¿Fundamentos para rechazar fundamentalismos?
Según la
definición de la Real Academia Española, el fundamentalismo
en su sentido más amplio es la “exigencia intransigente de sometimiento a una
doctrina o práctica establecida.”[1] Ya
se trate de la interpretación literal de la Biblia por la cual en los Estados
Unidos algunos promovían la prohibición de enseñar a Darwin, ya se trate de
grupos islámicos que pretendan la aplicación estricta de la ley coránica y el
exterminio de quienes no se sometan a ella, ya se trate de algún tipo de
fanatismo político que inste a la erradicación de ideas contrarias a la propia
ideología, todo fundamentalismo –en el sentido en que aquí lo estamos
consierando– apunta a una suerte de aniquilación de lo distinto.
Hoy por hoy, al
parecer, los fundamentalismos, del tipo que fueren tienden a generar un
mayoritario rechazo, lo cual nos parece saludable - tanto en el sentido de que
es algo que podemos saludar con aprobación como en el sentido de que parece ser
muestra de buena salud por parte de nuestra cultura. Está vigente cierta sensibilidad
que se conmueve negativamente ante hechos como las recientes muertes de inocentes
en manos de algunos fanáticos o, sin llegar a extremos tan trágicos, la simple falta de diálogo (o su imposibilidad),
la obtusa intransigencia, el rechazo aniquilante de la opinión distinta. Cabría
preguntarse, sin embargo, cuál es la base sobre la que se apoyan estos rechazos
y qué tipo de ideas son compatibles con nuestra oposición al fundamentalismo,
así como también cuáles son las bases desde las cuales surgen los fundamentalismos
en general.
Fundamentalismo y “verdad”
Buena parte del
pensamiento filosófico contemporáneo tiende a considerar que el error de todo
tipo de fundamentalismo reside en creer que hay algunos fundamentos que habría
que considerar “sagrados”, “verdaderos”, “reales” en el mayor de los sentidos.
Creer en la existencia de fundamentos objetivos e inobjetables, sostener el
valor de fundamentos verdaderos abriría la puerta a la posibilidad de que
alguien se hallase en posición de esas verdades, se considerase “dueño” de esos
fundamentos, y que por tanto tuviese la autoridad para imponerlos a quienes no
estuvieran en tan iluminada posición. El error fundamental del fundamentalismo,
según esta posición, estribaría en creer que hay error, porque supondría así
mismo que hay verdad, lo cual resultaría por sus mismos supuestos algo violento
para aquellos que, supuestamente, estarían equivocados.
La tesis es no
pocas veces argumentada por la senda inversa: si no existiera el error no
habría razones para ningún tipo de violencia fundamentalista (no habría que
“enderezar” ni aniquilar a ningún descarriado, dado que el descarrío sería una
imposibilidad), pero para ello es necesario erradicar la posibilidad de hablar
de fundamentos (no habría descarriados porque no habría carriles por los que fuese
“correcto” transitar). Por lo tanto, sin fundamentos no habría lugar para los
fundamentalismos y el terror que éstos siembran. En definitiva, si la
superación de la violencia implica la superación de los fundamentos – la
afirmación de fundamentos implicaría la instauración de la violencia.
Para quien tenga
un conocimiento lógico mínimamente aguzado el razonamiento expuesto es, desde
luego, falaz. Aun si supusiéramos que todo fundamentalismo implica la
afirmación de determinados fundamentos objetivos (cuestión ésta que valdría la
pena discutir), eso no significa que sean esos fundamentos ni la confianza en
la existencia de los mismos las causas del fundamentalismo.
Que toda
voluntad de poder (o al menos muchas de ellas) se enmascare de “voluntad de
verdad” no implica que toda voluntad de verdad sea siempre una voluntad de
poder. Incluso si recurriéramos a ejemplificaciones históricas –método habitual
para quienes sostienen que toda afirmación de verdades objetivas tiende a
manifestarse en algún tipo de totalitarismo– descubriríamos que, si bien no faltan
casos que pudieran servir a la mencionada hipótesis, y aun suponiendo que dichos
casos fueran mayoritarios, no son ciertamente universales ni necesarios. No
todos los que han sostenido la existencia de algo absoluto han sido absolutistas.
Puede que hayan sido unos cuantos, pero ciertamente no han sido los mejores. Y
ese es el punto, si nos focalizamos en el aspecto moral de la cuestión.
¿En qué otro
aspecto habríamos de focalizarnos? Se podría decir que el problema de los
fundamentalismos no es una cuestión metafísica o gnoseológica, sino una
cuestión moral (aunque las cuestiones morales –bien lo sabía tanto un San
Agustín como un Nietzsche– están relacionadas con cuestiones metafísicas).
Preguntarnos sobre las bases, sobre las “ideas de fondo” tal vez no parezca
tener mayor importancia. Son cuestiones teóricas, se dirá, y aquí el problema
es esencialmente práctico. Al fin y al cabo, en la vida diaria bien podemos
encontrarnos, como decíamos, con afirmadores de fundamentos absolutos que no
sean fundamentalistas, así como también hay fundamentalistas que –si se escarba
un poco– parecen estar lejos (cognoscitiva, moral y psicológicamente) de una
cosmovisión que adhiera a la existencia de fundamentos. Incluso es fácil
encontrar propuestas de antifundamentalismo fundamentalista, es decir,
posiciones en las que se admiten que todas las posturas son válidas y
admisibles, respetables, tolerables… salvo aquellas que no admitan que todas lo
sean.
¿Por qué hay
entonces una generalizada opinión que identifica a los fundamentalismos con
aquellas posturas que sostienen la posibilidad de afirmar verdaderos
fundamentos? ¿Por qué suponer, como hacen algunos, que la negación de todo
conocimiento “verdadero” es la solución al problema del fundamentalismo?
Fundamentos y violencia
¿Acaso es, desde
el punto de vista psicológico, la violencia una manifestación típica del que
está seguro de una verdad? ¿O es más bien una suerte de sobrecompensación
inconsciente propia de aquel que se encuentra torturado por algún tipo de
inseguridad? ¿Son los fundamentalismos/totalitarismos/absolutismos consecuencia
de la adhesión a fundamentos? ¿O son manifestaciones de la soberbia humana que
brota de la ausencia de fundamentos que pudieran guiarnos por mejores sendas?
Cierto es que,
en general, quien está convencido de algunas “verdades” probablemente tienda a
querer compartirlas con los demás. Cuando uno cree ver algo es razonable que
intente que otros también lo vean. No hay razones para sorprenderse ni
ofuscarse. Se trata de querer comunicar a otros algo que uno considera valioso,
importante, bueno, incluso
“fundamental”. Pero téngase en cuenta de que querer compartir a otros una
visión no necesariamente implica querer imponérsela. Muy por el contrario.
Puesto que no se puede obligar a ver, lo que se puede es intentar mostrar (o
de-mostrar, si el caso lo permite), pero jamás imponer. El acercamiento a la
verdad supone un encuentro íntimo del sujeto con el ser de las cosas y es por
naturaleza inforzable. Apenas se lo intenta forzar empieza uno a
imposibilitarlo.
Defender la
posibilidad del conocimiento de fundamentos verdaderos supone, en última instancia,
una cierta confianza en el hombre, un apuntalamiento de la vida interior, un
llamado a la apertura. La praxis de cualquier tipo de fundamentalismo, sin
embargo, parece ser contraria a estas ideas. Entre sus elementos encontramos
cerrazón, prohibición, manipulación implícita o violencia explícita y por lo
tanto todo lo contrario al respeto por el hombre y a la confianza que pudiera
depositarse en sus capacidades.
O, si se
prefiere al revés: algunos creemos que la aperturidad
de la mente tiene sentido porque hay algo ante lo cual abrirse receptivamente y
que la libertad de pensamiento tiene sentido porque hay algo en lo que pensar,
hay algo que la inteligencia puede descubrir. Si, en cambio, se aniquila toda
posibilidad de hablar de “fundamentos” ¿a qué habrían de abrirse nuestras open minds? ¿y sobre qué base hemos de
seguir defendiendo el respeto por nuestras libertades?
Es de esperar
que entre escépticos y dogmáticos (gnoseológicamente hablando) – entre
nihilistas y realistas (metafísicamente hablando) se sigan tirando la pelota y echando la culpa. Los primeros dirán que la culpa de todo absolutismo es la fe
en absolutos, y que la consecuencia de la fe en alguna “verdad” es
necesariamente la violencia. Propondrán un anarquismo no violento, una postmetafísica,
un pensamiento débil que logre amigarse con la idea de que no hay orden
objetivo, puesto que todo orden es artificial, cultural, inventado, histórico.
Que un orden artificial se proponga como natural sería justamente el origen de
la violencia. Los segundos dirán que la negación escéptico-nihilista del orden
natural origina ya sea la inseguridad, ya la petulancia debido a las cuales
después inventamos otros “órdenes” que no coinciden con el natural, y que
justamente por ello resultan violentos. Los primeros dirán que “no hay hechos,
sino interpretaciones” y que eso (¿ese hecho?) es una liberadora expresión de
tolerancia. Los segundos dirán que eso (¿esa interpretación?) es justamente una
invitación a la voluntad de poder, a la lucha intolerante para ver qué
interpretación logra imponerse por sobre las otras, puesto que no habría nada
objetivo que pudiese poner a la voluntad de poder un límite.
Por algunas de
las preguntas aquí formuladas podrá el lector adivinar con cuál de las dos
posturas simpatiza más quien esto escribe.
Sin embargo,
claro está, usted puede pensar distinto…
[1] http://dle.rae.es/?w=fundamentalismo&m=form&o=h
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