martes, 29 de noviembre de 2016

Filosofía y realidad

Permita, estimado lector, que comience las presentes líneas –últimas de este año que se encamina hacia su ocaso– con una reciente anécdota personal:
En uno de los distritos en los que trabajo como docente, la materia Filosofía fue designada para tener “evaluación integradora”. Se trata de una instancia evaluativa particular que debe realizarse sobre el fin del ciclo lectivo en algunas asignaturas elegidas, mediante la cual se evalúan todos o buena parte de los contenidos estudiados a lo largo del año. La metodología que decidí utilizar esta vez para diseñar la evaluación consistía, en una de las consignas, en lo siguiente: el alumno recibía un texto de mediana extensión que simulaba ser la página del diario íntimo de un estudiante a punto de egresar del secundario. Cada párrafo del texto era identificable con el planteo de alguno de los filósofos estudiados a lo largo del año, de modo que la consigna solicitaba que el alumno señale de qué filósofo se trata en cada caso y cómo o por qué logró identificarlo. Así, por ejemplo, un párrafo hacía especial referencia a la finalización de un ciclo, a la imposibilidad de volver al pasado, al incesante cambio de las cosas… el alumno debía entonces señalar que eso se relacionaba con Heráclito de Éfeso y su célebre metáfora del río. Otro párrafo reflexionaba sobre la libertad con la que un joven adulto ha de proyectarse hacia el porvenir, creando su propia esencia mediante sus acciones y siendo plenamente responsable de ello, con la consecuente angustia, etc… es decir, Jean Paul Sartre. Otro fragmento del texto se preguntaba si había que encarar la vida tendiendo hacia la felicidad o bien haciendo hincapié en el deber sin importar las propias inclinaciones… Aristóteles y Kant, respectivamente. Y así.
La consigna era apropiada por varias razones: volvía sobre casi todos los contenidos estudiados, exigía conocimiento para ser resuelta con éxito, evitaba el rendimiento “memorístico”, era dentro de todo sencilla de corregir y, además, permitía relacionar las diversas propuestas filosóficas con las inquietudes de los jóvenes. Y es sobre esto último sobre lo que quisiera posar la mirada.
Al recorrer el aula supervisando cómo lo estaban resolviendo los estudiantes y preguntando si encontraban alguna dificultad en especial, uno de los alumnos me comentó: “Esto es demasiado real, profe.” En primera instancia no estuve seguro de haber comprendido su comentario, de modo le solicité que lo reiterara. “Que el texto es demasiado real… cuesta relacionarlo con la filosofía.”
Fue una estocada que no esperaba y de la que probablemente el alumno en cuestión no fue consciente. Desde mi sorpresa balbuceé una tartamudeada observación del tipo “¡Claro que es real! ¡De eso se trata!” Pero, evidentemente, si el alumno había hecho ese comentario es porque a lo largo del año no supe hacerle ver que la filosofía, al menos según mi modo de entenderla, está íntimamente ligada con la realidad. Claramente, para este alumno (y seguramente no es el único) los temas filosóficos no tienen que ver con lo cotidiano, sino que se mueven en un ámbito de reflexiones desconectadas de lo real, en un mundo de abstracciones, ideas, teorías alejado de lo que en verdad nos pasa, del mundo concreto, de la “realidad”.
Semejante apreciación del quehacer filosófico es bastante común. Con el mismo acento anecdótico recuerdo las repetidas ocasiones en las que, al explicar a comienzo del año las teorías presocráticas sobre el principio de la naturaleza, he escuchado comentarios del tipo “esta gente sí que no tenía nada que hacer…” o “hay que estar al pedo para ponerse a pensar estas cosas…”. Es bastante común, insisto, esta identificación del filosofar con una reflexión que poco o nada tiene que ver con la vida real, que sólo surge cuando no hay nada “más importante” que hacer, que de alguna manera significa incluso una pérdida de tiempo, un “cuelgue”, un distanciamiento respecto a las cosas… ¿Por qué?
Una de las razones consiste seguramente en el hecho de que la filosofía es concebida y ejercida de manera tal que se presta a aquella concepción de la misma. Ciertamente hay pensadores (y profesores) que –en consonancia con sus intenciones o a pesar de ellas– filosofan personalmente o exponen el filosofar de otros como algo no relacionado con lo que las cosas son. Valdría reflexionar sobre los rasgos de algunas líneas de pensamiento y de algunos modos de transmitir la filosofía, sobre la manera en que llevamos a cabo estas tareas, sobre el público al que las dirigimos, sobre la finalidad que con ellas perseguimos…
Resulta claro que el filosofar de corte idealista, que considera que el pensamiento es el fundamento de su propio contenido y que lo “conocido” (si es que vale el término) es producto del sujeto, es por su misma esencia un filosofar que termina desconectado de lo real. También la actitud academicista termina dando una sensación similar en el público que, al no pertenecer a la elite de especialistas, difícilmente pueda evitar pensar que lo que se expone son elucubraciones distanciadas de lo cotidiano. Lo mismo vale para cuando presentamos el filosofar como un conjunto de juegos lógicos intramentales, o cuando adoptamos una actitud exclusivamente deconstructivista que apunta precisamente a señalar que toda propuesta filosófica no es más que un “relato” que jamás da con el ser, o cuando en el extremo del nihilismo presuponemos directamente que no hay ningún ser con el cual podríamos entrar en contacto contemplativamente.
Esto por un lado. Sin embargo, puede inquirirse otra de las razones –no inconexa a las anteriores, por cierto– no ya en el modo mismo de filosofar, sino en la valoración que pudiera haber de semejante actividad en un mundo como el nuestro. Pues, ¿qué es lo que hoy por hoy solemos considerar lo importante, qué es lo real para la actual sociedad? ¿Qué es lo que tendemos a juzgar como una pérdida de tiempo y qué como su ganancia? ¿Qué es lo que, en general, consideramos que nos conecta con lo existente y qué lo que nos distancia de ello? ¿Qué es “estar en las nubes” y qué no?


El filósofo, ¿un colgado?

Siguiendo con el tono anecdótico del comienzo, recuerdo una de las primeras clases en el curso de ingreso a la universidad. El profesor Oscar Beltrán utilizó entonces un dibujo del genial Quino que aún hoy utilizo también yo en mis primeras clases del año.



Lo humorístico del dibujo reside justamente en el hecho de que se supone que el protagonista se dedica a responder (sin mayores dificultades) interrogantes que le son formulados, sin embargo es él mismo el que los está formulando (y, para colmo, no parece encontrar respuesta alguna a sus inquietudes).
Claro está que las preguntas que nuestro hombre se está haciendo no son las mismas que vienen a formularle a él. Imaginamos que los demás le preguntarían cosas como, por ejemplo, dónde queda la oficina tal, cuáles son los pasos a seguir para determinado trámite, horarios de atención, ubicación del baño, etc. Las preguntas que él se hace, por su parte, son de otra índole; son preguntas existenciales, filosóficas, con características bien distintas. Lo que le consultan a él apunta claramente a un hacer (tienen finalidad práctica), lo que él se pregunta no. Lo que le preguntan a él busca respuestas concretas, puntuales, simples y rápidas. Lo que él se pregunta exige detenimiento, reflexión pausada y no es posible responderlo con rapidez (si es que siquiera es posible responderlo). Ahora bien, las preguntas que él recibe ¿son más “reales” que las que él se está haciendo? ¿Tienen mayor relación con la realidad? ¿Son más importantes?
¿Acaso interrogarse sobre el origen y el sentido de la existencia no es preguntarse por algo real? Interrogarse qué estamos haciendo aquí, si todo tiene algún objetivo y si, en caso de que lo tuviera, podemos conocerlo, ¿es alejarse de la vida concreta, o es más bien una manera de estar profundamente metido en ella? Preguntarnos qué somos, ¿es una manera de desconectarnos de lo que somos? ¿Quién está más cerca de perder el tiempo: el que intenta comprender su naturaleza o el que lo dedica solamente a alcanzar fines inmediatos, transitorios, efímeros sin siquiera tomar nota de ello? ¿Quién vive  de modo más real: el que se pregunta por el sentido de la vida misma o el que, sin preguntarse por su contenido, se preocupa exclusivamente en prolongarla?
¿Quién está más “en la realidad”? ¿El protagonista del dibujo con sus interrogantes existenciales, o los personajes secundarios del fondo, tan apurados, tan ocupados, tan miopes, tan desdibujados? ¿Quién es el “colgado”: quien se detiene e intenta escudriñar profundamente sobre las causas últimas (o primeras) de lo que acontece, o quien se desliza por la superficie, reduciendo su existir al de un funcionario del sistema, al de “empleado” (o sea, utilizado), o al de un hiperactivo que con su incesante “laboriosidad” (omnipresente tanto en sus horas laborales como en su supuesto tiempo libre) pretende tal vez llenar un vacío que prefiere no enfrentar, por lo cual se busca siempre algo para tener entre manos? ¿Quién es el distraído, el alejado, el que está “al pedo”?
No exageremos, de todos modos. De nada serviría dedicarse a indagar los por qué y para qué de la existencia si uno no se procurara los medios para que ésta continúe, en la limitada medida de lo posible. Pero nos preguntamos hasta qué punto sigue siendo humano dedicarse a prolongar la existencia sin detenerse nunca en sus porqués y paraqués. ¿Hasta qué punto nos hemos dejado convencer de que lo que no está esencialmente ligado a la utilidad y a lo inmediato no vale la pena? ¿Hasta qué punto hemos terminado identificando lo importante con lo urgente, lo práctico con lo valioso y lo profundo con lo superfluo? Nos preguntamos, en definitiva, si no hemos reducido lo que llamamos “real” a lo que es solamente uno de sus aspectos, dejando fuera de esa consideración toda una serie de cuestiones y elementos de nuestra vida y también si, lamentablemente, no estamos colaborando así con nuestra propia deshumanización.


¿Adentrarse o alejarse?

Hay maneras diversas de pensar la filosofía y, como hemos dicho, no todos consideran que tenga que ver con un profundizar en lo real. Quien esto escribe, empero, considera que sí. Como dice Pieper:

Filosofar significa alejarse, no de las cosas cotidianas, sino de sus interpretaciones corrientes, de las valoraciones de estas cosas que rigen ordinariamente. Y esto no en virtud de una decisión de distinguirse, de pensar de otra forma que los muchos, que el vulgo, sino porque repentinamente se manifiesta un nuevo semblante de las cosas. Exactamente es esta realidad: que en las mismas cosas que manejamos todos los días se hace perceptible una faz más profunda de lo real; que a la mirada dirigida a las cosas que nos encontramos en la experiencia diaria le sale al paso lo no habitual, lo que no es en absoluto obvio y evidente de esas cosas.[1]

Si vale lo dicho, entonces una filosofía fiel a su vocación no es alejamiento, sino adentramiento. Su grado de abstracción no es sino un intento de exploración de lo esencial, de lo íntimo de la realidad. Su supuesto “elevado vuelo” (a veces más elevado, otras veces no tanto) no es compatible con la desconexión respecto a lo cotidiano, sino una vuelta de tuerca a la mirada de lo que a diario nos rodea estimulada por el asombro contemplativo.
Habrá que ver entonces si somos capaces de mantener nuestra capacidad de asombrarnos y dejarnos conmover por lo cotidiano y su misterio, o si nos hemos estandarizado ya demasiado, si hemos achatado nuestras inquietudes y aburguesado nuestra vocación humana de adentrarnos en la hondura de lo real.




[1] J. Pieper, “¿Qué significa filosofar?” en El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid, 1998, p. 126.
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