El término “democracia” es, como
se sabe, de origen griego y está compuesto por los términos démos (pueblo) y crátos (poder). Etimológicamente democracia significa entonces “poder del pueblo” o “gobierno del pueblo”.
Según algunos autores, no sólo el término es de origen griego, sino la
democracia misma, como forma de gobierno, que se desarrolló en Atenas, aunque
es de suponer que formas democráticas de gobierno hayan sido también utilizadas
en civilizaciones anteriores y en organizaciones tribales.
Por ampliación, el término
“democrático” puede aplicarse a otras organizaciones sociales que no sean el
Estado; puede hablarse así de tomar decisiones más “democráticas” en una
empresa, en una institución escolar, en una familia, etc., apelando a la
posibilidad de que todos participen y puedan emitir su opinión y que las
decisiones sean tomadas en conjunto y no por uno solo o por un grupo de minoría
selecta.
El punto más destacado y valioso
de la forma de gobierno democrática es, efectivamente, que permite la
posibilidad de participación de los ciudadanos en las cuestiones de la cosa pública,
estimulando una convivencia social entre sujetos iguales, libres, comprometidos
y respetuosos entre sí. En consecuencia, no nos resulta hoy llamativo que la
mayoría estemos de acuerdo con este tipo de organización de la sociedad y,
valga esto para las generaciones más jóvenes, que hasta resulte casi
incomprensible que las cosas hayan sido de manera muy distinta hasta no hace
mucho tiempo atrás.
Ahora bien, ¿cuál es el fundamento filosófico de la “democracia”? ¿En qué base
filosófica se fundamenta, o bien, debería fundamentarse? Al respecto quizás no
estemos todos tan de acuerdo y valga la pena reconsiderar la cuestión.
Democracia, como se ha dicho,
implica participación, diálogo, debate, pluralismo, respeto por la opinión
ajena. A diferencia de un sistema totalitario, en el que hay opresión, censura,
intento de imposición de un pensamiento único, en la democracia resalta la
posibilidad de que todos tengamos nuestra propia opinión, que seamos libres de
pensar y de expresar nuestro pensamiento propio. Parecería entonces que la
defensa de supuestas “verdades absolutas” o “valores absolutos” válidos para
todos fuese más bien lejana a la atmósfera democrática. Parecería que está más
cerca del espíritu democrático el sostener que cada uno tiene sus propias
verdades, sus propios valores individuales, sin derecho a considerar que la
propia opinión es la única válida y que sean erróneas, y por lo tanto
desechables, las demás opiniones. El hombre medio de nuestro tiempo tiende a
pensar de esta manera. Desconfía de la idea de “verdades absolutas” como algo
objetivo y válido para todos, sospechando que ese tipo de posiciones engendra
dogmatismos de tipo totalitario. De ahí que se amigue más fácilmente con la
idea de que las “verdades” son subjetivas, creyendo favorecer así la opinión libre
de cada cual y la posibilidad de coexistencia de visiones divergentes.
Una tesis de este tipo fue
propuesta por el teórico del derecho austríaco Hans Kelsen (1881 - 1973), quien no ha sido el primero ni el último. Recordaremos su postura cuya similitud con la de otros pensadores resulta relativamente clara.
Kelsen sostenía que el único fundamento posible de un sistema democrático es el
relativismo. El relativismo consiste
justamente en considerar que las “verdades” y los “valores” son relativos a
cada uno y no absolutos; no hay una verdad para todos o valores objetivos según
los cuales todos debiéramos regirnos. Si los hubiera no quedaría lugar para el
pluralismo. El relativismo conduciría, consecuentemente, a la tolerancia y ésta
conduce a la democracia. “La democracia
presupone por su parte al relativismo; esta frase la ha fundado Kelsen de modo
impresionante y convincente. La democracia constituye la voluntad de otorgar el
poder a toda convicción que haya podido ganar para sí la mayoría, sin poder
preguntar cuál es el contenido y el valor de tal convicción. Esta actitud
resulta sólo consecuente si se reconoce a todas las convicciones como dotadas
del mismo valor, esto es, sobre el fundamento del relativismo.”[1]
Esta relación esencial entre
relativismo y democracia Kelsen la argumenta de varias maneras. En primer lugar
sostiene que, desde el punto de vista psicológico, la persona que cree en
verdades objetivas y absolutas tiene una mayor tendencia a la imposición de
esas verdades a los demás y a la intolerancia. Quien, en cambio, considera que
cada uno tiene su propia “verdad”, evidentemente no habría de intentar imponer
su propia visión de las cosas a aquellos que tengan una visión diferente de la
suya. En consecuencia, una postura relativista según la cual cada uno tiene su verdad o ninguna convicción puede ser tenida como la
única o verdadera o mejor sería, a juicio de Kelsen, la única base sobre la
cual pueden respetarse las libertades individuales. Esta intuición es reforzada
por el autor con argumentaciones históricas: “casi todos los mayores exponentes de la filosofía relativista fueron
políticamente partidarios de la democracia, mientras que los seguidores del
absolutismo filosófico, los grandes metafísicos, fueron partidarios del
absolutismo y contrarios a la democracia.”[2]
La historia toda, y en particular
la de los últimos cien años, ha ofrecido no pocos ejemplos de los cuales podría
servirse esta argumentación: nazismo, fascismo, comunismo, imperialismo,
terrorismo… sistemas totalitarios de derecha, de izquierda, religiosos, no
religiosos, antirreligiosos… dictaduras de oriente, de medio oriente, de
occidente, del norte y del sur, todos ellos parecen basar su carácter
totalitario sobre alguna “verdad absoluta” elevada al rango de dogma, para así
poder imponerse bajo el amparo de lo supuestamente “verdadero”. No es, en
consecuencia, tan extraño que no sólo entre académicos, sino en el común de la
gente la idea misma de “Verdad” no goce de la mejor prensa (al contrario de lo
que sucede con las ideas de “libertad” y “democracia”) y genere sospecha y
desconfianza. Y esto, sobretodo, por razones morales, a saber, porque la idea
de “Verdad objetiva” es considerada opuesta a la libertad y al espíritu
democrático.
Creemos, sin embargo, que estas
ideas son susceptibles de algunas críticas, en particular por algunas
contradicciones que surgen a partir de ellas si se profundiza en el planteo.
En primer lugar: si el relativismo
es propuesto, sobre la suposición de que el hombre es incapaz de conocer
valores absolutos o – más severamente aún – sobre la supuesta inexistencia de
dichos valores, con el fin de defender la igualdad entre los hombres y la
libertad de cada uno de ellos, ¿no significa esto considerar –
contradictoriamente – a dicha igualdad y libertad como valores absolutos? Un
relativismo coherente debería considerar también la igualdad, la libertad, la
paz, la tolerancia, el respeto por el otro, etc., como “valores relativos” y,
por lo tanto, susceptibles de ser tenidos o no en cuenta en un sistema
democrático. Pero, claro está, con ello quedarían anulados los mismos
fundamentos de la democracia y con ello se desmorona la democracia misma que se
estaba tratando de defender. Una defensa seria de la democracia no puede
prescindir completamente de todo valor absoluto so pena de aniquilarse a sí
misma. Sólo puede sostenerse sobre una concepción determinada (y no “relativa”)
del hombre y de su dignidad, de su naturaleza libre y de su derecho a
autodeterminarse y a expresar su libre posición en torno a determinados temas.
Pretender afirmar la primacía de la constitución democrática del Estado sobre
una filosofía relativista resulta contradictorio (porque es una manera de absolutizar el relativismo) y, de hecho, es contradictorio afirmar cualquier cosa sobre semejante base.
En segundo lugar: el relativismo
no sólo es incapaz de ser fundamento de una vida social libre – es
incapaz de ser fundamento de lo que fuere – sino que incluso
vulnera las posibilidades de una vida auténticamente libre del hombre. En un
mundo donde todos los valores fueran relativos, ¿qué razones habría para hacer
efectivo uso de la libertad? Ejercer la libertad – elegir, decidir – implica
preferir una opción por sobre otras posibles y, para que ello tenga algún
sentido, esto supone a su vez considerar que una opción es efectivamente
superior a otras. Pero el relativismo anula la posibilidad de esta superioridad,
haciendo que todos los valores sean considerados igual de válidos que
cualesquiera otros. El relativismo achata, convierte a todas las opiniones en
equivalentes y a todas las opciones en válidas por igual. ¿Qué sentido tiene,
pues, elegir cuando todo, en última
instancia, da lo mismo? Y si, en una perspectiva relativista, la elección
termina careciendo de sentido, ¿se puede seguir sosteniendo que el relativismo
favorece la libertad? Parecería que lo que sucede es más bien lo contrario.
En tercer lugar: la libertad no es
algo en sí mismo, sino una característica de los actos de un sujeto, que es
capaz de poseerse a sí mismo y tener en sus manos el timón de su existencia.
Siendo algo que está en el “interior” del sujeto, necesita de una presencia
profunda del hombre a sí mismo, en esa intimidad en la que uno justamente se
posee y su voluntad se autodetermina (sobre la libertad externa e interna hemos hablado ya en entradas anteriores). Pero el relativismo más bien parece
debilitar la vida interior de la persona humana; en un mundo donde todo es
relativo, donde todo vale lo mismo puesto que nada vale en sí mismo, la respuesta más natural es la paulatina indiferencia,
explícita o encubierta, consciente o inconsciente, del sujeto. El hombre entra
en sus profundidades cuando puede entrar en comunión con cosas que calan
profundamente en él. Es el encuentro con lo valioso, con lo atractivo, con lo
cargado de sentido lo que estimula el recogimiento del sujeto hacia el núcleo
de su intimidad. En cambio, un mundo en el que todos los valores son igual de
válidos, un mundo sin “absolutos”, difícilmente pueda penetrar hondamente en el
sujeto y, en consecuencia, difícilmente pueda ese sujeto vivir en su profunda
interioridad, que es justamente donde se juegan las decisiones importantes y
donde reside la verdadera libertad. Ante un mundo que poco tiene para ofrecer
más que la vacuidad, la existencia del hombre se aliviana y se pierden razones
para el recogimiento y la presencia íntima del hombre en sí mismo; por el
contrario, la reacción más frecuente ante una vivencia tal del mundo suele ser
la de fuga, dispersión, divertissement.
Pues bien, si no hay vida interior, personal, de íntimo encuentro del sujeto
consigo mismo, no podrá haber tampoco verdadera autoposesión y en consecuencia
no habrá auténtica libertad. De ahí que en las “democracias” no esté ausente el
peligro de la dominación de los ciudadanos, de la manipulación, de la
instrumentalización y cosificación del hombre.[3] La
falta de una vida interior sólida implica la ausencia de auténtica
espontaneidad y originalidad, que arrastra al hombre al debilitamiento, lo
convierte en masificable y mina las
posibilidades de una vida libre. Este tipo de “esclavitud”, si se permite, es
en cierto sentido más dañina y hasta más perversa que la que se da en algunos
sistemas totalitarios, puesto que en éstos últimos la dominación se da de modo
mayormente explícito, mientras que en algunas democracias la manipulación se hace de manera encubierta, con
sujetos que se consideran libres al seguir lineamientos que les son impuesto
sin que sean conscientes de ellos.[4]
En conclusión, parece que la tesis
según la cual el relativismo es el mejor, sino el único, fundamento posible de
la democracia, merece una revisión sobre cuya importancia no puede exagerarse.
Especialmente teniendo en cuenta que se trata de una tesis de no poco éxito
entre el hombre medio de nuestro tiempo.
Si valoramos el sistema
democrático porque nos permite expresar nuestras propios pensamientos, sería
coherente que no le restáramos importancia a la preocupación por lograr que
nuestros pensamientos sean verdaderamente propios
y que sean verdaderamente pensamientos,
es decir no ligeras opiniones arbitrarias, sino sinceras búsquedas de parte de
los hombres por comprender el mundo que nos rodea, las necesidades propias y
ajenas, en definitiva, sinceras búsquedas por querer conocer las cosas como son
en verdad. El relativismo intenta
defender el pensamiento libre, pero por su misma base gnoseológica lo que hace
es convertir al pensamiento en algo inútil. Si valoramos la democracia porque
nos permite ser “libres”, sería coherente que consideremos esa libertad como un
valor objetivo, anexo a otros valores igual de objetivos, como la particular
dignidad de la persona humana, cuya libertad hemos de defender, desde esta otra
postura, por alguna razón.[5] Si
valoramos la democracia porque estimula nuestro compromiso en las decisiones
que tienen que ver con el todo social, sería coherente que adhiriéramos a
determinados valores que, por no ser relativos, fueran capaces de despertar
nuestra indiferencia y exigirnos esa comprometida actitud.
Suponer la inexistencia de lo verdadero y de lo (objetivamente) valedero, que es lo que el relativismo
filosófico propone, deja sin fundamento la dignidad del hombre y su libertad, y
conjuntamente le resta sentido a la elección, vulnera el llamado al respeto y
al compromiso social por parte del sujeto y entorpece el ejercicio de la
decisión auténticamente libre.
Por contraposición al planteo
kelseniano, podríamos preguntarnos entonces si la democracia no habría de
fundamentarse sobre la base de que consideremos valiosa la verdad y verdaderos
los valores.
[1] Gustav Radbruch, El relativismo en la filosofía del derecho,
en El
hombre en el derecho, Depalma, Bs. As. pp.100-101 citado por Agustín
Squella en “Idea de la Democracia en Kelsen” Estudios Públicos Nº 13, 1984.
[2] H. Kelsen, Los fundamentos de la
democracia, citado por Anna
Pintore en su artículo “Democracia sin derechos”.
[3] El pscicólogo social Erich
Fromm sostiene que la diferencia entre los sistemas totalitarios y las
democracias no reside en que los sentimientos o pensamientos propios se vean
impedidos solamente en los primeros. En ambos hay un alto grado de lo que él
denomina “conformidad” (uno de los
mecanismo de evasión del estado de separación que él denomina separatidad; la conformidad es una “unión con
el grupo en la que el ser individual desaparece gran medida y cuya finalidad es
la pertenencia al rebaño”). La diferencia consiste en que “los sistemas dictatoriales utilizan amenazas
y el terror para inducir esta conformidad; los países democráticos, la
sugestión y la propaganda.” (El arte de amar, Paidós, Buenos
Aires, 1998, p.23) Aclara que en las democracias la no conformidad es posible y
no está totalmente ausente mientras que en los sistemas totalitarios son sólo
unos pocos héroes los que se niegan a obedecer, sin embargo, afirma que “la gente quiere someterse en un grado mucho
más alto de lo que está obligada a hacerlo, por lo menos en las democracias
occidentales” (ibídem, p. 24). En cuanto a los métodos de la propaganda
moderna, tanto en la esfera económica como en la política, sostiene Fromm que “estos métodos de embotamiento de la
capacidad de pensamiento crítico son más peligrosos para nuestra democracia que
muchos ataques abiertos, y más inmorales – si tenemos en cuenta la integridad
humana – que la literatura indecente cuya publicación castigamos.” (El
miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 2004, p.135)
[4] Los análisis del mismo
Fromm dan muestra suficiente de hasta qué punto es esto posible. El autor
sostiene que “podemos tener pensamientos,
sentimientos, deseos y hasta sensaciones que, si bien los experimentamos
subjetivamente como nuestros, nos han sido impuestos desde afuera, nos son
fundamentalmente extraños y no corresponden a lo que en verdad pensamos,
deseamos o sentimos” (El miedo a la libertad, p. 186). Incluso
sostiene que “casi podría afirmarse que
una decisión «original» es, comparativamente, un fenómeno raro en una sociedad
cuya existencia se supone basada en la decisión autónoma individual”
(ibídem, p.196). Para ver la propia crítica del relativismo y sus desfavorables
consecuencias para la democracia que realiza el autor cfr. ibídem pp. 238 y ss.
[5] Así se expresa J. Maritain, en polémica con Kelsen: “No hay tolerancia real y auténtica sino
cuando un hombre está firme y absolutamente convencido de una verdad, o de lo
que el sostiene como una verdad, y cuando, al mismo tiempo, reconoce a quienes
niegan esa verdad el derecho a existir y a contradecirle, no porque éstos sean
libres en relación con la verdad, sino porque buscan a su modo la verdad y
porque él respeta en ellos la naturaleza humana y la dignidad humana.” Il
filosofo nella societá, Brescia, 1976, p. 67, citado por Anna
Pintore, op. cit., p. 124.