valoraciones de estas cosas que rigen ordinariamente. Y esto no en virtud de una decisión de distinguirse, de pensar de otra forma que los muchos, que el vulgo, sino porque repentinamente se manifiesta un nuevo semblante de las cosas. Exactamente es esta realidad: que en las mismas cosas que manejamos todos los días se hace perceptible una faz más profunda de lo real; que a la mirada dirigida a las cosas que nos encontramos en la experiencia diaria le sale al paso lo no habitual, lo que no es en absoluto obvio y evidente de esas cosas.[1]

Si vale lo dicho, entonces una filosofía fiel a su vocación no es alejamiento, sino adentramiento. Su grado de abstracción no es sino un intento de exploración de lo esencial, de lo íntimo de la realidad. Su supuesto “elevado vuelo” (a veces más elevado, otras veces no tanto) no es compatible con la desconexión respecto a lo cotidiano, sino una vuelta de tuerca a la mirada de lo que a diario nos rodea estimulada por el asombro contemplativo.
Habrá que ver entonces si somos capaces de mantener nuestra capacidad de asombrarnos y dejarnos conmover por lo cotidiano y su misterio, o si nos hemos estandarizado ya demasiado, si hemos achatado nuestras inquietudes y aburguesado nuestra vocación humana de adentrarnos en la hondura de lo real.




[1] J. Pieper, “¿Qué significa filosofar?” en El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid, 1998, p. 126.

sábado, 29 de octubre de 2016

Libertad y mundo fragmentado

Benito Prieto "Paz y guerra"
Fuente: http://www.alfayomega.es/

Postmodernidad y “racionalidades múltiples”

A fines de los años ochenta el filósofo italiano Gianni Vattimo analizaba en su libro “La sociedad transparente” el papel determinante de los medios masivos de comunicación en la denominada sociedad postmoderna. Su tesis es que los mass media desempeñaron un rol determinante en el nacimiento de tal sociedad, una sociedad que no es más “transparente” (en el sentido de que fuera más “iluminada”, consciente de sí, más conocedora de “la realidad”) sino más compleja, plural, “contaminada” incluso, caótica y, en la cual, tiene lugar la liberación de las diferencias y la aparición de lo que Vattimo denomina “racionalidades múltiples” que superan la pretensión de una racionalidad unitaria, de una visión única (que hasta aquí había sido además eurocéntrica) de la historia, de la cultura y de las cosas en general.
En su análisis, Vattimo se diferencia de la preocupación que tenía Adorno, quien en lo referente a los medios de comunicación de masas preveía que éstos conducirían a una homologación de la sociedad a través de la propaganda y la imposición de una visión determinada del mundo, generando tierra fértil para la formación de nuevas dictaduras y gobiernos totalitarios. La tesis de Vattimo es que la proliferación de los medios masivos de comunicación, por un lado y como hemos dicho, no ha conducido al ideal ilustrado de una sociedad transparente, ni tampoco a una homogeneización del pensamiento general, a una monopolización de parte de poderes políticos o económicos. Y no porque éstos no lo hayan intentado, sino porque la liberación de las múltiples y variadas Weltanschauungen (cosmovisiones) a las que los mass media han dado lugar, la aparición de múltiples imágenes, interpretaciones y reconstrucciones del mundo que los medios han permitido en los últimos años, favorecen la desaparición de planteos que defiendan algún tipo de “verdad única” y conducen a la pérdida del “sentido de realidad”. Y esto, según Vattimo, no es algo para lamentar, sino muy por el contrario. La pérdida del “sentido de realidad”, el debilitamiento de la concepción de la realidad como algo sólido, unitario, estable, ordenado (propio del pensamiento metafísico) tiene, según el filósofo turinés, un alcance emancipador y liberador.
Se trata de una emancipación que consiste en “un extrañamiento, que es, además y al mismo tiempo, un liberarse por parte de las diferencias, de los elementos locales, de todo lo que podríamos llamar, globalmente, el dialecto.”[1] En la época de los mass media, cada minoría étnica, sexual, religiosa, cultura o estética tiene la posibilidad de tomar la palabra y hacer oír su voz ante la ausencia de una racionalidad central de la historia, ante la desaparición de una versión única de las cosas. Pero esto es apenas el primer paso de lo que Vattimo rescata; lo central del efecto emancipador de la mencionada liberación de las diferencias no reside (sólo) en que cada una de estas minorías pueda sacar a la luz su ser auténtico, verdadero (esto sería todavía demasiado metafísico), sino precisamente en el extrañamiento que viene anexo a esta liberación de lo múltiple.
                            
“Si hablo mi dialecto en un mundo de dialectos seré consciente también de que la mía no es la única «lengua», sino precisamente un dialecto más entre otros. Si profeso mi sistema de valores –religiosos, éticos, políticos, étnicos– en este mundo de culturas plurales, tendré también una aguda conciencia de la historicidad, contingencia y limitación de todos estos sistemas, empezando por el mío.”[2]



En un mundo donde ya no hay versiones únicas, donde reina la pluralidad, la fragmentariedad, la interpretación, donde ya no hay una verdad y abandonamos las pretensiones de alcanzar el conocimiento de la realidad, se abren, según la tesis de Vattimo, las puertas a la emancipación. Creemos ser fieles a su pensamiento si lo resumimos de la siguiente manera: el adiós a la verdad nos hará libres.


Libertad y sujeto fragmentado
                               
A casi treinta años de aquellas reflexiones de Vattimo, lo primero que podemos observar es que esta fragmentación, esta liberación de lo múltiple, ha crecido con el tiempo. Se han multiplicado las versiones, los contenidos, y también las herramientas mediante las cuales accedemos a ellos. Los medios de comunicación han encontrado nuevas vías de “comunicar” y somos muchos los que nos hemos convertido en “comunicadores”. La variedad de dispositivos va en aumento y éstos ya no están necesariamente en manos monopólicas o hegemónicas, sino que todos recibimos y enviamos cosas, todos subimos y bajamos textos, mensajes, versiones, miradas… Cada vez más herramientas –pantallas, pantallitas, pantallotas…– a las cuales dedicamos además cada vez más tiempo. Cada vez más contenidos a nuestra disposición. Cada vez más “racionalidades múltiples”, cada vez más voces, más perspectivas. Cada vez más cosas para ver, para escuchar… Pero por ello también cada vez menos tiempo para dedicarle a cada una de ellas. Cada vez más velocidad, más dispersión, más zapping (de un canal a otro, de un dispositivo a otro). Cada vez menos detenimiento y por ello cada vez menos profundidad. Cada vez más extrañamiento, más fragmentación… ¿Cada vez más libertad?

Milan Rubio "Hombre fragmentado"
Acrílico sobre lienzo, extraído de http://www.artelista.com

El razonamiento anti-dogmático (o pro-relativista) se entiende con facilidad: si abandonamos las pretensiones de encontrar la cosa-en-sí y de arrimarnos al conocimiento de una verdad objetiva, debería dejar de tener sentido el intento de imposición de un pensamiento único que se supusiera verdadero, así como la condena de otros pensamientos que serían, en consecuencia, erróneos. Nos preguntamos, sin embargo, si la alternativa (una fragmentación caleidoscópica y caótica) logra ser una solución real al problema de la manipulación del hombre y si es un camino acertado hacia su liberación. Porque, no lo olvidemos, una cosa es que seamos realmente libres y otra es que creamos serlo y nos sintamos como tales. Incluso más, qué mejor para la anulación de las libertades personales que convencer a las víctimas de que son libres cuando en realidad no es así; de esta manera no sólo se impide el ejercicio de la libertad sino también se evita toda posible rebelión gracias a que las víctimas no saben que lo son.
Preguntémonos, entonces: ¿cuáles son las consecuencias de una “aguda conciencia” de que todo es histórico, contingente, de que no hay nada firme a nivel cognoscitivo, ético, afectivo, político…? Tal vez sea una mayor emancipación. O tal vez, una inestabilidad existencial, una vida a la deriva que surge de ese extrañamiento y de la sensación de que ya no hay de qué agarrarse. ¿Es esto liberador? ¿O, por el contrario, produce inseguridad en un sujeto cada vez más frágil y, por tanto, menos dispuesto a tomar en sus manos el timón de la propia existencia? Tal vez la multiplicación ajerárquica, el “todo vale” (que es, en el fondo, un “todo vale lo mismo” y, paradójicamente, implica un “nada vale”), en lugar de liberar al sujeto, lo arrastra a una situación en la que ya no sabe lo que quiere, puesto que  ya no tiene razones para querer verdaderamente algo, para preferir una opción sobre otras con algún tipo de convicción o real interés. Un sujeto que ya no sabe lo que piensa, puesto que ya no hay razones (ni tiempo) para sentarse a pensar seriamente en algo.[3]
Ahora bien, ¿podemos seguir considerando la fragmentación del sujeto, la ausencia de pensamiento propio, de criterios fundamentales, de convicciones, de valores consistentes, como factores que habrían de favorecer la libertad del hombre de nuestro tiempo? ¿O son elementos que, por debilitarlo, lo convierten en un sujeto inseguro, lleno de dudas, errante y, en consecuencia, más susceptible a la sugestión de intereses ajenos (aunque él, desde su propia inconsistencia, los experimente como propios), más predispuesto a compensar su incertidumbre enlistándose en algún rebaño, más manipulable, más “dócil” a diversos tipos de propagandas (ya no únicas, sino para colmo múltiples y caóticas) y, en definitiva, menos libre?
“Divided we fall” alerta la conocida frase. Apela habitualmente a la cohesión social, a la unión de una pluralidad de individuos. Pero vale también para cada individuo en cuanto tal. Cuanto más esté internamente dividido, fragmentado (y su fragmentariedad interna se relaciona circularmente con su víncluo fragmentado con la realidad), dis-traído (arrastrado hacia diferentes direcciones a la vez), más predispuesto estará para caer en algunas redes que poco interés tienen en su verdadera libertad.




[1] G. Vattimo, La sociedad transparente, Paidós, Buenos Aires, 1990, p. 84
[2] Ibidem, p. 85
[3] Fromm, al señalar los factores que desalientan y obstaculizan el pensamiento original, enumera la excesiva importancia que se le concede a la información (como acumulación de hecho no acompañada de teoría), el relativismo (considerar toda verdad como algo enteramente subjetivo), la confusión (que fomenta una suerte de elitismo intelectual y bloquea al hombre común el acceso a los problemas báscios de la vida individual y social) y la destrucción de toda imagen estructurada del mundo. Cfr. Fromm E., El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 2004, pp. 237-241. ¿Acaso no coinciden estos factores con lo que vivimos en el mundo postmoderno de la comunicación masificada?

martes, 20 de septiembre de 2016

¿Crisis de valores?



Crisis de…

Se ha vuelto un lugar bastante común hablar de la actual “crisis de valores” como característica de nuestra época. Son muchas las voces que en los últimos años (y van unos cuántos, podríamos decir que décadas…) han alzado su protesta señalando que lo que antes era considerado “valioso”, “importante”, “correcto”, “respetable” parece haber perdido su vigencia en los tiempos que corren. “Antes había más respeto” se escucha en algunos ámbitos, “ahora a nadie le importa nada” se quejan más allá, “cada uno piensa sólo en salvarse él y el resto que se embrome” observan otros, “ya nadie valora el esfuerzo, hay una cultura facilista” profieren, y la lista podría continuar largamente.
Es cierto que a veces estas observaciones vienen sazonadas de una sospechosa nostalgia y un discutible aferrarse a tiempos pretéritos por el hecho de ser pretéritos – esa mentalidad del “todo tiempo pasado fue mejor” que obstaculiza las posibilidades de notar algunas eventuales mejoras que hayan venido con los nuevos tiempos. No obstante, más allá de lo que esa mirada pueda tener de distorsionada, la observación de la tan mentada crisis de valores de nuestra época no parece reducirse a una cuestión de mera nostalgia. Incluso buena parte de la bibliografía filosófica, sociológica y psicológica tiende a realizar un análisis en tono similar.



Cabría preguntarse, sin embargo, si se trata realmente de una crisis de los valores en sí mismos o si es, por decir de alguna manera, una crisis de los valorantes, es decir de aquellos a los que nos toca valorar. ¿Pero cómo –observará el lector­– acaso podemos hablar de “valores en sí mismos”? ¿Acaso los valores no son tales justamente porque nosotros los valoramos? En cierto sentido, si dejamos de valorarlos parecería que dejan de ser “valores”, y eso explica este asunto de la crisis, ¿o no? Sin embargo, si los valores, para ser valiosos y por tanto valores, dependen de nuestra valoración, entonces la mencionada crisis de los mismos resulta, tarde o temprano, prácticamente inevitable. Si no atribuimos a lo “valioso” cierta objetividad y, por tanto, cierta independencia respecto a su ser-valorado-por-nosotros, no debería resultar sorprendente que los valores cambien al compás inestable de nuestras caprichosas y cambiantes valoraciones. Resultaría incluso contradictorio pretender que se mantengan vigentes, que no se derrumben, que no entren en crisis, si su fundamento no es otra cosa que nuestro (cada vez más) cambiante valorar.
Pero la fundamentación subjetiva, así como hace que la crisis de valores sea en cierta medida inevitable, la convierte también (paradójicamente) en imposible. En efecto, ¿basados en qué podríamos todavía hablar de “crisis”? ¿En qué habríamos de apoyarnos –después de haber quitado a los valores toda objetividad– para seguir sosteniendo que algo debería seguir siendo valioso? ¿Por qué habríamos de añorar ciertos valores caídos en desuso, si es solamente el uso lo que los convertía en valores?
Al hablar de “crisis de valores” (para quienes gustan hacerlo) lo primero a tener en cuenta es que la crisis o no es tal o no es propiamente de los valores, sino de los que hemos dejado de valorar aquellas cosas que, en sí mismas y objetivamente, siguen siendo valiosas. Es decir, el problema no son los valores, sino nuestra aptitud para ser movidos por ellos.[1]




¿Alternativas?

¿Pero acaso no podríamos buscarle otra vuelta al asunto sin tener que considerar a los valores como algo “objetivo”, “absoluto”, etc.? ¿Por qué no pensar lo axiológico como un campo en el que estamos llamados al diálogo y al consenso? Sería cuestión de ponernos de acuerdo sobre lo que consideraríamos “bueno” sin necesidad de que esos valores se nos impongan desde fuera. Parecería incluso más “democrático” (o, dirían algunos, parecería la única manera de hacerlo democrático).
Sin embargo, hay razones para objetar la propuesta. Por un lado habría que ver qué tan sustentable es, en la práctica concreta, la confianza depositada en la posibilidad de alcanzar ese consenso mediante el diálogo, o si se quiere ser aún más severo, cuántas posibilidades hay en realidad de establecer un verdadero diálogo. La confianza ciega en la idea de “hablando se arreglan las cosas” tiene mucho de loable sin duda, pero a la vez podría estar pecando de ingenua. Una lectura de la historia humana e incluso la simple observación atenta de la convivencia cotidiana invitan no ya a denostar las propuestas de diálogo (en sí mismas, muy valorables, insistimos) pero sí a desconfiar de esa ciega certidumbre respecto al éxito. Eso por una parte, más bien práctica. Por otra, de tipo más teórico, la propuesta del consensualismo no deja de pisar su propia cola: al considerar el diálogo y el consenso como algo respetable, válido y valioso en sí mismo, objetivamente, incurre claramente en contradicción. Salvo, claro, que se pretenda fundamentar el consesualismo mismo en algún consenso, lo cual no deja de ser poco convincente. Imaginemos a alguien que interrogase por qué debería someterse él a lo convenido y se le respondiese que por consenso se ha establecido que se debe hacer lo que se establece por consenso…
¿Y si liberamos a los valores de todo rasgo absoluto, de toda pretendida objetividad, y los dejamos librados a la consideración de cada cual con el único requisito de que no afecten negativamente la vida de los demás? El problema sigue siendo el mismo, pues propone el respeto del otro como un límite objetivo y considera al prójimo como algo en sí mismo valioso y por tanto respetable.
Sea por donde fuere que intentemos, la necesidad de cierta objetividad se nos impone o, en su defecto, lo que se termina imponiendo es la imposibilidad de seguir hablando seriamente de valores y de pretender defenderlos. Esto no significa que tengamos que pensar la objetividad de los valores al modo como Platón pensaba la “objetividad” de las ideas (esencias), salvo que querramos hablar de la solidaridad-en-sí, la honestidad-en-sí, la responsabilidad-en-sí, etc. En todo caso, el debate sobre un platonismo axiológico, su importancia y sus limitaciones, excede los límites de lo propuesto para estas páginas. Pero no sería poco para los tiempos que corren que volvamos a tener en cuenta la importancia de algún en-sí que es fundamento de los valores y que, por su importancia, los hace en sí mismos valiosos y les reconoce una objetividad que supera nuestro mero consenso y nuestra muchas veces tan caprichosa subjetividad.

“Sólo si es valioso en sí el pensamiento, podemos defender la libertad de expresión; sólo si la vida humana es valiosa en sí podemos calificar al maltrato, la miseria, el desempleo, el analfabetismo, la tiranía, la tortura y cualquier forma de agresión de ilegítimos. El espanto que causa en nuestro interior la noticia acerca de una beba de seis meses agonizante a causa de la golpiza que le diera la pareja de su madre, no es atribuible al hecho de que el personaje en cuestión haya transgredido las costumbres o una ley positiva <consensuada>, sino a la misma niña de seis meses cuya dignidad ha sido ultrajada.”[2]


Docilidad

Si, como proponíamos renglones arriba, la habitualmente denunciada crisis de valores no es un problema de los valores sino de nuestra capacidad de ser movidos y atraídos por ellos, entonces las posibilidades de lograr alguna mejora en este ámbito está estrechamente ligada a nuestro crecimiento en esa capacidad. Se trata de afinar nuestra sensibilidad, nuestra docilidad ante lo que verdaderamente importa, ante la presencia del otro, ante lo que es valioso en sí.[3] No nos referimos a la “docilidad” que hace al hombre manipulable, claro está, sino a aquel “dejarse enseñar” que permite armonizar lo objetivo con lo subjetivo, internalizar lo otro (sin que deje de ser otro) para nutrirse con ello y estimular la acertada respuesta personal.
Esta docilidad no se afina principalmente con exhortaciones oratorias, con charlas motivacionales ni con exposiciones teóricas desde un púlpito o una cátedra (o un blog…). Puede que estos ayuden a la hora de emprender el camino de mejora; en todo caso, siempre es recomendable tener una mirada más clara para evitar confusiones y, en ese sentido, los “empujones emocionales” o las “disertaciones explicativas” pueden tener alguna utilidad. Pero incluso la mirada teórica (contemplativa) y la motivación se desarrollan en última instancia en la vivencia directa del valor. Dice Spaemann: “La capacidad de conocer valores crece si uno está dispuesto a someterse a ellos, y disminuye cuando no se da esa disposición. Ese conocimiento de los valores no se alcanza ante todo por el discurso, o la enseñanza, sino por la experiencia y la práctica.”[4]
La cuestión se presenta entonces de manera circular, como suele suceder en estos casos: para experimentar y vivir los valores hay que ser dócil ante ellos, y para favorecer esta docilidad hay que experimentarlos y entablar una vivida relación con ellos. La misma circularidad vale también en sentido contrapuesto: cuando menos dóciles seamos para lo valioso, menos lo experimentaremos, lo cual irá aumentando nuestra indocilidad.
Si es esa indocilidad la que se halla en el núcleo de la crisis, entonces tal vez más nos valdría no perder el tiempo…










[1] Recordemos que el griego axios (valioso, válido, digno) proviene etimológicamente de ágo (empujar, arrastrar, llevar). Lo valioso, por ser valioso, nos mueve (motiva), nos lleva.
[2] M. Mosto, Quereme así piantado, Areté, Buenos Aires, 2000, p. 140
[3] “Hay dos factores que convergen en la química de la atracción de un bien. Uno viene del lado del objeto. Lo que nos atrae tiene algo en sí mismo que es capaz de despertar nuestra tendencia. Es común que se denomine a esa cualidad del objeto valor. Lavelle gustaba definir al valor como aquello que rompe nuestra indiferencia afectiva. Pero a nivel natural no basta la presencia del valor para que la atracción se realice, es necesaria también la disposición del sujeto: la presencia atenta del sujeto y su capacidad de recibirlo. Puede darse que seamos ciegos frente a determinados valores o que nuestra percepción privilegia unos y se cierre frente a otros.”  M. Mosto, op.cit., p. 120
[4] R. Spaemann, Ética: Cuestiones fundamentales, Eunsa, Navarra, 2010, p. 55
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