Kósmos: unidad y diversidad
Los antiguos
griegos, con su particular sensibilidad, denominaron al mundo kósmos (orden). Intuyeron que la
naturaleza no es algo caótico sino ordenado, y reflexionando sobre ello y su
origen dieron comienzo al pensar filosófico.
Hablar de orden
significa hablar de una multiplicidad de elementos, cada uno de los cuales
ocupa el lugar que le corresponde, lo cual a su vez implica que a cada uno le
corresponde efectivamente un lugar, es decir, hay un “lugar” que para cada cual
es el “suyo”. Hablar de orden, por tanto, implica hablar de diversidad, pues si todo fuese pura
unidad, habría un único elemento, una sola entidad, y entonces ya no tendría
sentido hablar de “orden”. Pero no se trata de una multiplicidad fragmentada,
cuyos integrantes no tuviesen entre sí algún tipo de vínculo; no es una
multiplicidad de solitarios, disgregados y encerrados en sí mismos. La
diversidad que hay en el orden no es una diversidad inconexa, caótica, absurda,
sino una diversidad armónica, es decir, una multiplicidad en la que los
distintos miembros se hallan entrelazados entre sí de modo consonante y complementario,
dando lugar a una particular clase de todo unitario. Hablar de “orden”, en
definitiva, es hablar de unidad en la
diversidad. Eso es lo que los antiguos griegos supieron ver en la
naturaleza cósmica y lo que los
romanos tradujeron con una palabra que expresa el mismo concepto: universo, es decir, unidad en lo
diverso.
Dentro de esta
perspectiva, en la que cada integrante tiene un lugar propio que se corresponde con su naturaleza, el orden y su riqueza
no surgen como producto de la homogeneización, sino de la fidelidad de cada uno
a sí mismo. Es justamente ocupando ese lugar suyo como cada uno favorece al orden del todo, es estando en lo
propio como cada uno aporta al conjunto. Esto da una especial relevancia a la
identidad de cada particular e implica una visión positiva de los límites que
hacen posible esa identidad. Cada miembro tiene un modo propio de ser y ese
modo es precisamente el límite que hace posible que A sea A, que B sea B, que A
no sea B. Ese límite posibilita que cada particular no se diluya en una
totalidad confusa y licuada, es decir en un des-orden. Ese límite permite, en
la medida en que cada uno le sea fiel, mantener la consistencia de cada uno y
fortalecer la diversidad sin la que el orden no sería posible. La unidad entre
los muchos necesita que éstos sean realmente muchos, y por tanto diversos entre sí, y esta diversidad necesita a
su vez que cada uno de esos diversos
mantenga su unicidad, su unidad intrínseca, su “coincidencia consigo mismo” y
se ocupe de crecer en lo suyo, de ocupar
cada vez mejor su lugar.
Esto, como
decíamos, no implica hablar de los diversos
como algo cerrado. No es una invitación al aislamiento y a la desvinculación,
sino la única posibilidad para una auténtica apertura y relación con los demás.
Sólo puede haber auténtico vínculo y verdadero encuentro si cada uno de los
vinculados es a la vez auténtica y verdaderamente sí mismo. La consistencia de
los sujetos que se relacionan no empobrece la relación, muy por el contrario,
si la relación floreciera desde la inconsistencia de quienes se relacionan
probablemente resultaría también ella inconsistente y en consecuencia débil,
efímera y superficial. Que los miembros de una relación se diluyan en la
relación misma abandonando las particularidades que los hacen ser lo que son,
no favorece a la relación misma, sino que la debilita por empobrecer a los que
se relacionan.
Esta concepción
del orden natural es entonces, por un
lado, una invitación a aceptar y mantener el lugar propio –único, irrepetible,
intransferible– pero también una
invitación al encuentro con el otro en su unicidad. Es un llamado a un vínculo
“especializado” con cada uno en su particularidad también única, irrepetible,
intransferible, superando la tentación de considerarlo solamente una parte del
todo o un elemento a ser utilizado en favor de lo propio.
El orden artificial
Los últimos
siglos, por diversas razones (históricas, pero también filosóficas e incluso
teológicas), han ido perdiendo la sensibilidad para esta concepción de la
naturaleza como algo en sí mismo (intrínsecamente) ordenado. Como consecuencia
de ello ha ganado terreno una actitud de ordenamiento extrínseco de lo real. Si
la realidad deja de ser concebida como portadora de un orden objetivo y un
sentido intrínseco que debiéramos respetar y favorecer, y puesto que sin orden
no se puede vivir, entonces se impone la necesidad de instaurar un orden artificial, extrínseco, apriorístico y
deductivo, que surge desde la planificación “racional” de la mente humana hacia
las cosas y se imprime sobre ellas. La armonía no sería ya algo que nace con
las cosas mismas (no sería natural
porque no sería in-nata), sino algo
impuesto por el hombre sobre una materia amorfa, en la que no hay límites
naturales según los cuales cada uno tuviese un lugar propio. Tanto el límite
como la eventual armonía pasan a tener entonces un origen externo a la realidad
misma.
Desde esta otra
perspectiva, la unidad y la diversidad dejan de estar íntimamente entrelazadas
y pasan a convertirse en antinomias. El ordenamiento “racional” (que es, más
bien, “racionalista”), elaborado primeramente in mente y plasmado luego in
re, suele tender hacia la esquematización, clasificación y etiquetación de
los componentes de una realidad que, por tanto, se ve forzada a coincidir con
las conceptualizaciones abstractas y simplificadoras preconcebidas en la mente
del hombre. En su afán de sistematizar y estructurar lo real con claridad
“racional”, se evitan todos aquellos matices
que pudiesen escapar y obstaculizar esa claridad. Lo importante pasa a
ser el sistema y lo que no entra
dentro su planificación termina siendo desechado para que no genere grietas que
pudiesen hacerlo tambalear. El sistema regula y procura que no haya excepciones
que fuesen una “falla”, por eso su ordenamiento extrínseco lleva inscripto en
su misma tendencia una actitud simplificadora, una vocación a desdibujar las
diferencias y empequeñecer la riqueza multiforme de las cosas para poder
“hacerlas encajar” en su sistematización clara y distinta. Se trata de una
postura en sí misma abstractificadora, estandarizante, homogeneizante,
mutiladora y en consecuencia violenta y totalitaria: las particularidades de lo
diverso y único deben ser dejadas de lado para que no entorpezcan la
unificación y esquematización hacia la cual apunta este ordenamiento
extrínseco.
La
multiplicidad, la diversidad tiene siempre algo que escapa a la clasificación y
a las etiquetas, por ello resulta en cierto sentido inmanejable, lo cual se contradice con una actitud que pretende manejar las cosas imponiéndoles un orden
preconcebido. En consecuencia, esta actitud de ordenamiento-dominio conlleva el
menosprecio de las particularidades de lo concreto y el rechazo de las
diferencias.
¿Oposición al sistema?
Esta postura
totalitaria, que muchas veces intenta manifestarse como poderosa, es en realidad fruto del temor y la desconfianza. Desde
ella no hay apertura al otro posible, pues la apertura supone la superación de
ese miedo que caracteriza a toda voluntad de dominio, superación que sólo es
posible desde cierta confianza primordial en el otro y desde la valentía del
que sabe tomar el riesgo que implica ser permeable a algo que escapa a su
dominio.
Al no haber
apertura ni aceptación del otro en cuanto tal, éste o bien es concebido como
obstáculo para el “orden” que se pretende imponer (y por lo tanto debe ser
excluído, o al menos deben ser mutilados aquellos componentes suyos que no encajen con el sistema, como hemos
dicho) o bien queda reducido a instrumento (y por lo tanto se lo mediatiza,
pasa a ser una mera herramienta en vistas a objetivos que lo trascienden, es
decir, se lo emplea para fines que no
son él mismo – lo cual también es una suerte de mutilación).
Por tales
caminos, resulta claro, no se puede estimular su crecimiento, su desarrollo, su
plenitud. No es raro, por tanto, que una ordenación de este tipo, que reduce al
otro a los conceptos a priori del sistema, que lo enfrasca dentro de los
esquemas que se pretenden imponer, que lo estandariza y lo termina reduciendo a
una cifra, que bajo el pretexto de la igualdad conduce a la uniformidad, en
definitiva, que oprime y obstaculiza la actualización de las potencialidades
propias de cada uno, sea generalmente experimentada como violentación y dé
lugar a la rebelión.
Frente a un
orden así experimentado, la respuesta puede ser el sometimiento (de parte de
aquellos que pasivamente caen en esa homogeneización, con la consecuente
anulación de su espontaneidad personal) o bien la rebeldía (la oposición a esa
estandarización, a ese orden extrínseco, con el fin de hacer prevalecer la
espontaneidad). En cierta medida hay mayor mérito en la segunda, pero esta
rebeldía se manifiesta no pocas veces como oposición a todo orden posible,
puesto que se presupone que todo ordenamiento es de suyo extrinsecista y
violento. Se trata de una oposición subordinada, porque acepta el planteo de
base del adversario. De tal modo, esas rebeliones terminan cayendo en
tendencias anárquicas que rechazan todo principio, todo sentido, toda
autoridad, todo lógos.
Estas rebeldías
suelen apoyarse (o buscar fundamento) en corrientes escépticas y nihilistas,
desde las cuales se termina relativizándolo todo, fomentando un rechazo por
toda verdad (en la que, sospechan, se esconde siempre una voluntad de poder) y
todo valor (en el cual ven un modo de opresión). En nombre de la
democratización se rechaza toda jerarquía, en nombre de la libertad se rechaza
toda obediencia, en nombre de la autonomía y la aperturidad se rechaza toda
objetividad, y en nombre de la diversidad se rechaza toda unidad.
Pero esta
postura, lejos de favorecer a los particulares, termina jugando en su propia
contra. Anula la posibilidad de una vida intelectual sana y, si bien se
proclama como “apertura mental”, arrastra en realidad hacia el encierro, una
vez negada toda posibilidad de descubrir un sentido en las cosas. Se proclama
como “afectividad liberada”, pero en realidad entumece la vida afectiva al
desarrollar la falta de compromiso y la primacía del capricho tras haberse
desvinculado de todo bien objetivo que pudiera motivar profundamente el
corazón. Inutiliza la libertad al convertir a todas las opciones en igual de
válidas y obstaculizar por tanto toda posibilidad de tomar decisiones lúcidas.
Haciendo puro hincapié en la diversidad, aísla a los individuos empobreciendo
los lazos sin los cuales el individuo mismo, en la asfixia de su encierro, se
aprisiona en una agonía creciente. Psicológicamente los predispone a la
conformidad y al colectivismo después de haber generado la incertidumbre propia
de quien está a la deriva y la angustia del que se siente cercado en su propia
clausura. En resumen, su ausencia de vínculos fructíferos con algo dado, con lo
demás y con los demás, no termina fortaleciendo su consistencia individual,
sino que lo diluye en una confusión reinante tanto en su vérselas con lo otro
como en su relación consigo mismo.
Volver al cosmos
Quizás sea
tiempo de repensar tanto las teorías como las prácticas, habiendo tomando nota
de que la unidad y la diversidad no son entre sí
contradictorios ni excluyentes, sino complementarios. Que lo colectivo necesita
de lo particular, sobre cuya robustez puede alcanzar verdadera vitalidad, y que
lo particular no crece en su propia consistencia si no desde una actitud de
apertura y entrega al otro. Que la unidad de los muchos supone y necesita de la
existencia de los muchos, de su consistencia, de su unidad individual, y que
esa unidad individual está llamada a plenificarse en la unión con otros, que
presupone la apertura y permite el encuentro sincero y por tanto también la
fecundidad.
Entonces podrá haber
verdadera unión, pero también diversidad. Habrá presencia de uno en otro, pero
no confusión. El otro ha de alcanzar su crecimiento en lo que a él le
corresponde, en el “lugar” que le es propio, y nosotros hemos de poner nuestras
fuerzas al servicio de que así sea. Ese servicio, empero, sólo podrá ser
exitoso si también nosotros estamos en el “lugar” que nos corresponde y
crecemos en lo que nos es propio. Hablar de esa misteriosa dinámica entre unidad y diversidad, que mencionábamos al comienzo, implica volver al
concepto de kósmos y, especialmente,
volver al orden del cosmos mismo y a los desafíos que éste nos plantea.
No puede haber
un nosotros (unidad) si no hay una
auténtica relación yo-tú. Y no puede
haber relación yo-tú si cada yo y cada tú no son auténticamente ellos mismos (diversidad). Pero, a su vez,
(¿paradójicamente?) cada yo aprende a
ocupar mejor su “lugar” al entregarse a un tú
y logra ser mejor yo no encerrándose
en sí mismo, sino abriéndose y poniéndose al servicio de un tú, favoreciendo la plenitud de él, que
será por tanto también la de nosotros.