Todos los entes
de la naturaleza cambian, como se sabe. Cambian de color, de tamaño, de
posición… Pero la particularidad de los entes vivos consiste en que son causa
de su propio cambio. Es decir, su cambio es espontáneo
(es causado por ellos, brota del ente vivo mismo) e inmanente (tiene como término la perfección del mismo ente). Es
evidente que en esos cambios intervienen factores externos, sin embargo no son
esos factores los que realizan los cambios, sino que es el ente vivo el que los
lleva a cabo haciendo uso de aquellos factores. Así, por ejemplo, no podría una
planta realizar la fotosíntesis sin el sol, pero no es el sol el que realiza la
fotosíntesis, sino la planta.
Podemos además
observar con facilidad que esta espontaneidad que caracteriza al ente vivo
admite grados. Esto se debe a que la vida misma se da en grados diversos, y
cuanto más ascendemos en la escala biológica, mayor es la espontaneidad que
encontramos. Un animal ciertamente realiza más actos vitales que una planta (no
sólo se nutre, se desarrolla y se reproduce, como aquellas, sino que además se
traslada, conoce el entorno mediante sus sentidos, reacciona emocionalmente
ante ese entorno…). En ese sentido podemos decir que el animal, puesto que “es más”
que la planta, “hace más” que ella también y su espontaneidad es mayor.
En la
naturaleza la espontaneidad encuentra su cúspide en el ser humano,
espontaneidad que se traduce en libertad. Se supone que el hombre “es más”, y
por ello también “hace más” que el animal, e incluso lo hace de otra manera:
decidiendo con su propio libre albedrío qué y cómo hacerlo. La actividad
humana, con sus peculiaridades tan elocuentes, es así señal de su especial capacidad
de espontaneidad. Y –salvo contadas excepciones– podemos observar que esta
espontaneidad ha tenido buena fama, una fama que tal vez incluso ha ido
creciendo con el tiempo. En efecto, ¿a quién no le gusta sentirse libre y poder
obrar espontáneamente? ¿Quién no prefiere saberse y sentirse dueño de sus propias
actividades?
¡Y vaya si
realizamos actividades! No paramos de hacer cosas, quizás más que nunca en los
tiempos en que nos ha tocado vivir. Somos, podría decirse, hiper-activos. Sin
embargo, cabría preguntarse qué tan espontáneas son en verdad todas nuestras
hiper-actividades. ¿Brotan nuestras acciones realmente de nuestra interioridad?
¿Somos realmente dueños de lo que hacemos? No cabe duda que somos causas de esas acciones, pero ¿son estas
acciones realmente espontáneas?
Hace ya unos
años, a mediados de los setenta, Erich Fromm advertía que confundimos la
auténtica actividad productiva o espontánea con el mero “estar ocupados”. En el
caso de la primera, según el autor, la persona siente que es el sujeto de su
actividad, una actividad que es verdadera manifestación de sus poderes, y que además
permanece vinculada con el producto de su acción. En cambio, el mero estar
ocupados puede consistir en una actividad alienada, una conducta que produce un
efecto visible mediante el gasto de energías, pero de la que la persona no es
auténticamente su sujeto, sino que
está impulsada ya sea por una fuerza externa (como en el caso de la esclavitud)
o por una compulsión interna (como en el caso de una persona movida por alguna
angustia).
“En la actividad alienada no siento ser el sujeto
activo de mi actividad; en cambio, noto el producto
de mi actividad, algo que está «allí», algo distinto de mí, que está encima de mí y que se
opone a mí. En la actividad alienada realmente no actúo; soy activado por fuerzas internas o externas.
Me vuelvo ajeno al resultado de mi actividad.”[1]
¿Hasta qué punto, entonces, las
acciones que realizamos a diario son realmente actividades nuestras? ¿Son estas acciones una manifestación de nuestra
actividad, o más bien de nuestra pasividad, mediante la cual nos dejamos mover
por algo que nos es ajeno? ¿Hasta qué punto somos dueños de lo que hacemos, y
hasta qué punto lo que hacemos es en realidad algo que “padecemos” y debido a
lo cual somos movidos? ¿Cuántas de nuestras acciones tienen su fuente en el
auténtico yo y cuántas son quehaceres enajenados favorecidos por nuestra pasiva
inercia?
Actividad y pasividad vital
Si esa
actividad alienada, “pasiva”, sobre la que nos alerta Fromm va a contramano de
nuestra espontaneidad y de nuestra libertad, podría creerse que habría que
bogar por una actividad desligada de toda pasividad, a fin de recuperar el
obrar espontáneo. Pero esto implicaría no notar que actividad y pasividad no
son términos antagónicos, como suele pensarse apresuradamente. No es verdad que
la anulación de toda pasividad (si fuera esto siquiera posible para un ente
finito) se traduzca en un crecimiento de su actividad. Ya lo habíamos señalado
al comienzo al hablar sobre los seres vivos: su espontaneidad no es absoluta, y
por tanto sólo es posible en cuanto está vinculada a algo externo que la hace
posible. Retomando el ejemplo, pero enfatizando al revés: es cierto que no es
el sol el que hace la fotosíntesis, pero no sería posible para la planta
realizarla si la luz del sol no llegara hasta ella y si ella no fuese de alguna
manera “penetrada” por él.
La vida se
desarrolla y despliega su actividad espontánea en relación con lo otro. Por
tanto, todo ente vivo que se desligara de lo distinto de sí estaría condenado por
ello al deceso. Aquello o aquel que sufre el encierro y la separación de su
entorno está bien lejos de poder crecer en su actividad espontánea. Sólo puede
desarrollarse en contacto vinculante con lo otro, y las posibilidades de su
espontaneidad están en relación directamente proporcional con sus capacidades
para establecer este vínculo.
A medida que
avanzamos en los grados de vida encontramos mayor espontaneidad, como hemos
dicho, pero no porque haya mayor desvinculación respecto a la realidad, sino
que dicho vínculo se manifiesta también creciente, en cantidad y calidad. La
mayor capacidad de dar algo de sí y de ser fuente de la propia actividad está
en relación directa con la capacidad receptiva que nos vincula con lo otro. No una
capacidad receptiva inerte, por cierto, sino vital, transformadora. Se trata de un tipo particular de pasividad
que implica una elaboración, una incorporación de lo recibido en el propio ser
para alimentarse con ello y transformarlo en algo nuevo desde la propia
interioridad.
“Es claro que no existe una actividad que sea
creatividad pura. (…) La vida creadora, sin embargo, asume estos elementos no
como materiales de construcción, sino como alimento. No los toma como piezas
que hayan de ser estratificadas por vía de yuxtaposición externa, sino que las
integra en su interioridad, las disuelve en su propio ser y las hace
transformarse en algo nuevo. (…) Todo lo verdaderamente vivo necesita,
ciertamente, elementos dados, pero no puede asumirlos sin una profunda
transformación, tanto en lo corpóreo como en lo espiritual.”[2]
El punto no es
si tenemos que ser pasivos o no. Lo somos por nuestra misma constitución
ontológica. El desafío que se nos impone es cómo habrá de ser esta pasividad
nuestra. Si ha de ser una pasividad vital,
mediante la cual podamos nutrirnos y que esto nos posibilite ser
transformadores creativos, favoreciendo así una espontaneidad también vital y fecunda, o si ha de ser una
pasividad mecánica, inerte, que se deja manipular y mediante la cual nos
dejamos cosificar, anulando la auténtica espontaneidad de la que, como seres
vivos y en particular como personas humanas, somos capaces.
El peligro que
el ser humano representa para sí mismo podría leerse desde esta perspectiva.
Por su misma libertad, el hombre puede contrariar esta norma vital a la que
está inscripto por su misma naturaleza y pretender desligarse de múltiples
maneras de aquello que lo rodea. Puede encerrarse en sí mismo, creerse
autosuficiente, desatender la necesidad de una profunda relación con lo otro y
con los otros, ensordecer, endurecerse, impermeabilizarse… Y bien puede que
esto suceda por creer que con ello habrá de crecer en una actividad más
auténticamente libre y espontánea. Sin embargo, la superficialidad de sus
vínculos, el autoencierro, su sordera, su indiferencia para con los otros, ese
distanciamiento que en última instancia se convierte en confinamiento, lo conducen
no a una mayor posesión de sí mismo ni a una plenitud de vida, sino a la
anulación de la misma y a la esterilidad. La interioridad debilitada debido a
la falta de “nutrientes” externos conlleva el enflaquecimiento de sí mismo y
una auto-ausencia que abre las puertas a la enajenación, a la colonización de
esta interioridad endeble, inerte y por tanto fácilmente manipulable. El
encierro –que a veces parece liberador– termina imposibilitando la
espontaneidad fecunda, auténtica y vital.
[1]
E. Fromm, ¿Tener o ser?, Fondo de
Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, p. 94
[2]
R. Guardini, El contraste, BAC,
Madrid, 1996, p. 94