El preguntar
filosófico
El filósofo es un preguntón. Sea
porque ha sabido mantener viva su capacidad de asombro ante las cosas, y por
medio de ese mismo asombrarse toma nota de su ignorancia a la que hace frente
con interrogantes que le ayuden a superarla, sea porque las respuestas que ha
recibido de otros o ha sabido encontrar por sus propios medios se le presentan
luego como cuestionables y le generan la duda, sea porque algunas situaciones
límite, especialmente las relacionadas con la finitud propia y ajena, le han
sacudido el piso generando una inestabilidad que invita a la indagación, sea
por algún otro motivo…[1] Lo
cierto es que el filósofo tiene facilidad para la pregunta. Se le ocurren
interrogantes incluso en ámbitos donde otros podrían creer que no hay nada por
preguntar y a veces saca del bolsillo de su curiosidad cuestionamientos que más
de uno llegaría a considerar obsoletos.
Esto no es una característica
privativa del filósofo “profesional”. Por más que en algunas ocasiones nuestra
capacidad interrogativa esté aletargada, lo cierto es que, con mayor o menor
frecuencia, todos nos hacemos preguntas filosóficas. En ese sentido bien
podríamos decir que somos todos filósofos. ¿Qué es la vida y cuál es su
sentido? ¿Qué somos los seres humanos? ¿Qué límites deberían tener nuestras acciones?
¿Qué es la realidad?... Estos y otros interrogantes de similar tenor
seguramente han brotado en nuestras mentes en más de una oportunidad. Al
parecer, no sólo “de poeta y de loco todo el mundo tiene un poco”, sino también
de filósofo.
Es innecesario aclarar que no
todas nuestras preguntas son filosóficas, pero seguramente tampoco haga falta
insistir en que algunas de ellas sí lo son. Luego les daremos mayor o menor
importancia, les prestaremos más atención o menos, transitaremos por las sendas
de reflexiones a las que ellas invitan o haremos caso omiso de tal convite.
Pero ahí están, que las hay las hay. Surgen en nosotros, como si fuera una
necesidad de nuestra naturaleza humana, es decir, como si la inquietud
filosófica, su actitud interrogativa sobre el ser de las cosas y su fundamento
último, perteneciera a las notas elementales de este, nuestro modo humano de
ser.
La pregunta es esencial al
quehacer filosófico. Hasta ahí estaríamos todos de acuerdo (lo cual no es común
en filosofía). La cuestión que genera algunas importantes diferencias es cuál
es el objetivo de ese preguntar. El sentido común tendería a decir
probablemente que las preguntas se hacen con el fin de hallar respuestas. Pero
¿hay respuestas para las preguntas filosóficas? ¿Se puede acaso saber qué es,
en su fundamento último, la realidad? Si sí, el objetivo del cuestionamiento filosófico
parecería ser el avance y la profundización en ese conocimiento. Si no, habría
que sostener que, en última instancia, la pregunta no apunta a encontrar una
respuesta definitiva y, paradójicamente, cabría preguntarse si todavía tienen
algún sentido las preguntas.
La pregunta como fin
en sí mismo
Algunos pensadores proponen que no
hay “respuestas” pero que esto, por extraño que parezca, justamente pone a
salvo las preguntas filosóficas. Si hubiera respuestas, diría este planteo, el
alcanzar las mismas implicaría la finalización del preguntar, que es esencial
al filosofar. Puesto que la pregunta es esencial al quehacer filosófico y
puesto que la respuesta da por terminada la pregunta, sería esencial a la
filosofía sostener la imposibilidad de alcanzar respuesta alguna que se
pretendiese “verdadera”. Es decir, habría que sostener que la verdad es
inalcanzable, o mejor inexistente, para poder mantener vivo el interrogar
filosófico. La pregunta filosófica se vuelve un fin en sí mismo, un fin para
que justamente el preguntar no tenga fin.
El lector, con su sentido común,
podrá objetar que aquí algo no cierra. Pero los seguidores de la mencionada
propuesta responderían: ¡Tanto mejor! La
idea justamente es que no cierre, sino que abra. La filosofía no puede ser algo
cerrado, sino que tiene una vocación a la apertura, a una aurora constantemente
renovada. Para ello hay que quedarse en las preguntas, sin buscarles una
supuesta “verdad” que fuera a acallarlas y cerrarlas.[2]
Tal sería posiblemente el alegato de este pensamiento post-(¿anti?)-metafísico,
que descarta toda posibilidad de que el hombre encuentre algún fundamento
último, estable, “real”. Encontrarlo, como pretende la metafísica, sería la
culminación del filosofar, no en el sentido positivo del alcance de su punto
máximo, sino en el sentido negativo de la finalización de su propia labor y la
destrucción de su vocación íntima.[3] Desde
esta perspectiva, la actitud cardinal del pensar filosófico debería ser más
bien un escepticismo de fondo porque, precisamente, se niega que haya fondo.
¿Pero cómo? – insistirá el lector
con sentido común – ¿Entonces la actitud filosófica ya no tiene que ver con la
búsqueda profunda de la verdad? ¿Cuál sería entonces la finalidad de este “amor
a la sabiduría”? Ciertamente no la de alcanzar el saber[4]
sino más bien la de deconstruir, demoler (¿a martillazos?), desenmascarar
aquellos supuestos “saberes”, aquellas supuestas “verdades”, aquellos absolutos
que, en realidad, son inaccesibles para el conocimiento humano, no sólo por su
limitación sino también por su propia inexistencia. No hay verdad, por tanto lo
que queda es cuestionar las “verdades” establecidas, develar que – como decía
Nietzsche – no hay hechos sino sólo
interpretaciones, derribar los prejuicios que se esconden tras todo afán de
objetividad, exponer el carácter hermenéutico de todo supuesto saber
metafísico, revelar que los relatos sobre lo real no son ni verdaderos ni
falsos sino que son eso, relatos, que más bien conforman lo “real”. La misión
de la filosofía sería, desde esta perspectiva, la sospecha y la refutación
permanentes como medio de liberación frente a propuestas que dan una visión
cerrada de la realidad y que, por tanto, aprisionan al hombre y su pensamiento.
Contrapropuesta
Es cierto que el planteo se presta
a algunas valoraciones, en especial por la invitación a una mirada crítica de
algunas posiciones que, presentándose en nombre de la Verdad, esconden tramas
de poder, manipulación y enajenación del hombre. También es cierto que suscita
algunas objeciones; uno podría preguntarse si queda lugar para algo “constructivo”
tras tanta deconstrucción, o qué argumentos podrían esgrimirse para
desenmascarar como no-verdaderas las ideas (¿todas?) que se presentan como manifestación
de lo verdadero (¿no habría que apoyarse en algo verdadero para poder
desenmascarar que alguna cosa no lo es? ¿para qué refutar y sospechar incluso,
después de plantarse en una posición desde la cual nada puede ser considerado
ya verdadero ni falso?), o qué planteos éticos podrían sostenerse desde esta
post-(anti)-metafísica, qué revoluciones merecerían aún ser llevadas a cabo y
por qué… Son objeciones planteadas desde una mirada metafísica, se me dirá, y
es cierto. Y no sé si desde dos posiciones tan distintas en una cuestión tan
radical (de raíz) sigue siendo posible el diálogo. La actitud dialogante parece
más bien suponer la posibilidad de discrepancia y encuentro en torno a la
visión de la realidad, pero tal vez ya no pueda dialogarse cuando es esa visión
lo considerado imposible y esa realidad lo considerado inexistente. Y si el
diálogo queda imposibilitado, ¿qué queda de esa supuestamente democratizante
aperturidad? ¿Sigue siendo aperturista una postura que presente la búsqueda del
conocimiento como un callejón sin salida, o que postule que las supuestas
salidas no conducen a otra cosa que no sean otros callejones?[5]
De todas maneras, la intención de
estas líneas no es confrontativa, sino propositiva. Es verdad (¿dije “verdad”?)
que los sistemas cerrados tienden a anular las nuevas preguntas y la crítica a
semejante pretensión de comprenderlo todo y alcanzar la verdad en su totalidad
resulta a nuestro criterio justificada. Un pensamiento cerrado anula el
pensamiento. Pero ¿por qué pensar el conocimiento de la verdad como algo que
cierra? La experiencia intelectual parece demostrar más bien lo contrario: todo
conocimiento verdadero, toda respuesta alcanzada resulta una maravillosa
invitación a nuevos interrogantes. Y no me refiero a los interrogantes de la
sospecha que apuntan a poner entre paréntesis lo conocido, sino principalmente
a los interrogantes que invitan a la profundización. Las respuestas no
necesariamente cierran, sino que tienden a abrir, y especialmente si se trata
de respuestas verdaderas. Cuanto más cercanas incluso están estas respuestas a
la verdad, cuanto más éxito logran en su objetivo de des-velar el ser de las
cosas, más y mejores parecen ser las preguntas que brotan a partir de ello.
Se me dirá que entonces esas
respuestas no serían definitivas. Efectivamente no lo son, ese es el punto.
Pero que no sean definitivas no significa que no sean respuestas. Su parcialidad no es señal de nulidad, sino del exceso del
contenido de lo cognoscible con lo cual la respuesta se encuentra. Se encuentra
pero, justamente, solo en parte. Esto no es signo de la vacuidad de lo
verdadero, sino de su plenitud; es una muestra de su carácter excedente, por lo
cual siempre algo queda aún por descubrir. Es misterio, no por ausencia de sentido, sino por una inabarcable
presencia del mismo. Quizás la cuestión no sea que no haya verdad alguna, sino
que hay tanto de verdad que las preguntas de aquel que, desde su limitación,
logra internarse parcialmente en ella, no dejan de reproducirse.
Es posible preguntarse para hallar
respuestas (hemos vuelto al sentido común) y luego seguir preguntándose a
partir de las mismas, tratando de ganar cada vez un poco más de luz en este
curioso estado de claroscuro que caracteriza nuestro humano peregrinaje
cognoscitivo. La filosofía no es sabiduría,
muy en claro lo tenía Pitágoras cuando inventó el término. Tampoco es amor sin objeto, que sería en definitiva
amor de nada y por tanto no-amor. Es amor
a la sabiduría, un amor que se expresa muchas veces entre signos de
interrogación que tienden, por su misma naturaleza, al encuentro con lo
verdadero.
La sabiduría, en su sentido más estricto, nos supera. Nos es
inadueñable. Pero eso está lejos de demostrar que no exista en sí misma y que
sea inexistente para nuestro humilde conocimiento la posibilidad de acercarse a
ella. Salvo que nuestro acercamiento cognoscitivo nazca ya con un afán
posesivo, incapaz de la humilde aceptación de sus limitaciones.
[1] Como es sabido, el asombro, la duda y las situaciones límite
son, tal como propone Karl Jaspers, los tres principios del filosofar.
[2] Entre las obras recientes
que plantean ideas de este tipo podemos mencionar ¿Para qué sirve la filosofía?
(Pequeño tratado sobre la demolición) del filósofo argentino Darío Sztajnszrajber,
exitoso divulgador de la filosofía en nuestros medios. Dice al autor: “Hacer
filosofía es un ejercicio de deconstrucción que desmonta toda verdad para
alcanzar la perplejidad existencial originaria en su estado de pregunta. Las
preguntas últimas no se responden. Son sólo formas de apertura…” ¿Para qué sirve la filosofía?, Planeta, Booket, Buenos Aires, 2015, p.
138.
[3] Así como se propone la
anulación de la verdad como requisito para mantener vivo el preguntar
filosófico, también lo sería para mantener la vitalidad del asombro. “La
metafísica, ese interesante punto de encuentro entre la filosofía y la
religión, busca denodadamente responder la cuestión del asombro de un único
modo: desasombrando. Se plantea contra
el asombro. Se intenta tranquilizar, asegurar, desangustiar, quitar vértigo.
Bajo el título «el asombro es el origen de la filosofía», se hace del asombro
la causa del nacimiento de la filosofía que sin embargo según el planteo nace
para que el asombro desaparezca. (…) Si la filosofía logra que el asombro
desaparezca, entonces ya no hay más asombro, pero por ello, tampoco habría más
filosofía.” ¿Para qué sirve la filosofía?, p. 149. Algo
análogo podría aplicarse a la duda como principio del filosofar: desde esta
perspectiva la duda no debería apuntar al conocimiento que implicaría, en
consecuencia, el final de la duda misma. “Hacer filosofía se vuelve no tanto la
necesidad de calmar la angustia encontrando certezas definitivas, sino en desmontar
los modos en que el día a día se nos presenta como definitivo. Se vuelve un
ejercicio de desmontaje, de deconstrucción, de cierto tipo de
desenmascaramiento. Frente a la imposición de un pensamiento cerrado y último,
la filosofía prioriza el abrir esas verdades y colocarlas en la duda. La duda
deja de ser un método para alcanzar una verdad, como sostenía Descartes, y se
transforma cada vez más en la finalidad misma del pensamiento.” Ibidem, p. 205
[4] Dentro de esta perspectiva
la etimología de philosophía (del
griego “amor a la sabiduría”) es reconsiderada. El elemento a subrayar no es la
sabiduría sino el amor. Cfr. ¿Para qué sirve la filosofía?,
p. 70 y ss.
[5] Así resulta le
reinterpretación de Sztajnszrajber de la alegoría de la caverna platónica. El
prisionero liberado descubre en algún momento que el exterior de la caverna es
el interior de otra caverna más amplia y así sucesivamente. Cfr. ¿Para qué sirve la filosofía?, pp. 319-328. Cfr. también el capítulo 1 de
la tercera temporada del programa Mentira
La Verdad, protagonizado por el mismo autor: disponible en youtube, click aquí.