Son
los ríos: Somos el tiempo. Somos la
famosa
parábola de Heráclito el Oscuro.
la que se pierde, no la que reposa.
Somos el río y somos aquel griego
que se mira en el río. Su reflejo
cambia en el agua del cambiante espejo,
en el cristal que cambia como el fuego.
Somos el vano río prefijado,
rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
Todo nos dijo adiós, todo se aleja.
La memoria no acuña su moneda.
Y sin embargo hay algo que se queda
y sin embargo hay algo que se queja.
J. L. Borges[1]
¿Todo cambia?
“Cambia, todo
cambia” anuncia la voz del cantor. Y otro se lamenta: “todo concluye al fin,
nada puede escapar…” Estas frases y otras similares parecen no merecer mayores
objeciones. La realidad del cambio es a punto tal palpable que resultaría de lo
más forzado pretender refutarla. Su omnipresencia podría parecer indiscutible.
Aún la mirada superficial de la realidad se topa inmediatamente con el hecho
incontestable del cambio, ya sea que éste manifieste su rostro más atractivo y
entusiasmante (posibilita el crecimiento, el desarrollo, la expansión, el
avance…) o el negativo y desconsolador (implica envejecimiento, corrupción,
muerte).
En la historia
de la filosofía estas ideas nos remiten inmediatamente a uno de los primeros
filósofos griegos, el legendario Heráclito de Éfeso, quien suele ser
considerado justamente “el filósofo del cambio”. Cierto es que reducir el
pensamiento del obscuro Heráclito al “todo fluye” es simplificar demasiado las cosas,
a punto tal de hacerlas inexactas. La versión que de este antiguo pensador
suele exponerse es, por tanto, muchas veces caricaturesca. Sin embargo, también
es verdad que su más conocida expresión apunta al cambio incesante de las
cosas, a una realidad en perpetuo devenir. Su celebérrima frase, como es por
todos conocido, señala que nadie puede
bañarse dos veces en el mismo río. El río es, precisamente, una de las
imágenes que bien simboliza el incesante cambio debido al constante fluir de
sus aguas. Quien quisiera entrar en el río por segunda vez descubriría que las
aguas en las que ahora ingresa no son las mismas que aquellas en las que
penetró en la primera ocasión. Las aguas de la primera inmersión se han ido,
han partido para siempre. Y no sólo el río no es el mismo que antes era, sino
que tampoco el sujeto que en ellas ingresa es el mismo, pues también éste ha
sufrido modificaciones entre el primer y segundo chapuzón.
Como decíamos,
la frase y la idea que ella propone parecen inobjetables. No obstante, concebir
la realidad como puro devenir resulta no poco problemático. Recuerdo haber
leído (lo que no recuerdo es dónde) que ya el sofista Protágoras había
manifestado una incisiva objeción al planteo: si es verdad que todo cambia
permanentemente, si todo es puro devenir, entonces no sólo es cierto que no
podríamos entrar dos veces en el mismo río, sino que en realidad no podríamos
hacerlo ni una vez. Esto puede sonar extraño y resultar menos evidente, pero
acierta en el núcleo de la cuestión. Para que yo pueda decir que entro al río,
necesitamos por lo pronto un “yo” (y un
“río”), es decir, necesitamos una cierta identidad. Y para hablar de identidad
necesitamos suponer cierta permanencia.
“En toda
mutación o movimiento, es preciso que haya algo que después es distinto de cómo
era antes; pues esto indica el nombre mismo de mutación” dice Santo Tomás.[2]
Es decir, debe haber modificación, pero también debe haber algo que cambie. Si nada permanece, si todo lo que hay es cambio,
entonces ya no podemos hablar de identidades y por lo tanto no habría “yo”
posible ni “río” alguno. Si todo lo que es cambia completamente de un instante
a otro, entonces en rigor ya no podemos decir de nada que “es”, y curiosamente
ya no podemos hablar de “cosas que cambian”.
En el puro
cambio las identidades se disuelven. El mismo Heráclito lo tenía en claro,
quien señalaba: “Descendemos y no
descendemos a un mismo río; nosotros mismos somos y no somos.” También
parece haberlo notado Borges y quizás por ello entremezcla las identidades en
su poema: somos el río, somos aquel griego, somos su parábola, somos el tiempo…
Esta es la
paradoja: si todo lo que hay es cambio, entonces no hay algo que cambie. Si todo es puro cambio, entonces nada cambia.
Sólo es posible
pensar el cambio como algo que se produce en un sujeto. Yo sólo es posible
pensar en sujetos si admitimos la
permanencia. No una permanencia total, claro está (lo sentimos, Parménides),
pero sí una cierta permanencia “por debajo” del cambio. Una permanencia que el
hecho mismo del cambio exige para que éste sea posible.
“El devenir no es meramente dinamismo, sino que es
estático y dinámico. No hay que separar estos dos aspectos que en la realidad
están unidos. Decíamos que para muchos el dinamismo era no estar sujeto a
límites ni determinaciones, lo cual es un grave error. No hay dinamismo sin
cierta estabilidad. […] El devenir no es la sucesión de meros cambios sino de
algo que cambia. […] Lo que deviene es aquello que perdura, consistente de por
sí, interior. El devenir es alteración de lo alterable. Siempre que hay cambio,
hay también permanencia”[3]
Cambio, identidad y libertad
La realidad del
cambio se ha dado, desde luego, en todas las épocas. Sin embargo, da la
sensación de que nuestro tiempo tiene algunas particularidades respecto a la
manera en que estos cambios se producen y, por tanto, también en el modo en que
esos son experimentados y vividos. Resulta sencillo ver que estamos en una
época en la que los cambios se suceden de manera vertiginosa y en la que el
ritmo de vida es crecientemente acelerado. El sociólogo Zygmunt Bauman incluso
nos invita a observar que en nuestros días el tiempo ya no es experimentado de
manera lineal (lo cual supondría una “dirección” – suposición hoy
predominantemente ausente) ni tampoco cíclica (como Nietzsche pensaba a través
de su teoría del eterno retorno),
sino que hoy –dice Bauman– vivimos el tiempo de manera puntillista, es decir como instantes fugaces, inconexos entre sí.
“El tiempo puntillista es más prominente por su
inconsistencia y su falta de cohesión que por sus elementos cohesivos y de
continuidad. (…) El tiempo puntillista está roto, o más bien pulverizado, en
una multitud de «instantes
eternos» –eventos, incidentes, accidentes, aventuras, episodios– mónadas cerradas
sobre sí mismas, bocados diferentes, y cada bocado reducido a un punto que se
acerca cada vez más a su ideal geométrico de no dimensionalidad.”[4]
El mismo Bauman denomina a
nuestra época como “Modernidad Líquida”, puesto que lo que caracteriza lo líquido (y al modo de vida conteporáneo) es la inconsistencia, la imposibilidad de mantener la misma forma a lo largo del tiempo. [5]
Por lo ya mencionado, en una
atmósfera de este tipo es difícil la estabilidad de las identidades. Por el
contrario, en nuestra época líquida,
las identidades se disuelven, los rostros se desdibujan, los límites se desvanecen.
No hay lugar –mejor dicho, no hay tiempo–
para un yo estable que pueda pararse
con firmeza sobre sus propios pies. La realidad sobre la que estos pies se
apoyan (si es querrían hacerlo) se modifica incesantemente y a una velocidad
tal, que pretender mantenerse firme no haría más que favorecer la caída. Todo
cambia rápidamente, y parecería que también nosotros debemos cambiar al ritmo
de este acelerado compás si es que queremos subsistir. En consecuencia nuestra
identidad debe ser flexible, maleable, acomodaticia, incesantemente modificable
y modificada, permanentemente creada ex
nihilo. “De la nada” porque sólo lo que es nada puede ser infinitamente
maleable, sólo que es en sí mismo vacío puede acomodarse a cualquier situación
novedosa.
Se trata, podríamos decir, de
una especie de sartreanismo crónico;
no sólo nos concebimos como existencias carentes de una esencia predeterminada
a la que debiésemos ser fieles, como existentes llamados a ser creadores de
nosotros mismos, sino que esta autocreación debe realizarse continuamente, de
cero, una y otra vez, de manera siempre distinta y novedosa, sin afán alguno de
alcanzar un resultado estable. Creamos “identidades” (si es que aún cabe el
término) que durarán poco, porque poco es lo que duran las circunstancias para
amoldarse a las cuales esas identidades son creadas. Necesitamos yo-s desechables, fácilmente
reemplazables (y por suerte las “realidades virtuales” ofrecen para ello un
campo interminable de posibilidades cada vez más ocurrentes…).
¿Es esta una situación “liberadora”
para el hombre de nuestro tiempo? Creemos que la respuesta es negativa. Sobre
ello hemos hablado ya repetidas veces en este mismo espacio. Si bien, a primera
vista, la posibilidad de autocrearse y reinventarse continuamente puede parecer
algo positivo (por ser “emancipador”), creemos que es no sólo hija del vacío –como
señalábamos renglones arriba– sino también generadora del mismo. La incesante
reinvención, a la que tan atractivamente nos invitan las diferentes
publicidades de nuestra época, genera una creciente vacuidad interior, pues
sobre ella se apoyan. Se produce un empequeñecimiento del propio ser
individual. Y si la libertad consiste en la posesión-de-sí, parece difícil
afirmar que esta autoposesión pueda darse y acrecentarse en un sujeto que está
cada vez más ausente de sí mismo. Quizás no sea desacertado, por tanto, volver
a interrogar(nos) una vez más si esto de la reinvención
es una positiva posibilidad que nos brinda nuestro modo de vida actual, o si es
en realidad una necesidad que se nos impone, una exigencia que nos es dictada y
ante la cual sucumbimos sumisa y acríticamente, sin hacer auténtico uso de
nuestra libertad y debilitando también sus posibilidades a futuro.
LAURA CABRERA - 1984, nº 11 de la serie Buscando la identidad, monotipo http://lauracabreradiaz.blogspot.com.ar/ |
Sin permanencia no hay verdadero
cambio. Sin estabilidad no hay identidad. Sin identidad ¿cómo seguir hablando
de sujetos? Y sin sujetos, ¿cómo
seguir hablando de libertad y qué sentido tendría defenderla?
Es lo que hay, dirán algunos.
Son los tiempos que nos toca vivir y hay que acostumbrarse a ellos. Pero cabe
la pregunta: ¿es eso en realidad “vivir”?
Es lo que hay… insisten. Hay que
amoldarse, adaptarse, hay que ser flexible a todos los cambios, hay que
deshacerse de toda pretensión de firmeza, de estabilidad, de consistencia…
Puede ser. Y sin embargo…
Y sin embargo hay algo que se queda
y sin embargo hay algo que se queja.
[1]
Obra
Poética, Bs. As., EMECE,
1995, p.653
[2]
Suma
Contra Gentiles, II, 17
[3]
E. Komar, El tiempo humano,
Sabiduría Cristiana, Bs. As., 2003, p. 114 y 117
[4]
Z. Bauman, Vida de consumo, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2011, p.
52
[5] “(L)os fluidos no
conservan una forma durante mucho tiempo y están constantemente dispuestos (y
proclives) a cambiarla; por consiguiente, para ellos lo que cuenta es el flujo
del tiempo más que el esapcio que puedan ocupar: ese espacio que, después de
todo, sólo llenan «por un
momento».” Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2015,
p. 8